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Aquel martes

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El 4 de septiembre de 1973 se celebró en Santiago de Chile el tercer aniversario de la presidencia de Salvador Allende. Era difícil avanzar entre la multitud que desde los cuatro puntos cardinales se dirigía a la plaza de la Constitución. Allí, junto a la fachada norte de La Moneda, se había levantado un estrado sobre el cual, en filas escalonadas, se sentaban los dirigentes de los partidos de la Unidad Popular. Si la memoria no me engaña, el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, y Carlos Altamirano, el del Partido Socialista, se defendían del fresco mediante unos ligeros ponchos que llevaban puestos sobre sus hombros. En el centro de la primera fila estaba Salvador Allende. Cuando pasamos frente a la tribuna pude comprobar que iba vestido, como a él le gustaba presumir, de «pura lana inglesa» y percibí, tras sus lentes de miope, el brillo de la emoción. Los cantos y las consignas atronaban el aire. La concentración alcanzó tal magnitud que hasta los periódicos contrarios al Gobierno hubieron de admitir al día siguiente su enorme tamaño. Se habló de una cifra por encima del millón de personas. La emoción compartida, la voluntad que en ella palpitaba hacían inimaginables la humillación o la derrota.

Bien entrada la noche, Allende habló con pasión contenida, expresando la firme convicción de que el paro patronal y «la sedición» –entonces en marcha– serían derrotados. La subida del precio del cobre, anunció, permitiría importar alimentos y materias primas. Los años de presidencia que le quedaban los culminaría junto al pueblo, dijo. Luego nos fuimos dispersando lentamente.

El domingo 9 de septiembre estaba yo en la Cordillera, concretamente en Farellones, donde había subido el viernes con unos amigos y con la intención de pasar el fin de semana esquiando. Nos habíamos levantado tarde y estábamos desayunando sobre una mesa en la plataforma de madera que, a modo de terraza, rodeaba el barracón donde nos alojábamos. Puse la radio y escuché dos discursos. Uno, el de Orlando Millas, exministro, que hablaba en nombre del Partido Comunista. Se mostró conciliador. Se dirigió a todos los demócratas, en alusión clara a la Democracia Cristiana, para que se pudiera llegar a un entendimiento, un «mínimo consenso», dijo.

Frente a esas palabras dialogantes, Carlos Altamirano, el Secretario General del Partido Socialista, se desbocó desde el Estadio Chile, un polideportivo cubierto en el cual su partido –que era en el que yo militaba entonces– había convocado el mitin. Estuvo radical llamando a la insubordinación: «La derecha sólo puede ser derrotada con la invencible fuerza del pueblo. Los reclutas, los suboficiales y oficiales constitucionalistas deben unirse al Gobierno legalmente constituido», dijo. También negó cualquier posibilidad de diálogo con la oposición: «El Partido Socialista ya ha dicho que no puede haber diálogo con los terroristas». «El asalto de la reacción ha de ser detenido, devolviendo golpe por golpe, y no buscando la conciliación con las fuerzas de la sedición». «No se puede luchar contra la insurrección por medio del diálogo, sino con el poder popular». «Durante estos tres años hemos logrado crear una fuerza combativa que nada ni nadie podrá detener», aseguró. Años después, un Altamirano arrepentido de aquellas «radicalidades» nos confesó en una cena en Barcelona que él, un hombre de la alta burguesía chilena, jamás había tratado con ningún militar.

Las diferencias entre lo que expresaban los dos grandes partidos de la Unidad Popular eran tan obvias como contradictorias e inquietantes: un Partido Comunista moderado y leal al presidente y un Partido Socialista radicalizado y desconfiando de Allende. Sólo tuve que esperar dos días para comprobar que las palabras de Altamirano eran una baladronada. El martes siguiente por la tarde los militares convirtieron aquel recinto deportivo desde donde habló Altamirano aquel domingo en una mazmorra. Allí practicaron todo tipo de sevicias contra los detenidos. El poeta, actor y cantante Víctor Jara fue asesinado allí después de que, a culatazos, le destrozaran las manos, las mismas él que había utilizado para escribir canciones y arrancar las notas de su guitarra.

Las diferencias entre lo que expresaban los dos grandes partidos de la Unidad Popular eran tan obvias como contradictorias e inquietantes

La tarde del domingo tomamos la carretera de regreso. El sol poniente teñía el cajón del río y los cerros lejanos de color malva. El lunes me acosté temprano y me dormí, pero el sueño no fue largo. Eran las seis y media de la mañana del martes 11 de septiembre cuando sonó el teléfono. «Despierta, que la cosa se está poniendo fea. La Marina está tomando Valparaíso. El golpe está en marcha», dijo la voz. Comenzaba un largo día. El urbanista Jordi Borja, a quien yo había tratado en París, había llegado a Santiago con su compañera, Carmen, a mediados de agosto para impartir un curso en la Universidad Católica, fue el segundo en llamar. Le dije que se vinieran a nuestra casa y lo hicieron.

A las ocho y cuarto, Radio Corporación emitió un discurso de Allende. Poco después –según supimos ese mismo día–, el presidente de la República recibió una llamada del Ministerio de Defensa, ocupado ya por los sediciosos. Al otro extremo del citófono, el almirante Carvajal lo conminó a rendirse, ofreciéndole un avión para él, su familia y sus colaboradores, que les llevaría al extranjero. Con palabras duras, Allende rechazó la oferta. El citófono quedó abierto y los allí presentes pudieron escuchar con espanto las palabras que Carvajal, ignorante del descuido, dirigía a sus subordinados: «Tenemos que matarlos como a ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende». No eran las nueve cuando varias unidades del ejército y los tanques del Segundo Regimiento de Blindados se colocaron frente a La Moneda; al tiempo, la Fuerza Aérea comenzó a bombardear las emisoras de la Unidad Popular.

«Ahora se dirige a los trabajadores de todo el país el Presidente de la República, Salvador Allende, directamente desde el palacio presidencial», dijo el locutor. Se escuchó la voz de Allende con chisporroteos iniciales a causa de las interferencias. Luego se normalizó la transmisión. Según supimos pocas horas más tarde, Allende improvisaba el discurso sosteniendo un viejo teléfono a magneto: «Seguramente ésta será la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes –comenzó–. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores. El pueblo debe defenderse, pero no debe dejarse arrasar ni acribillar. Tampoco debe humillarse». Estas últimas palabras me hicieron dar un respingo. Miré a mis amigos; sus caras estaban pálidas y una lágrima, una sola, resbaló desde el ojo derecho de mi mujer hasta su boca.

Allende concluyó su discurso: «Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».

– Es una despedida –dije.
– ¿Qué? –me preguntó Jordi Borja a mi lado.
– Que no hay nada que hacer. Que no dispone de un solo regimiento. Que todo está perdido –concluí.

Los tanques aparecieron de inmediato por el este y el oeste del Palacio de La Moneda y se estacionaron en la plaza de la Constitución. Tropas de infantería se acercaron por las calles de Teatinos y de Morandé. Hasta nosotros llegaba amortiguado el sonido de los disparos que desde las ventanas y balcones del palacio y de los edificios cercanos hacían quienes allí resistían.

Tuve la amarga sensación de que los muchos cientos de miles de personas que nos habíamos manifestado allí cerca tan solo una semana antes, y millones más, todos quienes apoyaban a lo largo de Chile a la Unidad Popular y a su presidente nos encontrábamos metidos en una encerrona que, paradójicamente, nos aislaba a unos de otros. La calle se había vuelto hostil.

Al poco tiempo, estábamos en la terraza a la espera de la llegada de los aviones que bombardearían La Moneda cuando miramos hacia la calle desierta y vimos a un hombre que avanzaba por Santo Domingo, nuestra calle, mirando los números de los portales. Estaba solo, en medio de la calle sin tráfico. Era Joan Garcés, el valenciano asesor de Allende. Le hicimos señas y subió. Buscaba mi casa, cuya dirección le había dado su hermano Vicente.

– Van a bombardear –nos dijo nada más entrar en el piso.
– Sí, ya lo hemos oído por la radio –contesté con el tono distante que suelo poner cuando empiezo a ver las cosas mal.

Joan se revolvía en el salón como un gato encerrado. De repente me dijo:

– ¿Tienes abajo el coche? Dame las llaves, tengo que sacar unas cosas de casa.
– ¿Tan importante es? –pregunté.
– Sí, es imprescindible que me lo lleve de allí –aseguró.

Me funcionó un mecanismo que no es precisamente el de la supervivencia. Si él tenía que sacar algo de su casa, mejor que fuéramos hacia allí los dos.

– Yo te llevo –me ofrecí.

Salimos e hicimos una «travesía de Santiago» que no creo que se me olvide con facilidad. Daba la sensación de que transitábamos, a toda la velocidad que podía sacar de aquel Volkswagen Station, por una ciudad abandonada. No creo que tardáramos ni diez minutos en dejar el coche aparcado en la calle y entrar en la casa. Garcés vivía en el “«barrio alto», en un pequeño chalet donde yo había estado varias veces. Era una zona poblada por gente de dinero.

Yo había metido en la guantera una pistola Browning que había comprado hacía pocos días. No sé por qué, pero me pareció razonable acompañarme de ella, y mientras Garcés se demoraba en preparar los papeles que quería llevarse y los metía en un baúl de lata verde, yo «vigilaba» desde una ventana con la pistola en la mano. Recordando ahora la escena, me resulta entre infantil y ridícula, y seguramente lo era, pero expresa bien la sensación de que iban a por nosotros, así como la indefensión en que estábamos.

En la calle –que cuando llegamos estaba vacía– empezó a juntarse gente. Varios individuos de aspecto poco amable nos miraron con mala cara mientras metíamos los bultos en el maletero y se arremolinaron en torno al Volkswagen. Nos metimos dentro y arranqué el motor. La calle era estrecha y sin salida. Dar la vuelta allí era labor difícil, así que decidí recorrer dos manzanas marcha atrás. Se apartaron y salí, pero al pasar por su lado, uno de ellos me increpó: «Te vamos a arrancar el bigote», dijo, y yo sonreí, como quitándole importancia a la amenaza.

Joan y yo discutimos acerca de dónde debíamos dejar el baúl con los documentos. Le propuse la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, dependiente de Naciones Unidas) y me dijo que no. Tenía una amiga en la zona de Quilicura y pensaba que los papeles estarían más seguros en su casa. Fuimos hacia allí. Continuaba el bombardeo de La Moneda, que se escuchaba persistente. Al doblar una esquina –no recuerdo cuál–, nos encontramos de frente con una compañía de carabineros formando un cordón en medio de la calle. Frené casi encima de ellos y uno de los «pacos» –probablemente un oficial– se nos acercó con malas pulgas, nos ordenó bajar y así lo hicimos. Garcés les dijo –sin que ellos nos preguntaran– que éramos de Naciones Unidas y que llevábamos unos documentos a la sede. El carabinero desconfió, abrió el maletero del coche y lo miró por encima, sin ordenarnos abrir el baúl. Volvió a mirarnos inquisitivamente y nos dijo de malos modos:

– Den la vuelta. Por aquí no pueden pasar.

Pensé que la pistola –depositada en la guantera– estaba allí de más, pero, por suerte, no tuvimos ningún otro mal encuentro hasta llegar a la casa a donde nos dirigíamos.

La amiga de Garcés se llamaba Queca y vivía allí con su familia. Cuando depositamos el baúl con la pistola dentro, los padres de la chica, que debían de saber quién era Garcés, no nos miraron precisamente como si fuéramos los reyes magos. Tiempo después, por encargo de Joan, intenté recuperar aquellos materiales, pero Queca me dijo que habían quemado todos los papeles. Le pregunté –simple curiosidad– por la pistola.

– La hemos legalizado. ¿La quieres? –me ofreció.

Naturalmente, dije que no.

De vuelta a mi casa, ya sin carga, al cruzar por la plaza de Italia, sin darme cuenta, me metí en medio de una «balacera» montada entre francotiradores que disparaban desde los edificios altos y la tropa que, parapetada detrás de los camiones militares, disparaba los fusiles automáticos al buen tuntún contra sus ocultos hostigadores.

– ¿Dónde van? –nos gritó desde una esquina un militar.

No podían distinguirse las graduaciones, pues todos, soldados y oficiales, llevaban el mismo uniforme y ninguna distinción que los diferenciase: «Para evitar atentados», explicaron, «valientemente», más tarde. Aquél que nos gritaba era, con toda seguridad, un oficial.

Me paré en seco. «¡Acérquense!», volvió a gritar. Di marcha atrás y lentamente aparqué el coche.

– ¡Están locos! –voceó de nuevo–. La documentación –nos exigió.

Mientras mostrábamos nuestros carnets, tres soldados armados con fusiles nos empujaron hacia el coche y nos pusieron con las piernas separadas y las manos apoyadas en el capó.

Augusto PinochetGarcés, en un tono tranquilo, como quien pasa por la calle y los municipales le piden la documentación, pretendía explicarles quiénes éramos y adónde íbamos. Mientras el oficial inspeccionaba nuestros carnets, pensé: «Como se den cuenta de quién es éste, nos liquidan aquí mismo». Tuve la premonición de que nos dispararían de un momento a otro y durante aquellos instantes, que se hicieron eternos, me asaltó una preocupación absur-da: «Si nos dejan aquí muertos, ¿quién nos va a recoger?», pensé. Aquel no fue, desde luego, un pensamiento muy racionalista. Al fin, el militar nos devolvió los carnets y nos ordenó que rodeáramos la plaza por el sur.

Llegamos a mi casa, y no sé si almorzamos aquel día: sólo recuerdo que hacia la una ordenaron el toque de queda inmediato y luego lo retrasaron dos o tres horas. La sensación que produce el toque de queda (nadie puede salir a la calle) es difícilmente transmisible para quienes no lo hayan vivido. Al aislamiento se une la más absoluta indefensión. La radio y el teléfono se convierten en el único cordón umbilical con el resto del mundo y son aparatos de los que es preciso desconfiar.

Recuerdo que el teléfono sonaba continuamente. Las radios –acalladas hacía ya rato las emisoras de la Unidad Popular– sólo transmitían los incontables bandos militares. Todos eran terribles, pero hubo uno, no recuerdo su número, que nos dejó de piedra. Decía algo como lo siguiente: «Las normas de este bando y las de bandos posteriores modifican la Constitución en lo que ésta se les oponga». Eran más de cien años de vida civilizada los que caían hechos añicos.

Nada fiable sabíamos de lo que había pasado con Allende, poco de los partidos de la Unidad Popular. A media tarde llamó un compañero –no recuerdo quién– y, quizá para tranquilizarme, dijo que en la sede del Partido Socialista se habían destruido todas las fichas personales.

Joan Garcés, que se movía por la casa como gato en una jaula, insistía en llamar por teléfono tanto a la embajada de Cuba como al corresponsal de Prensa Latina. Alguien de entre nosotros le llamó la atención sobre la posibilidad de que, precisamente, esos teléfonos pudieran estar intervenidos, mas, por suerte, los controles masivos debieron de establecerse más tarde.

La embajada de Cuba fue asaltada por los militares esa misma noche y, de no haber intervenido Harald Edelstam, el embajador sueco, persona en verdad admirable por esa y otras muchas acciones en los días y meses siguientes, aquello habría acabado en una matanza. De todas formas, algunas personas de la embajada, entre ellas el propio embajador cubano, salieron heridas del edificio y en esas condiciones fueron remitidos a La Habana.

Desde nuestra casa se oían tiros y –suponíamos– cañonazos (luego se vio que habían sido pocos), con una persistencia que duró varios días. Las pequeñas armas de quienes en las oficinas cercanas resistían se distinguían por su pobre potencia. En una buhardilla cerca de donde estábamos, alguien disparaba «un paco» cada vez que una patrulla militar pasaba por la calle que bordea el Mapocho. Las respuestas de los milicos eran más contundentes. El oído humano aprende rápidamente a distinguir hasta el calibre de las armas por el ruido de las detonaciones.

La radio comenzó, de pronto, a dar los nombres de quienes debían presentarse a las autoridades militares. De no hacerlo, «se atendrían a las consecuencias, fáciles de prever». La primera lista que leyeron, en orden alfabético, pasó por la G sin nombrar a Garcés, y entonces Joan dijo: «¡No estoy!», pero se equivocaba. Al llegar a la Z, empezaron de nuevo, esta vez sin orden respecto al abecedario, y apareció un «João» Garcés inequívoco. En lecturas posteriores corrigieron el error y empezaron a emitir el nombre completo con que lo habían inscrito en el Registro Civil de Valencia: Juan Enrique Garcés Ramón. No hubo ya dudas acerca de lo que le esperaba.

La ferocidad del discurso de los militares tenía como destinatarios principales a los «dirigentes marxistas que han envenenado al pueblo y a la legión de extranjeros que, a las órdenes de Cuba, han invadido Chile». Las radios y la televisión, sometidas a rígida censura militar, sólo daban noticias tranquilizadoras para sus parciales. La Junta Militar informó durante la tarde de la detención de «extremistas» en el Banco del Estado y el Ministerio de Obras Públicas, lugares ambos cercanos a nuestra casa. También dijeron haber detenido a seiscientas personas en la Universidad Técnica del Estado y a un número indeterminado en varias fábricas y en la editorial Quimantú. Después vinieron las adhesiones.

Cuarenta años después de que los nazis prendieran las fogatas para quemar los textos degenerados que corrompían a la juventud alemana, los milicos chilenos volvían a encender las mismas llamas

Ya de noche, emitieron un reportaje en el cual se veía a un nutrido grupo de soldados quemando libros en el centro de Santiago, a pocos metros de la Universidad de Chile. Cuarenta años después de que los nazis prendieran las fogatas para quemar los textos degenerados que corrompían a la juventud alemana, los milicos chilenos, que ya desfilaban en las paradas militares con el paso de la oca, volvían a encender las mismas llamas, alimentándolas con libros. De pronto, la cámara hizo un zoom y mostró algunos títulos, deteniéndose en uno: Para leer al pato Donald, el libro de Ariel Dorfman.

Las radios se mostraban cada vez más triunfales y la televisión anunció varias veces la presencia de la Junta, pero los gorilas tardaron en hacer acto de presencia. Al fin lo hicieron, y allí, en el centro, con gafas de sol y aire chulesco, estaba el gran traidor, Augusto Pinochet, que se había subido al carro de la sedición horas antes de la asonada.

Las noticias que llegaban por el teléfono respecto al destino de Allende no eran alentadoras. Quienes habíamos oído las bombas incendiarias sobre el palacio presidencial tampoco éramos optimistas respecto al destino del presidente, y Joan Garcés –a quien Allende había despedido de la Moneda en hora temprana «para que escribiera las cosas que aquí han pasado»– no pensaba tampoco que hubiera ocurrido nada bueno.

A una cierta hora de aquella tarde, que se había ido volviendo gris, la televisión puso unos planos fijos en los que se veían unos bomberos que sacaban de La Moneda en ruinas una camilla con un cuerpo cubierto por un poncho. «Allende se suicidó cuando entraron en La Moneda las Fuerzas Armadas», dijeron. Nadie lo creyó entonces.

La fina lluvia que había emborronado el aire de Santiago durante toda la tarde del 11 de septiembre dio paso al sol en la mañana del miércoles 12.

Pocos días más tarde, la radio anunció la muerte de Neruda, en su casa del Cerro de San Cristóbal. El escritor estaba enfermo de cáncer desde hacía algún tiempo. Comentábamos la desaparición del escritor en una reunión informal en la FLACSO (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), a la cual había acudido el sociólogo francés Alain Touraine –casado con una chilena–, que estaba dando un ciclo de conferencias en aquella facultad. Touraine, que conocía a la esposa del escritor, Matilde Urrutia, quiso ir a la casa de Neruda y pidió que alguien lo acompañara. Me presté a hacerlo. La casa estaba construida en un jardín empinado. Entramos en ella y subimos por una escalera que conducía a una rotonda cubierta por una vidriera. Allí reinaba un gran desorden, provocado por quienes, sin respetar al agonizante, habían saqueado la casa poco antes de que el escritor muriera. En una esquina vi un teléfono arrancado de cuajo. En medio del salón, sobre unos soportes de madera, estaba el ataúd abierto y, en él, el cadáver de Pablo Neruda. Me acerqué. Su cara se había vuelto mucho más delgada de como la recordaba a través de las fotografías. Algunos parientes y amigos rodeaban el catafalco, adornado con coronas de flores blancas. Por otra escalera se llegaba a la habitación, completamente vacía, donde se hallaba, digna y en pie, Matilde Urrutia. En lo alto del jardín estaban las habitaciones donde el matrimonio tenía los libros y los cuadros: los saqueadores las habían destrozado. La casa del premio Nobel había sido sometida al pillaje de los bárbaros. Cuando salimos al jardín, pudimos ver en el terraplén los restos calcinados de los libros que allí habían ardido.

Lo más urgente para su seguridad y para la nuestra era encontrar un lugar donde «empaquetar» a Joan Garcés y, de paso, a su hermano Vicente, que estaba, él también, en precario en casa de su reciente compañera, la cántabra Dolores Díaz Munío, en la vecina calle de Miraflores. Pensamos llevarlos a una embajada de las que en aquellos momentos estaban llenándose de asilados, pero cuando Borja y yo informamos de nuestros apuros a Luis Ramallo, el director de la FLACSO, tuvo una idea que resultó milagrosa.

– ¿Por qué no lo intentamos con la embajada española? Conozco al embajador y nos escuchará –propuso.
– ¿El embajador de Franco? –pregunté extrañado.
– Por intentarlo nada se pierde –dijo Luis, pragmático.

Ramallo concertó una cita con el embajador en la cancillería y a ella acudimos Luis y yo. Enrique Pérez Hernández, el embajador, nos recibió con amabilidad y simpatía. Se mostró comprensivo cuando le contamos la situación en la que estaban los Garcés.

– Traedlos a mi residencia –se ofreció, generoso–. Procederemos de la siguiente forma –continuó–: cuando tengáis dispuesto el traslado (preferiblemente en un solo automóvil) llamáis a este número que os voy a dar y decís simplemente: «Ya está preparado el paquete para Iberia». Alguien os contestará: «Traedlo» y os dará las claves para que os abran la puerta del jardín.

Nos deshicimos en agradecimientos.

– No hay por qué –nos alivió–. Un embajador tiene entre sus obligaciones una principal: la de defender a sus compatriotas.

Nos acompañó hasta la puerta y ya estábamos para irnos cuando Pérez Hernández nos tendió la mano y nos hizo una última recomendación:

– Tened mucho cuidado con estos militares, que son más brutos que los nuestros.

Me quedé de piedra, y más cuando después supe que Pérez Hernández había hecho la guerra del lado de Franco como «alférez provisional».

El traslado de los Garcés a la residencia del embajador resultó sencillo y sin tropiezos, pero la aventura no acababa ahí, pues cualquier asilado, para salir de Chile, había de tener un salvoconducto y, en el caso de Joan Garcés, parecía de imposible obtención. En la embajada de España sólo se habían asilado cuatro personas: un exministro de Minería, los Garcés y otro español, cuyo nombre ha quedado oculto (quizá por ser el hijo rojo y descarriado de un preboste del régimen).

Enrique Pérez Hernández había entablado una buena relación con Pinochet, pues para éste era el representante de Franco, personaje a quien el general chileno había tomado como modelo y guía. El hecho es que Pérez Hernández se vio con Pinochet y le sacó los salvoconductos, que utilizó de inmediato, poniendo a los cuatro asilados fuera de Chile en el mismo avión que había traído medicinas y otros enseres desde España para paliar los daños que, se supone, había causado el enfrentamiento.

Recordaré siempre aquellos días como los del miedo y la confusión. De repente, el mundo había cambiado y las calles se habían llenado a la vez de alegría (la de los vencedores, que no eran sólo los militares) y de pavor: el de los vencidos.

Todos los que aquel martes estaban en casa salieron de Chile. Me sentí solo. ¿Por qué no me despedí inmediatamente de CEPAL para regresar a España? No lo sé muy bien, pero recuerdo el argumento que di entonces: tenía que cumplir con la prestación mínima (un año de trabajo) a que me obligaba el contrato con la ONU. Eso dije, sí, pero no creo que –dadas las condiciones que se habían derivado del golpe– nadie me fuera a penalizar o reprochar haber tomado el avión de regreso. Quizás influyeran en mi decisión de quedarme dos impulsos: el de no querer regresar tan deprisa con el rabo entre las piernas y el pensamiento optimista de que los milicos «no tenían nada contra mí», pensamiento que, por cierto, durante la guerra de España le había costado la vida a mucha gente.

Al enterarme de la detención, tortura y prisión de dos amigos españoles (Francisco J. Ayala y Agustín Mogollón) decidí cambiarme de casa, pues ellos tenían una copia de las llaves de mi piso y –bien lo sabía yo– los torturadores muestran siempre sumo interés en conocer dónde están las cerraduras que abren las llaves que llevan encima los detenidos. No me costó mucho encontrar un piso nuevo, en el arranque de la Avenida Providencia, en el bajo de una urbanización recién construida, cuya puerta daba directamente al jardín comunal. Hice el contrato de alquiler con todas las bendiciones legales a través de un despacho de abogados que trabajaba por cuenta de la propietaria, Miriam Morales, de una conocida y prestigiosa familia del Partido Radical, aunque ella –según yo sabía– era del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Pues bien, la noche en que me trasladé a la casa recién alquilada llamaron a la puerta e irrumpieron en ella los componentes de una patrulla militar que venían, armados hasta los dientes, a buscar a Miriam, con las intenciones «fáciles de prever», y se encontraron conmigo. Me hicieron sentar en un sillón de orejas y registraron la casa a conciencia. Por supuesto que el contrato de arrendamiento y mis papeles en regla atemperaron su ardor guerrero, pero volvieron sobre mi libreta de direcciones y sobre mis carnets una y otra vez. Y lo peor fue que, entre los carnets, tenía uno que me acreditaba como sargento de Artillería, con mi foto de uniforme, y aquel tipo –sin duda, un oficial– no podía entender que yo pudiera ser a la vez sargento del ejército español y funcionario de la ONU. Pensé, mientras lo escudriñaba, que por su mente estaba pasando la sospecha de que yo era un instructor militar del Movimiento de Izquierda Revolucionaria o algo parecido. Luego –y fue lo más chusco– se detuvo en la dirección parisiense de la OCDE que tenía yo en la agenda y que para mi desgracia estaba en la Avenue Pascal. «¿Quién es este Pascal?», me preguntó. «Blas Pascal, un filósofo francés», me atreví a contestar. Y añadí: «Pascal murió en el siglo XVII». Aquello pareció tranquilizarlo y, al fin, partió con su tropa hacia otras heroicas aventuras.

Comprendí más tarde por qué Pascal –algo jansenista, es cierto– levantaba tantas sospechas entre la milicia chilena cuando, al comentar el incidente entre amigos, alguien me aclaró que un sobrino de Salvador Allende, que se había convertido en dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria y que, como todos ellos, estaba siendo buscado con especial empeño, se llamaba Andrés Pascal Allende.

Los organismos internacionales estimaron en más de quince mil los
muertos. Lo llamaron «la institucionalización»
del régimen

Miriam Morales, entretanto, estaba tomando el camino del exilio, al amparo de la embajada de México. Muchos años después, siendo ella la esposa de Jorge Castañeda, el que fuera ministro de Asuntos Exteriores mexicano, nos encontramos en un acto oficial en Madrid y pudimos reírnos de Pascal y de la ignorancia militar. Pero mientras ocurría aquella invasión de milicos y la posterior ocupación de la casa de Morales, puedo jurar que en ningún momento tuve yo el cuerpo para bromas.

El 12 de septiembre de 1973, los militares chilenos, que el día anterior habían acabado con la democracia y derogado la Constitución de la República a golpe de bando militar, declararon interinos a todos los empleados públicos, que fueron más tarde depurados uno a uno. El día 17 cancelaron la personalidad jurídica de la Central Única de Trabajadores. El día 24 disolvieron, mediante decreto, el Parlamento. El primer día de octubre designaron rectores delegados en todas las universidades del país, la mayor parte de ellos altos mandos militares en activo o retirados. El 8 de octubre se declararon oficialmente ilícitos y disueltos los partidos de la Unidad Popular y, tres días después, pusieron en receso al resto de los partidos. Más de treinta mil personas perdieron su trabajo en la Administración. Más de mil profesores y tres mil funcionarios administrativos fueron expulsados de la enseñanza. A no menos de veinte mil estudiantes se les prohibió aparecer por las aulas. Al final del primer mes de gobierno militar había unos cincuenta mil presos políticos, repartidos por estadios, regimientos, barcos, islas, cárceles y campos de concentración. En las embajadas, incluida la española, se hacinaban miles de asilados. Los organismos internacionales estimaron en más de quince mil los muertos. Lo llamaron «la institucionalización» del régimen.

Mi compañero en CEPAL, Carmelo Soria –que siguió en Chile con su familia («No tienen nada contra mí», debió de pensar)– fue asesinado de mala manera por la Gestapo chilena, llamada Dina, aunque –para decirlo todo– la larga mano de Pinochet traspasó las fronteras, como lo demuestra el asesinato de Orlando Letelier en el centro de Washington, en septiembre de 1976, o la muerte –mediante el mismo procedimiento de la bomba lapa bajo el automóvil– del general Carlos Prats y de su esposa en Buenos Aires, el 6 de octubre de 1975. La catadura moral del asesino que ordenaba a sus sicarios la matanza queda, a mi juicio, retratada de cuerpo entero al leer la carta que envió a una de sus víctimas, a Carlos Prats, cuando éste le dio paso para que ocupara la cúpula del Ejército.

La carta lleva fecha del 7 de septiembre de 1973, cuatro días antes del golpe, y en sus párrafos más significativos dice lo siguiente: «Es mi propósito manifestarle, junto a mi invariable afecto, mis sentimientos de sincera amistad, cimentada en las delicadas circunstancias que nos ha correspondido enfrentar […] Tenga usted la seguridad de que quien le ha sucedido en el mando del Ejército, queda incondicionalmente a sus gratas órdenes, tanto en lo profesional como en lo privado y personal».

Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, idea con la que nunca he comulgado. Cuando muchos años después, y precisamente de la mano de Joan Garcés –verdadero impulsor, en este caso, de la acción de la justicia en la Audiencia Nacional española– el ya exdictador fue a parar a una clínica londinense para intentar burlar la acción de la justicia que iba a procesarlo en España, sólo sentí renacer en mí un profundo desprecio y no encontré en mi interior el regusto de ver al asesino ante la mirada de sus víctimas: porque eso es imposible. Ahora bien, cuando –ya en vísperas de su muerte– descubrieron los enormes chanchullos económicos de él y de su familia, me agradó sobremanera que lo trataran como lo que también era: un ladrón. Un patriotismo, el suyo, que resultó ser –esta vez sí– el refugio de un miserable.

Joaquin Leguina fue presidente de la Comunidad de Madrid (1983-1995). Sus últimos libros son El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014).

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