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Decíamos ayer…

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Esta columna concluyó -sin ofrecer explicación alguna- a mediados del pasado febrero. Unas pocas palabras, pues, a fuer de justificación tardía. No se debió su desaparición a una impróvida manifestación de fiebre pandémica, no, sino a otros achaques de salud que me resisto a detallar por no atosigar al lector. Baste con evocar a las imprevisibles ménades que se desatan con los avances de la edad para cerrar así un enfadoso trámite. Si los dioses cambian de actitud espero continuar con nuevos repasos al ruido y la furia que se hacen notar cada vez con mayor intensidad en la arena geopolítica internacional.

«Decíamos ayer…»

A lo largo de los interminables meses que han ido desde diciembre 2019 hasta hoy, el mundo se ha visto anegado por el SARS-CoV-2, un acrónimo inglés con el que mentar al Síndrome Respiratorio Severo y Agudo causado por Coronavirus 2 y al que la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluyó con ese nombre en su Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD o International Classification of Diseases) en febrero 11, 2020. Al tiempo, sin embargo, la propia organización comenzó a hablar del «virus causante de Covid-19» o Covid-19 a secas. Siempre cauta en estos tiempos de corrección lingüística, la OMS prefirió evitar el uso oficial de SARS para que no reviviesen temores infundados entre las poblaciones de Asia que habían sufrido en 2003 bajo su antecedente sin apellidos.

Aunque los primeros casos conocidos se habían producido en la ciudad china de Wuhan, una mayoría de medios audiovisuales y las grandes plataformas sociales se sumaron con arrebato a la misma visión irenista. Hablar de un virus de Wuhan no podía ser más que una muestra de xenofobia propia de indocumentados ajenos a las evidencias de La Ciencia. Al cabo, el presidente Trump había hablado del virus chino y, según la doctrina del desquiciamiento trumpiano, de aquella boca tuerta sólo podían salir sandeces.

Los verificadores (fact-checkers) del WaPo y del NYT se abalanzaban inmisericordemente sobre quien tratara de razonar lo contrario. Facebook y Twitter, por su parte, decidieron poner una letra escarlata sobre aquellos mensajes de sus usuarios que pudiesen contribuir «a las falsedades, teorías conspiratorias y fraudes» sobre los orígenes del virus, es decir, sobre cuanto no coincidiese con la posición  irreductiblemente científica de sus propios verificadores.  Hasta The Lancet, una de las luminarias de la comunidad científica, hacía hueco a un anatema contra «las teorías conspiratorias que sugieren que Covid-19 no tiene un origen natural».

Hasta que el pasado mayo 26, el intachable presidente Biden mantuvo que la comunidad de inteligencia americana no cree que «exista suficiente información» para juzgar adecuadamente la verosimilitud de las distintas hipótesis sobre el origen del virus causante de Covid-19 y en consecuencia instruyó a sus servicios para que le presenten un informe con mayor credibilidad en los próximos 90 días.

Esa decisión política impulsó a todos los medios negacionistas y de mucho progreso a acomodar a toda prisa sus anteriores decisiones científicas. Entre esos imprevistos cambios de rumbo tal vez el más ocurrente haya sido el de Facebook, cuyo vicepresidente de Integridad (?) declaraba pocos instantes después de la decisión presidencial que «continuaremos trabajando con expertos en salud para rastrear la naturaleza evolutiva de la pandemia y actualizar nuestra política a medida que aparezcan nuevos hechos y tendencias». ¿Qué habían estado haciendo antes? El New Yorker sabía justificarlo.

Tiquismiquis geográficos aparte, eran esos hechos y tendencias, no tan nuevos, los que nos habían llevado a referirnos desde los inicios de la pandemia al virus de Wuhan para apuntar una cuestión, a nuestro entender, irresuelta: cómo explicar que el SARS-CoV-2 hubiese hecho su aparición precisamente en Wuhan y no en cualquier otra parte. Era una pregunta modesta pero pertinente porque las respuestas más extendidas resultaban poco convincentes: el mercado húmedo de Huanan; el escurridizo animal mediador entre los murciélagos portadores de algo muy parecido al Covid-19 y los humanos, es decir, el fundamento de la hipótesis de transmisión zoonótica; por no hablar de las desesperadas propuestas del Partido Comunista Chino y sus representantes en la comunidad científica de que el virus entró a su país en paquetes de alimentos congelados provenientes del exterior; o que apareció en granjas extranjeras de visones; o que fue una operación planeada en el laboratorio militar de biodefensa de Fort Derrick. Con esa actitud los comunistas chinos no hacían sino abonar las legítimas dudas de un número creciente de científicos y observadores independientes.

La duda tardó, empero, en abrirse paso, a pesar de que con gradual insistencia muchos de ellos subrayaban que en Wuhan existía un Instituto de Virología de máxima seguridad (nivel 4) y que allí trabajaba la Dra. Shi Zhengli con un equipo de investigación especializado en los coronavirus que aquejan a los quirópteros, algunos de ellos muy similares al que desató la pandemia global. ¿Resultaba impensable o, peor aún, conspiranoico -una caracterización en la que con desvergonzada insistencia coincidían los medios mundialistas y las grandes plataformas sociales- apuntar la posibilidad de que un accidente en la manipulación de sus especímenes biológicos hubiese permitido su transmisión al exterior?

A la hipótesis del accidente la robustecía el hecho de que en ésa institución se habían llevado a cabo experimentos de refuerzo de función (gain-of-function en inglés). «Refuerzo de función es un eufemismo para designar una variedad de investigaciones biológicas dirigidas a acrecentar la virulencia y letalidad de patógenos y virus. Es un tipo de investigación apoyada financieramente por los gobiernos; y está enfocada a reforzar la capacidad de los patógenos para infectar a diferentes especies y aumentar su impacto tóxico como aerosoles patógenos y víricos». Indudablemente muchos de esos refuerzos persiguen fines relacionados con su uso en una eventual guerra biológica, pero hasta el momento, nadie ha defendido seriamente que esa haya sido una de las tareas del Instituto de Virología de Wuhan, la participación de cuyos miembros en otros refuerzos daba credibilidad a la hipótesis de un eventual accidente.

La trama se enreda porque es sabido que el Instituto de Virología de Wuhan ha desarrollado algunos de sus programas… con la ayuda del fisco americano. El doctor Fauci, director de Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID por sus siglas en inglés) desde 1984 y un reconocido experto en su especialidad, ha sido también un destacado asesor científico del gobierno USA en la campaña anti-Covid-19, tanto bajo el presidente Trump, con quien tuvo numerosos encontronazos, como con el presidente Biden. En abril 29, 2020, Fauci admitía que su instituto había dedicado 7,4 millones de dólares a diversas investigaciones del Instituto de Virología de Wuhan y, más recientemente, ha defendido una nueva contribución -«modesta», decía- en su favor por 600.000 dólares para el estudio de la interacción entre humanos y animales y determinar si los virus encontrados en los quirópteros podían infectar a los primeros. En ningún caso, insistía, se habían financiado experimentos de refuerzo de función.

Esas contribuciones no fueron directas y se canalizaron a través de una institución benéfica de nombre EcoHealth Alliance presidida por el Dr. Peter Daszak. Daszak fue el promotor del comunicado -publicado por The Lancet y citado más arriba- de un grupo de científicos que descartaba rotundamente la hipótesis de que el virus de Wuhan tuviera otro origen que el zoonótico. Su posición tan firme como osada no fue óbice para que la OMS le incluyese entre los miembros de su equipo llamados a investigar junto con China el origen de la pandemia (ver más abajo).

Como señalaba recientemente una nota de la revista Science, «si el virus del SARS2 hubiera sido el resultado de una investigación financiada por él, el Dr. Daszak sería el culpable potencial [de la pandemia JA]. A los lectores de The Lancet no se les reveló ese serio conflicto de interés. Por el contrario, la carta concluía con la afirmación de que “declaramos la inexistencia de conflictos de intereses”» . Una afirmación admitida y reproducida con abrumadora ligereza por los medios.

Aunque WaPo le atice el adjetivo de sorprendente para absolverse de su propia desaplicación anterior, la cronología que ha llevado hasta la petición de Biden merece repasarse -y ser completada- así sea telegráficamente.

Enero 15. Pocos días antes de finalizar la presidencia de Trump, el Departamento de Estado publicaba una ficha técnica del Instituto de Virología de Wuhan para recordar que varios de sus investigadores enfermaron durante el otoño de 2019, antes de la identificación de los primeros casos del virus, con síntomas similares a los de Covid-19. En febrero 6 Xiao Botao, un investigador de biomecánica molecular en la Universidad de Tecnología del Sur de China publica un trabajo donde concluye que «el coronavirus letal probablemente brotó en un laboratorio en Wuhan». Xiao también recordaba los fallos de seguridad que se habían producido en ese laboratorio y los tipos de investigación a los que se dedicaban. Poco más tarde retiró su trabajo de la circulación después de que el gobierno chino intimase la inexistencia de accidentes.

Febrero 9. Una declaración conjunta OMS-China (ver más abajo) insiste en que los resultados de su investigación sugieren la extremada improbabilidad de la hipótesis de que un incidente de laboratorio permitiese la trasmisión del virus a la población humana. En febrero 19 Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional de Biden, muestra su inquietud por la forma de presentación de esos datos.

Esa misma inquietud fue recogida el 4 de marzo por un grupo de científicos que reclamaba a la OMS una investigación completa y sin limitaciones. El 5 de mayo un antiguo redactor de la sección de ciencia del NYT defiende la teoría de una fuga accidental del virus. En mayo 14 dieciocho afamados investigadores publican una carta colectiva en Science en la que reclaman una nueva investigación de los orígenes del virus porque ambas teorías (escape accidental y contagio zoonótico) pueden ser defendidas. Uno de los firmantes era el Dr. Ralph Baric, un virólogo que había colaborado estrechamente con el grupo dirigido por la Dra. Shi. 

Sin duda esa convergencia argumental entre miembros de la comunidad científica y un creciente número de medios hubiera sido más difícil de no haber sucedido entre tanto un malhadado intento de colaboración entre la OMS y el gobierno chino (enero 2021) para esclarecer los orígenes de la pandemia. Aunque la investigación conjunta se acordó en julio 2020, China retrasó su iniciación durante seis largos meses y, cuando finalmente llegó allí, el grupo OMS -compuesto por biólogos, epidemiólogos y veterinarios de distintos países pero sin presencia de estadounidenses- hubo de afrontar numerosos obstáculos para echar a andar.

La mayor parte del trabajo de investigación corrió a cargo de científicos chinos, empleados en su mayoría por su gobierno. En el informe final de 319 páginas la misión satisfacía la mayor parte de las expectativas de China. Ante todo, dejaba abiertas las puertas a que el virus hubiera llegado del exterior. Una posibilidad provenía de los Juegos Militares celebrados en Wuhan en 2019 en los que había participado un equipo USA. Las otras (alimentos congelados; visones) ya se han mencionado. Pero -y esto era lo decisivo- el informe mantenía que la hipótesis más probable era la de la transmisión desde los murciélagos a los humanos a través de otras especies animales. La posibilidad de un accidente era «altamente improbable» y, por supuesto, se descartaba por completo que el virus hubiera sido diseñado en laboratorio porque el análisis de su genoma lo hacía imposible. Pero, como todo trabajo burocrático, el informe se cubría animando a China a un más amplio escrutinio de los datos hospitalarios y muestras de sangre de afectados antes de diciembre 2019.

La publicación del informe llevó a Estados Unidos y varios países más a expresar sus reservas hacia la misión OMS, que consideraban que había tardado demasiado en iniciar sus trabajos y no había tenido acceso a los datos pertinentes.  Lo más sorprendente, sin embargo, fue la toma de posición del director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, tantas veces acusado de haberse plegado a las exigencias chinas. Un poco antes de la publicación del informe OMS abogó por una investigación más profunda y mostró su disposición a desplegar más expertos para llevarla a cabo. Eran los términos más resueltos que hubieran salido de su boca hasta aquel momento.

Las noticias más recientes -aparecidas pocas horas antes de acabar esta columna el 28 de mayo- apuntan que la llamada de Biden a sus servicios de información para que ofrezcan una versión fidedigna de este enmarañado asunto se debe a la existencia de pruebas aún no examinadas que podrían aclarar el misterio, aunque se necesita tiempo para un análisis exhaustivo de sus datos. El presidente añadió su compromiso de hacer públicos los resultados «a menos que aparezca algo que desconozco».

Sabremos pronto si los medios progresistas que con tanto ardor le apoyan se verán obligados a una nueva tanda de arriesgados volatines.

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Ficha técnica

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