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De novillos con Humphrey Bogart

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A finales de junio de 1980, me aguardaban las pruebas de Selectividad, unos exámenes particularmente antipáticos que determinaban la posibilidad de matricularse en una carrera u otra. La nota no me preocupaba, pues había decidido estudiar Filosofía y un cinco con unas décimas era suficiente. Había asumido que mi futuro laboral soportaría grandes dosis de incertidumbre y precariedad, pero con diecisiete años el porvenir parece un lugar ficticio, inexistente, el espantajo que agitan los adultos para someter a los adolescentes y alejarles de sus fantasías, casi siempre temerarias y disparatadas. Con la insensatez de los diecisiete años, decidí que no me pasaría una semana encerrado en una biblioteca pública preparando los exámenes. En fin de cuentas, había aprobado el curso con unas notas aceptables y mi cerebro se hallaba saturado de latín, griego, filosofía, literatura, lengua, historia y arte. Podía dejar de lado los apuntes y los libros de texto, reservando esos días para algo verdaderamente estimulante, como encerrarme en un cine-estudio y disfrutar de siete de las películas más emblemáticas de la filmografía de Humphrey Bogart: Casablanca, El halcón maltés, El sueño eterno, Cayo Largo, El bosque petrificado, Tener y no tener y El último refugio.

Era un programa insuperable que se pasaba ininterrumpidamente desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche. Al parecer, el ciclo había cumplido diez años y aún le restaba otra década. Puede ser que me equivoque con las cifras, pero cuando se pasea por el terreno mítico de la memoria, cualquier hipérbole está justificada. Los recuerdos no son datos históricos, sino hitos emocionales. Sacrificar la objetividad parece irrelevante cuando se intenta reconstruir nuestra educación sentimental. No recuerdo casi nada de lo que estudié ese curso, pero no he olvidado ni un gesto de Bogart en la pantalla, con su voz grave, sibilante y estragada por millones de cigarrillos. Saber que el actor fue expulsado de la Universidad de Yale por su rebeldía acentúa mi admiración por su figura. Creo que Bogart educó mi sensibilidad. Yo era un apasionado del cine, pero en ese fascinante maratón –doce horas diarias en blanco y negro– aprendí que una buena película era el fruto de un trabajo colectivo. El guión, la dirección, el montaje y la interpretación eran las claves de un buen resultado. Si fallaba uno de esos aspectos, la cinta no funcionaba, despeñándose por lo inverosímil, tedioso o grandilocuente.

Mentí a mi madre y, con el inconfesable placer que produce saltarse las normas, me sumergí en una sala pequeña y semivacía, donde no se vendían palomitas ni bebidas. Allí se acudía a ver cine, no a comer o a beber refrescos azucarados con sabor a jarabe. Los espectadores parecían hipnotizados por unas historias que combinaban el humor, el lirismo y el drama. Casablanca (Michael Curtiz, 1942) me pareció una película épica y fatalista. Rick era un hombre cínico y desgraciado, de escaso atractivo físico, pero enormemente seductor. Sólo necesitaba llevarse un cigarrillo a los labios para llenar la pantalla y eclipsar al resto de los actores. Su desengaño amoroso con Ilsa (Ingrid Bergman) no le impide inmolar su felicidad por una buena causa. A pesar de su aire de comedia romántica, Casablanca es cine político, comprometido. Se rodó en 1942, cuando el nazismo se propagaba por Europa como una avalancha imparable. Es imposible no emocionarse con la escena de La Marsellesa. Paul Henreid es un convincente líder de la Resistencia, que logra poner en pie a los clientes de un casino disfrazado de bar, desafiando a la Francia de Vichy y a los ocupantes alemanes. Creo que fue una de mis primeras películas en versión original subtitulada. España ha contando con excelente actores de doblaje, pero siempre es mejor escuchar a los actores con su voz real.

Aunque no entiendas el idioma, el conjunto resulta más creíble, intenso y poético.

Todas las películas del ciclo son memorables, auténticas obras maestras, pero no es el momento de comentar cada una de ellas. Me limitaré a mencionar que todas incluían hermosas historias de fracaso. En El bosque petrificado (Archie Mayo, 1936), Bogart interpretaba al gángster Duke Mantee, un perdedor nato que hacía un resumen demoledor de su vida: «Me he pasado la mitad de mi vida en la cárcel; el resto lo pasaré en un cementerio». No era menos amargo el balance de Alan Squier, un poeta sin talento ni obra encarnado por Leslie Howard, que pactaba su muerte con Mantee. Un balazo en el estómago es más tolerable que una insoportable conciencia de fracaso. El fracaso adquiere una dimensión sublime en El último refugio (High Sierra, Raoul Walsh, 1941). Bogart es Roy Earle, un gánster que acaba de salir de la cárcel. Celebra su libertad paseando por un parque: descansa a la sombra de los árboles, observa las nubes, devuelve un balón a unos niños, propinándole una alegre patada. Es un tipo duro, bregado, pero con una increíble humanidad. Sólo eso explica que acepte en su huida la presencia de un perro bizco y una chica (Ida Lupino), pese a que la policía le pisa los talones y la prensa le llama «perro rabioso». Earle se parapeta en una montaña cuando la policía lo acorrala. Cuando se propaga la noticia, acude una multitud a contemplar la caza del hombre. El gángster inspira mucha más simpatía que los curiosos y los agentes de la ley. Durante la hora y media anterior, ha protegido a un anciano en un incidente de tráfico, ha abofeteado a un matón que maltrataba a Ida Lupino y ha pagado la operación de una joven coja, recibiendo a cambio menosprecio e ingratitud. La Gran Depresión había causado estragos en la sociedad norteamericana, despertando animadversión hacia los bancos. Un atracador que manejaba con infalible puntería la Tommy Gun parecía un héroe de las clases populares, especialmente si Bogart le daba vida.

Creo que fue una de las semanas más felices de mi adolescencia. Algo más de ciento veinte horas de cine que aún tiemblan en mi memoria, como un lejano eco de mi juventud. Técnicamente, no hice novillos, pero yo recuerdo esa experiencia como una deliciosa transgresión. Por cierto, no es muy relevante, pero aprobé los exámenes de Selectividad y estudié Filosofía, convirtiéndome años más tarde en profesor de instituto. Al parecer, era mi destino.

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Ficha técnica

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