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De la impaciencia al desencanto: el humor en la transición

La satírica transición. Revistas de humor político en España (1975-1982)

Gerardo Vilches

Marcial Pons Historia. Madrid, 2021

309 p.

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Sobre la transición española a la democracia –entre nosotros, la Transición, sin más- se ha escrito tanto que, sin lugar a dudas, puede subirse al podio de los tres grandes temas del siglo XX en España, tras la Guerra Civil y el franquismo. En cambio, por razones que se me escapan, el humor en cualquiera de sus manifestaciones ha sido sistemáticamente preterido en los estudios y análisis que se reputan serios. Ahora que empleo este último adjetivo, no quiero omitir la hipótesis que, en mi opinión, mejor puede explicar la postergación consignada: para la mayor parte de los científicos sociales el humor es puro divertimento o escapismo, no puede ser considerado asunto serio para una investigación o, aun concediéndole alguna importancia desde el punto de vista de las mentalidades o actitudes sociales, no tiene parangón posible con las materias duras, como la economía, la política, la historia de las instituciones o las relaciones internacionales. Ya sé que hay quien dice que existe una amplia bibliografía humorística en España y, más aún, si hacemos la acotación de la España contemporánea o desde el último siglo. Hasta cierto punto es verdad si consideramos como tal -o incluimos en ese apartado- la larga serie de antologías o recopilaciones que se han hecho de los principales humoristas o revistas de esa índole, desde la bautizada como «otra generación del 27» (López Rubio dixit) o La Codorniz (inevitable referencia), hasta los Forges o Rábago (El Roto) más cercanos a nuestros días. Pero en conjunto estamos muy lejos de disponer de una sólida base bibliográfica que permita insertar (y, por tanto, comprender) el humor de cada época o fase en su preciso contexto social, político y cultural.

Con todo, no quiero desaprovechar la ocasión de citar algunas meritorias aportaciones de estos últimos años. Ya que antes cité la famosa revista fundada por Miguel Mihura, tendría que mencionar el excelente libro de José Antonio Llera Ruiz El humor verbal y visual de La Codorniz (CSIC, Madrid, 2003). Poco tiempo después se publicaron tres estimables obras que pretendían trazar una visión de conjunto. Me refiero a El humor gráfico en España. La distorsión intencional, de Luis Conde Martín (APM, Madrid, 2005); Un siglo de risas. 100 años de prensa de humor en España, 1901-2000, de José María López Ruiz (Libris, Madrid, 2006) y Cincuenta años de humor gráfico en España, de Francisco J. Segado Boj, ed. (UCM, Madrid, 2007). Como no pretendo ser académicamente riguroso en mis menciones, me permito citar también dos volúmenes mucho más recientes que me resultaron atractivos por motivos que no puedo detallar ahora: Humores que matan, de Chumy Chúmez (Reino de Cordelia, Madrid, 2018) y El libro de Gila. Antología tragicómica de obra y vida (Jorge Cascante, ed.,  Blackie Books, Barcelona, 2019). Desde el punto de vista universitario, una de las iniciativas más interesantes es la que ha llevado a cabo desde 2011 el grupo de investigación GRICOHUSA, de la Universidad de Valencia. Algunos de sus integrantes, como Gómez Mompart, Bordería Ortiz y Martínez Gallego han editado publicaciones tan interesantes como La risa periodística. Teoría, metodología e investigación en comunicación satírica (Tirant lo Blanch, Valencia, 2011), El humor frente al poder. Prensa humorística, cultura política y poderes fácticos en España (1927-1987) (Biblioteca Nueva, Madrid, 2015) y El humor y la cultura política en la España contemporánea (Hacer, Barcelona, 2018).

Volviendo al período concreto con el que abría estas líneas, el de la Transición, hay que reconocer también que fueron publicándose en los últimos años del siglo pasado y primeros de este diversas antologías, quizá bastante representativas de lo que fue el humor del período, pero ayunas de análisis crítico, más allá de las constataciones palmarias. Valga como referencia El humor en la transición. Cinco años con mucha guasa de Julián Moreiro y Melquíades Prieto (Edaf, Madrid, 2001), autores, por cierto, que publicaron después (2011) una antología de La Codorniz. Más ambición analítica muestra Daniel Córdoba González de Chávez en un breve pero enjundioso artículo publicado en la revista Caracteres (2018) titulado «De la transición a twitter: la sátira como vehículo de identidades políticas y culturales». En fin, para no hacer más larga esta relación, menciono por último que el autor del libro que aquí nos sirve de referencia, Gerardo Vilches, también había publicado por su parte algunas aproximaciones al fenómeno humorístico en la Transición, como «La figura de Santiago Carrillo en la prensa satírica de la Transición» (Ayer, 115/2019). Lo que nos va a ocupar en esta ocasión es un estudio de más calado, compendio de su tesis doctoral: cómo enjuiciaron las principales revistas humorísticas de aquellos años el tránsito de la dictadura a la democracia.

Lo primero que hay que decir, para bien o para mal, es que el estudio de Vilches no debe confundirse con un panorama general del fenómeno satírico o burlesco en el susodicho período. La perspectiva es aquí mucho más limitada, pues no se contemplan las ironías o chanzas que hallaron cobijo en los programas específicos que se emitían en radio y televisión –tan determinantes en aquellos años en que no existía Internet-, sino tan solo el llamado humor gráfico. Y, dentro de este, se prescinde de la prensa diaria y solo se analiza el humorismo desarrollado en cuatro revistas, eso sí, innegablemente representativas: Hermano Lobo (1972-76), Por favor (1974-78), El Papus (1973-85) y El Jueves (desde 1977). ¿Se puede entonces hablar así, sin más, de humor en la Transición? Sí, siempre que tengamos en cuenta las especificaciones apuntadas, es decir, manteniendo algunas cautelas que deben acompañarnos durante todo el recorrido. Por ejemplo, si no tomamos las precauciones adecuadas, daría la impresión de que toda la vertiente satírica del momento se hacía desde unos presupuestos izquierdistas y tenía como diana privilegiada la facción conservadora en general. Ello es en gran medida verdad, porque la mayoría de los grandes humoristas eran de filiación autodenominada progresista, pero no es toda la verdad, pues junto a ellos siempre se mantuvo una tendencia que llamaremos conservadora o derechista, para simplificar. Cabe recordar en este sentido, sin ir más lejos, al gran Mingote, ausente por completo de estas páginas, salvo para una referencia tangencial como promotor de la fallida Don José (1955-58).

Estamos, pues, ante un estudio sólido y académico de esas cuatro revistas durante los años que van aproximadamente desde la muerte de Franco al primer triunfo del PSOE, esto es, de 1975 a 1982. Estructurada en dos partes homogéneas, una primera hasta la aprobación de la Constitución y la otra desde ahí a la victoria felipista, el libro de Vilches, bien escrito y hasta ameno –virtudes que deben resaltarse, dada la procedencia de tesis doctoral- recorre a lo largo de trece capítulos relativamente cortos los principales hitos del período, atendiendo además a los diversos actores o sectores políticos que merecieron un mayor espacio en las páginas de las publicaciones satíricas de aquel período. Por lo que respecta a los protagonistas, no hay sorpresas: Franco, Blas Piñar, Fraga, Suárez, Felipe González y Carrillo son los personajes del momento. En cuanto a los partidos o fuerzas políticas, los franquistas o inmovilistas -el búnker-, por un lado, los reformistas de derecha y centro, por otro y, en fin, las organizaciones de izquierda (PSOE y PCE) se llevan de manera desigual los denuestos y andanadas de una prensa militante, en el sentido de su compromiso acérrimo con el cambio político.

Se ha hablado a menudo a este respecto de una edad de oro del humorismo español, catalogación con la que es difícil estar en desacuerdo, aunque habría que explicar también, en la misma medida, la razón de su efímero fulgor, más semejante en términos históricos al de relámpago que al de un sostenido esplendor. Sea como fuere, lo cierto es que la pulsión humorística atrajo no solo a grandes dibujantes, audaces viñetistas o satíricos agudos, de Forges a Perich, pasando por Summers, Ramón, Chumy Chúmez, Ivà, Romeu o José Luis Martín, entre una nómina casi interminable, sino también a las grandes plumas de la época, desde Vázquez Montalbán a Juan Marsé, pasando por Umbral o Manuel Vicent. Todos ellos entendieron el humor como un arma de combate contra los restos de la dictadura y las tentaciones inmovilistas. Batallaban por el cambio político y la instauración de una democracia plena. En principio, podría pensarse que cuando utilizaban este concepto se referían a una democracia homologable con los estándares europeos pero esta es ya una cuestión más discutible, como seguidamente veremos. Lo que me interesa resaltar ahora es más bien el matiz de combate antes aludido: se trataba, en efecto, de una lucha, en la que se arriesgaba mucho y cuya suerte estaba lejos de estar decidida en uno u otro sentido. Y cuando aludo al riesgo no me refiero tan solo a las pérdidas que les suponía a los redactores y, más aún, a las empresas editoras los cierres, multas, juicios, secuestros, suspensiones y persecuciones gubernamentales diversas, sino a las amenazas físicas y hasta los atentados que se produjeron por parte de sectores ultra. El más importante entre ellos fue el artefacto dirigido contra El Papus, una carta-bomba que produjo un muerto y varios heridos. Tuvo lugar el 20 de septiembre de 1977. En su momento, el atentado, reivindicado por la Triple A, causó una gran conmoción y una fuerte ola de solidaridad.

La referencia es interesante porque da pie a decir unas palabras sobre el clima político de aquellos años, un asunto que sigue generando acres controversias, sobre todo cuando se polariza en el dilema transición pacífica o transición violenta. Frente al mito de la transformación ordenada y tranquila, dicen los críticos del proceso, sobre todo aquellos que hablan despectivamente del régimen del 78, habría que dibujar más bien una atmósfera de crispación y furia homicida, protagonizada por la extrema derecha, la extrema izquierda y organizaciones independentistas como ETA y Terra Lliure. Es cierto que no fueron aquellos los años idílicos que pretende una cierta hagiografía pseudohistórica, pero no lo es menos que tiene bastante de cinismo hacer responsable al proceso institucional de transición del ambiente de violencia que generaron precisamente los enemigos de la misma, a un lado y otro del espectro político. En cualquier caso, resulta indudable que los testimonios del momento nos hablan sobre todo de incertidumbre, desconfianza, tensión y miedo, simplemente porque el trance era muy complicado, nada estaba escrito ni nadie sabía adónde íbamos a parar.

En este sentido, las revistas que tratamos aquí hicieron una apuesta valiente por la transformación del sistema político, aunque con limitaciones. Por supuesto, la crítica radical y negativa –o hasta nihilista- ganaba por goleada a un tipo de planteamiento más posibilista, que era precisamente el que distinguía al proceso institucional propiamente dicho («de la ley a la ley»). Por expresarlo de otro modo, los humoristas que consideramos tenían en su conjunto más claro lo que no querían –volver a la dictadura- que el tipo de país que anhelaban. De ahí que, de manera pertinaz, los conceptos de democracia, amnistía, libertad o autonomía se emplearan con notoria y premeditada imprecisión. Aun así, la mayor parte de los redactores de estas publicaciones –imbuidos de una patente radicalidad política- no podían encubrir, ni pretendían hacerlo, que la democracia ideal a la que aspiraban no guardaba parecido alguno a la que estaba perfilándose a trancas y barrancas. A ellos el pacto, la transacción o el consenso les sonaban a chapuza, componenda y pasteleo, al lampedusiano «que algo cambie para que todo siga igual». O sea, consideraban que iban a seguir mandando los mismos perros con distintos collares, en este caso, las vitolas de «demócratas de toda la vida». Suárez como arquetipo, para entendernos, el chaquetero por antonomasia.

Tras las chanzas, se advierte un sordo malestar que se traslada a una pose cínica, en parte autoconmiserativa –el españolito, baqueteado por los acontecimientos- y en parte, simplemente escéptica. Algunas perlas: «Vamos a establecer un diálogo. –De acuerdo. –No, por favor… Usted basta con que aplauda». «Estamos dispuestos a hacer el cambio… ¿qué cree ud. que deberíamos cambiar primero? –A ustedes». «Si ud. votase, ¿nos elegiría a nosotros? –No. -¿Comprende ahora que digamos que no se está preparado para la democracia?». «¿Y qué opina ud. del futuro? –Depende de lo que me permita opinar del pasado» (pp. 68-69). Como resultado de esa actitud y de ese estado de cosas, se dibujan dos constantes, a veces compatibles y complementarias y en otras ocasiones, alternativas o sucesivas. La primera y más clara es sin duda, la impaciencia. Se trata quizá de la nota más distintiva y característica de los primeros momentos: todo sabe a poco, el proceso de reforma va muy lento, estamos encallados, incluso parece a veces que retrocedemos… La segunda es el desencanto, rasgo que termina por cobrar tanto protagonismo en estas páginas que merece por sí solo un capítulo (pp. 189-208), aparte de aparecer como referencia permanente que impregna o presta su impronta a casi todo el período. Si esto que estamos alumbrando es la democracia, viene a argüirse, ¡menuda mierda es la democracia! Así lo decía El Papus, haciendo gala de su lenguaje soez, en una portada memorable, que presentaba a un político trajeado ofreciéndole dos deposiciones a un obrero cohibido. Votar libremente es poder elegir: «usté qué prefiere? ¿La mierda de la derecha o la mierda de la izquierda?» (p. 200).

Impaciencia y desencanto constituyen las coordenadas que enmarcan los complejos y a menudo contradictorios sentimientos y disposiciones de unos humoristas que, en cualquier caso, llevados por una actitud crítica cada vez más radical, se fueron alejando de lo que pensaba el grueso de la población española. Vilches destaca este fundamental rasgo diferenciador en distintas ocasiones (cf. por ejemplo pp. 131-138, 156-157, 200-207, 282), mostrando el contraste entre dicho radicalismo y un electorado que aceptaba abrumadoramente la vía reformista –Ley para la Reforma Política-, votaba mayoritariamente a partidos moderados que identificaba con el centro político –primero UCD y luego el PSOE felipista- y aceptaba de buena gana el consenso constitucional. Por el contrario, el humor vitriólico de las revistas aquí consideradas se despeñaba por unas vías que iban del izquierdismo agreste a la excitación ácrata –eso sí, siempre con mucha gracia-. Desde este punto de vista, no había apenas diferencia entre el antiguo régimen (franquismo) y el nuevo (la supuesta democracia). No se trataba tan solo de que la sombra de Franco fuera alargada o que en los órganos decisorios –económicos y políticos- siguieran las mismas familias, sino que esta «democracia a la española» -uno de los insistentes tópicos de las viñetas- estaba liderada por unos políticos mendaces, inanes y que no inspiraban confianza alguna. En este último apartado la crítica era inmisericorde y no solo afectaba a los líderes de la derecha sino también a los de una izquierda, Felipe o Carrillo, que se habían plegado servilmente a los intereses del capital.

Por razones de economía expositiva hemos considerado hasta aquí –también lo hace Vilches, aunque de forma más matizada- a las revistas humorísticas como un todo. En realidad, existían bastantes diferencias entre unas y otras, tanto en el contenido crítico o la orientación política como en las formas expresivas, e incluso dentro de las propias redacciones, convivían opciones distintas, desde el posibilismo reformista al vituperio macarra. Por otro lado, habría que conceder, como también hace el autor, que la función del humor o, para ser más precisos en este caso, el objetivo de la sátira es desnudar o aguijonear al poder, no diseñar una alternativa viable. La indudable complicidad entre estas revistas y sus lectores se circunscribía pues a ese espacio común, siendo unos (los humoristas) y otros (su público) muy conscientes de esos límites. A todo ello habría que añadir que los humoristas eran plenamente conscientes del papel que desempeñaban en el momento político como arietes del cambio, una estimación que, como es obvio, habría que hacer extensiva a gran parte de la prensa y los medios de comunicación. En este juego de fuerzas, la mayor parte de esos medios apostaron por la transformación democrática y presionaron hasta donde pudieron, pero sin perder el sentido de la realidad. Es muy significativo en este sentido el silencio clamoroso de los humoristas sobre el ejército y el rey Juan Carlos, los grandes tabúes de la época. Nadie osó meterse con ellos.

Dos pinceladas anecdóticas pero muy significativas ya para terminar y de forma casi telegráfica. La primera, la mera constatación de lo que ha cambiado el sentido del humor de aquellos tiempos a estos. Me refiero con ello en primer lugar a lo más evidente, que se traduce en algo tan palmario como que lo que antes podía hacer gracia, ahora ya no, porque se han transformado tanto el lenguaje como los recursos expresivos. Pero, más allá de esa obviedad hay otro trasfondo, derivado de la coerción que lo políticamente correcto ejerce sobre la libertad de expresión. Hoy en día muchos de los chistes, viñetas y expresiones de la época serían repudiados, censurados o perseguidos, por quebrantar el respeto debido a los discapacitados, al género femenino o las minorías en general. La segunda cuestión, muy relacionada con esta, se refiere al papel del erotismo como baluarte de la libertad, siempre desde una perspectiva masculina que, hoy en día, se reputaría de machismo intolerable. Las portadas con desnudos femeninos o las fotos de torsos y culos constituían una constante en la época. El llamado destape formaba parte del lote democrático. O, dicho de otra manera, el desnudo –casi siempre femenino- era el termómetro de la libertad. Incluso en la crítica por cómo iban las cosas en un momento dado. Ya lo decía El Jueves en una fecha tan avanzada de la Transición como era el primer aniversario de las primeras elecciones, esto es, en junio de 1978: «Ya tenemos tetas y partidos. Ahora nos falta la democracia» (p. 205).

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