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De la estupidez (y III)

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Como bien saben, porque es una de las frases más famosas que se atribuyen a Albert Einstein, el célebre padre de la relatividad sostenía que «sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana». Acuérdense de que el dictamen se completaba con una duda: «Y no estoy tan seguro de la primera». Hay otras muchas locuciones parecidas, no sólo en el fondo, sino hasta en su misma formulación. Al fin y al cabo, si nos remontamos a las fuentes de nuestra cultura, tendríamos que señalar que ya el propio texto bíblico advertía: «Stultorum infinitus est numerus», es decir, «infinito es el número de necios». Alejandro Dumas (hijo) sintetizaba en una sola frase una actitud ante la estupidez que guarda grandes semejanzas con los planteamientos que vimos del historiador italiano Carlo Maria Cipolla: «Prefiero los malvados a los imbéciles, porque aquellos descansan». En cualquiera de los casos, a pesar de los matices e incluso de las discrepancias entre autores, hallamos un común denominador en las reflexiones sobre la estupidez, la constatación de sus proporciones inconmensurables y/o su condición persistente (inasequible al desaliento). Como les dije, yo estaba presto a suscribir el diagnóstico, pero se me planteaba una duda existencial: si la estupidez era –por decirlo con una sola palabra– tan universal, ¿cómo era posible que casi ningún ser humano la detectara en sí mismo, en contraposición, por ejemplo, con lo que nos pasa con la enfermedad o el paso del tiempo? De la aporía creí salir corrigiendo a los clásicos: la estupidez anida en el interior de cada cual. Lo que nos distingue a cualquiera de nosotros del que convencionalmente llamamos estúpido es sólo una cosa: que este lo es a tiempo completo.

Se me vino abajo la argumentación de la manera más tonta o, por decirlo con propiedad, del modo más estúpido. Una noticia trivial me llamó la atención mientras ojeaba la actualidad en los periódicos online. Se titulaba «La estupidez humana explicada en 12 grandes y reveladores carteles». En realidad, no eran en todos los casos carteles propiamente dichos, sino fotografías que incluían algún aviso escrito sobre un determinado riesgo tan absolutamente obvio que sólo un humano (= estúpido) podía ignorarlo. Como podrán comprobar pinchando en el enlace, el reportaje equivale a un tratado sobre la condición humana. No me resisto a destacar algunas de las fotos, como aquella que muestra un pequeño recinto vallado con llamas y en primerísimo plano un cartel que advierte: «Caution. Fire is hot». Hay otro aviso –se supone que de una piscina– que aconseja «Do not breathe under the water». Hay algún letrero que parece dirigido a los suicidas pusilánimes: «Danger. Do no touch. Not only will this kill you, it will hurt the whole time you are dying». Hay personas que necesitan que les recuerden (¿no lo verán con sus ojos?) que el balcón no está a la altura del suelo, como pone de manifiesto esta indicación disuasoria del salto al vacío: «Caution. Please be aware that the balcony is not on ground level». La contribución española raya a gran altura, como muestra un gran letrero en un paso a nivel que dice: «Atención. Después de un tren puede venir otro». No le faltaba razón al redactor del informe al señalar que el mundo podía definirse como un lugar plagado de señales que intentan evitar que los humanos cometan humanadas.

El reportaje citado me llevó de un modo espontáneo a recordar los famosos premios Darwin. Aunque son bastante conocidos, diré algo sobre los mismos para los no iniciados. Los premios en cuestión llevan, como habrán adivinado, el nombre del insigne naturalista inglés no precisamente por casualidad. En cierto modo se fundamentan o, mejor dicho, son una consecuencia de la aplicación de la consabida ley de la selección natural, aunque sea por unas vías algo tortuosas. Nada en el fondo sustancialmente distinto a lo que ya se argumentaba a finales del siglo XIX en aquella corriente que se conocía con el nombre de darwinismo social, incluyendo asimismo el componente cínico, que ya estaba presente entonces. Si Darwin estaba en lo cierto, deberíamos aceptar sin excusas que, desde el punto de vista genético, la humanidad mejora cuando sus elementos o integrantes más estúpidos se quitan de en medio de forma voluntaria, o casi. En definitiva, por decirlo ya de una vez, lo que se premia es la muerte más estúpida del año, llevada a cabo por el más estúpido de los mortales que, en un tributo póstumo al resto de la humanidad, tiene al menos el rasgo de no legar (multiplicar) su carga genética de estupidez. Aunque son relativamente recientes –las primeras tentativas de premiar muertes absurdas datan de la década de los ochenta del siglo pasado–, los premios Darwin, como antes señalaba, son bastante conocidos y hasta muy populares en determinados ámbitos, sobre todo desde que Internet ha consolidado su influencia por todo el planeta. Hay una película sobre los mismos, llamada así, The Darwin Awards, dirigida por Finn Taylor en 2006 y, al menos, que yo conozca, un libro, traducido al castellano también con idéntico título, Los premios Darwin, de Wendy Northcutt (trad. de Jesús Pardo, Barcelona, RBA, , 2003). Por tener, tienen hasta su página en Facebook, donde también dan cuenta de una selección de casos.

Teóricamente, para ser acreedor del premio, la muerte en cuestión tiene que ser verificada y documentada de forma inequívoca. No valen leyendas urbanas ni cuentos chinos. El candidato debe estar además en pleno uso de sus facultades, perdón, quiero decir que debía estar con uso de razón (¿?) en el momento de fallecer, porque la competición está vedada a los deficientes, los trastornados, los enfermos terminales y las personas con alteración grave de sus facultades, así como, por supuesto, a los menores. Es decir, para que se hagan una idea adecuada, estamos hablando sólo de los cuerdos, de los que caen en el amplio sector de ordinary people, de la «gente corriente y moliente», por usar la inapropiada expresión cotidiana, pero que aquí sirve para despejar equívocos. No puede alcanzar tampoco el galardón quien simplemente mata a otro de modo estúpido y queda personalmente ileso. Como es fácil de comprender, ello supondría un fraude a las bases mismas del premio: el homicida estúpido no sólo no hace bien alguno a sus semejantes, sino todo lo contrario, amenaza con su sola presencia con volver a repetir la hazaña. Por razones parecidas, quedan invalidados todos los candidatos que tienen descendencia porque, aunque mueran, ya el mal está hecho: es bastante probable que sus hijos sigan la misma senda que su progenitor, con lo que nada habríamos conseguido. Precisamente este requisito da pie a la única excepción contemplada en relación con el fallecimiento: si el estúpido, pese a sus esfuerzos, no consigue morir, pero sí quedar estéril en el acto estúpido, puede optar a una especie de premio de consolación. Por último, y como elemento fundamental que en cierto modo resume todo lo dicho, el acto en cuestión por el que se opta al premio debe revelar en el protagonista una anonadante ausencia de sensatez.

Si les pica la curiosidad por ver hasta dónde puede llegar la estupidez del ser humano, no se corten, tecleen simplemente en Google premios Darwin y les saldrán cientos de anécdotas e historias surrealistas, entre lo esperpéntico y lo macabro. Les aseguro que no podrán contener la risa en muchos casos. En otras, sencillamente, no darán crédito. Si tuviera que hacer mención aquí de los cientos de casos extravagantes que pueblan la red, este artículo se convertiría en un grueso volumen. Pero no me resisto a citarles un ramillete de ellos, porque constituyen la sal que da sabor a un mejunje como el que están leyendo. Hablar de la estupidez en abstracto es una cosa hasta cierto punto formal y seria. Plasmar con datos concretos la estupidez real de nuestros semejantes es una experiencia distinta, aunque no discuto que pueda tener también sus implicaciones filosóficas. En este caso, la desconcertante verificación de que la necedad humana es realmente insondable y, de hecho, convierte al hombre por méritos propios en el animal más idiota que puebla este planeta. Por razones de espacio, prescindiré de nombres, fechas y localizaciones en los sucesos que a continuación les relato. Me limito a señalar los hechos esenciales de un modo muy resumido.

Podría empezar al modo que hizo popular el humorista Eugenio, «¿Saben aquel…?» Pues eso, ¿saben aquel del hombre sediento que murió aplastado al caérsele encima la máquina de refrescos que zarandeaba? El tipo quería sacar a toda costa una lata gratis y con tantos meneos y golpes lo único que consiguió es que el artefacto le cayera encima. El caso no tendría nada de extraordinario si no fuera porque en los bolsillos del finado había un fajo de billetes y hasta monedas sueltas con las que podría haber obtenido varias latas. Un joven apostó con su amigo a que los cables eléctricos del ferrocarril no tenían corriente por la noche. Ni corto ni perezoso, subió encima del tren y agarró los cables: no les cuento más. Dos universitarios jugaban a poner monedas en las vías del ferrocarril para ver cómo se espachurraban. Tomaron la preocupación de alejarse un poco cuando vieron venir el tren. Sólo que no se les ocurrió otra cosa que situarse sobre la vías paralelas, donde les arrolló otro tren que venía en sentido contrario. Este es muy bueno y recuerda a los episodios del coyote y el correcaminos de los dibujos animados de nuestra infancia. Un activista manda una carta-bomba, pero se olvida de ponerle el franqueo. El servicio de correos, que debía de ser bastante más eficiente que el que opera entre nosotros, le devuelve la carta y al tío no se le ocurre otra cosa que abrirla. Este otro es propio de Charlot pero con final trágico: un ladronzuelo le da un tirón al bolso de una señora y sale corriendo. Para despistar a sus perseguidores, escala una elevada pared, seguro de que tras ella no lo alcanzarán. En efecto, sus perseguidores no, pero los tigres del zoo adonde había aterrizado no dejaron de él ni las raspas.

¿Se acuerdan de aquella película española –hay dos versiones distintas, de 1942 y 1970, dirigidas ambas por Rafael Gil– que se titulaba El hombre que se quiso matar? Basada en una obra de Wenceslao Fernández Flórez, narraba las peripecias de un patoso infeliz que no lograba hacer realidad sus propósitos suicidas. Me he acordado de la película con la ridícula historia del suicida que no quiso fallar. El hombre escaló la cumbre de un acantilado, se puso una soga al cuello y aseguró el otro extremo de la cuerda con una gran roca. Acto seguido, ingirió grandes dosis de veneno, se impregnó la ropa de combustible y se prendió fuego. Para rematar la faena, se tiró al vacío –suponemos que ya de un modo atolondrado– mientras, blandiendo una pistola, procuró descerrajarse un tiro. La bala no impactó en su cabeza pero sí sobre la cuerda, que se partió. Se precipitó al agua, que apagó naturalmente el fuego de sus ropas. La repentina zambullida le hizo vomitar el veneno. Un pescador lo rescató y lo llevó en grave estado al hospital más cercano, donde murió a causa de la hipotermia. El agua estaba casi helada. ¡Con lo fácil que hubiera sido darse un simple baño! Y la verdad es que muchos saben hacerlo todo más fácil. Como el joven que quiso deslumbrar a su novia con un selfie en el que se apuntaba a la sien con su revólver. Al querer pulsar el botón de la cámara se confundió y movió el dedo que estaba en el gatillo. Excuso decir que, naturalmente, el arma estaba cargada. Otro caso que llama mucho la atención y he visto reproducido en varios sitios es el de la gallina involuntariamente homicida. Las versiones difieren, pero lo fundamental es que el animal cae a una poza y trata de ser rescatado sucesivamente por los miembros de una familia, que van ahogándose uno tras otro. Al final se rescatan seis cadáveres y un superviviente: la gallina, claro.

Como ya les he dicho antes, podría seguir y seguir, y no pararía. Lo que les he dejado es una pálida muestra, apenas nada, de las decenas y decenas de historias que he leído. Obviamente, no me responsabilizo de su veracidad. Algunas, ciertamente, parecen fruto de la imaginación más exacerbada. Lo cierto, sin embargo, es que sean reales, inventadas o simplemente deformadas o exageradas, en la inmensa mayoría de ellas reconocemos algo familiar. Se non è vero, è ben trovato: esto nos suena. Nosotros acaso no hayamos llegado a vivir un desenlace así, pero hemos visto situaciones que bien hubieran podido desembocar en algo parecido. Esto es particularmente patente en los casos de retos, haya o no alcohol y/o drogas de por medio. ¿A qué no te atreves…? ¿A que no eres capaz…? O, dicho en los términos castizos más usuales, ¿a que no hay huevos? Las apuestas disparatadas con armas, automóviles, trenes y hasta sierras mecánicas (sí, sí, como la de La matanza de Texas) constituyen todo un subgénero con relevancia por sí solo en este ámbito. Por cierto, el cartel de la piscina de que les hablé antes no iba desencaminado, porque son varios los casos de jóvenes que asumen el desafío de aguantar sin respirar más tiempo debajo del agua a costa de no volver a respirar ya más en la vida. Como esto es incomparablemente más usual entre hombres que entre mujeres, algunos analistas plantean la hipótesis de que la idiotez sea una cualidad casi exclusivamente masculina (véase «La teoría de la idiotez masculina»). No estoy del todo de acuerdo. Aun reconociendo que el vínculo entre testosterona y estupidez es tan evidente que no necesita glosa, creo que la estupidez femenina transita por otros derroteros. Dicho finamente, no creo que los hombres porcentualmente seamos más estúpidos que las mujeres, sino que somos estúpidos de otra manera. Aunque, eso sí, acepto que la estupidez masculina tiene tintes más vistosos y llamativos. Por decirlo con franqueza, el hombre estúpido, habitualmente, hace alarde de su estupidez.

Quiero terminar ya, y para ello retomo el hilo que me ha traído hasta aquí. No hace falta que les diga a estas alturas por qué mi teoría democrática de la estupidez –todos incurrimos en ella de algún modo, en cierto grado o en determinadas circunstancias– ha quedado hecha añicos. No, miren, yo me niego a equipararme con esa legión de mis semejantes que cometen esas y otras muchas estupideces. Si yo soy estúpido, lo soy, desde luego, de un modo esencialmente distinto. Nada que ver con ellos. Y si decido emplear para ellos, para toda esa caterva, los términos de imbéciles, idiotas o tarados mentales, es porque tengo claro que yo no soy de ese mundo, como decía Raimon. Con lo cual, me encuentro, perplejo, en el punto de partida. O, simplemente, después de tantas vueltas, me veo forzado a reconocer que el profesor Cipolla tenía no sólo razón, sino toda la razón: la estupidez existe, los estúpidos existen y el gran problema es que ni a aquélla ni a éstos terminamos por tomárnoslos en serio. Subestimamos las dimensiones y el poder de la estupidez. Y ese es precisamente su gran triunfo. Ahora, si ustedes quieren, apliquen esos principios al mundo que vivimos. Y así, como por ensalmo, se hará la luz. No digo todo, claro, pero sí que comprenderán muchas cosas.

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