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De infeliz memoria

Dejar de ser súbditos. El fin de la restauración borbónica

Gerardo Pisarello

Akal, Madrid, 2021

Prólogo de Javier Pérez Royo y epílogo de Olga Rodríguez

269 páginas

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Como un «ensayo histórico crítico» y un «razonado y documentado» «alegato» contra la monarquía en general, y la borbónica en particular, presenta su autor este libro, que parte de la contradicción de fondo, «lógica e histórica», entre el principio monárquico y el democrático, para tratar de demostrar que la larga y atormentada convivencia de los dos principios en España lo que aconseja, en estos momentos, es librarnos radicalmente del primero.

Son, por lo tanto, las consideraciones históricas, más que las lógicas, las que privilegia un texto que analiza su asunto en dos momentos. En el primero, capítulos uno a cuatro, a través de un estudio comparado de la evolución de los dos principios en España, Francia e Inglaterra respectivamente. En el segundo, capítulos cinco a diez, centrándose en el conflicto entre monarquía y democracia desde los tiempos de Fernando VII hasta los de Felipe VI, periodo en el cual el libro quiere resaltar el fenómeno del continuo retorno de las restauraciones.

El trayecto realizado permitirá concluir que son cuatro las posibilidades que se abren ante nosotros. La primera, ya en marcha, consiste en seguir como hasta ahora, intentando reducir los daños causados por los escándalos protagonizados por Juan Carlos I. Una segunda consistiría en «republicanizar» la monarquía, convirtiéndola en «real», y no solo «nominalmente», parlamentaria. Una tercera, cuya posibilidad en absoluto debe minimizarse según el autor, es la de que, con el apoyo de «sectores reaccionarios del poder judicial, del ejército y de ciertos medios de comunicación», Felipe VI optara por una salida autoritaria à la Primo de Rivera. La cuarta sería la que ofrecen las alternativas republicanas, las cuales, «en un país normal, serían la respuesta más adecuada para modernizar el sistema político y económico y para traer más y mejor democracia».

Al servicio de estas últimas milita el texto, cuyos dos primeros capítulos están dedicados a la consideración de «los problemas singulares de la monarquía hispana». Son unos problemas que la separan desde su origen del resto de monarquías europeas y que anticipan muy bien, por ello, la peculiar historia constitucional española de los siglos XIX, XX y lo que llevamos del XXI.

Los «lastres coloniales y absolutistas», «los atropellos de la corona» y los fallidos intentos de republicanizarla son los encargados de protagonizar esta parte del libro, en la que se nos hace saber que, con Isabel y Fernando, comenzaron los «crímenes de los conquistadores», «el expolio de los territorios de ultramar», la «violencia y la brutalidad». La «marca indeleble de 1492» produjo, a continuación, el progreso de la «política de pillaje», la prolongación de la economía feudal, la génesis de una «hidalguía parasitaria» que llevó, ya con Carlos I, a la formación de «un modelo económico extractivista» que frenó la modernización, acometió contra las «leyes, costumbres y lenguas diversas» para, más adelante, incapaz de admitir su fracaso, hacer frente a los crecientes problemas intensificando la opresión, los «desmanes» de todo tipo, la «castellanización forzosa», a pesar de que algunos monarcas «ni siquiera conocían el castellano, por no hablar del resto de lenguas peninsulares».

La «obsesión centralista» y «por la unidad impuesta a cualquier precio» llevó, ya en 1714 y bajo Felipe V, a imponer una «agresiva política tributaria» a la Corona de Aragón y a «acabar», «por afán vengativo», «a modo de represalia», «con la lengua y las instituciones propias» de sus habitantes, en un proceso violento que, a pesar de la resistencia ofrecida «sobre todo en los territorios más afectados por la prepotencia borbónica», nunca dejó de crecer.

La rendición de Granada, de Francisco Pradilla

No ha de extrañar, en consecuencia, que nuestra monarquía se adaptara tan mal al modelo constitucional. Antes de entrar, no obstante, en este punto, el autor quiere detenerse en la historia de las monarquías inglesa y francesa, tan ajenas a los repetitivos procesos restauradores porque, en ellas, efectivamente, hubo un momento en que se ejecutó a un rey.

Es esta una historia más feliz. Nada sobre desmanes y políticas de «exclusión» merece ser anotado aquí. Lo que interesa es que en Inglaterra hubo dos revoluciones, en 1640 y 1688, ambas exitosas. Hubo un gran juicio a un rey, otro Carlos I que pretendía, como su homónimo español, «establecer una monarquía absoluta, de derecho divino y católica». Y un gran jurista, John Cook. Tras ello, la consolidación de una monarquía razonablemente parlamentaria. No hace falta hacer referencia a los habitantes de los territorios irlandeses y escoceses, ni a los atropellos que sufrieron, porque no tiene nada que ver esto con lo que se está contando. Hubo también reyes que no hablaban la lengua de Shakespeare (de si hablaban o no otras de las islas, nada se nos dice), pero eso lo que proporcionó, en este caso, fue ventajas para el progreso del Cabinet System. En algún momento, hubo algo de colonialismo. El autor dedica al asunto cuatro líneas. A continuación, dedica cuarenta a la moral victoriana, un asunto que le debe parecer más entretenido.

En Francia, por su parte, hubo borbones y restauración, aunque nada comparado con lo nuestro. Hubo, sobre todo, una gran Revolución, una gran Constitución, la ejecución de otro rey y una restauración de corto recorrido. Si existieron en algún momento colonias, u «obsesión por la unidad impuesta a cualquier precio», tanto por parte de los reyes como de la República «une et indivisible», no es asunto que merezca ser comentado.

¿Por qué iban a interesar estas cosas? Uno diría que por las mismas razones por las que han interesado antes. Pero el autor no piensa así. Por eso, después de tan drástica comparación, pasa a centrarse en la historia de los borbones españoles de los dos últimos siglos.

Lo hace a través del análisis de una rivalidad en la cual, por un lado, militan los monarcas, los cortesanos, los militares, los centralistas, y, por otro, los demócratas, la gente del común, los defensores de los territorios. Le va a servir esto para mostrar que ya es hora de que dicha dinámica, que ha llevado hasta a cuatro restauraciones (dos de Fernando VII, la de Alfonso XII y la de Juan Carlos I), llegue a su fin.

En el capítulo quinto, «Fernando VII o la deslealtad constitucional permanente», no hay mucho problema en asignar el papel de villano al «rey felón y canalla». La sacudida que sobrevino cuando «la crisis económica» que atravesaba el régimen monárquico se vio agravada por la presencia de tropas francesas y Fernando abandonó su puesto, dio lugar a una «pertinaz resistencia» en muchos «rincones de la península» que, en Cádiz, abrió el paso a la redacción de una constitución liberal «con resonancias republicanas». En ella se apostó por la libertad de la nación y las limitaciones del poder, aunque contra ella reaccionó la primera restauración fernandina, cuyo fin, al igual que el de todas las que la siguieron, fue el de menoscabar todo lo que se pudiera el principio democrático.

Ni con su viuda y sucesora a título de regente, ni con su hija Isabel, quienes heredaron de él una muy mala disposición a cumplir con sus obligaciones constitucionales, mejoró mucho la situación, tal como se toma nota en el capítulo sexto. Ninguna de ellas dejó de apostar por una «monarquía excluyente secuestrada por los conservadores», incompatible con una verdadera parlamentarización. Ello explica la necesidad de expulsar a los borbones que abrió paso a la Revolución de 1868, al reinado de Amadeo de Saboya y a la I República, cuyos avatares se resumen en el capítulo séptimo.

Se celebra aquí especialmente el «atisbo de esperanza» que supuso esta última, y su intento de construir desde abajo un proyecto de vida en común. El contexto internacional desfavorable, la mala articulación de las alianzas y el peso de las inercias centralistas, junto a la unión entre las fuerzas conservadoras y el ejército, lograron, no obstante, alzar una nueva restauración, la tercera y la que ha acaparado el nombre. Ello volvió a mostrar el hilo de continuidad que une a todas entre sí.

A Alfonso XII sucedió una nueva regente que, tal como nos cuenta el octavo capítulo, se dedicó sobre todo a cuidar de su fortuna, «a viajar con frecuencia por el conjunto del Estado» y a dejar prosperar el carácter «oligárquico y represivo» del régimen. Su hijo Alfonso XIII, nefasto e ignorante, aficionado a los negocios turbios y a intervenir en los asuntos públicos, especialmente en los relacionados con Marruecos, acabó propiciando una dictadura para eludir sus responsabilidades parlamentarias. El general Primo de Rivera logró con ella, a pesar de la oposición de intelectuales como Galdós, Unamuno o Blasco Ibáñez, estabilizar por un tiempo la situación. Pero el desprestigio creciente del régimen llegó hasta tal punto que «incluso un liberal elitista y demófobo» como Ortega tuvo que sintetizar, «en una consigna drástica que parafraseaba a los generales romanos que tuvieron que enfrentarse a Cartago», la necesidad de que la corona desapareciera: Delenda est Monarchia.

El libro pasa algo por encima de las peripecias de la II República. No deja de notar que alcanzó grandes logros, así el sufragio femenino, «gracias al compromiso de mujeres» como Clara Campoamor o Victoria Kent. También, que practicó «el republicanismo municipal, de las cosas concretas, de los barrios», abriendo paso a «los primeros debates sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos peninsulares». Pero de nuevo un contexto internacional poco favorable, la falta de radicalidad de las reformas y la mala articulación de alianzas llevaron a que la unión entre las fuerzas reaccionarias y el ejército dieran la vuelta a la situación.

Lo que en este libro interesa del franquismo es, sobre todo, que el dictador nombró a Juan Carlos como sucesor, abriendo paso con ello a una nueva restauración. La transición, por un lado un «cambio de régimen por transacción» gestado «entre élites y bambalinas», por otro el fruto de «una movilización popular en las calles y en los centros de trabajo» que «acabó con la dictadura», aportó savia democrática a la nueva constitución. Pero su lado franquista explica que el pacto constitucional de 1978, siguiendo querencias viejas, viniera marcado por la negación del derecho de autodeterminación, «la unidad y permanencia del Estado a cualquier precio», la sobrevaloración del papel del ejército y una «primacía del principio monárquico sobre el democrático» que construyó una monarquía inviolable y «semiparlamentaria», muy poco parecida a las monarquías europeas contemporáneas.

De acuerdo con lo que se cuenta en el capítulo noveno, cuando el 23 de febrero de 1981 «un grupo variopinto de guardiaciviles y civiles armados con metralletas irrumpió en el hemiciclo del Congreso de Diputados», Juan Carlos encontró la forma de ofrecerse como la solución al problema, y ello no solo convalidó todas aquellas peculiaridades, sino que abrió el paso a una «progresiva mutación constitucional» la cual, orquestada en torno al rey salvador de las libertades, provocó que este, en la tradición de sus antecesores, se fuera acostumbrando a intervenir en los asuntos políticos y militares, a involucrarse en negocios internacionales y a introducir «coletillas» propias en sus discursos. Se produjo así un socavamiento creciente de sus ya escasos límites constitucionales que, en último término, condujo a su abdicación.

Esta llegó a principios del siglo XXI, como consecuencia del crack de 2008, episodios con elefantes y variados escándalos financieros. El cambio de monarca de 2014 volvió a demostrar «los déficits de parlamentarización de la monarquía borbónica», expuestos ahora en la reforma legal exprés que impuso una interpretación abusiva de la inmunidad constitucional que la extendía a todos los actos del rey, tanto públicos como privados. Ello no hizo, según el capítulo décimo y último del libro, más que consagrar la decadencia de la dinastía. Contribuyeron a ella algunas actuaciones del nuevo monarca, como aquel discurso del 3 de octubre de 2017 en el cual, poniéndose en contra del «movimiento cívico catalán» y en el papel de «bronco continuador de Felipe V», mostró la forma tan poco constitucional que tiene de asumir sus responsabilidades.

El terremoto definitivo se produjo en marzo de 2020, con las nuevas revelaciones sobre los oscuros negocios de Juan Carlos, que nos pusieron ante la verdadera situación. La de «una monarquía decadente», de «maneras absolutistas», que se ha dedicado a «engrosar su propio patrimonio hasta límites indecentes». La de un rey heredero del franquismo que se niega a condenar los crímenes de este, con una «inclinación ideológica» que da alas a los sectores más reaccionarios, públicamente cuestionado por las actuaciones de su familia y jefe de «una institución defendida, sobre todo, por la derecha extrema y la ultraderecha», el cual se ve, por ello, en la triste obligación de presionar «de manera descarnada a la joven Leonor para formarse como reina (aislándola, de momento, en un colegio privado cuya matrícula asciende a los 77.000 euros)», sin descartar del todo la posibilidad de tener que seguir el camino de su bisabuelo y abrir el paso a una dictadura militar.

En esta tesitura, se entiende que las opciones por los paños calientes no parezcan aconsejables. Lo que se impone, por el contrario, es asumir el fin antidemocrático que han tenido todas las restauraciones y ponerle fin a la que pilota Felipe VI. Es un proceso que, de hecho, ha comenzado ya. Lo protagoniza un «republicanismo social adaptado a las exigencias actuales» capaz de «llevar adelante las tareas democratizadoras y modernizadoras pendientes desde hace siglos». Un republicanismo que sabe que «lo que a veces parece imposible solo es algo que tarda un poco más en llegar». Con estas palabras finaliza el libro.

Carlos V a caballo en Mühlberg, de Tiziano.

No se puede negar que el autor lleva razón en algunas cosas. Que el principio democrático y el monárquico, cuando conviven, lo hacen con dificultades, es indiscutible. Que Fernando el «narizotas» fue una persona nefasta en todos los sentidos no seré yo quien lo niegue, como tampoco que el descubrimiento de la estrecha vinculación entre Juan Carlos I y la España del pelotazo no beneficia nada a la monarquía. Que la respuesta que se elija para darle respuesta esté guiada, como propone el libro, por «la tutela de la res pública, de los bienes comunes, por parte de colectividades de mujeres y hombres libres» parece de lo más sensato. ¿Cuáles son, entonces, los inconvenientes de este libro? ¿Por qué hay algo en él que definitivamente no convence? ¿Por qué, cuando uno acaba de leerlo, tiene la sensación de que no se ha aportado nada? ¿Por qué incluso diría que esta historia pretendidamente crítica con la monarquía a quien más perjudica es al republicanismo?

En primer lugar, por el empeño que pone el autor en asociar a este último con una versión tan burda de la leyenda negra. No se ve en absoluto su necesidad. Insistir en que la violencia interna y externa que supuso la implantación de los estados europeos solo resulta relevante en el caso español resulta arbitrario. No se trata de negar que dichos abusos se hayan producido. Tampoco que no sea preciso tenerlos en cuenta. Pero tomar nota de ellos de la forma en la que lo hace este libro no hace otra cosa que debilitar su posición. Se diría que Pisarello haya querido responder a lo que denomina «las inconsistencias del populismo nacional-católico desplegado por obras como Imperiofobia y leyenda negra, de María Elvira Roca Barea» aportando, por su parte, una buena ración de inconsistencias, ahora populista-republicanas.

Pues inconsistencia no es lo que falta en Dejar de ser súbditos. A la abundancia de clichés, el abuso de la lengua de madera y las simplificaciones de todo tipo se une el rehuir todo aquello que resulta incómodo y un déficit de técnica de lo más llamativo. Se ve esto último muy bien en la arbitrariedad con la que se recurre a las notas a pie de página, que faltan cuando parecen necesarias y aparecen cuando nadie las esperaría.

No resulta, además, nada clarificador que las cuatro restauraciones a las que se refiere el texto sean, en el prólogo, una correspondiente a Fernando VII, en 1812, otra a Isabel II, además de las de Alfonso XII y Juan Carlos de Borbón, mientras que, en el cuerpo del libro, se cuenten dos para Fernando VII, ahora en 1814 y 1823, ninguna para Isabel, y otra vez las de 1875 y 1975. Aunque las dos versiones sumen lo mismo, no puede negarse que desdibujan el concepto de restauración tan central en el libro, y que desorientan al lector.

No es este el único descuido de un texto que abunda en ellos. Es cierto que no hay libro sin errores ni erratas. Pero referirse a Carlos I de Inglaterra, el gran mártir del anglicanismo, como alguien que quería imponer el catolicismo; afirmar que Olózaga llamaba a Martínez de la Rosa «Paquita la pastelera» (en vez de, como todos, Rosita la pastelera); presentar al PSOE (fundado en 1879) como uno de los partidos «surgidos» tras la regencia de María Cristina de Habsburgo, a cuya nuera Victoria Eugenia de Battenberg se declara sobrina (era nieta) de Victoria de Inglaterra, no favorece en nada el poder de convicción. En particular, suponerle a Benito Pérez Galdós, muerto en 1920, una especial animadversión hacia la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) resulta ya excesivo. Lo mismo que atribuir «al compromiso de mujeres como la abogada madrileña Clara Campoamor, o la también abogada, de Málaga, Victoria Kent» la llegada del sufragio femenino (Victoria Kent votó en su contra en las cortes constitucionales de 1931); o afirmar que un «grupo variopinto» (¿variopinto?) de «guardiaciviles y civiles armados» (¿civiles armados?) penetró en el Congreso el 23 de febrero de 1981. Alguna de estas cosas, como el que alguien como el autor no caiga en que, cuando Rosa Luxemburgo murió, en enero de 1919, había dejado de ser súbdita del káiser, o que en un libro sobre republicanismo salga solo una vez, y mal escrito, el nombre de la Institución Libre de Enseñanza (aparece como «Escuela Libre de Enseñanza») llaman bastante la atención. Menos lo hacen otras cosas, como el desprecio por el “elitista” Ortega que el autor comparte con Roca Barea.

No son más que errores y erratas, y el que esté libre de ellos que tire la primera piedra. Lo que ocurre es que el descuido que revelan contrasta con el meticuloso cuidado que el autor ha puesto en otros puntos de su libro. En evitar referirse a la «supuesta» «reconquista» (en realidad, una «ofensiva contra los propios cohabitantes de la península»), por ejemplo; o a «Carlos V» (así es «como le llamaban los alemanes»); o a la «Guerra de Independencia» (en rigor, una «pertinaz resistencia» provocada en parte por una de esas crisis económicas que los marxistas de guardarropía tienen siempre lista por si resulta necesaria). En especial, el que ha puesto en procurar que «España» valga como referencia siempre y cuando estén involucrados monarcas, militares y gente reaccionaria, reservando por sistema la «península» o el «territorio» cuando toca hablar de demócratas y gentes buenas del común.

Un esfuerzo similar se detecta en el momento de referirse a los nombres de sitios o de personas. Todos los que tienen que escribir de historia saben que es difícil adoptar un criterio en este asunto, pues las ortografías cambian, y los apellidos eran especialmente inestables antes del siglo XX. Esto no quita que, a pesar de que se ve muy bien que en este libro se ha intentado seguir un criterio, resulte muy difícil averiguar cuál es.

De esta forma, si se nombra, en catalán, el Castell de San Ferran en la localidad de Figueres, y, aunque mal acentuada, a la castellonense  «Vinarós», no se escribe València ni Sagunt, sino Valencia y Sagunto. Perpinyà sale en catalán, pero no Baiona en vasco, sino Bayona. Se ve, pues, una disposición a hacer algo, aunque no acaba de quedar claro qué.

Lo mismo pasa con los nombres de personas. El autor escribe «Francesc Pi i Margall», y no «Francisco Pi y Margall». También «Abdó Terrades» en lugar de «Abdón Terradas», que es como le denomina la calle que tiene en Madrid. No tiene esto nada de malo. Lo que ocurre es que entonces no se entiende por qué pone «Laureano Figuerola», y no «Laureà Figuerola», o «Estanislao Figueras», y no «Estanislau Figueres», cuando los cuatro fueron contemporáneos, igualmente antiborbónicos y todos nacidos en Cataluña.

En algún otro de sus libros, como por ejemplo en Un largo termidor, algunos criterios podían más o menos adivinarse. Se escribía allí Tomás de Aquino y Guillermo de Ockam, aunque también «Wilhelm von Moerbeke» y «John Duns Scotus». Uno podía entonces medio intuir que, para el autor, el nombre de los pensadores medievales que conozca un alumno que meramente haya sacado un aprobado en la asignatura de Filosofía del bachillerato pueden ser transcritos en castellano, mientras que los de aquellos solo familiares al que haya obtenido más nota deben ponerse en otra lengua de elección aleatoria (pues ni Guillermo de Moerbeke era alemán ni Juan Duns Escoto inglés). Lo que ocurre es que esto no ayuda en el caso de este libro, por lo que sigue sin comprenderse el criterio que se sigue en él.

Parecen todo esto tonterías, mezquindades, detalles que poco tienen que ver con aquello de lo que de verdad va este libro. Pero no es así. Porque el autor, entre esfuerzos y descuidos, a lo que quiere apuntar es que no solo el principio monárquico está dañado. El lenguaje mismo que utilizamos para hablar de nuestra historia lo está también. Y resulta preciso, por ello, insistir en que no hubo ni reconquistas, ni carlos quintos, ni guerras de independencias ni Agustinas de ningún sitio. Que todo fue una ilusión hija del extractivismo, las obsesiones centralistas y las violencias de todo tipo. Se trata de que asumamos que no tenemos un lenguaje adecuado para hablar de ciertas cosas. Que, más allá de algunas verdades obvias, como la de que monarquía y España van de la mano y Franco nombró heredero a Juan Carlos, no es posible hablar de aquellas sin que se disuelvan en un aire espeso y contaminado.

Por supuesto que los nombres de los procesos históricos resultan con frecuencia pintorescos. Es muy rara una «reconquista» que dura siete siglos. Tan rara como un «Renacimiento» que viene después de una «Edad Media». También es obvio que, a aquel caos que acabó denominándose «Guerra de la Independencia», otros muchos nombres le habrían caído bien. Pero el tratamiento que Dejar de ser súbditos concede a estas cuestiones no tiene que ver con esto. A lo que apunta es a institucionalizar la idea de que, en nuestra historia, tanto la «monarquía» como «España» resultan ambas esencial, simétrica y estrechamente problemáticas. De ahí que, por sistema, en su libro los demócratas, los republicanos, la gente del común, los buenos, sean siempre de algún sitio, y no se olvide nunca el autor de mencionar si son barceloneses, granadinos o malagueños, mientras que, con muy contadas excepciones, no se detenga nunca a señalar el lugar de nacimiento de los generales, los conservadores, los demófobos, los malos, los cuales son siempre de ninguna parte. De ese ninguna parte que han convertido en motivo de sus obsesiones y violencias.

Al proceder tan arbitrariamente no se ve el favor que se les hace a los republicanos. No se trata por eso de querer darle aquí la razón al juez Marchena cuando, en el Tribunal Supremo, rechazó la erudición que le ofrecía el profesor Pisarello alegando que los jueces ya manejan su propia bibliografía. Se trata de notar que, entre sus muchas torpezas, a quien más beneficia este texto es a una monarquía a la cual se empeña en unir tan esencialmente con España. Es un empeño que hasta justificaría que Felipe VI pensara en subvencionar más libros como este, o bien, y aprovechando los déficits de parlamentarización, que influyera para subir el sueldo del secretario de la Mesa del Congreso.

Casi al final del libro, en el momento de tratar las diversas reacciones ante el escándalo de la revelación en 2020 de los turbios tejemanejes del rey emérito,  el autor toma nota del «esperpento valle-inclanesco» que tuvo lugar cuando se hizo público un video de apoyo a la Casa real en el que hasta ciento ochenta y tres personalidades, entre ellas Fernando Savater y Albert Boadella, aparecían dando vivas a la monarquía, en algunos casos con «fórmulas tan llamativas» como «Porque soy republicano, ¡Viva el Rey!».

Pretende denunciar con ello lo absurda que es cierta gente. Pero haría bien en comprender que su insistencia en el hecho de que los demócratas han de ser contados siempre entre los que Brassens llamaba les imbéciles heureux qui sont nés quelque part contiene su buena dosis de absurdo. Y que es la posibilidad de que, tras los debidos procesos constituyentes, un material parecido a Dejar de ser súbditos pudiera convertirse en texto de bachillerato lo que explica ciertos comportamientos.

Si tan poco útil parece asociar al republicanismo con una versión tan kingsize y tan zafia de la leyenda negra, más inútiles parecen otros propósitos del libro. Porque, ¿de verdad cree el autor que pueda servir de mucho esa insistencia suya en evitar referirse a Carlos V? ¿Se piensa que las palabras son como una estatua que cualquier autoridad municipal puede mandar a retirar? ¿No se da cuenta de que el público siempre podrá, además de leerle a él, leer a otros escritores? Por ejemplo, a aquel que no era alemán, pero se refería a la fea herida que tenía en la mano explicando que la había obtenido en alta ocasión y «militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos Quinto, de feliz memoria».

Por supuesto que la autoridad de Cervantes no llega hasta el punto de forzarnos a aceptar que aquel monarca o su descendencia fueran de feliz memoria. Mucho puede discutirse sobre esto. Menos discutible me parece el hecho de que Dejar de ser súbditos, hijo del descuido y la arbitrariedad, es un libro desventurado, de corto recorrido, de infeliz memoria.

Víctor Méndez Baiges es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Barcelona. Es autor de La tradición de la intradición. Historias de la filosofía española entre 1843 y 1973 (Madrid, Tecnos, 2021).

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