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El espectáculo de la civilización

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Sin entrar aún en la sonada actuación del escritor, hay un motivo excepcional para ir a ver la nueva obra de Mario Vargas Llosa al Teatro Español: ir a ver el Teatro Español. Asegurando el asombro, el director Joan Ollé y el escenógrafo Sebastià Brossa han desmontado entero el patio de butacas, erigido una enorme grada donde comúnmente se encuentra el escenario y colocado la escena en mitad de la sala, de manera tal que la representación se ve desde los cuatro costados. Se ha puesto en entredicho, con cierta razón, la conveniencia de semejante proyecto, que hubiera podido montarse con el mismo formato en las Naves del Matadero por un coste menor, como se hizo recientemente en la obra Cuando deje de llover; pero el resultado es bellísimo, con los palcos rojos que se alzan como una especie de circo romano en torno a la arena central.

La arena representa un vergel con una fuente de piedra en el centro, bancos de madera alrededor, algunas plantas y el cadáver de un caballo a uno de los lados. Aunque este último es un claro signo de que la realidad –y, en particular, la realidad de la muerte– asedia el idealizado lugar ameno, Vargas Llosa propone una desenfadada defensa de lo ideal, la fantasía y la fabulación. Basada en el Decamerón, la obra retoma libremente el esquema que imaginó Boccaccio, donde siete muchachas y tres muchachos, refugiados de la peste en una finca de las afueras de Florencia, se cuentan cuentos para pasar el rato. La diferencia es que aquí no estamos dentro del libro, sino en el mundo donde fue concebido: en vez de diez jóvenes, tenemos en Villa Palmieri al propio Boccaccio (Pedro Casablanc), atrincherado con un tal duque Ugolino (Vargas Llosa) y dos cómicos de feria, Filomena (Marta Poveda) y Pánfilo (Óscar de la Fuente); a ellos se suma Aminta, condesa de la Santa Croce (Aitana Sánchez-Gijón), una figura mitad real y mitad imaginaria, que al parecer se ha inventado Ugolino para dar rienda suelta a sus fantasías.

Como en otras obras de Vargas Llosa, la relación entre lo real y lo imaginario es aquí un tema central, en torno al que orbitan las narraciones. Y la imaginación, en esta perspectiva que santifica el soñar y sus sortilegios, no equivale al escapismo, sino que ofrece una vía de escape, hasta tal punto que el personaje de Boccaccio sugiere una «fuga […] a un mundo de sueño» a fin de hallar «un lugar donde podamos olvidarnos de la peste. Y donde ella se olvide de nosotros. Donde viviremos en un mundo de cuentos».

Escénicamente, ese mundo aflora más o menos como aparecía la ficción dentro de la ficción en Kathie y el hipopótamo: un personaje se pone a narrar algo, y los demás pasan a interpretarlo, desdoblándose y creando un espacio nominal. La contraposición realidad-ficción atañe también a los estilos dramáticos: mientras en las escenas ambientadas en el «mundo real» de los atrincherados en Villa Palmieri predomina un registro culto y cortés, incluso algo engolado, en los cuentos se abre el juego a la comedia, el erotismo, la acción física y el desbordamiento verbal. Así, la fantasía viene a ser más rica que la realidad, un postulado habitual en la obra de Vargas Llosa: el protagonista de Kathie y el hipopótamo dice que, al escribir, «tengo los amores que nunca tuve, y vivo las tragedias griegas que espero no tener»; y el recurrente personaje de Don Rigoberto, en la última novela del autor, El héroe discreto, pensaba cosas como que «gracias a Delacroix asistí a la muerte de Sardanápalo rodeado de mujeres desnudas».

Joan Ollé, que además de esta pieza ha dirigido otras tres del autor, conoce muy bien la propensión de los personajes a imaginar tumultuosas vidas paralelas, y cuenta con cuatro estupendos actores para plasmarlas en escena. Hay que decir que, si Vargas Llosa da decentemente la réplica cuando le toca, los mejores momentos, los más ingeniosos y picarescos, aquellos en que la obra se convierte en teatro y no sólo en relatos escenificados, dependen del resto del elenco. Pedro Casablanc está magnífico como un Boccaccio excesivo, lleno de ganas de vivir, pero también de escribir, mezcla de sibarita y sacerdote de la literatura; y cuando interpreta a una corpulenta abadesa con ganas de desfogarse, es desopilante. Marta Poveda y Óscar de la Fuente, los cómicos arquetípicos, son comiquísimos: juntos comparten grandes escenas, como la historia de los amanes Caterina de Vallbona y Ricciardo Manardi, interpretada en clave pija, con acentos acordes. Poveda saber maridar también la sensualidad y la socarronería, luciéndose en el cuento de Alibech la eremita; y De la Fuente aprovecha su tipo ingenuo al interpretar tanto a un jardinero que se hace pasar por sordomudo en un convento como al enamorado que, sin saberlo, sacrifica justo lo que su amada está por pedirle.

Esta última escena, el cuento de Federigo degli Alberighi en el Decamerón, la comparte con Aitana Sánchez-Gijón, que con este montaje suma cuatro junto a Vargas Llosa y Ollé. En más de un sentido, la actriz es la estrella de la producción, y tiene pasajes inspirados hacia el final, pero aun así me resultó la más floja de los cuatro, por razones que no necesariamente atañen a sus dotes interpretativas. No ha de ser fácil sobrellevar el papel de «musa teatral», como la ha llamado Vargas Llosa. Para colmo, aquí ha de representar en unas cuantas escenas a una especie de fantasía masculina, toda claridad y refulgencia. Miriam Compte, la diseñadora de vestuario, hasta le ha dado una peluca blanca con trencitas, que quizás apunta a conferirle aires de hechicera, pero que sólo me recordó las crines de Orlando Bloom en El señor de los anillos. Y algo muy notorio: cada vez que Sánchez-Gijón se aparta de las escenas directas con Casablanc, Poveda o De la Fuente para interpretar los dúos densos de simbolismo con Vargas Llosa, tiende a la sobreactuación, como si hasta el director quedara sobrecogido por la visión del premio Nobel en traje de Próspero. No parece una decisión muy feliz, tampoco, dar a ambos amplificación electrónica en esos intercambios, cuando los demás se las arreglan muy bien con sus pulmones; y la cámara de eco que se le agrega a Sánchez-Gijón introduce una veta tecno-kitsch que choca con la exuberancia natural de las historias tomadas de Boccaccio.

Por este lado nos acercamos a la mayor debilidad del texto y también del montaje: la relación supuestamente imaginaria, aunque quizá no tanto, de Ugolino con Aminta. A Vargas Llosa le gusta, como decíamos, multiplicar los niveles de realidad en una obra, cosa que suele hacer no sólo en su teatro sino, con más insistencia, en sus novelas eróticas. Tal vez aquí se le presentó una oportunidad ideal para combinar los dos géneros, pero lo cierto es que su historia de un sádico como Ugolino, abyecto enamorado de su víctima, místico carnal que parece haberse dado una sobredosis de Georges Bataille, resulta cuando menos desconcertante. ¿Acaso Vargas Llosa quiere plantear con ella la relación de amor-odio que a veces se da entre un creador y sus criaturas? ¿La perversión pseudoerótica de la imaginación, que siempre pide más? Puede ser. Y especular no cuesta nada. Pero, entretanto, la obra tiende, no ya a la fantasía, sino a la abstracción, y rompe el equilibrio de las escenas que transcurren en Villa Palmieri y las que imaginan quienes se han refugiado allí. Dado que las escenas entre Ugolino y Aminta sólo tienen lugar en la mente del primero, nos preguntamos por qué tenemos este acceso privilegiado al interior de uno de los personajes. ¿Porque lo interpreta el autor?

Aunque es el recurso que permite a Vargas Llosa adentrarse en su grupo de personajes, Ugolino es bastante superfluo como figura dramática. Y como avatar del creador alcanzaría con Boccaccio, que, de hecho, da voz a varias preocupaciones de Vargas Llosa. Escribe este último en el prólogo a la versión recién publicada de la obra (Madrid, Alfaguara, 2015): «El Boccaccio de Los cuentos de la peste es un ser imaginativo y sensual, ama la carne y la fantasía, y no ve incompatibilidad alguna entre los placeres materiales y la vida espiritual, que, para él, es sobre todo la invención literaria y el conocimiento intelectual antes que la piedad religiosa». De esa exaltación se hace eco Boccaccio en la obra misma: «quiero vivir y sé que viviré. En mí el amor a la vida es más fuerte que el miedo a la muerte. Tengo mucho que escribir antes de despedirme de este mundo. La peste me ha sacado de las bibliotecas a la calle y ahora conozco mejor la vida real. Vivía en una cárcel de papeles. Mi próximo libro ya no tendrá sabor a sarcófago y polillas, sino a tráfago callejero, a sudores de piel, a cama y vino».

Es una interpretación muy de nuestros días, y suena muy fructífera para el teatro de hoy, que adora el tráfago callejero y los sudores de todo tipo. La ironía es que la obra que la contiene a menudo se encierra en especulaciones de biblioteca, no sólo en lo relativo a la historia de Ugolino, sino además, por ejemplo, en un debate sobre la verdad de la representación, durante el cual Boccaccio afirma que la pintura es «una trampa metafísica y moral», y hasta acusa a Giotto de «añadir a la pintura una profundidad mentirosa [y] hacer creer que los cuadros son la vida real». Los demás personajes sacan a Boccaccio de su error, pero el nombre de Giotto nos lleva a pensar en otra versión moderna del Decamerón, que ni siquiera se lo planteaba. En su adaptación cinematográfica de 1971, Pier Paolo Pasolini interpretaba en un rol muy menor precisamente al pintor, que aparece, como en la narración quinta de la jornada VI del Decamerón, en plena lluvia, calado hasta los huesos y salpicado de barro. En la piel de Pasolini, Giotto llega luego a pintar un fresco en una iglesia, con la ayuda de varios aprendices, que en distintos momentos vemos comer y dormir juntos como animales en un establo. El pintor está con el torso desnudo, sudoroso, sucio de pigmentos, siempre con prisa por volver a la pintura. Es una imagen muy medieval, en la que el artista vislumbra espacios ilimitados en un mundo de fango. En Los cuentos de la peste, en cambio, Vargas Llosa va ataviado de blanco impoluto y, con sus canas y su apostura, transmite una constante dignidad de literato. No le vendría mal un poco de mugre pasoliniana.

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