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Cuando la intolerancia se disfraza de justicia

La sociedad de la intolerancia

Fernando Vallespín

Galaxia Gutenberg, 2022

176 págs.

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El nuevo libro del catedrático de Ciencia Política, Fernando Vallespín, está a caballo entre un ensayo dirigido al gran público y un trabajo de excelente rigor académico, con alguna que otra referencia personal. El texto, de poco más de un centenar de páginas, es una defensa de la tolerancia, uno de los fundamentos del pensamiento ilustrado, sobre todo desde que Voltaire publicara en 1763 su Tratado sobre la tolerancia. Hoy la tolerancia está amenazada por el auge del emotivismo, que lleva al identitarismo y a la cultura de la cancelación, entre otros aspectos, y que termina inexorablemente en la polarización de la sociedad y de la política. Ni que decir tiene que las redes sociales han jugado un papel decisivo en esta situación, en la que se quiere obligar a las personas a tomar partido y a esgrimir una lealtad incondicional a esa elección. De ahí que vivamos en una época en que los matices han sido puestos bajo sospecha.

Vallespín destaca en la introducción de su obra la paradoja de que hoy resulta muy difícil aportar una opinión rigurosa y ponderada. Eso le puede valer a cualquiera la acusación de «equidistante», un nuevo calificativo que no es precisamente elogioso, y que puede llevar al detentador de una opinión bien argumentada a convertirse en el blanco de dos extremos opuestos. No se concibe, por tanto, la existencia de una opinión que no conlleve estar en contra de algo o de alguien. Las opiniones han de ser contundentes, entendiendo por contundencia, sin duda, la descalificación del adversario. Yo mismo lo he experimentado al acudir a un debate radiofónico en el que el presentador se mostraba frustrado porque dos de los contertulios, con ópticas diferentes sobre el mismo tema, habíamos encontrado un terreno de acuerdo común. En privado, le dijimos que todo consistía en diferencias de matiz, pero eso le decepcionó porque lo que él buscaba era una especie de cuadrilátero de boxeo verbal en el que el supuesto vencedor es el que más grita o interrumpe. La voz de la moderación tenía un eco muy débil.

Vallespín subraya que con esa actitud de polarización la tolerancia se desvanece, pues la tolerancia implica la capacidad de aceptar aquello que no nos gusta y uno de los rasgos definitorios del juego democrático es la capacidad de someterse a la crítica. Esto caracteriza a las sociedades abiertas. Si entendemos la vida como un continuo aprendizaje, y en esto coincido plenamente con el autor, habrá que aprender no solo de los que piensan como nosotros sino además de quienes discrepan. Sin embargo, en las redes sociales vemos día a día continuos ejemplos de lo contrario.

La situación descrita en la obra podría plantearse como un aspecto de lo que hoy se califica como crisis de la democracia liberal, pero, como bien apunta Vallespín, en realidad estamos asistiendo a una erosión de la cultura política liberal. En consecuencia, quizás la amenaza no sea tanto el populismo, como suele creerse, sino la erosión de esa cultura, lo que está dando lugar a un auge del tribalismo, la antítesis del pluralismo.

En el primer capítulo del libro el autor recuerda la distinción que hacía Hobbes entre los que luchan por medio de las armas y los que lo hacen a través de sus escritos. Los escritores combativos son aquellos que ahora inundan las redes, aunque sus dardos no se centran solo en la política. Pueden abordar con el mismo espíritu, pues representan el triunfo de la espontaneidad, temas de sociedad, economía o deportes. Las redes están ahí para captar la atención y desplegar toda clase de emociones y afectos. Muchos políticos se han dado cuenta, y no solamente Trump, que un tuit puede ser más eficaz que una incómoda rueda de prensa. En este ambiente en el que las argumentaciones son lo que menos importa no hay demasiado espacio para el analista político o el politólogo, tal y como señala acertadamente Vallespín, que además cita al analista británico Peter Pomerantsev, quien afirma, no sin razón, que en las redes impera la ley del más astuto y del más osado. Podríamos añadir, por nuestra parte, que ese uso de las redes recuerda mucho lo que dice Macbeth en su trágica desesperación final: «La vida es una historia contada por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido».

En efecto, el sentido está ausente en un mundo digital en el que abunda la profusión de mentiras y el desprecio por la verdad. Pero no solo es cuestión de las llamadas fake news. La mayor responsabilidad radica en la posverdad y resulta muy adecuado que Vallespín transcriba la definición que da al respecto la Real Academia: «Aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público». La posverdad es el escenario ideal para aquellos que solo creen en lo que quieren creer y eso sirve para anclar a cada uno en sus posiciones irreductibles. La capacidad racional se reduce, pues ya no importa lo que pensamos sino con quiénes nos identificamos. Por supuesto, con los «nuestros». En consecuencia, la única realidad existente es la que yo decido que es real. Y esto nos lleva a otra conclusión, que supone recuperar, en otra adecuada observación del autor, una opinión de Lacan y de los posmodernos: «Todo es discurso». En mi opinión, no menos podría decirse que todo es relato.

Muy interesante me ha resultado el capítulo segundo, en el que podría decirse que estamos asistiendo a la muerte de la libre opinión. Las opiniones se han vuelto dogmáticas, tercas y pontificadoras. Responden a unas convicciones que son casi inalterables, pues se han interiorizado hasta el extremo. Además, a esas opiniones se las reviste de un blindaje de «moralismo», el consabido sucedáneo de la religión. El efecto es que al adversario se le priva de su integridad moral, o al menos se la considera dudosa. Ejemplos recientes, y no solo propios de España, son el contraste de la gente contra la casta o del buen pueblo contra las élites corruptas. Una reacción a estas actitudes, muy características del populismo, sería el aislamiento, el reducir a sus defensores a la categoría de outsiders, pero como bien advierte Vallespín, eso nunca ha funcionado y sería caer en la trampa del populismo. Hay que compartir esa fundamentada observación frente a aquellos, que, en nombre de sus propios intereses, solo se refieren mecánicamente a la llegada inmediata del lobo. Los «cordones sanitarios» solo sirven para alimentar en los populismos su buscado papel de «víctimas».

Otra conclusión de este capítulo es cómo se está sacrificando la tolerancia en nombre de la justicia, o mejor dicho de una concepción emocional, no racional, de la misma. Una vez más sale a relucir aquella expresión de fiat iustitia pereat mundus, aunque su traducción más específica, según el autor, sería la de «Que reine la justicia y perezcan todos los canallas». Dos adjetivos añade Vallespín a dicha actitud, los de impecable e implacable, debidos al ingenio de un inolvidable politólogo como Rafael del Águila. La cultura de la cancelación se mueve precisamente en esos parámetros.

En el tercer capítulo de la obra, Fernando Vallespín sabe despertar el interés del lector por medio de una experiencia personal, que demuestra hasta qué extremo pueden llegar las hipersensibilidades de algunos. Vallespín citó anecdóticamente en una de sus clases la relación sentimental entre Martin Heidegger y Hannah Arendt, pero a una alumna le pareció un comentario sexista, y el propio profesor tuvo que admitir que se trataba de un comentario perfectamente prescindible. Sin embargo, la cosa no terminó ahí porque otro alumno le dijo que esperaba que no aludiera a la condición homosexual de Michel de Foucault cuando abordara a ese autor en otra clase. Además, ese alumno pidió permiso para dirigirse a todos sus compañeros en el aula y exponer su punto de vista.  Afortunadamente, como señala Vallespín, esto sucedió en una universidad española, y no en una estadounidense, pues allí el incidente podría haber llegado al conocimiento de unas autoridades académicas no menos hipersensibles. La corrección política, triunfante en muchos campus de Estados Unidos, está llegando a Europa, y no solo en el ámbito académico. Entre otras cosas, esta actitud se caracteriza por trasladar las normas y creencias del presente al pasado. Algunos de sus efectos los hemos visto en el derribo de estatuas, en el cambio de nombre de las calles o en el veto a determinados autores y obras sin tener en cuenta su valor artístico o literario. Sin embargo, esto no es algo reciente. Siempre ha existido el argumento ad hominem para descalificar a alguien. Aún recuerdo a un cierto historiador que descalificaba a Voltaire por ser accionista de una compañía negrera y a Rousseau por haber abandonado a sus hijos en el hospicio. Contradicciones de este tipo podemos encontrarlas en la gran mayoría de los seres humanos. Las ideas han de confrontarse con argumentos y no con anécdotas capaces de desencadenar meras emociones. El nuevo moralismo de corte inquisitorial lleva a silenciar, por citar solo dos ejemplos, las películas de Woody Allen o las novelas de Louis Ferdinand Céline.

Sin embargo, la cultura de la cancelación funciona de modo tal que condena, a los que señala con sus acusaciones, a la muerte social. Los acusadores no entienden de argumentos ni de alegatos en favor de la libertad de expresión. Desprecian lo que en otros tiempos se llamaba las libertades formales. Por eso la Carta de los 153 en Estados Unidos, defensora de dicha libertad y suscrita por intelectuales de todas las tendencias, recibió más de una despreciativa respuesta por quienes la calificaron, entre otras cosas, de ser propia de «blancos ricos». El tribalismo se impuso de nuevo al pluralismo, y esto demuestra una vez más que el poder de influencia de los intelectuales ha dejado de ser el que era.

Cabe, en definitiva, subrayar que no es fácil expresar las propias opiniones porque otros se sentirán de inmediato ofendidos. De este modo, como señala Vallespín, «sentirse ofendido es un signo de agudeza intelectual y refinamiento moral». Los calificativos son, sin duda, irónicos, si pensamos por un momento en muchas de las personas, sobre todo en la vida pública, que esgrimen de continuo sus lamentaciones de ofendidos. Pero lo peor no son las quejas sino la inmediata búsqueda de un chivo expiatorio, pues, como señala el autor, «cuando alguien ha sido ofendido, hay otro que es culpable».

En el capítulo cuarto encontramos referencias al auge del identitarismo, lo que no es extraño en tiempos de polarización. Se olvida, consciente o inconscientemente, que cada uno de nosotros encierra diversas identidades. Es simplista reducirlas a una sola, pero lo cierto es que las afiliaciones singulares hacen a muchos la vida más sencilla, desprovista de la capacidad de hacerse preguntas, aunque sea al precio de no favorecer la integración en una sociedad pluralista y debilitar la identidad ciudadana. Ahí está el conocido ejemplo de la simplificadora teoría del choque de civilizaciones. Insistir en la prevalencia de la propia identidad, en un yo autónomo que se considera humillado, es cerrar el espacio al diálogo, que es otro rasgo definitorio de una sociedad democrática.

Los dos últimos capítulos del libro están dedicados a la tolerancia y al advenimiento del posliberalismo. El autor subraya que la tolerancia no es sinónimo de indiferencia y aceptación. No todo puede ser tolerado, pues el propio concepto de tolerancia resultaría superfluo. Preconizar un estado neutral no significa que ese estado sea indiferente. Sin embargo, esto no es fácil de transmitir a una sociedad que se ha ido deslizando hacia el puro perspectivismo. Lo cierto es que vivimos en una época de posliberalismo en la que, según Vallespín, se ofrecen a las personas tres opciones: la del populismo que predica la soberanía estatal, los valores tradicionales y la homogeneidad cultural; la de la izquierda identitaria con su perspectiva de una sociedad atomizada y multiculturalista; y la de los liberales tecnócratas, que siguen defendiendo las ventajas de la globalización y reducen la política a una mera administración (pospolítica). El autor no comparte ninguna de estas posturas, ni siquiera la liberal tecnocrática, en teoría más acorde con los planteamientos de la Ilustración, y recuerda a los liberales que deberían comprender que no todo es cuestión de mercado. La conclusión del libro es la certificación por el autor de un cambio de época, resultado de un agotamiento o cansancio civilizatorio. Recuperar el pasado no es suficiente en estos tiempos del imperio del yo. Por eso, no hay que perder de vista el nosotros. Coincido plenamente con las palabras finales: «Seguir entendiéndonos como un nosotros, con toda su diversidad, pero un nosotros después de todo».

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Ficha técnica

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