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Cuando el mal no tiene nombre

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Este artículo muy probablemente no hubiera visto la luz de no mediar un acontecimiento imprevisto. Hace varias semanas una lectora de este blog, Laura Muñoz, se puso en contacto conmigo y se ofreció a enviarme un libro que había editado por sus propios medios. Yo acepté sin comprometerme a nada más que la lectura de la obra en cuestión, que resultó ser un testimonio limpio, directo y emotivo de una pérdida. El libro se titula Un nombre de guerrero (Amazon, 2020). Se trata de un relato escrito en primera persona, al que bien cuadraría el adjetivo de minimalista por su condición íntima y escueta, pero que, escrito como un desahogo o, más bien, una catarsis, llega en su patente sencillez al lector que sepa desplegar un cierto grado de empatía o disponga, simplemente, de un mínimo de sensibilidad. El tema que desarrolla es sencillo, unívoco y no se extiende en otras consideraciones anejas: la dificultad de llevar a buen puerto un embarazo fuertemente deseado ante complicaciones imprevistas. Lo que quizá en otras circunstancias puede ser un incidente desagradable pero asumible sin grandes traumas, se convierte aquí, por una serie de causas o vivencias que no desvelaré, en un drama angustioso que, desde el punto de vista literario, es resuelto con pudor y elegancia. 

            En última instancia, lo que describe Muñoz en su opúsculo –son solo 103 páginas-, más allá del testimonio de su amor por el hijo inviable, es una lucha: la lucha de una mujer, una madre -en este caso- para ser más exactos, contra no se sabe bien qué, un enemigo inasible e invisible que, para más escarnio y zozobra, parece tener las raíces en sus entrañas. Por eso, por tratarse de una batalla sin cuartel, necesita que su hijo no nacido disponga ya, desde su misma gestación, de un nombre de guerrero, elemento tan importante que da título al relato. Einar es el nombre elegido. Un nombre de origen vikingo que significa líder guerrero. Este énfasis en el nombre, junto con el obvio asunto de la pérdida, me llevó a recordar una serie de obras recientes –o que yo había leído recientemente- que se demoraban en ese mismo aspecto: cuando el mal nos avasalla, necesitamos por lo menos poder nombrar aquello que nos hiere, como si el mero hecho de denominar algo redujera en alguna medida el daño y el dolor.

La referencia ineludible en este ámbito es indudablemente un libro ya clásico de Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas (original de 1980; utilizo la edición e-book de 2008 en Debolsillo, con traducción de Mario Muchnik). En ese alegato apasionado, la escritora estadounidense, constata que los nombres de algunas enfermedades graves tienen ya de por sí «como un poder mágico». Los médicos lo saben, hasta el punto de que con frecuencia se recomienda que no se usen determinados nombres porque tienen por sí solos el poder de afligir y desmoralizar. El nombre de la enfermedad –por ejemplo, cáncer- se convierte en tabú. Pero peor aún es carecer de denominación alguna. Es como estar sumido en las tinieblas. Cuando murió su hija, Isabel Allende escribió un libro sobre los últimos meses de vida, esa etapa desazonadora de tratamientos, pruebas y hospitales en la que la esperanza es apenas un hilo que va desvaneciéndose progresivamente. En dicho libro (Paula, Debolsillo, Barcelona, 2017; edición original, 1994), Allende se refiere también en un pasaje a la angustia que causa el no saber ponerle un nombre a la enfermedad. En otro momento alude, de manera que podríamos considerar complementaria, a la desesperación que causa en los familiares que rodean a la enferma que esta no pueda ya reaccionar ni siquiera cuando se pronuncia su propio nombre. En este caso, el nombre de la paciente, como antes, el de la enfermedad o, al principio, el nombre del guerrero…, siempre la necesidad de nombrar.

Una de las primeras cosas que aprendemos los humanos cuando adquirimos el uso de razón es nuestra condición mortal, hasta el punto de que este último adjetivo acompaña de modo natural –nunca mejor dicho- cualquier caracterización que hacemos de nosotros mismos. La conciencia de mortalidad -y no esta misma- es lo que nos diferencia del resto de los seres vivos, aunque este conocimiento nos aboca a una admisión problemática: en el mejor de los casos, la aceptamos y asumimos como colofón de la vida –una vida ya cumplida- pero no como vida truncada. El golpe artero de la Parca, la guadaña que siega existencias en la flor de la edad ha constituido desde siempre un impacto difícil de admitir, por más que las religiones se hayan empleado a fondo en este sentido. Por eso no es extraño que, como dice Sergio del Molino en La hora violeta (Literatura Random House, Barcelona, 2013), tengamos culturalmente nombres para «los hijos que se quedan sin padres» –huérfanos- o para «los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja» –viudos-, pero en cambio no haya nombre para designar «a los padres que han visto morir a sus hijos». Por ello mismo, el libro que la escritora Piedad Bonnet dedica a los instantes que siguen a la muerte de su hijo Daniel lleva un título inequívoco: Lo que no tiene nombre (Alfaguara, Madrid, 2013). No se puede decir más claro pero, por si acaso, el volumen se abre con una cita de Peter Handke: «esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje».

Muchos de nosotros lo hemos dicho en distintas ocasiones: no hay palabras. Ante determinadas situaciones, nos quedamos sin palabras. Cuando nos anega el dolor o nos atenaza el horror, sencillamente no tenemos palabras que sirvan de consuelo, ni siquiera de comprensión, no hay palabras que valgan. Y, sin embargo, los libros que me sirven de basamento para esta reflexión muestran exactamente lo contrario que sí, que hay palabras. O, mejor dicho, muestran la lucha de sus autores, los dolientes, para expresar lo indecible. En todos los casos a los que aquí me refiero, se trata de padres que han perdido a sus hijos, desde el hijo que nace muerto o que muere siendo un bebé hasta el hijo que pierde o se quita la vida en su juventud, en su momento de plenitud. En todos los casos se pone claramente de relieve esa cualidad admirable del ser humano para sobreponerse a las mayores adversidades. En términos absolutos será forzosamente inevitable que la muerte tenga la última palabra, pero es emocionante asistir a la tenaz resistencia del hombre en un combate desigual: incluso cuando ya todo está perdido, debe quedar al menos la huella o testimonio de quien ha vivido en la conciencia de quienes le amaron. Quizá sea una victoria pírrica pero lo que está claro es que no vamos a renunciar a ella.

Conviene, sin embargo, no hacer mucha literatura, entendiendo este último concepto en su forma más aparatosa y falaz. De hecho, desconfiamos de forma inconsciente de quien utiliza un drama de estas características –vivido realmente por él mismo- para construir un artefacto literario. De igual forma que existe una carpintería teatral, la urdimbre de un relato tiene unas exigencias que hasta cierto punto parecen poco compatibles con la sinceridad del dolor. Lo dice del Molino en varias páginas de su relato, en las que se reconoce trabajando con sus sentimientos, como hizo Francisco Umbral en la que en cierto modo es la obra canónica de este tipo de literatura: Mortal y rosa (Austral, Madrid, 2011; edición original, 1975). Siempre tuve ciertas reservas que no sé explicar con esa obra del vallisoletano, quizá –tómenlo como una valoración muy personal y subjetiva- porque la presencia abrumadora del padre proyectaba su sombra sobre el hijo agonizante, al que nunca podía contemplar por completo. No sé si me arriesgo mucho al interpretar que algo así le pasa a del Molino, ferviente admirador de Umbral por otra parte (una cosa no quita la otra). Es muy sintomática en este sentido la decisión que toma –y explica- desde los primeros compases del libro: «no recurriré al truco de Umbral en Mortal y rosa de llamar el niño al hijo, por más que aquello fuera una simple forma de acotar el dolor y de contenerlo para que no muerda mientras se escribe. Le nombro con cada una de sus letras para que su presencia no se difumine ni tan siquiera por desgaste de los bordes, para que aparezca rotundo y carnal en medio de la vida». De principio a fin, su nombre –otra vez el nombre- se enseñorea del relato: el protagonista es Pablo. Pablo a secas, un bebé de poco más de un año de vida: «estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas». Pablo vive en esas páginas aunque esté muerto. Pablo es así otro nombre de guerrero, como decía el libro de Muñoz.

No es exagerado colegir que otro tanto le pasaba a Isabel Allende: esa misma pulsión es la que le lleva a titular su libro con un solo nombre, Paula, casualmente el mismo que el caso anterior, pero en femenino. Pero más allá del paralelismo anecdótico, lo importante es que Paula –retrato incluido- también vive desde la misma portada del libro aunque haga ya mucho tiempo que su aliento se extinguiera. Un dictamen médico se limitaría a certificar que murió cuando no había alcanzado los treinta años. Pero una vez más -se dice así, expresamente-, estamos en otra dimensión, en la que la escritura de este libro pretende jugar el papel de «un exorcismo contra la muerte», dejando constancia de la tenaz resistencia a que esta pronuncie la última palabra: «te escribo, Paula, para traerte de vuelta a la vida». En el libro de Allende el dolor deja paso a la serenidad, la aceptación de lo irremediable. La muerte, escribe, «vino con paso leve». Es muy probable que contribuyera a esa percepción los muchos meses de hospital y la pérdida de toda esperanza de recuperación. Lo irremediable se hace así más llevadero. Ayuda igualmente la disposición espiritual -«brindé por mi hija, para que despertara contenta a otra vida»- que, finalmente, desemboca en una evocación mística o, más bien, panteísta, que dulcifica el trago, hasta donde es posible: «al diluirme tuve la revelación de que ese vacío está lleno de todo lo que contiene el universo. Es nada y es todo a la vez. (…) Soy el vacío, soy todo lo que existe, estoy en cada hoja del bosque, en cada gota de rocío, en cada partícula de ceniza que el agua arrastra, soy Paula y también soy yo misma, soy nada y todo lo demás en esta vida y en otras vidas, inmortal. Adiós, Paula, mujer. Bienvenida, Paula, espíritu».

Aunque Joan Didion pierde a su hija Quintana Roo en circunstancias relativamente parecidas -tras varias intervenciones quirúrgicas e interminables internamientos hospitalarios-, su actitud es bien distinta y su escritura se distancia de la emotividad y la efusión. Es probable que esa aparente frialdad sea una coraza defensiva (cada ser humano lidia como puede con el vacío de la pérdida). Tras relatar la muerte de su marido en un libro que se convirtió en best-sellerEl año del pensamiento mágico, traducción de Olivia de Miguel, Global Rhythm, Barcelona, 2006-, la escritora norteamericana escribió lo que bien podría denominarse la continuación de su duelo con el título de Noches azules (Literatura Random House, Barcelona, 2020; edición original, 2011; manejo el formato e-book en traducción de Javier Calvo). Como en el caso de Paula, una jovencísima Quintana Roo –de hecho, una niña- vive en la portada y desde ahí nos interpela con ojos soñadores y una expresión tierna, ambas manos en las mejillas, la imagen más opuesta a la muerte que imaginarse pueda. Si del Molino se adentraba en la hora violeta –título también de una famosa novela feminista de Montserrat Roig, de 1980-, Didion se sumerge en la noche azul, cuando uno piensa que el día nunca se acabará: «Este libro se titula Noches azules porque en la época en que lo empecé a escribir sorprendí a mi mente volviéndose cada vez más hacia la enfermedad, hacia la muerte de las promesas, el acortamiento de los días, lo inevitable del apagamiento, la muerte de la luz. Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición».

En un breve lapso de tiempo, como acabo de apuntar, apenas dos años, Joan Didion debe afrontar la muerte de su marido y luego el fallecimiento de su hija, con treinta y nueve años de edad. Sorprende por ello, como dije antes, el tono y el contenido de su relato –forma y fondo- porque en muchos momentos el lector se encuentra ante una narración con ribetes cotidianos algo frívolos, desde luego muy alejada de la vivencia del duelo como desgarro o herida abierta. Lo consigno como simple constatación Quizá contribuya a ello el distanciamiento temporal –«dentro de unas semanas hará cinco años que murió» Quintana, precisa en una ocasión- o simplemente se trata de una diferente disposición anímica, una cultura o unas circunstancias distintas de las hasta ahora expuestas. Es innegable que, incluso en este terreno, hay niveles. No es difícil admitir por ello que la coyuntura en que se ve sumida Piedad Bonnet tiene perfiles particularmente hirientes. Por decirlo sin ambages, si desgarrador es el trance de perder un hijo, afrontarlo como resultado de un suicidio cuando tiene veintipocos años remite a un doble fracaso, por más que esta sensación o apreciación no responda estrictamente a la realidad de los hechos.

En las antedichas coordenadas dramáticas, no es extraño que se viva la paternidad –o la maternidad, obviamente- con un plus de responsabilidad, que lleva a culpabilizarse de modo más o menos irracional por el destino de los hijos, aunque solo sea por la constatación insoportable de permanecer vivos mientras que el ser querido se nos ha ido. En cualquier caso, entiéndase que me hago eco aquí simplemente de los sentimientos expresados por la autora de Lo que no tiene nombre, de sus resquemores y su impotencia. Aunque sea absurdo porque ya no puede haber vuelta atrás, la mente viaja a los instantes anteriores al deceso, cuando todo era aún posible. ¿Qué pasó por la mente de Daniel antes de precipitarse al vacío? Mucho antes, con los primeros síntomas de su deterioro mental, la madre piensa que pudo hacer mucho más, pero… «¿Cómo puedes vivir cada segundo sabiendo que tu hijo está iniciando un episodio de paranoia, quizá un estado psicótico, y que no puedes hacer realmente nada porque hay en todo una cierta apariencia de normalidad que no te autoriza a tomar medidas drásticas?»

En contraposición a la esperanza post-mortem de Isabel Allende, Bonnet no alberga ilusión alguna: la muerte es la muerte, y punto. Su relato es el más desalentador de todos, pues en su caso la escritura puede que sea hasta cierto punto un bálsamo pero, si es así, lo es sin mucho recorrido más allá de la pauta analgésica: «Siempre vendrá quien me diga que nos queda la memoria, que nuestro hijo vive de una manera distinta dentro de nosotros, que nos consolemos con los recuerdos felices, que dejó una obra… Pero la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo». Los ritos religiosos le parecen absurdos, cuando no simplemente penosos, en la más cruel expresión del término. La conversión del dolor en materia literaria le resulta obscena: «frente al dolor de la muerte de un hijo todas las mistificaciones literarias carecen de sentido».

Ese dolor –de alguna manera hay que llamarlo para entendernos- es lo que no tiene nombre. Es un dolor que busca ser compartido, de la misma manera que el cojo busca apoyo para andar, pero en lo más profundo el doliente se sabe solo en su sufrimiento. Lo dice de modo explícito Sergio del Molino: «Estamos en el laberinto del dolor, y eso quiere decir que estamos solos. El dolor asusta a los demás, damos miedo». Y en otro pasaje confiesa: «Todo me hace llorar. Todo me comprime la garganta». Es verdad que luego el tiempo, ese gran escultor en feliz expresión de Marguerite Yourcenar, mitiga y dulcifica. Llega un momento en que la herida ya no sangra. Cicatriza. Pero todos los autores coinciden en este punto: se aprende a convivir con la pena. Pero nunca se llega a superarla. Y pese a nuestra necesidad de nombrar, comprendemos que hay males que no pueden expresarse, no sé si porque no tienen nombre o porque ningún nombre es capaz de dar la medida del abismo.

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