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Cabrito muerto no teme los cuchillos

Cuadernos de África

MIQUEL BARCELÓ

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona

208 págs.

17,31 €

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La escritura discontinua comienza en Gao (marzo de 1988), en un taller sobre el río Níger. Barceló llegará a sentirse en ese sitio como en su casa. El país dogón, considerado como una suerte de gigantesco jardín budista, revela su extraña belleza. La dureza de las frutas, los animales y la gente de Gogolí, sin duda, le conviene, aunque también advierte que «este debe ser uno de los peores lugares del mundo para pintar». El viento, omnipresente en estas páginas, dificulta la tarea pictórica de la misma forma que el calor tampoco favorece a la escritura. El artista, aburrido de las exposiciones, escribe, mal que bien, en francés: «Podría escribir en castellano, tampoco muy bien; escribiría mejor en catalán, sin duda, pero en catalán se me llena rápidamente la boca de palabrotas. Mi lengua materna: el insulto, la obscenidad, canciones de borracho. No hablemos de ello… Escribamos en francés de Gao a 50 °C». No es, ni mucho menos, Barceló un estilista de la prosa, ni tiene con el género confesional ninguna relación fácil: le falta el tono y es incapaz de transformar los días en textualidad. Por otro lado, como él mismo reconoce, lo que suele anotar son detalles sin importancia, sedimentos de su dispersión: «Yo me aclaro y me ordeno en el desorden. Buen motivo para no hacer públicos mis escuálidos escritos». Sin embargo, ha terminado por darlos a la imprenta, dejando al margen sus más que fundadas incertidumbres.

Barceló quiere decir las cosas crudamente, aunque no lo consigue. Se deja llevar por una mezcla de abatimiento físico, heroísmo trasnochado y atmósferas pseudopoéticas, y así se le escapan, sin hincarle el diente, pequeñas historias, como las de un ciego que quería comprarle el coche en Gao, el día que en Segu descubrió que los bailes y cantos de bodas estaban preparados para él o ese bebé muerto que encontró en Gogolí en el borde del acantilado y al que enterró como si fuera un secreto inconfesable. Moviendo cuadros con miedo a encontrar escorpiones o serpientes, acechado incluso por la mosca tse-tsé, Barceló declara que no quiere hacer arte abstracto ni sociología con bromas cómplices sobre el futuro del arte occidental, «ni ejercicios de cinismo con el teléfono en una mano y Art Forum en la otra». Hace bien al rechazar los grotescos divertimentos finiseculares, pero luego compone una metáfora aberrante cuando señala que quiere pintar algo determinante y necesario «como el ébola». Este artista que acumuló, en sus estancias africanas, pescados secos, cabezas de mono, de cordero, de buitre y escuchaba a Bach o, de pronto, en una radio de Mali, uno de los últimos cuartetos de Beethoven, sintiéndose como en la gloria, considera que está lejos de los rebaños culturales. Se jacta de que mientras los artistas duermen en las ciudades de Europa, él se despierta retorciéndose de dolor y con arcadas. Extraña «declaración de guerra». No cabe duda de que Barceló convierte la mierda y los vómitos en centro de su precaria escritura. Relata cómo cagó en el desierto como si fuera algo sublime, comprueba que las ovejas se comen sus mierdas, pero no el papel de váter y recuerda, como si no lo supiéramos, que defecar es esencial y, acto seguido, cita a Engels: «La cantidad modifica la calidad». Tal vez las meditaciones lacanianas sobre las deposiciones, el mal de ojo y lo real traumático no sirvan para comprender el furor escatológico de este pintor incontinente.

Descubrimos en estas notas deshilachadas que Barceló es un tipo ocioso al que propiamente no le gusta trabajar, si bien encuentra cierto placer en remover la pintura con un palo e irse a dormir sucio. En su taller, verdadero basurero con detritus semejantes a los de «la jaula de monas del zoo», intenta desrepintarlo todo, sin que acabe de aclarar a qué se refiere. Tiene claro que lo suyo es pintar fuerte y lentamente, frente a los planteamientos del action painting, tomando como referencias a Camarón, Curro o Mozart y, por supuesto, pintores como Tintoretto, Caravaggio y Goya. Uno tiene todo el derecho del mundo a inventarse una filiación, soportando lo que Bloom llamara angustiade las influencias de la mejor manera posible. Tengo la impresión, desde hace tiempo, de que Barceló es bastante pretencioso y que su aparente renuncia a la «pose Rimbaud» no impide que siga jugando a ser un monstruo con complejo, según sus propias palabras, de «Billy the Kid». Me irrita ese pasaje en el que habla de que se han cargado a «un imbécil del París-Dakar». El pintor escribe desde una patética superioridad con respecto a los extranjeros que van, medio moribundos, vomitando por África y desbarra cuando se mofa de lo que denomina «absurdas organizaciones humanitarias que vienen a dar clases o arrancar cuatro muelas en un pueblecito perdido del Sahel una vez cada diez años». Él, llevando algunas medicinas, es recibido como un hijo pródigo, incluso le han puesto su nombre a muchos niños por esas tierras desoladas, famoso y prodigiosamente sencillo.

A veces, sin gran hondura, se lanza a teorizar un poquito, como cuando habla del arte como teoría del mundo y advierte que su obra es un pequeño universo lleno de cosas que se parecen a ellas mismas, para terminar por sus fueros defecadores, aludiendo al artista «que come oscuridad y caga luz». A Barceló, según parece, le encanta embadurnarse, estar, literalmente, con pintura hasta en los huevos. «Sucio como un cerdo, de polvo y yeso, y de pintura amarilla, me tiro un pedo. Todo va bien. Estoy contento.» Al pintor de los agujeros y las afueras le fascina la realidad de sus cuadros. Al final de estos cuadernos africanos, en los dos textos titulados «Pintar aquí», escritos en Gogolí en el año 2000, nombra la bellamugre y no duda en decir que sus cuadros tienen el aspecto venerable de objetos que han vivido mucho. Este tipo que se retrató como viejo cerdo y joven cabrito no necesita abuela. Declara que cuanto más pinta menos escribe. Ojalá no parara de darle matraca al lienzo o, por lo menos, fuera un poco coherente con lo que piensa: «Escribir peor que Tolstói me parecía una pérdida de tiempo». Barceló, que padece lo que llama «el mal de África», una fascinación por todo lo que allí acontece, anota su aburrimiento y, además, lo contagia, pasa por la fiebre o la diarrea y llega al deslumbramiento que, a mí concretamente, me deja helado. Está feliz de vivir sin críticos de arte, ni fútbol, ni periódicos, buscando un cuadro que tenga sentido «que dé sentido a todo esto. (Revisar todo este pasaje: No está nada claro)». Esas cuatro últimas palabras de estos endebles cuadernos son, ciertamente, verdaderas.

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Ficha técnica

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