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Cruzando la calle en Hanoi

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En tiempos de la colonia, los franceses creían, no sin buenas razones, que las mujeres más guapas del mundo estaban en Tonkín. Así llamaban a la zona norte de Vietnam donde se ubica Hanoi, la capital actual. De aquel parecer surgió La petite tonkinoise, una canción que harían famosa Mistinguett y Joséphine Baker. En una de sus estrofas decía más o menos así: «De un ilustre mandarín / es hija mi Melaolí. / Por eso bailan sus tetas / cual mandarinas coquetas. / Cuando comemos a solas, / Melaolí, que no es glotona, / sólo quiere una banana / y, como poco me cuestan, / gustoso lleno su cesta». La versión de la Baker era más formalita y limaba la picardía de la de los chansonniers, que hoy resulta ingenua, cuando no pacata. Pero en el estribillo todos coincidían en celebrar a «ma petite tonkinoise, ma tonki-ki, ma tonki-ki, ma tonkinoise». Internet, que relumbra como el Dios de los teólogos medievales y presume de ver en tiempo real el pasado, el futuro y todas sus posibles derivadas, no ha podido aclararme si Elena Fortún, con retranca, se inspiró en la canción para bautizar a la hermanastra fea de las gráciles Pili y Miss Fly, pero me intriga la idea. De lo que sí he podido cerciorarme en estos años en Vietnam es de que las tonkinesas son peligrosas, no sólo por sus gustos hortofrutícolas. Al cruzar la calle, mismamente.

En agosto de 2011, el Ministerio de Transportes hablaba de 33,4 millones de motos en Vietnam, una por cada tres personas, incluyendo a menores, monjes budistas, ancianos y militares sin graduación. La moto es el medio de transporte por excelencia. Y antes de cruzar la calle hay que aprender sus querencias, porque no respetan ni a rey ni a Roque. Ninguna para ante un peatón si puede evitarlo y, como hay pocos semáforos, el forastero acostumbrado a un tráfico ordenado tiene la opción de pasar sus vacaciones sin salir de la manzana donde se encuentra su hotel. Pero el forastero es antojadizo y quiere cruzar la calle para tomarse una cerveza en el bar de enfrente, ése que tiene una terraza mirando al lago Hoan Kiem en el centro de Hanoi. El forastero se apercibe de que a unos cien metros hay un paso de cebra, pero también observa que nadie lo respeta. No, no es lo mismo que en China, donde los pasos de cebra sirven de diana para que los coches afinen su puntería. Aquí en Hanoi –sigue observando– las motos no tiran a matar; te sortean. «Si voy poco a poco, con paso breve, lento pero decidido, si no les pierdo la cara», se dice, «las motos adivinarán mis intenciones y me evitarán». La cosa funciona y, tras un par de intentos pusilánimes pero finalmente coronados por el éxito, y tras otro par de cervezas para celebrarlo, el forastero se siente capaz de partir las aguas. Es Moisés,  es Superman, es Obama.

El forastero no cuenta con las tonkinesas. Con razón, porque no puede verlas. Hay miles de motos conducidas por mujeres, pero no se las distingue bien. Llevan casco, como los hombres, pero, además, se cubren la parte baja de la cara con un tapabocas y los ojos con gafas de sol; van enfundadas en pantalones vaqueros; y se tapan los brazos con una cazadora (¡a 38º en el centro del día!) o, si no, con los mismos guantes largos que lucía Rita Hayworth en Gilda. Así que el forastero se ha aprendido bien la lección –los motoristas no tienen género–, y sabe que tiene que guardarse de todos ellos por igual. Si acaso, se lo carga a los poderes municipales que velan por la modestia femenina. Hace tres años, el comité popular de Saigón quiso prohibir, sin gran éxito, todo hay que decirlo, que las tiendas de lencería femenina exhibiesen el género en sus maniquíes, tratando así de evitar imprevisibles subidas de testosterona en el macho de la especie.

El forastero se equivoca. No es la modestia lo que mueve a las motoristas a taparse hasta el último centímetro de piel. «Mírame, tres días en la playa y ya parezco una negra. No vuelvo», me dice una amiga. Yo admiro sus ojos rasgados, y una piel canela de las que llevan a desesperar. «Estás loca. No te puedes imaginar el dineral que gastan las occidentales en mercarse un color de piel como el tuyo». «Claro, y a ti te gusta porque eres un guiri. Pero aquí los hombres te ven oscura y no quieren saber nada de ti. Eres una rota, una pobre, una campesina sin educación. Y no te casas. ¿No has ido al supermercado? ¿No has visto que el jabón, el champú, las cremas, hasta el desodorante, prometen un blanqueado perfecto? ¿Quieres que me quede para vestir santos?».

Por las tardes, a la puesta del sol, las tonkinesas rompen el tabú y se dejan ver los brazos y, cada vez más, cambian los vaqueros largos por unos shorts muy breves. Hora aciaga para el forastero que cree dominar el arte de cruzar la calle. Hace poco un amigo francés iba ponderando, mientras pasaba al otro lado de la avenida Hai Ba Trung, cómo las tonkinesas, generalmente de poca estatura, podían tener esas piernas interminables y acabó en urgencias. Se había detenido un instante a admirar un definitivo ejemplo de su quebradero de cabeza que transitaba por allí. Desconcertada por su indecisión, la moto que tenía detrás lo arrolló.  

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Ficha técnica

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