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El polemista en Babilonia

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Es Alemania un país aficionado a la polémica intelectual, por tratarse de una sociedad que todavía se toma las ideas en serio. En consecuencia, era de esperar que el intenso debate en marcha sobre la crisis migratoria produjese sus propias controversias en el marco de una atmósfera social ya bastante recargada debido al impacto de los hechos en bruto: la entrada de un millón de refugiados en un año, los incidentes sexuales de Colonia, los atentados de París y Bruselas, las marchas de Pegida y el ascenso electoral de Alternativa por Alemania. Se sigue de aquí que, en una sociedad en estado de efervescencia, tan importante como el contenido de la conversación serán las formas mediante las cuales esa conversación se desarrolla, ya que las formas, en gran medida, condicionan los contenidos. Y es precisamente el problema de las formas el que ha enfatizado Peter Sloterdijk tras verse envuelto, una vez más, en una polémica intelectual, esta vez junto a su colega Rüdiger Safranski. Por desgracia, su denuncia nos resultará familiar en España y apunta hacia el problema de la falta de razonabilidad argumentativa en las esferas públicas democráticas, agravado desde la generalización de las redes sociales como medio habitual de comunicación interciudadana.

En una pieza publicada en Die Zeit el pasado 3 de marzo, el filósofo alemán trataba de cerrar un episodio abierto con una entrevista concedida a la revista mensual Cicero, donde afirmaba –en referencia irónica al derecho al asilo– que no existe un derecho moral a la autodestrucción, a la vez que llamaba la atención sobre la necesidad de que Europa afirme sus fronteras soberanas. En un sentido similar se manifestaba Rudiger Safranski en las augustas páginas del Neue Zürcher Zeitung, donde acusaba a la sociedad alemana de mantenerse culpablemente en un estado de pubertad. Para Ulf Poschardt, redactor jefe de Die Welt, el enfant terrible de la intelectualidad alemana se hace mayor y, con ello, conservador; Der Tagesspiegel ha llegado a tildarlos de «nacional-conservadores», a pesar de que Sloterdijk se ve a sí mismo más bien como «conservador de izquierda». Para el politólogo Herfried Münkler, en cambio, ambos filósofos demuestran cómo las personas inteligentes bien pueden no enterarse de nada: en este caso, la imposibilidad de volver a los viejos Estados soberanos de fronteras más o menos impermeables. Hay quienes han celebrado esta nueva querella de los intelectuales y pedido, de hecho, que se produzcan con mayor frecuencia. Pero también hay quien se pregunta si la figura del gran intelectual republicano representada por Sloterdijk –acusado por su afamado colega Richard Precht de usar «jerga nazi»– no muestra claros signos de agotamiento.

En Reflejos primitivos, que es como se titula el ensayo de Sloterdijk al que aún ha seguido una respuesta de Münkler, señala nuestro autor maliciosamente que los años de crisis son años de bienes para politólogos y sociólogos. Pero no por razones obvias relacionadas con un desconcierto social que busca respuestas, sino también, y sobre todo, porque en las crisis queda bien a la vista la estructura básica de la sociedad, aumentando, en consecuencia, la capacidad de los expertos para dar sentido a las mismas. Paradójicamente, la teoría florece en climas fríos y las crisis no hacen sino producir el efecto contrario, que ocupa en la argumentación de Sloterdijk un papel central: incrementan la temperatura del debate nacional hasta producir, de hecho, un sobrecalentamiento. A su juicio, no se veía algo parecido desde los años del plomo protagonizados por la Fracción del Ejército Rojo en la década de los setenta. Ya entonces, para Sloterdijk, el papel del sistema mediático es decisivo para entender cómo un grupo de terroristas pudo dominar el debate social:

habría bastado con releer el Decreto sobre el terror rojo de Lenin para comprender que el terror no es sino una versión de la ciencia informativa [Publizistik]. Sólo quien lee conjuntamente a McLuhan y a Lenin comprenderá en qué medida el medio puede ser el mensaje.

En un giro característico, Sloterdijk recurre a los célebres experimentos de Iván Pávlov para ilustrar su tesis sobre la conversación pública. Y ello porque esos experimentos proporcionaron una clara indicación de la «dependencia simbólica de la domesticabilidad de los seres vivos capaces de aprendizaje». Socialmente, el propio Pávlov veía la cultura como un enorme complejo de reflejos condicionados, de donde Sloterdijk deduce que el conjunto de las distintas ciencias sociales pueden considerarse como subdisciplinas de una reflexología general. Trasladando esta idea al debate social contemporáneo, Sloterdijk subraya cómo estímulos semánticos tales como «frontera», «inmigración» o «integración» producen reflejos inmediatos en la audiencia; son éstos especialmente conspicuos en las redes sociales, que habrían dado pie a un «estallido de la peor espontaneidad». Si la Alta Cultura operaba como un sistema de inhibiciones –añade–, su declive significa que la desinhibición se hace norma. Por eso, en el actual contexto, sigue Sloterdijk, un verdadero intelectual es aquel que quiere volver al intelligere, entendido como una lectura entre líneas. Y es aquí donde el filósofo alemán da en la diana: «Es sabido que la primera víctima de la creciente polemización es el matiz». Ahí reside el rasgo principal de nuestro actual debate público, en la «destrucción del matiz» que, por lo demás, es lo único que permite diferenciar lo bueno de lo malo. Esta destrucción del matiz no responde sino a la necesidad humana de tener razón y mantenerla, eso que nuestro Sánchez Ferlosio llama «cargarse de razón», aun a despecho de la verdad. Renunciar a los matices es, así, una variante de la mentira, es decir, un autoengaño: por cuanto la lectura gruesa de cualquier fenómeno social nos permite eludir las distinciones que podrían quitarnos la razón. ¡Y eso, nunca! Tanto Safranski como él habrían sido víctimas de la cultura del comentario desinhibido propia de las redes sociales. Sólo así cabe entender que alguien pueda calificar a Safranski, biógrafo de Goethe y Schopenhauer, como extremista xenófobo y agitador de derechas.

Irónicamente, también la política estatal se habría convertido en una práctica reactiva. Dada la complejidad de las sociedades modernas, los gobiernos se ven obligados a improvisar sus respuestas de manera constante, a pesar de la creencia del electorado en una inteligencia planificadora de orden estatal. Esta falsa creencia, dicho sea de paso, alcanza su paroxismo en el bando de los paranoicos de todo orden que encuentran conspiraciones allí donde dirigen su mirada. La tesis de Sloterdijk es que Angela Merkel improvisó una respuesta inicialmente correcta a la crisis migratoria, convertida en incorrecta con el paso de los meses y la llegada ininterrumpida de aspirantes al asilo: un millón de refugiados podrían absorberse, pero no cinco. Su reproche a Münkler consiste en que habría aceptado el «mecanismo autohipnótico» ensayado por Merkel sin someterlo a escrutinio crítico, al atribuir a la presidenta un grand design por completo ausente en este caso. Ojalá, añade Sloterdijk, pasados cinco años se demuestre que Münkler tiene razón. Pero él no lo cree.

En una ocasión anterior, cuando la crisis empezaba a tomar forma, ya señalamos aquí que la noble posición moral adoptada por Merkel al abrir la puerta a los refugiados comportaba irremediablemente el riesgo de la falta de realismo. Sobre todo, porque la plasticidad de las opiniones públicas bien podía conducir al auge de la derecha xenófoba en caso de persistir las imágenes que mostraban a miles de refugiados vagabundear por los campos centroeuropeos: imágenes que crean una impresión sensible en un público por definición impresionable. Y es que la solución de Merkel planteaba, desde su misma raíz, un formidable problema logístico que ni siquiera los alemanes han sabido resolver, no digamos ya una Europa cobardemente dividida. Si bien se mira, este déficit de aplicación es un problema recurrente en la esfera política, donde no son pocas las soluciones a cuyo anuncio esperanzado sigue el fracaso administrativo. En cualquier caso, se diría que Sloterdijk no se equivocaba y que Merkel ha terminado por recular, como demostraría el acuerdo con Turquía, que pasa a considerar a este país como espacio seguro al que serán redirigidos los nuevos inmigrantes con objeto de frenar el efecto llamada que causó el noble optimismo inicial de la canciller. Aunque el acuerdo ha provocado la indignación de muchos comentaristas, otros han enfatizado que Europa no debe sentirse mal por tomar decisiones difíciles. Para el analista norteamericano James Traub, esto significa resistir simultáneamente el nativismo de la derecha y el universalismo de la izquierda, otorgando estatus de refugiados sólo a quienes de verdad cumplen las condiciones exigibles: la integración de millones de inmigrantes puede ser socialmente viable, pero es políticamente imposible a la vista de los resultados electorales del populismo xenófobo. La conocida ética de la responsabilidad se ha terminado por imponer a la ética de la convicción debido a la fuerza de los hechos desnudos, intensificada en el terreno de las percepciones públicas.

Pero todo esto es discutible. También hay voces autorizadas que minimizan el impacto de Alternativa por Alemania, situado en una quinta parte del electorado y a la que siempre puede oponerse el resto. La cuestión es que el debate social en torno a este fenómeno pueda desarrollarse de manera ordenada y con la debida atención a los matices. Tal como recuerda Sloterdijk, las sociedades no son laboratorios en los que podamos observar a distancia las reacciones producidas por determinadas soluciones; el fracaso de éstas amenaza el orden social y por eso hemos de ser cautos a la hora de administrarlas. Sucede que las condiciones en que se produce la conversación pública es, de hecho, un elemento fundamental del orden social mismo. Y el problema no es que Sloterdijk y Safranski aboguen por una política de fronteras más estricta, sino que su propuesta sea etiquetada como «nacional-conservadora» con objeto de descalificarla de raíz. Dicho de otra manera, el problema al que se enfrentan las democracias contemporáneas es que problemas sociales cada vez más complejos son debatidos de manera cada vez más simplista. Ya se ha prestado aquí atención anteriormente al tremendismo y la hipérbole como figuras retóricas dominantes en el debate público: un sensacionalismo cognitivo que funciona en la medida en que logra llamar la atención de la audiencia, precisamente, en el nivel de las «sensaciones». Algo que las redes sociales, a pesar de sus bondades, han reforzado: ninguna ilustración más gráfica del «reflejo primitivo» denunciado por Sloterdijk que el retuit automático que sigue a la recepción de un texto con el que uno concuerda ideológicamente.

No obstante, Sloterdijk mismo no es un cualquiera, sino eso que aquí hemos denominado un «productor carismático de opinión», dotado de mayor influencia pública que la media, y tanto más influyente cuanto más se alejen sus juicios de aquello que esperan sus acólitos. En ese sentido, parece razonable pensar que el declive de la Alta Cultura no ha significado la muerte de los Altos Debates, que hay, en fin, al menos dos niveles en la conversación pública: la conversación sofisticada entre expertos y la cacofonía desordenada entre opinadores ciudadanos. A su vez, estos son recibidos por distintas audiencias, dada la diversidad interna de un «público» en el que caben atentos seguidores de los Altos Debates y desatentos reproductores de los clichés en circulación, así como toda una gama de posibilidades intermedias. Si hay un peligro, es la contaminación populista del conversador ilustrado; mientras éste se mantenga en su sitio, inasequible al desaliento de las bajas audiencias, habrá un espacio para los matices en la esfera pública, aun cuando esos matices no sean predominantes: nunca lo fueron. Más problemático es, en cambio, que esas distintas audiencias dejen de compartir un espacio común y su fragmentación amenace la idea misma de una conversación pública por exceso de pluralismo. En realidad, todavía no nos hemos recuperado de los efectos de la decepción digital: esperábamos que la retirada del velo mediático mostrase un cuerpo ciudadano inclinado al debate sereno e informado, pero nos hemos encontrado con una contienda de identidades impermeables a la argumentación razonada. El valor de polemistas como Sloterdijk reside justamente en su capacidad para decir algo distinto de lo previsible y activar con ello, a un tiempo, reflejos condicionados y respuestas meditadas: los primeros nos permiten conocer el estado de ánimo del cuerpo social; los segundos, llegar hasta el final de los problemas. Aunque sea para comprender que no tienen solución y, por tanto, ninguna respuesta a ellos será impecable.

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