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Cortina rasgada: Hitchcock tras el Telón de Acero

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La resistencia a la novedad es un síntoma de vejez. Me temo que estoy afectado por esa manía o carencia, quizá porque ya he superado los cincuenta y contemplo con creciente disgusto los cambios que se producen a mi alrededor, especialmente los que acontecen en las distintas ramas del arte. Esa actitud convive con una amplia benevolencia hacia las obras del pasado, sobre todo cuando están asociadas a mi niñez y adolescencia. Nunca me canso de volver a ver las películas de Alfred Hitchcock. Incluso las que se consideran menores me atraen y me fascinan, devolviéndome a los años setenta, cuando las descubrí en un pequeño televisor en blanco y negro. Si he de ser sincero, me asombro al comprobar cómo la timorata censura de la época nos ahorró algunas escenas francamente prescindibles, como el ridículo diálogo entre Cary Grant y la bellísima Eve Marie Saint en North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959) en el coche-cama del tren en que se conocen y enredan en una trama de espionaje. Sus besos y abrazos son tan acaramelados como unas frases románticas insufriblemente cursis. Siempre he pensado que la elipsis puede ser un recurso mucho más poético que la exhibición de los hechos, pues incluye una dosis de misterio tristemente ausente en las evidencias desnudas. En este caso, se cumple plenamente.

Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966) ha sido enjuiciada como una obra menor, si bien se le reconocen algunas pinceladas geniales. Es evidente que Paul Newman no resulta muy creíble como Michael Armstrong, profesor de física nuclear que asume por su cuenta y riesgo internarse en la República Democrática Alemana, fingiendo que se pasa al enemigo por despecho profesional. Hitchcock y Newman mantuvieron una relación poco cordial durante el rodaje. Ambos consideraban que los diálogos de la película carecían de fuerza, humor y seducción. Julie Andrews tampoco era muy convincente en el papel de Sarah Sherman, secretaria y amante de Armstrong. Hitchcock comentaba sarcásticamente que el público esperaría oírla cantar en cualquier momento, preguntándose si el director había optado por combinar suspense y números musicales. A pesar de estos escollos, la película avanza con ese estilo inconfundible que mantiene en vilo al espectador, gracias a un innegable dominio del lenguaje cinematográfico. El aspecto romántico se resuelve con solvencia mediante planos que escarban en la intimidad de sus personajes, mostrando sus afectos, sus dudas y sus desencuentros. En algunas secuencias, el diálogo es minimalista, creando una atmósfera intensa que evoca el teatro de Ibsen o los cuentos de Chéjov. Hitchcock compone cuadros –cada personaje en un extremo del encuadre: cabizbajo, ensimismado– o alterna primeros planos, con gestos enigmáticos que expresan o sugieren una reprimida conmoción emocional. A veces, los personajes explotan, y el idilio –aparentemente maltrecho– se recompone.

Los personajes menores son memorables: la condesa Kuchinska (Lila Kedrova), la repelente diva de ballet clásico (Tamara Toumanova), el petulante profesor Gustav Lindt (Ludwig Donath), el correoso Heinrich Gromek (Wolfgang Kieling) y la aterrada mujer del granjero (Carolyn Conwell). Lila Kedrova realiza una composición verdaderamente meritoria de una aristócrata atrapada en una dictadura comunista, donde el café y los cigarrillos son de pésima calidad, privando a los ciudadanos de placeres tan letales como elementales. Su pañuelo de colores y su estrambótico sombrero con una pluma azul evocan la frivolidad de un pasado reciente, cuando el totalitarismo aún no había ensombrecido el cielo del Este de Europa. Lindt es un sabio vanidoso y egocéntrico. Su comunismo no parece muy sincero, pero colabora con la dictadura, sin plantearse problemas de carácter moral. Su única preocupación es la fama y los privilegios. Me temo que hay profesores con rasgos parecidos en las universidades de todo el mundo. Gromek es un esbirro que ha vivido unos años en Estados Unidos y recuerda con nostalgia los perritos calientes. La escena en que Armstrong y la mujer del granjero lo asesinan, introduciendo su cabeza en un horno de gas, no sin mantener una violenta lucha previa, no desmerece del célebre asesinato de la ducha de Psicosis (1960). La planificación no es tan meticulosa, pero la imagen de las manos de Gromek agitándose con vehemencia en el vacío posee una enorme fuerza dramática. Al parecer, Hitchcock no concibió la escena pensando en las cámaras de gas de Auschwitz, pero la analogía flota en la secuencia. El director inglés pretendía mostrar la dificultad de matar a un ser humano, sin escatimar los aspectos más truculentos. Logró su objetivo con creces, pero, además, sacudió la conciencia colectiva de una Europa que aún se resistía a admitir la magnitud de las políticas genocidas de la Alemania nazi.

La escena del falso autobús que ayuda a cruzar el Telón de Acero es otro de los aciertos de la película, pues no sólo crea suspense, sino que aborda el tema del doble. Un retraso inesperado provoca que el autobús falso y el verdadero acaben encontrándose. No parece casual que en el falso viajen dos gemelos. Es un gesto de humor, pero también un detalle inquietante. En fin de cuentas, la película juega desde el principio con el tema de las falsas apariencias y de lo que desconocemos incluso de los más íntimos y cercanos. Sarah ignora que Armstrong puede fingir cosas que no siente, comprometerse falsamente con una causa que detesta, aceptando ser odiado y menospreciado por ese gesto. Más que un héroe, es un hombre inquieto, testarudo y temerario. Se reprochó a Hitchcock que utilizara decorados, desdeñando los exteriores, pero el museo imaginario que utiliza Armstrong para despistar a Gromek y el falso vestíbulo de hotel con varias mujeres fregando el suelo de rodillas son simulaciones perfectas de espacios impersonales, casi inhumanos, donde la belleza parece una mueca helada.

No sé cuántas veces volveré a ver Cortina rasgada. Imagino que al menos cinco o seis. El cine de Hitchcock es un confortable laberinto, una especie de linterna mágica con el poder de rescatar remotos pasajes de la memoria. Se pondera la juventud, pero yo creo que la vejez posee el encanto de revivir las cosas, descubriendo en ellas matices inadvertidos o, simplemente, experimentando el placer primario de la repetición, donde la inteligencia y la sensibilidad sucumben al paradójico encanto de lo previsible inesperado.

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