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¿Cómo funciona el motor de la historia?

Historia y determinismo tecnológico

MERRIT ROE SMITH, LEO MARX

Alianza Editorial, Madrid

Trad. de Esther Rabasco y Luis Toharia

295 págs.

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Entre los historiadores de la tecnología es conocido un artículo publicado por Robert L. Heilbroner en los primeros tiempos de la prestigiosa revista Technology and Culture, en el que se preguntaba si es cierto que las máquinas hacen la historia. En el libro que comentamos se incluye una versión de aquel artículo cuyo título se ha traducido al castellano por ¿Son las máquinas el motor de la historia? El resto del libro está formado por doce ponencias elaboradas a partir de las que se presentaron y discutieron en un seminario dedicado al tema del determinismo tecnológico que se celebró en el MIT en 1989.

Aunque el libro está hecho predominantemente por historiadores, las cuestiones que en él se debaten trascienden ampliamente el interés específico de los especialistas en historia de la técnica. Como señalan los compiladores, «la sensación de que la tecnología tiene poder como agente crucial de cambio ocupa un destacado lugar en la cultura de la modernidad» (pág. 11). De hecho, la primera impresión que se obtiene del conjunto de contribuciones que constituyen esta obra es que, a pesar de los diferentes enfoques y preocupaciones intelectuales que mueven a cada autor, el conjunto constituye una pieza unitaria en torno a un tema bien definido, aunque más complejo y lleno de matices de lo que, antes de empezar a leerla, cualquiera podría imaginar.

En sentido estricto, la teoría del determinismo tecnológico afirma que los cambios sociales, económicos y culturales son causados por los cambios tecnológicos (y no a la inversa). Las máquinas son el motor de la historia. En cierto modo, ¿quién podría negar una evidencia como ésta? ¿Quién puede negar que el ferrocarril configuró el espacio en que se desenvuelve la vida social de los países industriales en el siglo XIX ? ¿O que los ordenadores han alterado profundamente la organización del trabajo en las oficinas de nuestros días? Y sin embargo, la idea es bastante más compleja de lo que en principio puede parecer.

Tanto en las manifestaciones populares como en los discursos más elaborados de los especialistas, la idea del determinismo tecnológico se cruza con otras que conviene analizar. Una de las más importantes es la noción de progreso. De hecho, las diferentes opciones en relación con la tesis teórica del determinismo tecnológico pueden organizarse como otras tantas variaciones sobre el tema moral del progreso de la sociedad. Para una visión optimista de la historia, el determinismo tecnológico constituye una garantía de progreso. Pero algo parecido puede ocurrir, sensu contrario, para una visión pesimista de la historia: es el poder de la técnica para condicionar el cambio social lo que nos hace temer que perderemos todo control sobre los fines morales que justificarían hablar de verdadero progreso humano.

Otra idea básica que se cruza en este espacio de significados e implicaciones del concepto de determinismo tecnológico, es la de la autonomía de la técnica. Para que las máquinas puedan ser el motor de la historia, hay que suponer que ellas se mueven por sí solas: la tecnología determina el cambio en la medida en que ella misma evoluciona de forma autónoma.

Los dos primeros capítulos del libro, debidos a Merritt Roe Smith (El determinismo tecnológico en la cultura de los Estados Unidos) y a Michel L. Smith (El recurso del imperio: paisajes del progreso en la América tecnológica) constituyen una buena introducción a esta amplia problemática: la extensión de la idea de progreso y determinismo tecnológico en la cultura popular americana, su evolución, su reflejo en los medios de comunicación, en la publicidad industrial, la elaboración del núcleo básico de la concepción determinista en los teóricos clásicos de la tecnología (Mumford, Ellul, etc.).

Los dos trabajos de Heilbroner (el antes aludido y el que redacta explícitamente para este volumen, retomando el tema que había planteado veinticinco años antes) sirven para abrir el debate en torno a los diversos matices, gradaciones o modalidades con que se puede modular la tesis del determinismo tecnológico. En su trabajo de 1967 Heilbroner resume con claridad las principales tesis a favor del determinismo tecnológico, incluyendo como parte de la teoría determinista la idea de que la evolución de la tecnología sigue una secuencia fija de forma autónoma («es imposible pasar a la era del molino de vapor sin haber pasado por la era del molino manual»). Pero ya en aquella primera propuesta, el determinismo de Heilbroner era bastante matizado y se consideraba compatible con el reconocimiento de que el avance tecnológico es sensible al rumbo social y de que, propiamente hablando, la teoría del determinismo tecnológico era aplicable sólo «a una determinada época histórica –concretamente la del alto capitalismo y bajo socialismo– en la que se han desatado las fuerzas del cambio técnico, pero en la que aún son rudimentarias las agencias para controlar u orientar la tecnología» (pág. 81). Estas puertas entreabiertas al determinismo light, quedan completamente francas en la Reconsideración del determinismo tecnológico escrita para la ocasión. Aquí el autor hace hincapié en el papel central de la economía como campo de fuerzas que actúa como mecanismo mediador para que los cambios tecnológicos influyan en la organización del orden social y reconoce abiertamente que factores sociales, políticos y culturales pueden anular completamente la relación determinista. Como ejemplo, cita el error de Marx al prever que el ferrocarril daría al traste con el sistema de castas de la India, o el suyo propio al admitir que en el «bajo socialismo» el cambio tecnológico permitía prever la evolución social. Sencillamente, a finales de los ochenta estaba muy claro que las mismas máquinas no funcionaban igual de bien en distintos sistemas de organización social: los planes quinquenales de la Unión Soviética y la economía de libre empresa de los países occidentales.

Las tres caras del determinismo tecnológico, de Bruce Bimber, es un meritorio ejercicio de análisis conceptual, que ayuda al lector a superar algunas de las ambigüedades más llamativas de la teoría determinista. Distingue Bimber tres acepciones del determinismo tecnológico: el nomológico o determinismo tecnológico estricto (los cambios técnicos son autónomos y los cambios sociales son producidos por cambios técnicos), el normativo (los cambios sociales están determinados por valores tecnológicos) y el de las consecuencias imprevistas de la tecnología (los cambios tecnológicos tienen consecuencias sociales no previstas). Sólo la variante nomológica representa una teoría propiamente determinista y tecnológica, y Bimber demuestra que esa teoría no es compatible con la concepción que Marx tenía del papel de la técnica en el cambio social, de forma que en realidad Marx no es determinista. La conclusión tiene su importancia, porque, como dice el autor para terminar su análisis, «si Marx no era un determinista tecnológico, entonces es posible que haya pocos que lo sean».

El artículo de Thomas P. Hughes, otro de los grandes de la historia de la tecnología, sirve para introducir en el debate una dimensión nueva, contraponiendo la visión determinista clásica a la moderna concepción constructivista de la tecnología, representada por autores como Bijker y Pinch. Hughes se sitúa a igual distancia de unos y otros, introduciendo el concepto de Impulso tecnológico, una especie de inercia que los grandes sistemas tecnológicos adquieren y que da a su evolución la apariencia de autonomía y de capacidad transformadora de la que se hacen eco las tesis deterministas. Esto le permite afirmar que «un sistema tecnológico puede ser tanto una causa como un efecto, puede configurar la sociedad y ser configurado por ella. Los sistemas, a medida que son mayores y más complejos, tienden más a configurar la sociedad y menos a ser configurados por ella. Por lo tanto el impulso de los sistemas tecnológicos es un concepto que puede situarse entre los polos del determinismo técnico y el constructivismo social».

En una línea similar a la de Hughes se sitúa el ensayo de Thomas J. Misa Rescatar el cambio sociotécnico del determinismo tecnológico. Pone de relieve la facilidad con la que se pueden descubrir grandes tendencias deterministas si se afronta el desarrollo social y tecnológico desde una perspectiva macro; la misma facilidad con la que cualquier pauta se disuelve si se afronta el estudio de las decisiones que conducen a los cambios técnicos en el nivel micro. Reivindica el interés de los estudios de nivel intermedio, donde se puede captar mejor el complejo carácter de los sistemas sociotécnicos.

Los siguientes capítulos van aportando reflexiones teóricas y análisis de casos que contribuyen, desde diversas perspectivas, a debilitar aun las versiones más blandas del determinismo tecnológico. Philip Scranton (El indeterminismo y la indeterminación en la historia de la tecnología) rechaza toda concepción determinista de la técnica y propone a los historiadores que se centren en el estudio de las múltiples dimensiones y complejidades coyunturales que inciden en las transformaciones técnicas. Peter C. Perdue (El determinismo tecnológico en las sociedades agrarias) critica la pretensión de explicar el cambio socioeconómico como consecuencia de un único factor tecnológico (la teoría de Marc Bloch y Lynn White sobre la influencia del arado pesado con vertedera sobre la economía medieval del norte de Europa) y aduce estudios sobre el estancamiento tecnológico de la agricultura rusa y china, que sólo se explica por la confluencia de múltiples factores de carácter no sólo económico sino cultural, político, etc. El estudio de Richard W. Bulliet (El determinismo y la tecnología preindustrial) apunta en la misma dirección, poniendo en cuestión la tesis de Heilbroner sobre la influencia de los factores económicos en la configuración tecnológica de la sociedad: existen tecnologías preindustriales que no desarrollaron su potencial económico por causas complejas de tipo social y cultural.

Rosalind Williams (Las dimensiones políticas y feministas del determinismo tecnológico), recuperando ideas de Mumford, considera el determinismo como una ideología (una forma de representar el desarrollo de la técnica), cuyo origen se remonta a las reflexiones sobre el progreso de los ilustrados del XVIII , pero que puede servir para justificar el desarrollo intencionado de sistemas tecnológicos con alto poder de determinación o de «impulso» en el sentido de Hughes, como son las tecnologías nucleares, etc. Termina con un alegato, de inspiración feminista, en el que llama la atención sobre el cambio de escala a la que se plantean hoy los problemas tecnológicos.

El ensayo de Leo Marx (La ideade «tecnología» y el pesimismo posmoderno) reconstruye la génesis del pesimismo posmoderno, en el que descubre un componente fuertemente dependiente de la ideología de determinismo tecnológico. Para los ilustrados, las máquinas y las artes prácticas eran el poderoso motor que podría conducir a la humanidad hacia un ideal de justicia. Pero la sustitución de aquellas técnicas materiales por la abstracción de la tecnología conlleva la sustitución del optimismo tecnológico ilustrado por la ideología tecnocrática. Y de ahí al pesimismo posmoderno sólo hay un paso, fácil de transitar ante la experiencia de la impotencia humana para perseguir los ideales ilustrados, que se experimenta en la crisis de finales de los sesenta.

El libro concluye con un artículo de John M. Standenmayer (Racionalidad frente a contingencia en la historia de la tecnología) que es fundamentalmente un epílogo para historiadores, redactado como un comentario a propósito de los dos enfoques fundamentales en la historia de la tecnología, que han estado subyaciendo a las diversas exposiciones recogidas en el libro, el enfoque internalista (la historia de los artefactos) y el contextualista (la historia de la técnica en su contexto social). Él mismo se ubica en el bando del contextualismo, pero reivindica «la exigencia de la profesión de que los historiadores de la tecnología respeten las restricciones internas de los diseños que nos dicen cómo funcionan las cosas». De hecho todos los historiadores de la tecnología (internalistas y contextualistas) comparten, en su opinión, un compromiso común. «Tratan de abrir las cajas negras, desmitificar la ideología del progreso autónomo que haría que fuera inútil prestarles una gran atención y restablecer la humanidad esencial del proceso de diseño.»

Estoy de acuerdo con este diagnóstico/propuesta final. Pero lo formularía en términos más generales. A la luz de las reflexiones y experiencias que se recogen en este libro, cabría decir que el problema de si el cambio técnico constituye el motor de la historia se está viendo reemplazado por otro mucho más prometedor: el de averiguar cómo funciona de hecho ese supuesto motor de la historia. No sólo los historiadores, sino también los filósofos, los economistas, los sociólogos y los politólogos que se ocupan de la tecnología, deberían prestar más atención a la empresa de construir una teoría integral del cambio técnico en vez de seguir persiguiendo el señuelo de una teoría meramente tecnológica del cambio social.

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