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Un Gibbon de la Edad de Bronce

1177 a. C. El año en que la civilización se derrumbó

Erich H. Cline

Barcelona, Crítica, 2015

Trad. de Cecilia Belza

352 pp. 24,90 €

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Los historiadores de la Edad de Bronce disponen de documentación escrita escasa y muy desequilibrada en relación con el objeto de su estudio. Eso hace que se vean obligados a leer en cosas no escritas y a urdir relatos de suposiciones con mucha más frecuencia que sus colegas especializados en edades más tardías. El abismo que se abre entre el mantenimiento de archivos y la falta de escritura en sociedades coetáneas cuyas relaciones hay que historiar ejerce un atractivo poderoso y da alas a la imaginación.

En 1978, Nancy Sandars publicó Los pueblos del mar, éxito envidiable para cualquier historiador broncista que divulgaba la dramática caída de los imperios egipcio e hitita causada por unos invasores norteños que lo trastornaron todo sin dejar nada escrito. El teórico de la arqueología Colin Renfrew enmarcó el suceso en la entonces prometedora teoría de la catástrofe, detalló la características del colapso de un sistema y demostró ejemplarmente cómo el colapso del sistema palaciano micénico desembocaba de manera ineludible en Homero. El colapso ha sido desde entonces un término predilecto en la especialidad.

El profesor Cline, galardonado en tres ocasiones por la Sociedad Bíblica Arqueológica de Washington como autor del libro más popular de arqueología, publica ahora un atractivo y pormenorizado compendio de relatos en torno al celebrado colapso. La última Edad de Bronce se perfila en un drama de cuatro actos: los tres primeros hacen una descripción impresionista con anécdotas arqueológicas bien narradas del «sistema mundial globalizado y cosmopolita» que se disfrutaba en el área mediterránea entre 1500 y 1200 a. C.; el cuarto acto está dedicado a su oscuro hundimiento, que en lo sucesivo habremos de vincular con el año de 1177 a. C. El argumentario se lee con interés y agrado: Cline es un profesor que sabe hacer amena la clase y un autor que parece sentado a nuestro lado en un agradable restaurante del puerto de Acre mientras nos explica vicisitudes del tráfico marítimo habido en el lugar hace tres mil doscientos años, emite moralejas y comenta la actualidad mundial al hilo de la Edad de Bronce con un sentido común incontestable.

El acto primero representa a egipcios, mesopotamios, anatolios y minoicos intercambiando correos, decoradores, arquitectos y sabrosa información mientras preparan la «Edad de Oro del internacionalismo y la globalización» del siglo XIV a. C., relatada en el segundo acto, donde aprendemos que los egipcios intercambiaban regalos diplomáticos con los babilonios, la historia de la tumba de Tutankhamón, la del busto de Nefertiti y la del ascenso de los hititas a gran potencia. El acto tercero contiene un momento cumbre cuando hititas y egipcios se declaran la paz y suspenden el campeonato por la mayor potencia, porque los hititas tienen que dedicarse a librar la sin par guerra de Troya y los egipcios, por su parte, se ven obligados a vérselas con el no menos singular Éxodo de los hebreos. Cline data ese momento sensacional hacia 1250 a. C. El acto cuarto es el fin devastador de aquella era dorada. El quinto enumera las causas del colapso, que, por lo visto, pudieron ser varias en múltiples combinaciones.

El lector tiene más de una vez la impresión de que se le narran sucesivamente cosas no correlativas para crear un suceso que luego se nombra como si hubiera acaecido. En medio del escamoteo queda el suceso en sí, el Colapso, de cuya esencia empírica no puede por menos de dudar ligeramente, pero es preciso reconocer que se trata de una objeción menor, ya que el libro tiene excelentes relatos arqueológicos y se lee tan a gusto y con tanto provecho como las compilaciones, centones y misceláneas del tipo Jardín de flores curiosas o Silva de varia lección. Además, Cline no polemiza con nadie, si acaso con Robert Drews, pero no mucho, no suelta indirectas ad cathedram contra ningún colega y su bibliografía, incluso dentro del monolingüismo endogámico característico, es generosa y detallada. Los descubrimientos sensacionales que jaspean el relato, sobre todo el de Troya y el Éxodo, se dejan caer de paso y sin alharacas, porque el autor no quiere distraer al lector de su pretensión capital, que se reduce a una fecha, el año 1177 a. C., que se patenta para lo sucesivo. La ambición fechadora no sólo es legítima: es la ambición por excelencia de todo historiador. Las ventajas de este nuevo dígito lanzado al estrellato son considerables: primero, es bonito y fácil; luego, cómodo y útil; y, por último, muy necesario, por lo menos tanto como el hito de la caída del Imperio romano. Podrá alegarse con poca caridad que la diferencia es que el Imperio romano tuvo su Gibbon. Pero también eso es irrelevante: Cline tiene la desenvoltura de postularse como el Gibbon de la Edad de Bronce y por nosotros no debe quedar. Sólo que no estaría mal que tras el dígito colapsante hubiera algo más que un número bonito, siquiera algo como el venerable 1212 de las Navas de Tolosa.

En 1897, Chrestos Tsountas y J. Irving Manatt publicaron en Londres La Edad Micénica, donde patentaron la locución «siglos oscuros» (dark ages) para referirse a la época posterior a la que ellos estudiaban. Desde entonces el tópico de la oscuridad ha sido frecuentado hasta convertirse en el que más ha conformado la historia de esa época que se escribió durante el siglo pasado y, por lo visto, lo que llevamos de este.

Situémonos en el origen del tópico: a finales del siglo XII a. C. desaparecieron dos fuentes escritas: la Lineal B empleada en Grecia, y que tenía sólo objetivo censal, y la cuneiforme del imperio hitita, que además había desarrollado una literatura. No desapareció la escritura ni se desplomó la civilización. Eso sí, la desaparición de dos fuentes archivísticas es una gran pérdida para los historiadores, que pasan de disponer de una información ingente relativa a una época, a quedar literalmente a oscuras respecto a la época siguiente, lo que les lleva a persuadirse de que la gente de entonces también se quedó así, andando al tentón un par de siglos hasta que reaparecieron las fuentes escritas. Los datos de archivo permiten hacer conjeturas ingeniosas con detalles hechiceros: la gente de entonces era sin duda así de fina; en cambio, la falta de datos es oscura: basta mirarla, la gente de entonces debía de andar hecha una calamidad, sin duda era insignificante y más bien pobretona. Así, la oscuridad que debía expresar el estado de la investigación de esos siglos pasa a expresar el estado de esos siglos menos investigados a causa de la oscuridad.

Este libro no sólo parte de ese tópico, sino que lo parasita y es su razón de ser. Puesto que todo quedó a oscuras, registremos una linda fecha para el apagón. El punto débil de la argumentación de Cline es precisamente la mácula de ceguera que presenta hacia la época posterior y que le hace pasar por alto culturas, sociedades, escrituras y rutas comerciales que contradicen no sólo la universalidad del colapso, sino su misma esencia. El caso más llamativo es Chipre. Es asombroso que Cline lo incluya entre los colapsados: la única explicación es que, en su entusiasmo paternal por la fecha, haya descuidado la bibliografía que le demostraría que Chipre precisamente constituye un ejemplo de todo lo contrario. La elite micénica que no pereció en la invasión: huyó en parte a zonas no afectadas y a islas, en especial Chipre, donde no sólo se mantuvo la escritura, sino que surgió una nueva, la Lineal C, que se mantuvo hasta más allá de la adopción del alfabeto fenicio. Esa elite mantuvo y cultivó el hexámetro hasta su nueva eclosión alfabética, cuyo máximo exponente es la Cipríada.

También es chocante el menosprecio mostrado respecto al fenómeno de la infiltración dórica y la pujante (re)colonización griega a partir del siglo XII y comienzos del XI a. C. Los dóricos, desde entonces un componente esencial de la cultura griega que renovaron radicalmente, llegaron en sus rutas comerciales y colonizadoras fuera del Mediterráneo hasta la costa del Atlántico, donde remontaron el río Garona como prueba la presencia de préstamos dóricos en el antiguo aquitano. La remoción de los asentamientos poblados en el interior griego tuvo como consecuencia la emigración de eolios y jónicos a islas del Egeo como Lesbos, Quíos, Samos y, dando un salto más, a la costa anatolia. Esa emigración comenzó en el norte hacia 1100 a. C., y continuó hacia el sur hasta alrededor de 950 a. C. Las ciudades que los colonos fundaron o refundaron, como Éfeso, Colofón o Mileto, junto a las poblaciones en las islas de Samos y Quíos, pronto fueron las más ricas de Grecia. El período que en la jerga arqueológica se conoce como SH III C (final del siglo XII y principios del XI a. C.), con su prosperidad, sus señoríos y residencias, con su añoranza por la clase dirigente belicosa y la época palaciana, así como las imágenes en vasijas de aedos épicos en esas cortes, sugiere que a la época micénica iletrada sin palacios y, en especial, a las cortes principescas reconstruidas, les correspondió un importante papel en el desarrollo de la primitiva épica griega. Esa época pospalaciana no sólo floreció en Chipre y la costa anatolia, sino también en Acaya y otros lugares del Peloponeso, así como en Tesalia, Macedonia y Creta, donde se han excavado toda una serie de poblaciones y necrópolis de esta época. Algunas de esas poblaciones tuvieron hacia 1100 a. C un florecimiento que las convirtió en centros urbanos, aunque sin palacio. Los numerosos y, en parte, suntuosos menajes de enterramiento ofrecen indicios, por su procedencia, de que había contactos suprarregionales con Creta, Chipre, Rodas y Cos, hasta Siria y Egipto. Tampoco las relaciones con Oriente quedaron rotas de manera abrupta y total, aunque el densamente reticulado sistema de la época palaciana ya no existiera. Hubo ciudades como Atenas y Perati en Ática, Grotta en Naxos y Amiclai en Laconia, que siguieron existiendo, y se instalaron una serie de señoríos en Micenas y Tirinto, que habían sido destruidas. A su alrededor había zonas residenciales y se desarrolló un estilo de vida que, con su nostalgia por las formas expresivas de la cultura palaciana, llegó a ser cortesano. Se recuperó la pintura al fresco, volvió la moda de los enterramientos micénicos, y especialmente característica de ese florecimiento tardío fue la cerámica «noble» que servía para demostración del estatus de su dueño.

También es motivo de perplejidad que Cline dé por liquidado en el problemático colapso al imperio asirio, el más literario de cuantos hubo y al que debemos la preservación y promoción del poema de Gilgamés. Una consecuencia de las invasiones características del II milenio a. C. fue el acceso a lengua literaria de lenguas como el elamita, casita, hurrita, hitita, indoario, ugarítico o el urarteo. Pueblos diversísimos desde el punto de vista étnico y lingüístico accedieron al mismo vehículo de expresión, la escritura cuneiforme, no siempre como consecuencia de intercambios culturales amigables. Al principio del II milenio a. C., el acadio, depositario del fabuloso patrimonio cultural sumerio, se abrió paso en dirección al altiplano anatolio, al socaire de las expediciones guerreras que constituían enclaves económicos y políticos fuera de Mesopotamia. Ese proceso expansivo del acadio se acentúa cuando contacta con las nuevas entidades étnico-políticas que surgen de las invasiones. La literatura mesopotámica se convirtió en herencia común, primero a través de su versión a la lengua vernácula a partir del acadio y, más adelante, a partir de las versiones asirias. Notemos que la lengua neohitita se convirtió en literaria después del presunto colapso y, como la lengua luvita y otras, gracias a traducciones parciales de Gilgamés hechas al abrigo de las sucesivas versiones del poema promovidas ahora por los asirios, guerreros despiadados, pero con reyes biblitecarios y arqueólogos, como Assurbanipal, que encontraba su deleite en leer «las artísticas tabletas de Sumer… las piedras anteriores al Diluvio».

En su conclusión, Cline sostiene que «durante la primera Edad de Hierro, los poderosos reinos e imperios de la Edad de Bronce fueron siendo sustituidos, progresivamente, por ciudades-estado de menor tamaño». La simplificación es inquietante, porque las ciudades-estado existieron siempre, de hecho, nunca hubo un imperio mesopotámico, sino una serie de ciudades cada una con su rey, su templo y su panteón divino particular. Bajo la dinastía de Isin, hacia 1850 a. C., se hizo una lista de reyes, el llamado «Catálogo sumérico de reyes», para dar la impresión de que Sumer estuvo gobernado por un solo rey. En esa lista, aparecen reyes coetáneos como si fueran sucesivos y se les asignan edades imposibles. La idealización política no fue una invención decimonónica –la época en que la modernidad descubrió Sumer– sino que data como mínimo de hace cuatro mil años, y coincide con la literaria, puesto que entonces se redactó la versión conocida de la epopeya de Gilgamés.

No hay lugar para un modelo simplista que lleve de una generalidad de imperios a otra de ciudades-estado. A veces, a un imperio le sigue otro. Inmediatamente después del colapso hitita, aparece población de origen balcánico en la zona y, tras un ascenso gradual, surge Frigia, una suerte de imperio austrohúngaro en Anatolia que simpatizó con los griegos y cayó a su vez ante la invasión cimeria.

Eduardo Gil Bera es traductor y escritor. Su último libro es Cuando el mundo era mío (Madrid, Alianza, 2012).

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