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Clase magistral y educación: entre el equívoco y la excusa

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El pasado domingo, 8 de marzo de 2015, uno de los suplementos del diario El País publicaba un artículo del doctor Luis Garicano con un título tan intrigante como equívoco: «¿El fin de la clase magistral?» En el mismo, el ilustre economista alertaba con plena justicia contra la reducción del crucial debate sobre las reformas educativas a simples fórmulas dilemáticas, absurdas por kafkianas: discutir si los grados universitarios serán de tres o cuatro años y si los másteres lo serán de uno o dos. Y ello porque esa reducción simplista dejaría intocada la clave del asunto que, en su autorizada opinión, era muy otra: «¿Cuándo empezaremos a adaptar los contenidos, y (mucho más importante) la forma de estudiarlos y presentarlos, a las necesidades de un mundo conectado, en el que todos los jóvenes disponen de todo el conocimiento [matizaríamos: quizá sería mejor decir aquí “información”]?»

El nervio de la argumentación del doctor Garicano terminaba de manera harto extraña con un vigoroso llamamiento al «abandono de la clase magistral» en la que, supuestamente, «el profesor, desde lo alto de su podio, predica a los ignorantes estudiantes cuya obligación es callar y tomar sus abominables apuntes». Y ello porque «las nuevas tecnologías permiten que los estudiantes tomen su “clase magistral” en su propio tiempo y a su propia velocidad». Todavía más: gracias a esas tecnologías de la información, el estudiante de álgebra o historia griega, de modo autónomo, podría «ver dos, tres o diez veces aquellas cosas que no entienda o puede buscar otros vídeos donde se explique mejor, y puede acelerar los pasajes aburridos, repetitivos o ya conocidos». Y, a continuación, el corolario lógico: de ese modo, «el tiempo en clase se puede usar para aplicar el conocimiento y recibir críticas del profesor, cosas que un estudiante por su cuenta no puede hacer». Y con una feliz conclusión: «uno puede ver la clase magistral en casa y hacer en clase los ejercicios, prácticas, proyectos, etc.»

Con independencia de la valía intrínseca de la llamada de atención del artículo a la hora de debatir sobre el estado de nuestra educación y su futuro mejorable, resulta verdaderamente paradójico que su argumento y conclusión evidencien las mismas carencias simplificadoras sobre las que trataba de alertar. No en vano, el largo excurso contra «la clase magistral» como emblema y síntoma de todos (o casi todos) los males educativos es, sencillamente, una recurrencia de la vieja letanía irreflexiva generada por ciertas corrientes pedagógicas harto discutibles y progresivamente más desautorizadas por la experiencia práctica y la investigación educativa. Y puesto que en el debate académico criticar una posición exige probar y demostrar su pertinencia, nos permitiremos intentar esa labor, a pesar del respeto y admiración que profesamos hacia el criticado.

Para empezar, el texto postula una definición de lo que es la «lección magistral» más que maniquea y creada al efecto para denostar interesadamente de manera crédula. No en vano, en términos históricos, la lectio es, simplemente, una de las cuatro fórmulas educativas ideadas a partir del siglo XII en la Europa medieval para facilitar en la universitas el proceso educativo global, junto con la quaestio, commentatio y disputatio. Es decir, lo que todavía hoy mismo en todas las universidades del mundo (incluida la London School of Economics, donde ejerce su labor el doctor Garicano) se conoce y se practica como lecture, seminar y tutorial. En este sentido, la lección a cargo del maestro era y es un discurso hablado (nunca leído) y no improvisado (requiere trabajo previo) que, a modo de conferencia, exposición pública o disertación oral, pretendía y pretende instruir a los oyentes tanto en el plano informativo (datos y noticias) como en el plano lógico (conocimiento demostrativo). Y cabe subrayar que su sentido y función era (y postulamos: es) parte inexcusable de la educación entendida como proceso humano de enseñanza y aprendizaje de conocimientos o destrezas que siempre ha sido, por definición, una actividad transitiva (unos enseñan y otros aprenden), no conmutativa (ambos papeles están diferenciados), informada (exige materia transmisible y asimilable) y sujeta a normas y procedimientos (porque es un fenómeno intelectual –teórico– tanto como operacional –pragmático–).

Por eso mismo, la ya veterana costumbre de criticar la «lección magistral» por su arcaísmo, anacronismo, supuesto carácter pasivo e inactivo y petulancia jerarquizante (¡palabra de un maestro!), no deja de ser un vergonzante brindis al sol que la eleva a la condición de madre de todos los males de la educación de manera tan irreflexiva como equivocada.

Ante todo, por una razón funcional: si tan pésimos hubieran sido y fueran los resultados de la práctica en las aulas de esas «lecciones magistrales», no habría modo humano de explicar racionalmente su utilización desde hace centurias y con notable fortuna por parte de millones de profesores y alumnos a lo largo de la historia, en los cinco continentes, en todos los niveles y hasta el más inmediato presente. Basta hacerse una pregunta: ¿de veras que ninguno de los críticos ha tenido la fortuna de ver en acción a un maestro disertando en el aula, ya sea en primaria, en secundaria o en la universidad? Y, en segundo orden, porque su reemplazo por otros métodos, técnicas o actividades (decimos reemplazo, no complementación) no ha conseguido mejorar los resultados de aprendizaje de modo significativo y, en muchos casos, los ha empeorado por la simple razón de que no cubren ni atienden a la consecución de ciertos objetivos docentes cruciales (enseñar es siempre una fascinante relación humana directa y, mayormente, hablada).

Además, por si fuera poco, muchas de esas críticas aducidas carecen de fundamento real probatorio e indubitable: ¿quién ha dicho que escuchar una lección magistral medianamente bien hecha suponga en el oyente y receptor una actitud pasiva e inactiva? ¿No demuestran las ciencias de la información que todo receptor de mensajes es un verdadero demiurgo que reinterpreta la información recibida y actúa en consecuencia? ¿Acaso no está demostrado que escuchar una lectura ajena, como hacían y hacen los analfabetos en sociedades preindustriales y subdesarrolladas (y hay miles de millones todavía hoy), implica una intensa actividad intelectual de apropiación de conocimiento nuevo y significativo? ¿Qué diríamos entonces de las metodologías pseudoinnovadoras que promueven, como recomienda el doctor Garicano, el visionado de documentales, con lo que ello supone verdaderamente de pasividad receptora, sin posibilidad de retroalimentación desde el receptor al aparato emisor mecánico y no humano? Y en cuanto al denostado podio o tarima, ¿no sirve para verse mejor unos a otros y hacer más audible las voces con mayor economía de esfuerzo, como en el caso de cualquier tribuna de oradores, del tipo que sea?

En conclusión, cabe decir que la lección magistral no es la fuente de todos los males y resulta un método docente válido para ejecutar la acción educativa al mismo nivel y capacidad que otras fórmulas metodológicas disponibles y utilizables de modo complementario en mayor o menor medida (como, por otra parte, siempre hizo la enseñanza desde tiempos medievales, ya que no clásicos): la enseñanza en grupo o por grupos, en seminarios prácticos, por trabajos individuales supervisados, a partir de estudios de casos, mediante debates o juegos de roles, a través de comentarios de textos, imágenes, mapas o gráficos, asistida por ordenador y a distancia, mediante tutorías individuales, etc.

En todo caso, esas metodologías no necesariamente excluyentes deberían ser siempre activas (porque alienten la participación del alumno: lo que no significa que hablen todos y a la vez); colaborativas (porque favorezcan la participación en dinámicas de grupo); constructivas (porque estimulen el desarrollo posterior o contemporáneo de tareas y actividades de los alumnos: tomar apuntes en forma de esquemas, por ejemplo, no de supuestas actas taquigráficas notariales); y significativas (porque aporten realmente saberes y conocimientos, no mera información, capaces de ser aprovechados por los alumnos en su proceso formativo y no sean pérdidas de tiempo y esfuerzo).

Una última observación: cualquiera puede ver lo que es una «clase magistral» (sin un uso abusivo del término, propio del metalenguaje denostador ya habitual) asistiendo a una conferencia pública del doctor Garicano sobre economía, aquí en España o allá en Londres. Y cuando eso se hace en el aula universitaria de la London School of Economics comprendemos que el mal no está en esa fórmula docente humanamente mejorable, pero no eliminable sin costes apreciables.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura. Sus últimos libros son 1936. Los mitos de la Guerra Civil (Barcelona, Península, 2004), Franco frente a Churchill : España y Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) (Barcelona, Península, 2005), La semilla de la barbarie: antisemitismo y Holocausto (Barcelona, Península, 2009), Don Juan Negrín (Barcelona, Península, 2006), Clío y las aulas (Badajoz, Diputación Provincial, 2013) y El oficio de historiador: estudiar, enseñar, investigar (Madrid, Akal, 2013).

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