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Ciudad de ángeles (III)

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Hace unos años.

Salgo de mi hotel y me dispongo a tomar un taxi para ir a la avenida Yaowarat con la esquina del soi (calle lateral) Texas. Pasan varios de diferentes colores. Uno rosa que va despacio, buscando carga, me mira de arriba abajo y acelera. Mala suerte, no le he gustado. Otro azul para y, cuando le enseño la tarjeta que me han escrito en tai en el hotel, empieza a hacer gestos de confusión y me impide subir, arranca y se da de naja. ¿Habrán escrito una mentada de madre? «No», me aclaran más tarde en recepción, «muchos taxistas están recién llegados del campo y no saben leer. O se niegan a cogerle sin más». Dejo pasar a un taxi verde y amarillo, porque ésos son los peores. Finalmente, en otro rosa, el taxista se aviene a llevarme y me deja subir, en un gesto de gran señor. Habla algo de inglés y cuando le comento lo difícil que es ser aceptado por sus colegas, me lo explica. «Su destino está muy lejos de aquí y, para llegar, hay que cruzar toda la zona central. A estas horas, la circulación está imposible, con unos tapones inigualables. Para llegar a Yaowarat me va a hacer falta una hora, la mayor parte estaré parado. Y, cuando me detengo, el taxímetro corre muy lento. No hago caja. Si quiere evitar que le dejen varado, otro día tome el tren elevado (BTS, popularmente conocido como Skytrain) o el metro (MRT) hasta algún lugar cercano a donde vaya. Una vez allí es el momento de coger un taxi y ya verá que mis colegas no le rehúyen». Me pareció una versión optimista. Por el momento, los taxistas de Bangkok parecen estar contentos con lo que marca el taxímetro, pero ha habido otros en que no lo estaban y entonces sólo te subían si aceptabas pagar un precio superior y convenido antes de que arrancasen. A veces hasta lo pedían por adelantado. Hoy no suele suceder, pero la costumbre de ser ellos quienes decidan quién puede subirse a sus taxis, ésa sigue inalterable.  

Bangkok lleva varios años ocupando el primer puesto entre las mejores diez ciudades del mundo en la lista anual que elabora Travel + Leisure, una de las revistas de viajes de mayor circulación en Estados Unidos. Travel + Leisure envía un cuestionario a sus lectores en el que les pide que puntúen distintas ciudades en una tabla de seis atributos: atracciones, cultura/arte,  restaurantes/comida, gente, compras y calidad/precio. En 2012 Bangkok ganaba otra vez a destinos tan reputados como Nueva York, Hong Kong y París. Hay otras ciudades del ranking que no conozco ni tengo prisa por conocer, como Sidney o Ciudad del Cabo, pero estoy de acuerdo con los lectores de Travel + Leisure. La Ciudad de Ángeles merece su nombre, a pesar de los taxistas. No estoy solo en esta apreciación. Con las últimas cifras conocidas, las de 2010, TAT (Tourism Authority of Thailand), la agencia estatal que se ocupa del turismo en el país, contaba sólo en Bangkok cerca de veintisiete millones de  turistas domésticos y más de once en llegadas internacionales. En 2012, estas últimas habrán subido casi a trece millones.

Curiosamente, la ciudad no puede competir en atracciones turísticas con otras muchas. Una vez visto el Palacio Real con su Templo del Buda Esmeralda (Wat Phra Kaew; lo de esmeralda se refiere a su color verde, no a que esté hecho de esa piedra preciosa; es de jade), no hay mucho más. A la gran avenida comercial de Sukhumvit le ha rilado el tren elevado que la recorre de punta a cabo y, en Silom, la gran área financiera, el tren ha hecho también de las suyas. El panorama cultural tampoco es mejor. Durante años he buscado algún lugar en el que encontrar representaciones de la epopeya nacional, el Ramakien, un mito hindú sacado del Ramayana y aclimatado al gusto tai. En vano. Hubo unos cuantos meses en los que, en un teatro perdido cerca del barrio chino, se representaba parte de ella a cargo de una compañía de baile que se decía patrocinada por la corte, pero los periódicos tenían muy poca información y la que tenían no era muy exacta. Un par de veces tuve la suerte de asistir a una representación, pero sólo una cuarta parte del aforo estaba ocupada y sólo por unos cuantos farangs despistados; ni un solo espectador local. Los turistas suelen conformarse con unos tours de force acrobáticos y unas cuantas bailarinas vestidas al estilo tradicional, por lo general guapas y escasamente profesionales. Son los restaurantes con espectáculo a los que les llevan sus guías y su atención por la función rivaliza con la lucha por hacerse con lo mejor de un buffet poco apetecible.

Entonces, se preguntará el lector, qué diantre tiene Bangkok para gustar a tanta gente que, por cierto, se deja sus buenos dineros allí. Más de diecinueve mil millones de dólares en 2012: un tercio de lo que gastaron los turistas extranjeros en toda España. Entre mis colegas que estudian el turismo hay una respuesta muy extendida, muy políticamente correcta y muy ridícula: el turismo sexual. Según mis cálculos, en la hipótesis más verosímil sobre el número de prostitutas en Tailandia (unas doscientas mil), el comercio sexual habría contribuido alrededor de un 0,7% al PIB tai en 2008. Moraleja: el turismo sexual tiene un papel indudable en la economía del país, pero su peso es poco notable.

Mayor importancia parecen tener las compras. Para los turistas occidentales y para los japoneses, los grandes centros comerciales de Bangkok no son mucho más interesantes que los que pueden encontrar en casa. Pero buena parte del turismo viene de otros países o es local. China se ha convertido ya en el primer cliente de Tailandia por turismo y los visitantes de India y de los países musulmanes son muy numerosos. Todos ellos, occidentales incluidos, encuentran además una excelente calidad por los precios que pagan en hoteles, vida nocturna, espectáculos y, en general, en casi todo lo que gusta a los turistas. Y los servicios suelen ir acompañados de una sonrisa generalmente espontánea.

Vuelvo al principio. La avenida Yaowarat es la espina dorsal del barrio chino (Chinatown) de Bangkok y mi interés por llegarme era apremiante. Había leído en The Wall Street Journal un artículo sobre los mejores restaurantes de Asia y al número uno lo situaba en Bangkok. «Cuando Asia está llenándose de estrellas Michelin», me dije, «es una suerte haberme enterado de esto, aunque sea tarde porque mañana me voy. No salgo de Bangkok sin probarlo». Y me llegué a la dirección sabida: Yaowarat esquina al soi Texas. Los periodistas del diario financiero no se caracterizan por ser unos bromistas y sus lectores son gente muy seria, así que cuando llegué allí a la hora del almuerzo y encontré que en una esquina del soi había un banco y en la otra una joyería caí en una profunda depresión. «Veo visiones», me dije, «será la algarada que están formando mis jugos gástricos. Algo falla. Tiene que estar aquí». Y entré desesperado en la joyería. «¿Ha oído usted alguna vez que haya aquí un restaurante famoso? ¿Dónde lo tienen escondido, en la cueva?». «No, no. La dirección está bien, pero ha venido usted a la hora equivocada. Es un restaurante callejero que sólo abre por las noches cuando nosotros cerramos. Estará ahí fuera luego; en esta misma acera». Ocho horas más tarde, mi taxista, como un gran señor, me depositaba allí en espera de una suculenta propina por el tiempo perdido en los embotellamientos del trayecto. Se la di y los hados me fueron propicios. Espléndidos mariscos a unos precios que daban risa. Una sorpresa típica de esta Ciudad de Ángeles.

Valió la pena tener que aguantar al taxista aquellos aires de gran señor.

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Ficha técnica

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