Buscar

Efecto de realidad

image_pdfCrear PDF de este artículo.

La sombra del actor, la nueva película de Barry Levinson, es la tercera adaptación de una novela de Philip Roth que se estrena en poco más de una década. Como en las anteriores –La mancha humana (Rover Benton, 2003) y Elegía (Isabel Coixet, 2008), ambas a partir de obras tardías del autor–, la historia versa sobre la decadencia física, la pertinacia del deseo, la amenaza de la disminución intelectual y otros heraldos del fin, pero Levinson, con la presencia de Al Pacino, resalta la reflexión tácita de la novela sobre la actuación y, en especial, sobre los roles que interpretamos en la vida. Si el título original, The Humbling (La humillación), da una idea de cómo terminan las cosas, el que se ha adoptado en España no es menos contundente: el protagonista, Simon Axler (Pacino), pronto será una sombra. 

Mientras, es actor; según la novela, nada menos que «el último de los grandes actores clásicos norteamericanos». En la primera escena, sin ir más lejos, lo encontramos en su camerino ensayando ante el espejo el famoso monólogo de Como gustéis, donde se compara el mundo con un teatro. Debería ser un momento de calma, una confirmación de lo conocido, pero la cámara, como inquieta, salta sin parar de la cara a su reflejo en el cristal. «¿Suena auténtico?», se pregunta Simon. Y aunque su inquietud es artística, se relaciona con el tema del propio monólogo: las siete edades del hombre. Es obvio que Simon ha llegado, cuando menos, a la sexta, y se siente un poco como el «viejo bufón enflaquecido» de Shakespeare. Para confirmarlo, sólo hay que ver la cara demacrada de Pacino, o la ropa que parece irle siempre una talla grande. Pero Simon, más que ver, apenas tiene impresiones. Poco después imagina que se queda accidentalmente fuera del teatro y nadie lo reconoce cuando quiere volver a entrar, lo que da lugar a una escena que, por sus visos de pesadilla, recuerda una que vimos hace poco en Birdman, si bien en un registro más oscuro.    

¿Puede una tragedia representarse al filo de la comedia? Levinson y Pacino, que convenció al primero para que adaptara y dirigiera la novela de Roth, parecerían pensar que sí, nunca tanto como cuando Simon, ya en el escenario, recita la parte del monólogo que invoca la séptima edad, «la segunda niñez y el olvido total, sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada», para luego abrirse de brazos y dejarse caer de bruces en el foso de la orquesta: una interpretación bufa de la verdadera catástrofe. Durante una breve paso por el hospital, a Simon le diagnostican un colapso nervioso (pregunta: «¿Parece real el dolor?») y, poco después, lo vemos en un sanatorio, recuperándose con caminatas y conversaciones con un psicólogo (Dylan Baker). También allí conoce a Sybil (Nina Arianda), una mujer que, según le cuenta, creía tener la vida perfecta hasta que descubrió a su marido abusando sexualmente de su hija pequeña. Y lo más increíble: Sybil le pide a Simon que mate al marido, sobre la base de que, en las películas en que hacía de policía, debe de haber aprendido a usar armas.

Si eso les suena a los dislates de una mente extraviada, no andan muy equivocados, pero también se hace eco del tema de las apariencias y lo real, la autenticidad y la impostura, que tanto importuna al actor caído en desgracia. De vuelta en casa, Simon también debe lidiar con su propia falta de discernimiento, aunque al menos sabe que, como le dice a su agente (el siempre fiable Charles Grodin), «tres cuartas partes de lo que hacemos es equivocarnos». La mejor prueba es el romance que inicia con la hija de unos amigos, Pegeen (Greta Gerwig), cuando ella pasa por su casa con un mensaje de sus padres. Pegeen, que enseña teatro en una universidad cercana, es lesbiana, pero ello no le impide recordar el enamoramiento que sentía por Simon de niña y actuar en consecuencia, para la enorme sorpresa y el posterior desasosiego de su ídolo. Más tarde, no sólo reaparece Sybil, con dinero en la mano, reclamando su encargo, sino que a Pegeen vienen a acosarla, primero, su última amante y, después, la mujer con que convivió seis años, que hace poco se ha sometido a un cambio de sexo. Y pensar que a Simon le habían prescrito reposo. 

En todo lo anterior hay una doble lógica, y casi se diría que dos películas superpuestas: una opereta sobre el típico viejo rothiano que no encuentra paz en el mundo; y una meditación pseudoshakespeareana sobre el espanto metafísico que provoca la idea de descansar en paz. No casualmente, las referencias a Como gustéis pronto dan paso a amargos fragmentos de Rey Lear, la obra que Simon decide interpretar en su vuelta a las tablas, como reverdecido por Pegeen. ¿Dónde se cruzan las lógicas? En una especie de humor absurdo, negrísimo, que combina lo terrible con lo desopilante y, entretanto, nos recuerda por qué Rey Lear fue tan esencial para dramaturgos como Samuel Beckett o Harold Pinter. Véase, en este sentido, la escena en que los padres de Pegeen, sentados junto a Simon en la sala de espera de una consulta veterinaria, donde todos coinciden por razones largas de contar, le exigen que deje de frecuentar a su hija en un incesante cacareo, mientras Simon, bajo los efectos de un sedante para caballos, apenas logra balbucear. Parece un borrador de Final de partida.

Cuánto nos conmueva esa mezcla de comedia y cavilaciones dependerá en gran medida de nuestra simpatía por Pacino. Yo suelo no poder con él en su veta intensa, nunca mejor ejemplificada que en Esencia de mujer (1992), donde casi cada frase viene coronada por un enérgico «¡hoo-ha!». Pero la edad, o sencillamente el proyecto, parece haberlo atemperado, y aquí se luce con una de sus mejores interpretaciones en años. Muchos de sus monólogos, parsimoniosos y austeramente vacilantes, no sólo son cautivadores, sino que remiten el registro clásico del que Pacino hacía gala en su documental sobre Shakespeare, Looking for Richard (1996). Mis dudas pasan, más bien, por el elenco femenino, con la brillante excepción de Dianne Wiest. En particular, Gerwig, que es tan convincente en papeles incómodos pero amables, como los que le tocaron en Frances Ha (2012) o Greenberg (2010), difícilmente sea la mejor actriz para interpretar a un mal bicho como Pegeen, que sólo causa desolación sentimental a su paso. Y Nina Arianda, que es perfectamente capaz de interpretar eso y mucho más, se ve reducida a simple desquiciada. Un intercambio de papeles hubiera sido ideal, pero el peso específico de la fama hace que el de protagonista le corresponda a la actriz más conocida. Y, de momento, Arianda es la menos familiar para el espectador. De momento. Algo me dice que oiremos hablar muchísimo de ella el año que viene, cuando se estrene como protagonista de un biopic sobre Janis Joplin.

Hay también un artista en el centro de Sexo fácil, películas tristes, un título algo desconcertante, por no decir tramposo, si se tiene en cuenta que la película no es especialmente triste, ni es tan fácil en ella el sexo. Pero la trampa sin duda se vincula con la voluntad del director y guionista, Alejo Flah, de invertir los postulados de la comedia romántica, un género en el que la dificultad inicial de llegar al buen sexo (o al amor) redunda en la felicidad final del espectador. Toda la película es un juego metaficcional con ese género, hasta el punto de que en su eje central se sitúa el personaje de un guionista, Pablo Diuk (Ernesto Alterio), que está escribiendo una comedia romántica. Entrando de lleno en ese juego de dobleces, la primera escena muestra el inminente reencuentro de dos enamorados, al tiempo que Pablo, en una resignada voz en off, nos informa de que esos finales son lo más fácil de escribir. Algo, sin embargo, no encaja. Pablo habla con acento argentino, y la escena transcurre en Madrid. Si lo segundo es imaginación del primero, ¿por qué imagina tan lejos?   

La respuesta viene también en dos niveles: Sexo fácil, películas tristes es una coproducción argentino-española y, como tal, debe transcurrir en los dos países. Pero, también en la ficción, Pablo está escribiendo un guión para una productora argentino-española, aprovechando los largos años que vivió en Madrid («conozco el lugar, sé cómo habla la gente», le dice al productor). Y si a cualquiera de ustedes, como a mí, este tipo de puesta en abismo le suscita dolor de cabeza, la solución es simple: dejarse llevar por las tramas paralelas, otro de los componentes imprescindibles de cualquier comedia romántica. No cabe duda de que muchos paralelismos están bien llevados, aunque quizá sería más exacto hablar de contrastes o contrapuntos. En Madrid transcurre la parte genérica y con final feliz, mientras que, en Buenos Aires, las dificultades de la vida real ejercen una presión constante sobre los personajes. Aquí, la parejita, interpretada por los luminosos Marta Etura y Quim Gutiérrez, es guapa, tiene empleos estupendos y vive en pisos como salones de baile; allá Pablo tarda en cobrar y conduce un coche de los años noventa.

Cuánto dice todo ello sobre los géneros cinematográficos, o sobre la relación entre la realidad y la ficción, es otro tema. Sobre lo segundo, hay detalles inteligentes acerca de cómo el guionista emplea elementos de su vida en la película que está escribiendo. Y, si ninguno es más revelador que los que se muestran en un drama como Tercera persona (2014), no importa: al menos tienen la virtud de ser ligeros y estar presentados con sutileza. En esa tesitura, la parte de Buenos Aires, interpretada con atractiva melancolía por Alterio, plasma una historia muy bien concebida sobre un matrimonio que se viene abajo y un cuarentón que debe rearmarse. Si hay un problema, está en la sección de la comedia romántica. No es sólo que avance a fuerza de tópicos: es que los tópicos están arrebatados de Cuando Harry encontró a Sally (1989), desde el reencuentro a fin de año hasta el discurso final del enamorado, pasando por el taxi que cogen los dos amigos de la pareja. Ante semejante grado de desfalco, sólo puede hablarse de homenaje, pero no hay aquí una sola escena comparable a la conversación sobre el divorcio que sostenían Billy Crystal y Bruno Kirby durante un partido de béisbol, o al famoso orgasmo fingido de Meg Ryan. En otras palabras, Flah no es Nora Ephron.

Pero tampoco tiene por qué serlo. En sus mejores momentos, como la escena en que Pablo se reencuentra con una ex, o durante la visita a su excesivo productor en una unidad coronaria, esta película me recordó, de hecho, al talento de su director para seguir pacientemente las trayectorias algo erráticas de sus personajes hasta que se produce un encuentro significativo. Es un talento que se veía con claridad en la miniserie Vientos de agua, otra producción argentino-española que Flah dirigió hace casi una década, quizá con un punto de sentimentalismo, pero bastante más realidad. «Yo no quiero que las películas se parezcan a la vida, al menos por ahora», dice al final Pablo. ¿Cabe pedirle a su creador que no le haga caso?

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

7 '
0

Compartir

También de interés.

El cuarto poder

El columnista de un gran periódico a veces no se diferencia mucho de un…