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Ciencia y poesía: Roald Hoffmann

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Hace unos meses me referí a cómo Clara Janés, una de nuestras poetas más reconocidas, encontraba su inspiración en los más recónditos arcanos de la Física moderna. Hoy quiero traer a estas páginas a Roald Hoffmann, premio Nobel de Química que ha logrado encontrar un sitio entre los poetas norteamericanos. Lo haré apelando a una descripción previa de la que yo considero una de las aventuras más emocionantes de mi vida, una experiencia que se desarrolló a partir de un improbable e-mail. Eso tengo que agradecer a los avances de la electrónica.

«Las escuelas y los aeropuertos estaban cerrados, y los supermercados se habían vaciado ante lo que se vaticinaba como la mayor nevada de los últimos cincuenta años. No había tráfico, apenas pasaban algunos taxis con cadenas, pero todos iban llenos. La nieve empezaba a desbordar los protectores de goma que cubrían nuestros zapatos cuando Roald y yo fuimos al fin rescatados. Nos dirigimos a la parte alta de Broadway en busca de su madre para llevarla al fisioterapeuta. Una vez a bordo, Roald y su madre empezaron a hablar en ruso con el taxista y yo tuve la sensación de haber presenciado esa escena con anterioridad. Enseguida recordé un poema autobiográfico de Roald que había leído el día anterior mientras volaba de Madrid a Nueva York: una mujer exhausta lleva a un niño sobre los hombros, huye por la estepa de las tropas alemanas, después de pasar quince meses escondida en un ático, y encuentra cobijo en un camión lleno de soldados rusos («June 1944», en Gaps and Verges, Gainesville, University Press of Florida, 1990). La presencia física de aquella vivaz, aunque ya frágil, nonagenaria en nada desmentía la de la valerosa joven madre de los poemas, superviviente de dos guerras mundiales

«Yo había traducido una decena de poemas de su libro Memory Effects (Chicago, Calhoun Press, 1999), prestado por un científico amigo, y había tenido la osadía de enviarle las traducciones por e-mail. Me contestó en el día con una larga carta en la que anunciaba el envío de su obra poética completa –tres libros publicados y dos en manuscrito– y sugería que nos conociéramos en un próximo viaje mío a Nueva York. Dio la casualidad de que tres semanas más tarde yo tenía una reunión en la Universidad de Columbia, donde él pasaba un semestre sabático. Por culpa de la nieve, llegué con dificultades al destartalado despacho que ocupaba temporalmente en el departamento de Química y, sin más dilaciones, entablamos una fluida conversación. Los libros enviados por su secretaria habían llegado justo antes de emprender viaje y los había venido leyendo, uno tras otro, mientras volábamos sobre el Atlántico. En ellos, jirón a jirón, aparecen nítidas la personalidad y la historia de Roald, por lo que, al encontrarme con él, tuve la sensación de que lo conocía de antiguo».

La de Roald es una vida llena de aventura: a los doce años llegó a Estados Unidos procedente de un campo de expatriados, a los veintisiete hizo la aportación a la Química que habría de valerle el premio Nobel de 1981, a los cuarenta saltó a la poesía, a los cincuenta al ensayo filosófico y a los sesenta se lanzó a escribir teatro. Su obra de teatro Oxygen, escrita en colaboración con el también químico Carl Djerassi, se ha representado repetidas veces en tres continentes. Una versión española se publicó por la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica y ha sido representada en Valencia. Creo que también ha habido una representación catalana.

En nuestro primer encuentro surgió la idea de publicar una antología bilingüe de su obra poética que incluiría un buen número de poemas traducidos por mí, junto a otros que ya habían sido traducidos, y que edité en 2001 bajo el título de Catalista (Huerga & Fierro). Traduciendo a Hoffman sufrí dos tipos de fuerte presión. Su personalísimo lenguaje poético es ciertamente difícil de transcribir a nuestro idioma y, por otro lado, la pulsión perfeccionista de Roald se proyectaba sobre el traductor. Cuando le enviaba los borradores, los hacía circular por diversas personas, incluida la traductora al inglés de Rayuela, la novela de Cortázar, quien me sacó los colores en más de una ocasión.

En sus ensayos, Hoffmann desarrolla, entre otras ideas, la de que, en contra del sentir general, lo sublime tiene tanta cabida en la Ciencia como en el Arte: «¿Por qué no aceptar aquel punto en el que uno conoce realmente algo que es profundo y universal? ¿Por qué (como científicos) no hacer las paces con lo sublime?» Le he oído en más de una ocasión decir que «Los químicos te dirán que yo soy bueno en ingeniar explicaciones verbales y en extraer sentido a partir de cálculos toscos». Roald admite que una parte esencial de su éxito como científico se debe a su capacidad de expresión. La comunicación es un elemento esencial del proceso científico; la palabra es tan protagonista en la aportación científica como en el poema.

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