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Ciencia y mística: Barbara McClintock (1902-1992)

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Una nueva idea científica se gesta a menudo a partir de un acto creativo libérrimo que, en principio, no es muy distinto al de creación artística. Luego, naturalmente, la idea científica debe ser contrastada. En contadas ocasiones, ese acto creativo tiene tintes místicos. Mis místicos favoritos en el mundo de la Ciencia son la genética Barbara McClintock y el matemático Srinivasa Ramanujan. Hoy traigo a la primera a mi galería de daguerrotipos. Sobre ella ya escribí hace más de tres lustros lo que a continuación abrevio.

Barbara quería ser invisible –un globo ocular, en la expresión poética de Emerson– y casi lo consiguió. Tuvo que inventarse desde su forma de vestir para los experimentos de campo como su peculiar corte de pelo. Como al parecer también ocurrió con Mendel, siempre pretendió olvidar cualquier noción de género y establecer con sus semejantes, hombres y mujeres, unas relaciones intelectuales puras e intensas. La soledad fue para ella un paraíso elegido.

En 1919 fue admitida oficiosamente en el Departamento de Genética de la Universidad de Cornell, ya que no estaba previsto que pudiera incorporarse a él una mujer, a pesar de que dicha universidad había sido fundada precisamente para la educación de las mujeres, lo que exclusivamente significaba que podían acceder al Departamento de Economía Doméstica. Entró como pinche de laboratorio de un profesor que llevaba dos años intentando teñir los cromosomas del maíz y ella logró resolverlo en tres días, lo que inmediatamente se tradujo en que perdió el empleo. Sin embargo, esta corta aventura le llevó a descubrir el mundo en que viviría el resto de sus días: el interior de la célula, entre los cromosomas. La de McClintock fue una aventura celular.

En las repetidas ocasiones en que consiguió ver de golpe lo que escapó a otros durante años, esta mujer pequeña, ágil y vivaz dio a entender que todo consiste en descender por el tubo del microscopio, atravesar la pared y las membranas celulares e instalarse en el núcleo de la célula con los ojos bien abiertos. Su amigo George W. Beadle, quien con Edward L. Tatum recibió el premio Nobel por establecer la relación un gen/una enzima, la invitó a California para ver si resolvía el problema de cómo era la meiosis en el hongo Neurospora, y en menos de una semana lo dilucidó. Cuando un asombrado Beadle le preguntó cómo lo había conseguido, vino a contestarle que simplemente se sentó en un banco del campus, se imaginó en el interior del núcleo y lo vio todo claro.

La excentricidad de su carácter, lo oscuro de su lenguaje y lo avanzado de sus propuestas hizo que fuera altamente apreciada por una minoría selecta e ignorada por la mayoría de sus colegas. Intentaba levitar en playas solitarias, imitaba las prácticas de ciertos monjes tibetanos, saliendo envuelta en una manta mojada en pleno invierno, o entraba en su despacho trepando por la fachada; era también capaz de echar de su laboratorio al premio Nobel, Joshua Lederberg, por arrogante, y de escuchar con atención y respeto el seminario de una joven investigadora española.

Perdió su primer puesto de profesora en Missouri por la hostilidad con que ciertos colegas se tomaban sus rarezas, pero estando aún desempleada fue elegida presidenta de la Sociedad Estadounidense de Genética y miembro de la Academia de Ciencias, dos reconocimientos esencialmente vedados a las mujeres. Gracias a las gestiones de algunos distinguidos genéticos, con cuyo respeto siempre contó, consiguió un puesto financiado por la Carnegie Institution en los laboratorios de Cold Spring Harbor, un lugar para la celebración de reuniones y cursos durante el verano que luego quedaba desierto. Allí viviría el resto de su vida.

Hizo al menos media decena de contribuciones importantes al conocimiento genético: las translocaciones recíprocas en el maíz (con Charles Burnham, 1930), la correspondencia física del sobrecruzamiento cromosómico y la recombinación génica (1931), las inversiones cromosómicas paracéntricas (1933), el organizador nucleolar (1934), la meiosis de Neurospora (1944) y, finalmente, el descubrimiento de los transposones, contribución cuya relevancia pasó inadvertida durante décadas, hasta que finalmente le valió el premio Nobel de Medicina a los ochenta y un años. A esa edad, alguien que en su juventud había tardado media hora en entregar un examen porque no recordaba su propio nombre, lo oyó pronunciar de forma solemne por el mismísimo rey de Suecia.

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