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China y sus amigos

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Desde hace algún tiempo, aún singularmente precario, los occidentales hemos ido asimilando una idea más cabal de la importancia histórica de China. La suya es una de las culturas más antiguas del mundo; bajo diversas dinastías, fue un gran imperio que dominaba a los países cercanos; sin su aportación no serían tal y como lo son hoy las culturas de Japón, Corea o Vietnam, ya sea en arquitectura o en caligrafía, ya en literatura o en artes plásticas; sus avances tecnológicos eran deslumbrantes y no tuvieron rival durante siglos; si se toma como punto de comparación la misma época histórica, muchas ciudades chinas florecieron más y mejor que los París, Venecia, Londres o Berlín de entonces. Luego, durante el siglo XIX, la considerable ventaja china se deshizo en un santiamén. Comenzó una época de decadencia militar, económica y tecnológica, y hasta pudo pensarse en algunos momentos que el antiguo imperio del centro iba a ser desmembrado y acabaría por desaparecer. Finalmente, el 1 de octubre de 1949, los comunistas inauguraron una nueva época, que llaman la Nueva China, durante la cual el país se ha recompuesto económica y militarmente y aspira también a ser la gran potencia del siglo XXI.

Por más que, en casos como el mío, a nuestras experiencias las desmoche la ignorancia de su lengua –uno experimenta en China la insondable impotencia del analfabeto cuando, sólo en una de sus ciudades, no puede descifrar el titular de un diario o saber a qué se dedica la tienda de allá enfrente–, quienes hemos tenido la fortuna de pasar largas temporadas en el país no podemos dejar de apreciar sus logros en los últimos treinta años ni su espléndida historia anterior. Si, además, hemos pateado la tierra en compañía de amigos chinos que nos hayan explicado muchos arcanos aspectos de su cultura, no es de extrañar que, a nuestra vez, nos hayamos convertido en admiradores y amigos de China.

Pero amigo de China se es de muy diversas maneras. La primera, ser amigo político de los comunistas locales. Edgar Snow, un periodista estadounidense, fue de los primeros en acercarse en 1936 a Yan’an, una localidad al norte de la provincia de Shaanxi en la que Mao había establecido su capital tras la Larga Marcha. Hasta el fin de sus días, Snow sería un infatigable defensor de la China comunista y de Mao Zedong. «El Diario del Pueblo –recordaba con orgullo– me describió […] como “amigo americano”» (La larga revolución, Madrid, Alianza, 1974). Otro entusiasta, más reciente, es Martin Jacques. Haber sido durante catorce años (1977-1991) el director de Marxism Today, la revista teórica del Partido Comunista británico, hasta que se hundió a la par que el imperio soviético, no parece una buena credencial para la profecía. Pero, dice, «China está destinada a convertirse en uno de los dos grandes poderes globales y, al cabo, en el mayor poder global» (When China Rules the World. The End of the Western World and the Birth of a New Global Order, Nueva York, Penguin, 2009). Global Times, el portavoz en inglés del Diario del Pueblo, lo saludaba hace poco como a uno de los grandes intelectuales europeos. Medallas como esas no se ganan así como así.

Pero, más allá de los fervorines que puedan encender entre la prensa china, siempre estrechamente vigilada, amigos como estos sólo ayudan a mantener las simpatías de la parroquia de siempre. Son otros los que a Pekín le interesan. Amigos de China, así, a secas, que no sean correligionarios, ni tampoco rendidos admiradores suyos, sino escritores y periodistas independientes, aunque, a veces, se muestren muy críticos con su gobierno. Con que reconozcan sin reservas los cambios para mejor que el país ha conocido en los últimos años y ponderen la inteligencia de sus dirigentes a Pekín le basta. Posiblemente, el más puntero sea Tom Friedman, uno de los columnistas estrella de The New York Times. Friedman no se entusiasma con las virtudes políticas del régimen de Pekín, pero tampoco se resiste a comparar su eficacia reformista con la parálisis del gobierno estadounidense. En 2009 tuvo una salida de pie de banco: «La autocracia de un partido único tiene fallos indiscutibles. Pero cuando a ese partido lo dirige un grupo de gentes razonablemente ilustradas, como sucede hoy en China, también puede tener grandes ventajas». Ojalá Estados Unidos fuera China por un día, largaba algo después en un programa de televisión.

John Mickelthwait es el director de The Economist y, junto con Adrian Wooldridge, otro de sus colegas, ha escrito varios libros sobre asuntos globales. El que les ocupa en el último (The Fourth Revolution. The Global Race to Reinvent the State, Nueva York, Penguin, 2014) es la reforma del Estado. «Desde los tiempos de Thomas Hobbes, el Oeste ha sido el único protagonista a la hora de inventar ideas políticas. Ahora tiene un rival, una forma diferente de hacer las cosas que muchos occidentales asocian con la poderosa China, pero cuyo modelo más avanzado es el pequeño Singapur […]. Dicho francamente, no creemos que sea la fórmula ideal para avanzar. Pero el resto del mundo puede aprender mucho de la alternativa asiática» (p. 134). La observación no deja de ser una contradicción llamativa –¿qué hay que aprender de esa fórmula reconocidamente no ideal?– en poco más de dos frases. Hace tiempo, el hoy ministro mentor de la isla, Lee Kwan Yew, se metía en todo y hasta invitaba a sus conciudadanos a sonreír o les recriminaba por comer chicle. Los dirigentes de China, por su parte, tomaban buena nota de ese modelo de democracia. En el fondo de su corazón, a ellos les gustaría ser Singapur. Pero lo que cuenta no es eso: la aprobación melindrosa de los autores del libro, que suele repetirse a menudo en el semanario británico cuando trata de China, reconforta a Pekín.

En España, las cosas de Oriente interesan poco y los medios no acostumbran a ocuparse de ellas. A veces, sin embargo, surge la sorpresa. Hace unos días, El País publicaba un trabajo de Macarena Vidal Liy y Xavier Fontdeglória («China se abre a una nueva era económica»), pero la esperanza de que se apartase siquiera un milímetro del ritual se veía frustrada al punto. Según los autores, China tiene que hacer reformas inaplazables en su economía porque el modelo que ha sacado a cuatrocientos millones de personas de la pobreza da señales inequívocas de agotamiento. Es absolutamente cierto.

Un inciso. Cuatrocientos millones de pobres menos son un montón de gente, pero si a uno se le antoja saber qué modelo fue el causante del milagro, tendrá que conformarse con que los autores invoquen al «reformista Deng Xiaoping, [que] se [fue] alejando gradualmente de las premisas comunistas de Mao Zedong». ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre? Deng hablaba de socialismo con rasgos chinos y, aunque así sigan llamándolo sus sucesores, lo cierto es que en China, como en tantos otros lugares, lo que ha sacado a millones de personas de la miseria ha sido la adopción del mercado como mecanismo de asignación de recursos. Es decir, el capitalismo, un capitalismo sucio e hiperintervenido, sí, pero en el que las comunas han desaparecido y los planes quinquenales no obligan a la mayoría de las empresas. Ni los de López Rodó.

¿Qué reformas necesita la economía china? Según los autores, evitar el crecimiento por el crecimiento, una fórmula tan afable como vacua. En realidad, la economía puede seguir creciendo y en que lo haga coinciden los intereses del neomandarinato con los de la mayoría de los chinos. El problema es otro: salir de un modelo en el que el consumo privado sólo representa un 35% de la renta nacional; es decir, reducir el ahorro y la inversión pública en construcción, en infraestructuras innecesarias y en proyectos faraónicos que, además, son una tierra fértil para la corrupción; en corto, dejar muchas más decisiones en manos de las empresas y de los consumidores. Lamentablemente, ese nuevo modelo no depende sólo de las buenas intenciones. De poco sirve hablar sobre los deseos reformistas del nuevo equipo dirigente. Tal vez hasta sean sinceros, pero de momento el Gobierno no ha dado ningún paso serio hacia delante. En los últimos meses las exportaciones han vuelto a aumentar, lo que no significa sino que en China no hay suficientes consumidores. La habilidad preternatural que se supone a sus gobernantes para tomar las medidas adecuadas en cada momento está aún pendiente de comprobación.

Hay una tercera forma de ser amigo, no de los comunistas chinos, ni de China en abstracto, sino de algunos chinos y chinas. Por ejemplo, pidiendo la libertad para Liu Xiaobo, para Gao Zhisheng y para los muchos disidentes que Xi está encarcelando a mansalva; ayudando a los amigos cercanos a buscar fórmulas para saltar por encima de la Gran Muralla digital; o hablar en serio con ellos de los problemas de la economía y la política chinas.

Me temo que no sea este último el tipo de amistad que gusta en Pekín.

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Ficha técnica

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