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Cataluña (y II)

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Por más que propendamos a simplificarlo por razones políticas, el nacionalismo es un asunto de una endiablada complejidad, por causas que la teoría puede ayudarnos a iluminar. Esta tarea de ilustración bien puede traducirse en una mayor clarividencia política, pero está por ver que así sea: cuanto mayor es el número de matices, menor es la atención de los fanáticos que no contemplan la posibilidad de poner en cuestión sus propias convicciones. Ahora bien, nos equivocaríamos si pensáramos que son siempre los demás quienes se equivocan y nosotros los que acertamos sin remedio; ni siquiera en relación con aquellos asuntos que parecen, a primera vista, claros como el agua. Igual que suele ésta arrastrar impurezas por efecto de la corriente, también la línea argumental de los que creemos estar del lado bueno de la historia puede ir acumulando desaciertos o rigideces sobre los que conviene llamar la atención.

Dicho esto, el debate en torno al problema nacionalista se ve complicado suplementariamente por la coexistencia de distintos planos argumentativos; no es, en modo alguno, una situación ideal de habla donde las mejores razones se impongan a los interlocutores con el brillo cegador de la verdad. Para empezar, como se señaló ya en la entrada anterior, porque la justificación del nacionalismo se confunde a veces con su explicación; para continuar, porque son cosas distintas la demanda de independencia, el proceso de construcción de la mayoría social que permite demandar la independencia y, decisivamente, el proceso democrático que puede otorgar –o no– legitimidad y garantías a una hipotética pregunta por la independencia. Por resumir, en el caso catalán, una cosa es la existencia de una voluntad de autogobierno manifestada de manera constante a lo largo de la historia por una parte de la población y otra el modo en que partidos y movimientos nacionalistas han logrado activar el deseo de secesión en las últimas décadas; aún otra diferente es el respeto a las garantías democráticas que cualquier proceso de esa naturaleza demandaría. En consecuencia, es perfectamente posible estudiar la historia del nacionalismo catalán, tratar de comprender su génesis y desarrollo con herramientas conceptuales y un propósito epistémico, mientras que, al tiempo, uno se opone políticamente a conceder validez a un proceso que no cumple las garantías democráticas exigibles en una democracia constitucional. Distingamos, pues.

Nuestra premisa de partida no era otra que la posible insuficiencia de la teoría del adoctrinamiento para explicar la intensificación del sentimiento independentista, sin que esa sospecha sirviera tampoco para descartar la importancia indudable que tienen los procesos de socialización e influencia sobre las preferencias de los ciudadanos. Máxime en contextos donde un gobierno ejerce en la práctica como un Estado nacionalizador que emplea los instrumentos del poder político para convertir los sentimientos de pertenencia en sentimientos de ruptura, simplificando identidades complejas cuya mutua exclusión sólo es sentida cuando es subrayada desde fuera. Naturalmente, uno no se encontrará nunca a un nacionalista que afirme que sus sentimientos son un producto del adoctrinamiento: todos se ven a sí mismos como genuinos creadores de su propio sentimiento nacional. Pero, dejando esto a un lado, avancemos en el argumento adelantado la semana pasada. Y hagámoslo con la ayuda de Bernard Yack, pensador norteamericano cuyo libro sobre el tema, publicado hace tres años, tiene el mérito de cuestionar tanto la idea cultural de nación como su versión cívica o liberalBernard Yack, Nationalism and the Moral Psychology of Community, Chicago, The University of Chicago Press, 2012..

Se apuntaba aquí que la contraposición entre ambas es una de las muchas formulaciones que sitúan en lados distintos de una línea divisoria conceptual dos formas distintas de entender la nación: una que la concibe como una asociación voluntaria típicamente moderna, y otra que remite a la idea romántica de vinculación hereditaria. Una contraposición que se expresa también mediante las parejas ethnos/demos, nación cultural/nación política, Alemania/Francia, Oriente/Occidente. Entre otros, Walker Connor ha subrayado el atractivo de la relación de carácter étnico, definiendo la nación como

un grupo de personas que se sienten relacionadas ancestralmente. Es el grupo más amplio que puede demandar lealtad individual debido a vínculos de parentesco; es, desde esta perspectiva, la familia extendida completa [la cursiva es mía]Walker Connor, «A Nation Is a Nation, Is a State, Is an Ethnic Group, Is an …», en John Hutchinson y Anthony D. Smith (eds.), Nationalism, Nueva York, Oxford University Press, 1994, p. 36..

Para Connor, la esencia intangible de la nación sería un vínculo psicológico que une a sus miembros y los diferencia de otros: la nación como sensación de consanguinidad y como estado mental. Es evidente para él mismo que se trata de conceptos oscuros y esquivos, pero no por ello irrelevantes: si un número suficiente de personas se siente irrevocablemente unida entre sí por esta razón primordial, habrá ahí un embrión de nación cultural. Benedict Anderson himself, partidario de explicar el surgimiento de la nación como subproducto de la modernidad y responsable de su célebre definición como «comunidad imaginada», apunta que la dimensión comunitaria se debe a que la nación siempre es concebida «como una forma profunda y horizontal de camaradería [comradeshipBenedict Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, Londres, Verso, 1991, p. 7.. Es una comunidad intergeneracional para cuyos miembros la contingencia del nacimiento –haber venido al mundo en un lugar u otro– es un hecho ontológico fundamental, una circunstancia prepolítica con plenas consecuencias políticas.

Obsérvese que la historia y la lengua comunes no son suficientes: los españoles que combatían en bandos contrarios de la Guerra Civil no se imaginaban como miembros de la misma nación. Para que ésta, aunque sea solamente en sentido cultural, exista, es preciso un relato que consiga hacer sentir a un número suficiente de personas como miembros de la misma, sobre la base de una caracterización de la nación propia que escoge ciertos rasgos y deja fuera otros. Y esto vale tanto para la nación cultural sin Estado como para la nación cívica que lo posee. Aunque no son, como veremos, lo mismo.

Bernard Yack arranca de la perplejidad que le produce el florecimiento del nacionalismo en un mundo moderno que se suponía asociado al debilitamiento de las lealtades heredadas y al reforzamiento de las asociaciones voluntarias de individuos como base para la organización política. Su tesis es que quizá nos hemos equivocado al identificar la vida moderna con el triunfo de los acuerdos individuales, descartando demasiado rápido el peso de la identidad ligada a las contingencias. Sobre todo, a la vista de una monumental paradoja: a saber, que la era del individualismo liberal es también la era del nacionalismo. La consagración de los derechos y la autonomía individuales parece conectada, de alguna manera, a la difusión de esa nueva y poderosa expresión de lealtad comunal que es la nación. Se produce aquí, históricamente, un extraño juego entre particularismo y universalismo que Salvador Giner ha puesto de manifiesto. Aun cuando el nacimiento de la modernidad está ligado a un movimiento universal hacia la prosperidad y la libertad política, ese movimiento posee un componente nacional que es, por definición, particularista. Y, en la medida en que habla de un nosotros, es también colectivistaEn su introducción al libro de Montserrat Guibernau, Los nacionalismos, Barcelona, Ariel, 1996, p. 3.. De ahí que la relación entre la nación política (asentada sobre los derechos y las libertades constitucionales otorgados por el Estado, cuyo fundamento cultural y sentimental queda más bien implícito, siendo su metáfora la asociación electiva) y la nación cultural (asentada sobre la identidad cultural y las emociones de adhesión, siendo este fundamento explícito y su metáfora la pertenencia familiar no electiva) sea por definición tensa, a fuer de compleja.

No hay que perder de vista un hecho político decisivo en la constitución de nuestras modernas democracias, como es el surgimiento del concepto de soberanía popular. Este desplaza a sus rivales como fundamento de la legitimidad del Estado a partir del siglo XVIII, proporcionando al hacerlo el catalizador que transforma el viejo fenómeno de la lealtad nacional en la poderosa fuerza social que es el nacionalismo. Habermas explica el subsiguiente cambio de significado del término nación señalando que pasa de ser una entidad prepolítica a convertirse en una entidad que está llamada a desempeñar un papel constitutivo en la definición de la identidad política del ciudadano dentro de una comunidad democráticaJürgen Habermas, «Citizenship and National Identity. Some Reflections on the Future of Europe», en Ronald Beiner (ed.), Theorizing Citizenship, Albany, SUNY Press, 1995, pp. 255-281.. Y lo haría, en principio, tanto dentro de las naciones cívicas como dentro de las naciones étnicas.

Para Yack, sin embargo, es un error pensar que las naciones deban ser una cosa o la otra: bien una nación cívica liberal donde la contingencia del nacimiento no desempeña un papel destacado, bien una nación étnica donde esa contingencia es transformada en destino cultural de los sujetos nacidos en ella. Seguramente sean, en medida variable, las dos cosas a la vez. Y dado que la cualidad mítica de la nación cultural ha sido demostrada ya sobradamente, Yack se esfuerza por explicar por qué la nación cívica liberal también es un mito. A su juicio, explicar la comunidad política como el resultado de una asociación voluntaria de individuos que expresa intereses y principios compartidos es una forma de utopismo: un utopismo ilustrado en lugar de romántico. Para empezar, porque la historia demuestra que las naciones liberales de hoy no empezaron siendo tan virtuosas, sino que se convirtieron en naciones cívicas tras emerger a partir de un relato nacional lleno de componentes étnicos. Asimismo, la fundamentación cívica nos proporcionaría una falsa descripción de las comunidades liberales, porque todas ellas poseen una identidad asociada a relatos nacionales particulares: no hay nación sin relato nacional. Hay, claro, unos relatos mejores que otros: más democráticos, más inclusivos, más pluralistas. Pero relatos tenemos todos. Porque no hay Estado que no se sirva de las herramientas culturales y los símbolos para organizar, ejercitar y comunicar la autoridad política. ¿Cómo distinguir, entonces, entre el apego racional a los principios y la adhesión emocional a la cultura heredada? Es a la luz de estas ideas como puede entenderse el reproche que hace el nacionalista catalán a sus críticos españoles, a los que acusa de ser nacionalistas españoles disfrazados de liberales cosmopolitas: ven un choque entre dos nacionalismos idénticos, no un conflicto entre la razón y la emoción. Dice Yack al respecto algo que aplaudirían muchos de esos críticos:

Soy muy escéptico sobre esa forma de caracterizar la diferencia entre el nacionalismo cívico y el nacionalismo étnico. Cuando la forma racional, voluntaria y correcta de hacer las cosas resulta ser la nuestra, y el modo emocional, heredado e incorrecto de hacerlas resulta ser suyo, deberíamos proceder con mucha cautela.

Pudiera ser, entonces, que la distinción entre los nacionalismos cívico y étnico sea prescriptiva antes que descriptiva; que se haya desarrollado para ayudarnos a distinguir las versiones más aceptables de nacionalismo de sus declinaciones menos saludables. Michael Ignatieff habría reconocido esta circunstancia cuando, tras ponerse como ejemplo de cosmopolitismo familiar, biográfico y espiritual, apostrofa que esa forma de pertenencia múltiple –suerte de ciudadanía global– sólo es viable para una minoría privilegiada de ciudadanos occidentalesMichael Ignatieff, Blood and Belonging. Journeys into the New Nationalism, Nueva York, Noonday, 1995.: el resto mantiene una relación mucho más estrecha son sus raíces primordiales, sea consciente de ello o no. Digamos que el número de sofisticados ciudadanos cosmopolitas no da para mantener en pie ninguna nación. Yack diferencia por eso entre dos mitos:

1) El mito de la nación étnica, conforme al cual no tenemos ningún margen de libertad en la elección de nuestra identidad nacional, constituyendo por ello una mitología de linaje.

2) El mito de la nación cívica, para el que elegimos libremente nuestra identidad nacional, dando así forma a una mitología del consentimiento.

Obsérvese que está en juego el papel que otorgamos a las contingencias del nacimiento, es decir, a aquellas conexiones con grupos humanos (y con su forma de hacer las cosas) que vienen establecidas por el hecho de que nacemos en un tiempo y lugar particulares. Estas contingencias son especialmente importantes para nuestra especie por el hecho de que tardamos más de lo acostumbrado en el reino animal en formarnos como seres humanos plenos, alargándose así nuestro proceso de socialización básica (¡a veces hasta los treinta años!), así como por nuestra capacidad para transmitir artefactos culturales –tradiciones, modus vivendi, disposiciones– de generación en generación. Para Yack, tanto conservadores como liberales yerran en su diagnóstico de la contingencia: los primeros tienden a exagerar el grado de orden y necesidad existente en nuestra herencia histórica, creando así «esencias» nacionales de una pieza; los segundos, nuestra capacidad para transformar instituciones y lealtades heredadas en objetos de decisión voluntaria. Dicho de otra manera, mientras los mitos conservadores ocultan las selecciones contingentes que convierten una historia cultural diversa en un paquete etnonacional cerrado, los mitos liberales ocultan las conexiones contingentes sin las que sería imposible construir, de entrada, comunidad alguna. En el caso de los liberales, además, reconocer el papel de las contingencias de nacimiento y herencia en el diseño político democrático amenaza un principio esencial: la afirmación de que los seres humanos nacen libres e iguales.

Su convicción es que ni la nación cívica ni la nación étnica nos sirven para describir a la nación realmente existente. Para Yack, la nación recibe su forma más bien de una relación moral entre individuos que podría describirse como una «amistad social»: porque las comunidades imaginadas o construidas lo son por personas que comparten cosas o se sienten conectadas entre sí. Si esa comunidad es intergeneracional y posee una herencia cultural común (que no tiene por qué actualizarse mediante prácticas sociales: basta con que exista esa herencia, hablemos o no euskera) asociada a un territorio particular, vinculando a los individuos que la forman de manera no jerárquica, entonces es una nación. Pero –advierte nuestro autor– eso no significa que debamos reproducir las comunidades que heredamos: el dinamismo social impide toda solidificación comunitaria más o menos permanente. Sólo que las contingencias del nacimiento tienen más importancia de la que venimos concediéndole y es bueno saberlo.

Esto último parece claro. Basta ver la nostalgia del exiliado. Sin embargo, el nostálgico puede comprender reflexivamente su apego a un particularismo dado como apego a una contingencia, amada porque es propia, e incluso sentida como propia, sin que de ahí se derive necesariamente una consecuencia primordialista para la organización de la propia comunidad política. La fórmula subsiguiente rezaría así: mi nación es un constructo al que siento (o no) un apego emocional que no me impide reconocerla como tal contingencia. ¿Demasiado sofisticado? Tampoco me lo parece tanto.

Sea como fuere, me interesa abundar en una de las conclusiones que extrae Yack a partir de su simultáneo rechazo de las naciones cívica y étnica, a fin de reivindicar esta última como un modelo preferible, aun corregido, para la articulación del pluralismo en las democracias contemporáneas: un como si mucho mejor que su antagonista. Dice Yack que las limitaciones de ambos modelos debería llevarnos a distinguir más cautamente entre naciones étnicas y cívicas. Dicho de otro modo, no se trata tanto de que una comunidad determinada sea cívica o étnica, cuanto de precisar si es más cívica o menos étnica: se trata de un continuo antes que de una oposición excluyente. En principio, esto nos permitiría separar aquellos nacionalismos que se tienen a sí mismos como cívicos, allí donde la herencia cultural desempeña un papel cierto pero secundario, de los que –ya se perciban a sí mismos o no como étnicos (o incluso se sueñen cívicos, como pasa con el independentista que quiere hacer de Cataluña una Dinamarca)– subrayan la herencia cultural como elemento principalísimo en la constitución de la comunidad, separando, por tanto, a sus verdaderos nacionales de los falsos.

Tiene en parte razón Yack cuando escribe que «es tentador concluir que la verdadera diferencia entre las naciones cívicas y étnicas es la creencia en uno de esos dos mitos»; la creencia, se entiende, que albergan los miembros de esa sociedad. En función de si la autoimagen de una sociedad se corresponde con el modelo cívico o al étnico, tendremos un tipo de nación u otro. Y así es, pero a condición de que las prácticas públicas y privadas encajen con la tipología correspondiente: la comunidad cívica imaginada habrá de poner los derechos y el pluralismo por delante, dejando para la historia cultural un papel secundario en la vinculación sentimental de los ciudadanos entre sí, en lugar de hacer lo contrario. Por su parte, una comunidad étnica imaginada siempre puede engañarse sobre su verdadera naturaleza, creyendo que respeta el pluralismo cuando no lo hace. Podríamos así distinguir entre sociedades obsesionadas por su identidad cultural y sociedades que se limitan a debatir sobre ella, como una entidad fluida en perpetua negociación y cambio, sin hacer de ésta un elemento decisivo de su identidad política.

Pues bien, me parece evidente que resulta mucho más saludable para una comunidad imaginarse como nación cívica que hacerlo como nación étnica, porque superior es el ideal al que aspira la primera: superior desde el punto de vista de la inclusión democrática y el respeto a la libertad y el pluralismo (salvo que no se consideren bienes en sí mismos estos rasgos políticos). Por lo general, la existencia de una nación étnica implica la actividad de un Estado nacionalizador que socializa a los ciudadanos de modo fuerte en una identidad presentada como excluyente o incompatible con las demás identidades culturales posibles. Más aún, al hecho del pluralismo hay que añadir la hibridación que se produce en un contexto global donde las exclusiones contra las que alerta Saskia SassenSaskia Sassen, Expulsions, Brutality and Complexity in the Global Economy, Cambridge, Harvard University Press, 2014. –dramáticamente encarnadas por los refugiados sirios en las últimas semanas– serán más abundantes, incrementándose así la movilidad, voluntaria o forzosa, de individuos y grupos. En ese contexto, al que habría que añadir la crisis demográfica de las sociedades occidentales, parece más razonable el predominio del modelo cívico de nación, que es aquel –como señalara Ignatieff– en cuyo interior puede ser preservado el legado político de la Ilustración.

Es éste, en algunos aspectos, un modelo contraintuitivo, porque todos podemos sentir el peso emocional de la herencia cultural, es decir, la vis atractiva de las contingencias de nuestro nacimiento. Precisamente por eso, por su fuerza intrínseca, es necesario organizar la sociedad política al modo de un contrapeso que nos empuje en la dirección contraria: hacia el reconocimiento de la contingencia qua contingencia, una que posee hondas consecuencias emocionales –que corresponde a cada individuo negociar consigo mismo–, pero debe carecer de consecuencias políticas fuertes: nadie es menos ciudadano por ser menos nacional en sentido cultural, ni la nación cultural puede reclamar derechos colectivos sobre el ciudadano.

Hay que admitir que este modelo presenta no pocos problemas en la práctica, porque, como se ha sugerido ya, la condición de miembro de una nación cívica es más exigente que la de miembro de una nación étnica, en la medida en que exige la relativización de las propias contingencias: su relativa neutralización política. Y digo relativa porque su absoluta neutralización no es de este mundo: siéntense a ver un partido de la Copa del Mundo y podrán comprobarlo. Tal vez algún día, aunque no hoy ni mañana, el ideal cosmopolita pueda cumplirse por haberse realizado antes materialmente por medio de la transformación de las sociedades en contenedores híbridos de identidades globales. Pero tampoco esa transformación está asegurada, probada ya ampliamente la resistencia del particularismo emocional; la fuerza, en fin, de lo concreto cercano sobre lo abstracto lejano. De momento, pues, a lo que podemos aspirar es a otorgar un mayor valor prescriptivo a la concepción liberal-cívica de nación, siendo, sin embargo, conscientes de que la psicologización de los conflictos y las demandas de reconocimiento requieren de una cierta sensibilidad en la gestión de las diferencias culturales, incluida la atención constante al hecho de que en uno mismo late siempre un nacionalista cultural que es preciso mantener a raya. Por decirlo con Montaigne, también nosotros somos otros para alguien: ¡no llevamos calzas!Célebre expresión con la que Montaigne termina su ensayo «De los caníbales», en Michel de Montaigne, Ensayos I, trad. de Dolores Picazo y Almudena Montojo, Madrid, Cátedra, 1996, pp. 263-278.

Y por decirlo con Richard Rorty, el reconocimiento de la contingencia como tal contingencia –la desacralización de nuestras circunstancias de nacimiento, compatible con nuestro afecto por ellas– equivale a la conquista de la libertad pública; es un requisito mayor de las sociedades liberalesRichard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989.. Se trata de un como si: sabemos de la importancia que la identidad cultural tiene para la mayoría de los individuos, pero no dejamos que determine el contenido de la identidad política, por ser conscientes del superior valor de las sociedades abiertas. Se deja ver aquí con claridad la ingente tarea que se echó a las espaldas la Ilustración, o lo que hemos llegado a entender como Ilustración. Nuestro conocimiento cada vez mayor de los seres humanos y sus mecanismos internos, que revelan la distancia entre el sujeto ideal de nuestras ensoñaciones éticas y el sujeto real de los apegos emocionales y las reacciones instintivas de base genética, bien podrían llevarnos al desánimo. O, incluso, a diseñar sociedades ajustadas a esa realidad. ¡Vuelta a la tribu! Pero sería un error. Los defectos del ideal ilustrado cosmopolita aconsejan su remiendo –por ejemplo, acomodando el pluralismo y prestando una atención no despectiva a las demandas de reconocimiento de «los otros»–, pero no su abandono. En ese sentido, la nación cívica puede poseer una cualidad utópica, pero acierta a describir el tipo más deseable de organización de los sentimientos nacionales, siempre y cuando se corrija de dos maneras: por un lado, reconociendo que las naciones que se imaginan a sí mismas como cívicas también se apoyan en relatos culturales y herencias históricas con fuertes resonancias emocionales, variables, sin embargo, entre individuos; por otro, promoviendo un acomodo razonable entre las distintas identidades culturales que conviven bajo el paraguas de una misma identidad política. Podríamos hablar de una utopía remediada por la autoconciencia.

Bajo estas premisas, es triste constatar la oportunidad perdida por España. Dice Bernard Yack, haciendo una analogía con la relación del Estado con la religión, que los Estados liberales no pueden distanciarse de la cultura del modo en que, modernamente, se distancian de la religión: porque manejan sus símbolos cotidianamente en el ejercicio de su autoridad. No pueden, digamos, deslocalizar el hecho religioso y trasladarlo a la esfera privada. Tenemos banderas, himnos, escuelas donde se enseña historia. Y así suele ser. Pero España, debido al peso en el imaginario colectivo del modelo franquista de país y a su misma condición de nación tardía, es diferente. Pocos países occidentales pueden presentar una identidad nacional tan débil, tan mermada en términos simbólicos; un país donde, por abreviar, llevar una pegatina con la bandera en el coche sólo puede denotar la pertenencia a la ultraderecha o al cuerpo diplomático. Se trataba por ello de un perfil idóneo para la construcción de una nación cívica, entendida como un ideal regulativo donde la cultura sí es tratada como la religión: con un cierto desapego público que permita la coexistencia de las distintas identidades culturales, cuyo reconocimiento, por si hace falta recordarlo, ya consagra el texto constitucional. Sin embargo, como salta a la vista, esta misión ha fracasado parcialmente: los nacionalismos periféricos han llenado el vacío creado por la débil identidad española, e incluso han surgido nuevas identidades culturales allí donde se han constituido nuevos poderes autonómicos. De alguna manera, es como si hubiera de existir siempre algo, un primordialismo de guardia que nos proteja contra la orfandad simbólica. Por supuesto, no es casualidad que las identidades culturales más fuertes provengan de aquellas comunidades con una historia más densa y una más persistente voluntad de autogobierno; sólo en ellas puede la movilización de un sentimiento monopolista de pertenencia alcanzar una intensidad como la que exhibe estos días en Cataluña. Y sólo la efervescencia emocional ligada al mismo permite explicar que un objetivo como la secesión pueda echar mano con éxito de manipulaciones tan burdas como el mito del expolio o poner en peligro el cumplimiento de la ley.

Merece así la pena insistir en que la resistencia al primordialismo es una tarea común que debería, a la luz de los desastres de la historia, concernirnos a todos: también a los titulares de aquellas identidades culturales que se sienten subrepresentadas políticamente. Si hay que elegir una utopía para la era global, quedémonos con la nación cívica y corrijamos sus rigideces históricas, reconociendo la importancia de la comunidad dentro de la misma y atendiendo a su peculiar psicología. ¡Más o menos lo que venimos haciendo! Pero no perdamos tampoco de vista la naturaleza compleja de las comunidades contemporáneas, que nos vinculan a distintos grupos e individuos de acuerdo con una lógica reticular, en lugar de subordinarnos a una sola identidad colectiva: seamos razonables, no histéricos. Son muchos los obstáculos a los que se enfrenta un propósito así, que exige un constante ejercicio de ilustración; obstáculos creados en gran medida por la incansable labor –trabajos de fe– de los grupos políticos y movimientos sociales que defienden modelos étnicos o culturales de nación, esto es, la equivalencia estricta entre la identidad cultural y la identidad política. En esa tarea, el refinamiento del análisis es una obligación, no una picardía táctica.

En fin, pronto sabremos si el resultado de las elecciones demanda una coda a este doble entrada. Mientras tanto, no olvidemos la ayuda que los conceptos pueden prestarnos para interpretar la realidad. Aunque la realidad, con inquietante frecuencia, se cobre venganza contra los conceptos.

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