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Guía del desvío

Música de lobo. Antología poética (1941-2001)

CARLOS EDMUNDO DE ORY

Selección y prólogo de Jaume Pont Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona

366 págs.

17 €

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De Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923) cabría decir lo mismo que de su tan mentado, e influyente, Baudelaire señaló Sartre, a propósito de Mi corazón al desnudo: «Cada uno de nosotros elige en sí mismo, entre sus componentes, aquellos de los cuales dirá: soy yo. Los otros los ignora. Él eligió no ser naturaleza; ser esa negación perpetua y crispada de su naturalidad, esa cabeza que se yergue fuera del agua y que mira subir la ola con una mezcla de desdén y de espanto». Autor de una poesía de difícil clasificación, siempre en proceso y atenta a la conjura de los dualismos más dispares, y en abruptos cortes cíclicos, además, cuyos restos nunca dejan de formar parte del alud («criadero de cánones y fugas», dice un verso, para indicar también que: «En mi poesía no hay sitios […]. En mi poesía hay fulgor»), una caricaturesca proyección como poeta maudit, junto a un cúmulo de paradojas, ha eclipsado la justa ubicación de su obra. Y es que, aun guiado por una insobornable actitud órfica y privadamente fundacional – afín, en ese sentido, a otros coetáneos incunables, como Cirlot, Brossa o Francisco Pino–, en su caso es posible que el hambre, siempre voraz, de los caricaturistas haya coincidido con sus proclamadas ganas de comer en otra parte; pues, en algunos respiros de su asumido «itinerario del solista proscrito», De Ory se coloca «el pelo verde de Baudelaire» –o al menos no se lo corta– para anunciar: «Me duele el corazón de ser un genio», o «[Yo tengo…] como todos los grandes poetas», o «El mundo de los necios abandono transformado / porque se ha desgarrado para mí el velo del engaño», etcétera. Pero aun así, con adelantarse él mismo a proporcionarles el esbozo del retrato rápido de su trastierro –autoproclamando su condición de apátrida, payaso o lobo, de «huraño criminal de la infancia», «náufrago del éxodo», «monje nihilista», «arlequín errante», «delincuente puro» o «pordiosero erótico»–, hay paradójicos factores objetivos que han incidido en el desdibujamiento de un poeta, a cada paso, tremendamente bipolar, y, en conjunto, poliédrico.

Uno de los más gruesos es el desajuste entre una creación tan torrencial y precoz, como ha podido verse luego, y un poeta que, casi al filo de su cincuentena, sólo había publicado dos volúmenes: Los sonetos (1963) y Poemas (1969). Únicamente a partir de la publicación de Poesía, 1945-1969 (1970) –en edición de Félix Grande– se levantó con fuerza la espita de su largo silencio editorial, hasta el punto de que, en apenas ocho años, se sucedieron otras tres antologías, que daban cuenta de las extrañas sincronías cruzadas de un autor que venía atendiendo, casi desde su pubertad, a los más diversos flancos. Jaume Pont, autor entonces de una de ellas, ha preparado, treinta años después, esta muy completa antología del conjunto del itinerario carloedmundiano, reagrupándolo todo bajo uno de sus títulos más emblemáticos, Música de lobo, en el que, en pleno ecuador (concluido en 1969), De Ory abandona algunas restricciones programáticas y se muestra mucho más expreso y meditativo sobre lo que acaso sea su principal rasgo: el maridaje irreductible entre religiosidad y carnalidad (y por aquí su declarada veneración de Novalis); o paralelamente, entre metapoesía y panerotismo, lo que, tan propenso al neologismo, acuña en el concepto de «orgiasmo». No por nada, tras ese pórtico, y en el curso de un lustro, el poeta escribirá Técnica y llanto, Miserable ternura y Cabaña, una trilogía en la que, muy peculiarmente, se condensa el mejor Ory desparramado aquí y allá (presente también en algunas muestras de títulos que le acompañan casi de por vida, como Soneto vivo (1941-1987) o Solo depoemas solos (1947-2001), donde figura su proverbial «Amo a una mujer de larga cabellera»): el de los poemas de amor.

Siempre bajo un plano de isomorfismo entre erotismo y destrucción, su rasgo estriba, muchas veces, en dar cuenta de la elegía desamorosa en el momento presente del fervor carnal y, sobre todo, en equiparar este último al acto poético: «Todo poema vive en los labios donde fue / vivida la dulzura de muchacha besada». La esencia de la poesía y del amor se expresa a través de la feminidad; «las palabras son mujeres», asevera, para apreciar, en su reverso destructivo, que la reciente mujer amante, ahora «Te mira ojo a ojo Te / pide no sé qué Te mata», y concluir, en otra parte, con estas inquietantes tablas: «Hablar a una mujer que nos ama / de otra mujer que amamos / no se puede hacer en este mundo / ¿Pero quién tiene la culpa? / Yo me callo – nieve helada».

El acierto de Pont al ordenar la antología por grandes ciclos programáticos o temáticos (algo que se corresponde con la propia orientación sincronizante del poeta, su declarada vocación polifónica y la concepción de su obra como un texto abierto hacia los diversos flancos de un mismo palimpsesto, aunque no sabemos hasta qué punto pudo estar condicionada, en el origen, por su larga demora editorial) dificulta, tal vez, el didactismo que ofrecería la mera sucesión cronológica, atendiendo a las etapas de fecundidad del poeta. Pues lo cierto es que, en ocasiones, el paso a una estación subsiguiente –entre los catorce libros antologados– nos retrotrae, de un modo zigzagueante, a ciertas sordinas, fijaciones y filiaciones técnicas dejadas atrás. Ocurre, asimismo, que, en el seno de un amplio libro, de pronto refulgen una serie de poemas pertenecientes a un muy concentrado período –como deja observar la escrupulosa datación de los versos en el índice. Es el caso, por ejemplo, de Soneto vivo –un ciclo de poemas que casi alcanza, como hemos visto, sus primeros cincuenta años de creación–, en el que algunas piezas, como «Denise», «Fuego en las tripas» o «Eros treméndum» (de nuevo, el genuino filón erótico-amoroso), apenas distanciados entre sí por unas pocas semanas del otoño de 1961, relucen con mucha mayor intensidad que otras virtuosas composiciones. Con todo, la principal paradoja de la poesía de Ory –si no en su génesis, sí, al menos, en su proyección– es que los cuadros sucesivos que ofrece, sobresalen muy por encima de los restrictivos marcos de sus manifiestos programáticos. Así, cofundador, primero, del postismo (1945) –movimiento efímero de surreales tintes tan contradictorios como una suerte de agazapamiento a la retaguardia del vanguardismo –; ideador luego del introrrealismo (1951), al hilo del expresionismo y el existencialismo europeos de posguerra, y creador del Atelier de poésia ouverte, al aire de los vientos contraculturales del 68, parecería que el Ory más mate es el que se empeña en colocar a los bueyes de sus versos detrás de las carretas proclamadas; y en darles, según cada nueva horma contingente, abruptos golpes de timón, lo que, sin duda, resulta ocioso dada su demostrada capacidad de navegar en solitario, sin minueto ni carta preconcebida, «con voluptuosidad de góndola vacía». Por fortuna, reconoce que «nadie nada nunca me es constante», y tras algunos versos que parecen concebidos ad hoc, a pie de página de aquellos manifiestos –como pasatiempos, tal vez, del «genio» que distrae su «corazón doliente»–, muy pronto vuelve a surtir el Ory más genuino, aquel precisamente capaz de aunar y pulverizar los ismos más dispares. El que, hermanando lo órfico y lo dionisíaco, inocula el vanguardismo en las estructuras clásicas, hasta obtener un fluido inextricable; y hace dialogar a Novalis y a Nietzsche con Unamuno y Vallejo (sobre todo, «Vallejo», como se titula un soberbio poema de homenaje al autor de Trilce, un libro cuyo ludismo trágico es determinante entre los ascendentes de Ory); justo el cincelador, con los materiales más encontrados, de una «autobiografía espiritual», que es imposible que no sea a la vez carnal (hay que «escribir a mandíbula batiente», revelar «lo callado a manos llenas»), y que ensaya, por eso mismo, una escritura orgánica, de su propia respiración, a través de «libros que son bronquios».

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