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Capitalismo, socialismo, utopía (y II)

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Que la sociedad se parezca a una excursión campestre donde se comparten los recursos y las habilidades de los excursionistas, o se asemeje más bien al Club Mickey, donde la propiedad privada sirve para perseguir las propias concepciones del bien y la comunidad es voluntaria antes que forzosa: tal es la disyuntiva que plantean Gerald Cohen y Jason Brennan en sus trabajos sobre el socialismo y el capitalismoGerald A. Cohen, Why Not Socialism?, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2009, y Jason Brennan, Why Not Capitalism?, Nueva York, Routledge, 2014.. Naturalmente, la excursión y el club son símiles imperfectos cuya escala reducida deja en suspenso la pregunta por la viabilidad de los principios en ellos realizados dentro de un cuerpo social más amplio. De ahí que los autores distingan entre la deseabilidad y la realizabilidad de socialismo y capitalismo. Pero aquí, retomando el hilo que dejábamos suelto la semana pasada, es donde Brennan cree que Cohen hace trampa. Y eso le permitiría demostrar que el capitalismo no sólo es más eficiente que el socialismo, sino también moralmente superior. No es un afirmación cualquiera, ni debiera pasar inadvertida ahora que el marxismo vuelve a ponerse de moda. Veamos cuál es su fundamento.

Hay que empezar por explicar que Cohen se rebela contra John Rawls y su concepción de la justicia, que ha sido dominante en la academia desde la publicación de su obra mayor en 1971John Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 1971.. Para Cohen, la de Rawls no es, en realidad, una concepción de la justicia, porque su autor estaría dejando que motivaciones innobles –como la negativa a trabajar más por menos– constriñan el contenido de la justicia. En un mundo justo nos comportaríamos de otra manera: si no, no sería justo. En consecuencia, los principios de la justicia no deberían verse constreñidos por aquello que las personas están dispuestas o no a hacer: la moralidad no nos exige hacer más de lo que podemos, pero sí más de lo que deseamos. Si comprendemos esto, viene a decir Cohen, seremos igualitarios y socialistas. ¡Igual que en la excursión!

Para Brennan, la argumentación de Cohen descansa sobre una falacia: la comparación de dos cosas incomparables. El fallecido filósofo canadiense muestra cómo la excursión socialista funciona mejor que una excursión regida por principios capitalistas, de donde deduce que sería deseable hacer que el mundo se parezca más a la primera que a la segunda, lo que a su vez permite concluir que el socialismo es intrínsecamente preferible al capitalismo. Pero está comparando una excursión socialista ideal con una excursión capitalista real. En otras palabras, aduce Brennan, está diciéndonos que un socialismo habitado por seres moralmente perfectos es mejor que un capitalismo habitado por seres moralmente imperfectos. Y desde luego, esto es cierto. Pero Rawls mismo tiene una advertencia contra esta maniobra: «Debemos tener cuidado de no comparar el ideal de una concepción con la realidad de otra»John Rawls, Justice as Fairness. A Restatement, Cambridge, Harvard University Press, 2001, p. 178.. Si queremos evitar esta falacia, es preciso comparar el socialismo ideal con el capitalismo ideal, así como el socialismo real con el capitalismo real: parece razonable.

Asimismo, Brennan acusa a Cohen de pereza analítica. Su acusación de que el capitalismo se asienta sobre los «repugnantes motivos de la avaricia y el miedo» no está debidamente fundada. No bastaría con decirlo, sino que se haría necesario practicar ciencia social y buscar aquellos datos del mundo real que permitiesen concluir que tales son, ciertamente, los motivos dominantes en las sociedades capitalistas realmente existentes. No es sorprendente que Cohen produzca estudios que demuestran precisamente lo contrario: las sociedades de mercado habrían producido más diversidad moral, más tolerancia con las concepciones ajenas del bien, más igualdad de género, más justos intercambios mercantiles. Y ello porque no pueden funcionar sin un alto grado de confianza –o capital social– generalizado. No cabe duda de que un crítico podría alegar que esos buenos rendimientos no se producen gracias a la existencia de mercados, sino pese a ello. Pudiera ser. Pero si esos rendimientos están por completo ausentes en las sociedades socialistas, ese reproche –sea correcto o no– pierde fuerza. A este respecto, Brennan cree que las motivaciones reales de los sujetos en el socialismo son incluso peores que en el capitalismo, debido al contexto en que se ven obligados a desenvolverse. De nuevo, su queja es que Cohen compara un capitalismo real con un socialismo imaginario.

Sin embargo, la verdadera apuesta de Brennan es presentar el capitalismo como la auténtica utopía, es decir, demostrar que la sociedad deseable es capitalista y no socialista. Algo que, desde luego, contrasta poderosamente con ese lugar común de la cultura que es proclamar la preferibilidad moral del socialismo y lamentar que los defectos del ser humano impidan su realización. Dicho de otro modo, tendemos a pensar que, si fuéramos intachables, no tendríamos necesidad de instituciones tales como los derechos de propiedad o el intercambio mercantil: somos capitalistas a fuer de egoístas. Brennan cree que esta es una descripción inadecuada del capitalismo, cuyo ideal ve representado en el Club Mickey: una sociedad voluntaria, anarquista, no violenta, respetuosa y cooperativa. A continuación, describe los rasgos distintivos del capitalismo y explica por qué serían valiosos incluso en un contexto utópico; por qué, en fin, si pudiéramos elegir entre una utopía socialista y otra capitalista, esta última le parece preferible. ¡El hombre apuesta fuerte!

Para Brennan, esos rasgos son los derechos de propiedad, el intercambio voluntario en el mercado y el disfrute de una extensa esfera de libertad económica en la que cada individuo puede tomar sus propias decisiones. Su argumento no es que los habitantes del Club Mickey deban ser capitalistas, sino que pueden serlo porque sus vidas serán mejores así. Y ello porque la entera construcción del capitalismo se orientaría, así Brennan, a permitir el autodesarrollo del sujeto. Apoyándose en el filósofo Loren LomaskyLoren Lomasky, Persons, Rights, and the Moral Community, Nueva York, Oxford University Press, 1987., Brennan subraya que el ser humano se caracteriza por ser un perseguidor de proyectos: son éstos los que dan coherencia y sentido a nuestras vidas. Para poder realizarlos, necesitamos a menudo control sobre ciertos recursos a lo largo del tiempo. De ahí la necesidad de unos derechos de propiedad que Brennan apuntala con dos argumentos adicionales: el coste de tener que pedir permiso siempre que uno desee utilizar un bien colectivo y el hecho de que los objetos de los que somos propietarios se incorporan a nuestra historia personal.

En términos similares, sigue Brennan, las personas valorarían tener una esfera de libertad económica en condiciones utópicas, porque los mercados aseguran una mayor prosperidad general, sin que hayamos de preocuparnos –en ese marco utópico– por las asimetrías de información o la explotación laboral. Y aunque el problema de los incentivos desaparece en la utopía socialista, el problema de la circulación de información permanece: sin el mercado, la oclusión es inevitable. En la utopía capitalista, empero, habría también motivos no lucrativos y florecería una robusta sociedad civil poblada por espacios comunes y asociaciones cívicas. En ese contexto, la libertad económica es importante para que los sujetos seamos «autocreadores», capaces de elegir una concepción del bien y de llevarla a la práctica. Brennan nos recuerda que está jugando con las reglas de Cohen:

Muchos en la izquierda quieren reducir la esfera de libertad económica en el mundo real, porque creen que su extensión producirá malos resultados. Se preocupan por que los capitalistas exploten a los trabajadores, por que los ricos subviertan la democracia, por que los pobres se queden atrás, o sean tan inconscientes que no tomen decisiones racionales a la hora de ahorrar y gastar. Tienen razón, hasta cierto punto. Pero ninguna de estas preocupaciones se aplica al capitalismo utópico.

Porque allí la gente es tan buena y justa que nada de eso puede suceder, igual que nada malo sucede en el socialismo tal como lo describe Cohen. O en su socialismo democrático: recordemos que la condición que éste fija para una redistribución masiva que iguale los salarios, con independencia de talentos y esfuerzos, es que el sujeto talentoso que ve reducido su salario acepte el principio que rige ese sistema. Por eso, Brennan corona su argumento comparando dos cosas comparables: las utopías socialista y capitalista. Y su conclusión es tajante:

Hay una asimetría esencial en las visiones socialista y capitalista de la utopía. Los capitalistas permiten el socialismo, pero los socialistas prohíben el capitalismo.

Para reforzar este punto de vista, recurre al célebre «marco para la utopía» formulado por Robert Nozick en su monumental Anarquía, Estado, UtopíaRobert Nozick, Anarchy, State, Utopia, Malden, Blackwell, 2008.. Para Nozick, no podemos hablar de la utopía, sino de utopías en plural; por la sencilla razón de que ningún modelo único de sociedad puede ser satisfactorio para todas las personas habida cuenta de las diferencias existentes entre ellas. Acomodar a todos dentro de una sociedad unidimensional sólo puede lograrse a la fuerza: adoctrinadora o policial. Nozick defiende que la sociedad ideal debe dejar a sus miembros la libertad suficiente para que persigan sus utopías; una sociedad libre es, así, el marco dentro del cual pueden probarse distintas utopías: una metautopía. Si uno quiere vivir en una comunidad surfera, otro ser vegano en compañía de otros veganos, mientras un tercero prefiere enriquecerse y salir con una modelo distinta cada noche, let them be. ¡A cada cual, lo suyo! La diferencia es que el socialismo no ofrece esa posibilidad, porque la suya es una utopía monopolista que no hace posible la coexistencia de distintos estilos de vida. Por todo ello, Brennan concluye lo siguiente: «El capitalismo ideal es mejor que el socialismo ideal, mientras que el capitalismo real es mejor que el socialismo real».

Hay una vía diferente, que no exploraremos en esta ocasión, para la justificación del capitalismo liberal: la evolucionista. De acuerdo con ella, las instituciones del libre mercado son las que mejor se adaptan a ciertos rasgos intrínsecos de la especie que remiten a la capacidad de crear bienes por medio del trabajo y la consiguiente especialización difundida a través del intercambio. Brennan se mantiene agnóstico al respecto y opta por un razonamiento sencillo que discrimina entre socialismo y capitalismo en función de sus contenidos de libertad. Desde ese punto de vista, la razón le asiste: el argumento nozickiano sobre las utopías en coexistencia parece irrefutable. De hecho, lo encontramos parcialmente realizado en el mundo real: en él encontramos kibbutzs, comunidades surferas, conventos, barrios bohemios, asociaciones de cofrades, ecoaldeas, cineclubes, skaters, agrupaciones vecinales. Pero también, claro está, desigualdades y abusos que han de cargarse en el debe del capitalismo real; no todo el mundo puede, en fin, elegir su utopía. Ni es la utopía de nadie vivir mal pagado en un piso sin calefacción. Sucede que, si el socialismo real hubiese arrojado otros resultados o lo arrojase allí donde todavía rige, la alternativa luciría con más fuerza; pero no es así. Fuera de la utopía, pues, los defectos del capitalismo real son paliados o corregidos por el Estado a través de la regulación, el diseño de mercados y las provisiones sociales. A su vez, inevitablemente, estas intervenciones crean problemas propios: los buscadores de rentas, el endeudamiento público, mercados más ineficientes. Y es que así es la realidad: contradictoria, confusa, compleja.

Sin duda, los críticos contemporáneos encontrarán simplista el argumento de Brennan, principalmente porque ignora algo que Cohen sí menciona en passant: que no puede hablarse de naturaleza humana sin prestar atención al modo en que el capitalismo la habría modelado durante los últimos siglos. Brennan mismo sería partícipe de un régimen de percepción capitalista, una falsa conciencia implantada en él por el sistema a través de una infinidad de discursos y prácticas materiales que, constituyéndonos, también nos programan. Afortunadamente, hay quienes logran escapar a ese sortilegio y denuncian la jaula –para algunos de oro, para otros de hierro– en que permanecemos encerrados. Irónicamente, la existencia de estos críticos demuestra que es posible tomar una distancia reflexiva que también es concedida a un defensor del capitalismo como Brennan.

Otra cosa es que podamos resolver fácilmente el problema endiablado de la formación de preferencias en un contexto social dado. Sólo las ganancias en autonomía personal nos permiten evaluar el modo en que se forman nuestras preferencias y elegimos nuestros proyectos personales. Y esa autonomía demanda un cierto grado de libertad y bienestar, que el socialismo realmente existente no parece capaz de proporcionar: recordemos que sus gobiernos impiden a sus ciudadanos abandonar el país. Desde ese punto de vista, Brennan acierta al señalar que el capitalismo es preferible al socialismo incluso aunque descubramos cómo realizar este último, bien entendido que por capitalismo real hay que entender algo más parecido a la economía social de mercado que al régimen esclavista descrito por la crítica marxista, descartando igualmente el sueño libertario de una economía desregulada. Es este mundo el que es razonable mejorar, a fin de hacerlo más equitativo (en las oportunidades), compasivo (en las inclinaciones morales) y refinado (en las preferencias). Pero habrá de hacerse con permiso de sus individuos, soberanos en sus decisiones y sus errores, a través de un proceso en parte reglado y en parte espontáneo, paulatino y orgánico, no mediante dictados estatales llamados a imponer una concepción particular del bien.

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