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Capital del Sur

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Hace poco, aproveché unos cursos en China para pasar un largo fin de semana en la Capital del Sur. No sé explicar bien por qué elegí Nanjing. Seguramente por uno de esos inconfesables caprichos del inconsciente: un antiguo deseo de probar el pato local. Mis amigos chinos se habían encargado de recordarme que Nanjing, además de la del Sur de China, se pavonea de ser la capital del pato y que hay muchas formas locales de prepararlo. La fetén es el pato salado al estilo de Jinling, antiguo nombre del lugar. La receta no tiene mucho secreto: un pato hervido a fuego lento en caldo de arcanas hierbas locales y frutos y hojas del olivo oloroso (osmanthus fragrans). Según me dijeron, eran legión los restaurantes locales que lo ofrecían.

Tras instalarme en el hotel, busqué el consejo de un recepcionista que no parecía muy seguro. «Un par de cruces más abajo hay un restaurante donde tal vez lo tengan». Y, diligente, me apuntó el nombre chino. Dos cruces más abajo sólo había una galería comercial cuyo buque insignia era el más grande almacén de Louis Vuitton que recuerdo haber visto. Incrédulo, le mostré el papel a un viandante que me acompañó hacia la entrada de la galería y apuntó al sótano. Además de Vuitton, el centro comercial ofrecía todo el repertorio de las grandes marcas por las que suspiran tanto el 1% de ultrarricos que han sustituido a las doscientas familias de antaño en el imaginario socialista como  muchos de sus críticos. Me paré en algunos escaparates y, a cada paso, mis dólares se hacían más pequeños. Pensé que la broma del pato iba a costarme un congo, pero quién se resiste al objeto a-minúscula de Lacan, ese inaplazable deseo de zamparse a Juanito, a Jorgito, a Jaimito o a su tío Donald. Cualquiera me valía.

Una vez en la zona de los restaurantes, las marcas seguían su presión sobre el nudo borromeo de mi personalidad (otra vez Lacan), con claro peligro de hacérmelo saltar por los aires. Allí estaba McDonald’s con Kentucky Fried Chicken, juntos pero no revueltos con Häagen-Dazs, TCBY [The Country’s Best Yogurt], Dunkin’ Donuts e tutti quanti. Hasta un odioso Starbucks había. Como en Denver, como en Dallas, como en Des Moines. ¿Y mi pato salado al estilo de Jinling? Alguien, un buen samaritano, un poco escéptico, apuntó al restaurante que yo llevaba escrito en el papel, una franquicia china en la que, por supuesto, no lo tenían. Tras una faena gastronómica de aliño, volví mohíno al hotel.

Al día siguiente, obligada visita turística al mausoleo de Sun Yat Sen. Yo había leído a esos colegas académicos que coleccionan antiguallas de Edward Said que el turismo es otra manifestación del imperialismo occidental. Ese día, había allí miles de turistas, pero a los occidentales podía contársenos con los dedos de una mano. Los otros eran tailandeses, malayos, japoneses, filipinos; la inmensa mayoría, chinos. Pocos de ellos parecían interesados en visitar, un par de kilómetros más allá, la tumba del emperador Hongwu, el fundador de la dinastía Ming, que duró algo más que la efímera República de China. Allí los miles de visitantes se habían convertido en unas pocas docenas. Los turistas chinos parecían tan desinteresados por su propia historia que un experto en orientalismo hubiera podido mantener que no eran sino occidentales disfrazados de chinos. 

A la noche, me avengo a los consejos de una guía turística y voy a cenar a Shiziqiao («una calle cálida, palpitante, donde la gente local pasa gratas horas con sus amigos»), en el distrito de la Torre del Tambor (Gulou), detrás de la espléndida Torre Zifeng diseñada por Adrian Smith. Hay un McDonald’s grande en el que decenas de chinos hacen cola. Alrededor, sólo restaurantes chinos de medio pelo. Con la derrota escrita en la frente entro en uno de ellos. No hay pato salado al estilo de Jinling, pero pueden hacerme un pollo con verduras muy sabroso, dicen. Noche toledana; del coro al baño.

A la mañana, medio exánime, me someto al duro destino del turista. Uno no viene a Nanjing todos los días. Hoy toca el museo de la masacre japonesa de 1937 y el dedicado a la rebelión de los Tai Ping. De nuevo soy un náufrago occidental en un mar de chinos. A la tarde, aún con mal cuerpo, me contento con un par de masitas rellenas de verduras. De vuelta al hotel, en una calle lateral, me parece ver un par de restaurantes prometedores. Mañana será un gran día.

La noche ha sido tranquila y el día empieza bien. Decido darme un largo paseo por la avenida Tai Ping hasta el templo de Confucio, lugar de culto religioso para el fundador de una moral que no lo necesita. El templo de Nanjing incluye un antiguo centro de exámenes para aspirantes al mandarinato y restos de la Academia Imperial. A dos pasos está el río Qin Huai, donde aún se conservan unos pocos edificios del pasado. Pero las calles adyacentes se han convertido en un zoco donde se agolpan tiendas de ropa de marcas chinas, más baratas que las extranjeras, así que son un imán para millares de jóvenes que acaban su expedición de compras en un gigantesco McDonald’s o, más allá, en otro enorme Kentucky Fried Chicken.

En la calle lateral del hotel me llego a los restaurantes entrevistos el día anterior. Las fotos del menú muestran un codillo de cerdo y detestables platos de tofu. Melancólico, decido probar fortuna otra vez en la galería comercial de la primera noche porque me pilla cerca. Allí pregunto por mi pato a un estudiante chino («Me llamo Wenlai, pero Calder es mi nombre americano») que dice no tener idea de dónde encontrarlo, pero me invita a un Big Mac. «No tengo muchas ocasiones de hablar inglés». Me pliego de nuevo al infausto karma de este fin de semana, y con un hilo de voz aventuro «Calder, ¿por qué habéis decidido en China borrar el pasado?». Su mirada tiene un punto farruco: «¿Y por qué no? ¿Otra vez la cabeza rapada y la coleta o el uniforme Mao? Hay cosas mejores». Cuando pregunto cuáles son, le da otro bocado a la hamburguesa y se calla.

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