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El viaje al sur de W. G. Sebald

Campo Santo

W. G. Sebald

Anagrama, Madrid

Trad. de Miguel Sáenz

246 pp.

17 €

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La publicación de textos póstumos constituye muchas veces un fraude, pues las notas de un autor se convierten en libro, sin conseguir borrar la dispersión e incongruencia de unos fragmentos reunidos al azar y no por un concepto. Campo Santo (2003) está lastrado por esta circunstancia. Recoge los apuntes de un viaje a Córcega y unos ensayos sobre literatura, con leves referencias autobiográficas. Un libro compuesto con retazos, pero que refleja perfectamente el estilo elíptico, poético y digresivo de Sebald. No es cierto que la obra de Sebald discurra al margen de los géneros. La novela (Austerlitz), el cuento (Los emigrados), el libro de viajes (Vértigo y Los anillos de Saturno), el ensayo literario (Pútrida patria), la poesía (Del natural, Sin contar) o la reflexión histórica (Sobre la historia natural de la destrucción) dibujan una trayectoria menos atípica de lo que se ha estimado, pero con la originalidad de un espíritu renovador. La redundancia de ciertos temas (la posguerra europea, la política de exterminio, el viaje), el uso sistemático de fotografías, el acento poético y el impulso ético, unifican la totalidad, abriendo un cauce que permite transitar de una obra a otra, sin experimentar una áspera discontinuidad. Los apuntes sobre Córcega formaban parte de un proyecto anterior a Austerlitz, pero que nunca llegó a completarse. Durante unas vacaciones a mediados de los años noventa, Sebald visitó Córcega, escribiendo unas cincuenta páginas. De nuevo, la experiencia del viaje (hipertrofia del paseo). El silencio e incluso la hostilidad de los corsos es inseparable de la luz del Mediterráneo, donde conviven crueldad y espontaneidad, el fatalismo secular y el fervor solar, la presencia de la muerte y la recurrencia de la vida, referencias permanentes para los escritores centroeuropeos, siempre tentados por un marco cultural y geográfico que cuestiona sus orígenes.

En el primer texto («Pequeña excursión a Ajaccio»), Sebald baja del autobús y empieza a caminar sin rumbo fijo. Su paseo desemboca en el vestíbulo del Museo Joseph Fesch, tío remoto de Napoleón, arzobispo de Lyon e insaciable coleccionista de arte. Un cuadro de Pietro Paolini, pintor del si­glo XVIII, manifiesta «toda la insondable infelicidad de la vida». La bomba que Sebald escucha esa misma noche –presumiblemente del nacionalismo independentista– no despierta ninguna reflexión. Es un elemento más del paisaje corso, mecido por una violencia intermitente, el vestigio de un atavismo que pervive en los pueblos del sur, reacios a la modernidad. En el segundo texto («Campo santo»), la visita al cementerio de Piana refleja la desidia municipal y la torpeza de los vivos para encararse con sus difuntos. Las lápidas rotas no son menos lamentables que las flores de porcelana esmaltada. Sebald elogia las malas hierbas, mucho más vivas que las plantas ornamentales o las coníferas ena­nas de los cementerios alemanes. Al igual que Thomas Mann, Sebald percibe más belleza en el desorden de los países mediterráneos que en la cuidadosa planificación de la cultura germánica. El viaje al sur no es para el escritor alemán una fuga de la muerte, sino el encuentro con una muerte integrada en el devenir trágico de la vida. Las plañideras son más humanas que el nihilismo de la Alemania profunda, resuelta a incendiar el mundo.

Sebald nunca pierde de vista la catástrofe moral representada por Auschwitz. Su escritura gira sobre ese eje, asumiendo la centralidad de un hecho que pretendió formular un nuevo concepto de humanidad. La fascinación por la muerte del nazismo está muy alejada de los ritos corsos, donde el homenaje al difunto no le excluye de la comunidad de los vivos. Se guarda luto porque «el recuerdo de los muertos nunca acaba realmente». Durante el Día de Difuntos, se reserva un plato para los que ya no están y se mantiene encendido durante noche y día el fuego del hogar, pues los muertos –como nadie ignora– siempre están ateridos de frío. No hay en estas costumbres desprecio por la vida, sino la idea de que los difuntos componen una «comunidad solidaria» con los vivos. A semejanza de Freud, los corsos consideran la muerte natural como un asesinato, no menos infame que la muerte infligida con violencia. Por eso, se aferran al recuerdo. Sebald concluye sus reflexiones sobre el camposanto de Piana con un tono existencialista. Nada importa, pues no quedará nada al cabo del tiempo. Pese a sus reparos al nihilismo germánico, regresa a sus raíces, adoptando un fatalismo escasamente original.

En el tercer texto sobre Córcega («Los Alpes en el mar»), Sebald muestra una sensibilidad medioambiental que retrocede hasta la Europa de finales del si­glo XIX. Del bosque de Bavella, con sus abetos de sesenta metros, sólo quedan pequeñas coníferas plantadas por la Administración tras el gigantesco incendio de 1960. La destrucción no discrimina entre flora y fauna. Los cazadores corsos, hombres malencarados, con aspecto de milicianos serbios o croatas, son la versión contemporánea del cuento de Flaubert sobre la leyenda de San Julián. San Julián transita de la ferocidad cinegética a la santidad, de la sangre derra­ma­da a la redención. Sin identificarse con el radicalismo de Coet­zee, que asimila los mataderos municipales con el exterminio de seres humanos en Auschwitz o Treblinka, Sebald se horroriza al contemplar la violencia de los cazadores, brutales pero también patéticos en una isla donde apenas quedan restos de vida animal. El paseo por Córcega finaliza con la fotografía de una cancela y el recuerdo de la malaria que diezmó la isla.

Los ensayos que justifican el resto del libro muestran el talento de Sebald para la lectura y la exégesis. En su estudio sobre Kaspar, de Peter Handke, aborda el conflicto entre pedagogía y libertad. Un hombre que ha crecido aislado, sin comunicación con sus semejantes, puede adquirir –aunque sea tardíamente– la posibilidad de expresarse mediante la palabra, pero la palabra no es un don gratuito, sino el tramo final de un proceso doloroso, simbolizado por el pecado original. Al convertirse en hombre, Kaspar Hauser pierde su condición de criatura adánica para devenir en historia, es decir, conciencia del tiempo. Sebald se interna en las obras de Günter Grass, Wolfgang Hildesheimer, Peter Weiss y Jean Améry para ocuparse una vez más de la política de exterminio del régimen nazi. Alemania convocó a la muerte, y la muerte acudió a su llamada. La culpabilidad es inútil si no se transforma en responsabilidad, pero el reconocimiento del dolor causado no puede abdicar del sentimiento de duelo ante el bombardeo de las ciudades alemanas. La técnica no ha humanizado a nuestra especie, sino que ha potenciado su capacidad de multiplicar la destrucción. Esta tesis –ya formulada por Günther Anders– resulta poco convincente tras el genocidio de Ruanda, donde se evidenció que la técnica no es imprescindible para llevar a cabo un exterminio. Sebald, con un pesimismo algo decepcionante, asegura que el hombre es un error evolutivo, ya que su inteligencia se muestra impotente para superar sus errores. Se muestra más lúcido al citar a Marx, según el cual «la historia de la industria es el libro abierto de las fuerzas de la conciencia humana».

Sebald no se identifica con el materialismo histórico, pues afirma que la legitimidad de la democracia alemana no puede basarse en la realización de una supuesta escatología, sino en el recuerdo de las víctimas. Al mantener su presencia en la memoria colectiva, neutraliza la tentación del olvido –inmoral e intolerable en el caso de un genocidio–. Citando a Heinrich Böll, estima que Alemania sólo recobrará su dignidad cuando «culpa, remordimiento, penitencia y comprensión se conviertan en categorías sociales y políticas», algo que aún no ha sucedido. Günter Grass rescata la imagen del perro como metáfora del «investigador meditabundo» (Kafka), «animal heráldico de la melancolía» (Benjamin), que no cesa de husmear por todas partes, «porque aquí, allá y al lado hay cadáveres en el sótano». No sería justo aplicar tan solo esa imagen a Alemania. Hay otros países infectados por el mismo hedor. Pero a cada uno le corresponde ocuparse de los crímenes suspendidos sobre su pasado. Según Böll, el viaje es para el alemán una forma de desesperación que elude la culpa y la vergüenza, constantes y contundentes como caracoles en su silencioso caminar. El territorio de la expiación no es la nada, sino la melancolía, que pretende vencer a la muerte, invadiendo su propio dominio. Sebald aprecia la obra de Peter Weiss porque intenta ir más allá de la memoria abstracta. No se trata de hablar del sufrimiento de las víctimas, sino de participar en él, reviviendo su impotencia. Es la experiencia que nos ofrece Jean Améry frente a la tortura. La tortura no es sólo una herramienta para amedrentar, humillar u obtener información, sino la esencia del totalitarismo, donde ser hombre significa poder destruir al otro, negar su derecho ontológico a existir. Améry se reconoce atascado en el resentimiento, pero no concibe la posibilidad de avanzar. El que ha sido torturado sigue torturado el resto de su existencia. Exiliado de la vida, Améry se suicida, porque cuando se agotan las palabras, el superviviente se queda sin otra posibilidad.

Sebald escribe sobre Nabokov (fascinado por el funicular), Chatwin (viajero incansable que, sin embargo, nunca abandonó el territorio de la infancia) y Kafka, convertido en viajero por una posteridad, que no se ha conformado con analizar su obra, sino que la ha situado en escenarios futuros o imaginarios. Kafka va al cine es un original ensayo de Hanns Zischler, que especula sobre la actitud del escritor frente a una pantalla. Es fácil presuponer que la fugacidad de las imágenes habría fascinado a un hombre con el anhelo de disolver su identidad personal. Kafka contemplaba con inquietud la fotografía, pues la reproducción de la realidad le parecía tan banal como una copia mediocre. Podría decirse que sus argumentos anticipan el famoso ensayo de Walter Benjamin («La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica», 1936), pero sólo son hipótesis, no menos fantásticas que los montajes de Jan Peter Tripp, mostrando a un Kafka envejecido en la Alemania nazi, tal vez fotografiado por última vez, antes de ser deportado a un campo de exterminio. En esta ocasión, el tiempo hizo imposible lo probable, restando a la infamia un peldaño en su descenso hacia el mal absoluto.
 

Campo Santo se cierra con dos textos autobiográficos («Moments musicaux», «Un intento de restitución») y el «Discurso de ingreso en el Colegio de la Academia alemana». Sebald relata su experiencia con la cítara, un instrumento que se convirtió en potro de tortura durante su frustrado aprendizaje. La última pieza interpretada a los doce años se prolongó de forma irreal y despertó una definitiva aversión hacia la ejecución musical que, sin embargo, no se extendió a la música como placer estético. Una pasión tan duradera como la geografía y la literatura. Situada en el corazón de Europa, Sebald concibe Alemania como una «patria oscura». El poder de restituir la justicia no corresponde a la ciencia ni a la historia, sino a la literatura. Sólo ésta puede actualizar el pasado, devolver la palabra a las víctimas. Para Sebald, el arte es más real que los hechos. Desde Inglaterra, Alemania siempre le pareció «peculiarmente irreal», pero su inesperada admisión en la Academia legitima una trayectoria marcada por una vivencia trágica de sus orígenes.

En el caso de Sebald, la búsqueda de pecios no es arqueología gratuita, sino justicia poética. Campo Santo roza la perfección en las páginas sobre Córcega. El resto del libro es admirable, pero está situado en un peldaño inferior, sin llegar a descompensar el conjunto. Hay, no obstante, momentos memorables, como la incursión en la literatura de Kafka. Sebald rescata al viajero decimonónico, pero con el desengaño de una cultura que vive con el imperativo moral de que Auschwitz no se repita nunca más. En sus ensayos, hay un esfuerzo de comprensión, pero también la huella de una experiencia interior, la transformación que se opera en el lector tras encarar el texto. Campo Santo es una obra que no responde a una intención preconcebida, pero el acopio de materiales no produce disonancia, sino el preciso equilibrio de los libros que se justifican por sí mismos. 

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