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Gente como usted y como yo

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La mañana es luminosa y brillante, pero muy fría. Desde que cesó de nevar, el mercurio de los termómetros detiene su ascenso diurno antes de llegar a la cota de los cinco bajo cero. Para llegar a Sachsenhausen, el más importante de todos los Konzentrationslager cercanos a Berlín, es preciso adquirir un suplemento que permita extender la validez de la Tagekarte hasta la zona C, que no ofrece mayores atractivos a los turistas. El tren suburbano que sale de la estación de U-Bahn de Friedrichstrasse en dirección nordeste, atraviesa los distritos de Wedding y Reinickendorf, que formaban parte del sector francés, hasta detenerse en Oranienburg, en el antiguo territorio controlado por los soviéticos. En total son unos cincuenta minutos de recorrido a través de zonas muy urbanizadas y cuya variada composición social puede deducirse con escaso margen de error a partir de la vestimenta de las personas que suben al tren en las sucesivas paradas.

Desde Oranienburg hasta el hoy llamado Memorial y Museo de Sachsenhausen todavía hay que caminar algo menos de dos kilómetros a través de calles bordeadas por edificios y chalets habitados –hoy y entonces– por familias corrientes, como la suya o la mía. De hecho, los muros que bordean al campo de concentración no distan más de medio centenar de metros de las viviendas más próximas.

Hoy se accede al campo por una entrada diferente a la original. Se recorre luego una exigua avenida en cuyos bordes se han erigido pequeños memoriales a las víctimas: presos políticos, judíos, prisioneros de guerra de distintas nacionalidades, gitanos, homosexuales: no hay ninguno dedicado a los numerosos «asociales», «degenerados» y delincuentes comunes que también fueron asesinados en las instalaciones. Luego se llega al edificio administrativo y a la verja de acceso, en la que, como uno espera, se lee «Arbeit Macht Frei». Uno tiene la sensación de que si la jaculatoria no estuviera nos estarían estafando: sin ella el campo no sería auténtico.

Pero lo es. Sachsenhausen fue construido en 1936, poco después de que el Reichsfürer SS Heinrich Himmler se hiciera con el control absoluto del sistema policial del régimen. Su importancia dentro del universo concentracionario nazi creció rápidamente, como lo prueba el hecho de que, en 1938, se trasladara allí la Inspección General de todos los Konzentrationslager. Desde 1936 hasta 1945 funcionó como campo modelo y de instrucción para funcionarios y directivos, como campo de concentración y castigo, como lugar de distribución de prisioneros hacia los campos de exterminio construidos en los territorios conquistados por el Reich, y como centro piloto de experimentos médicos y «eutanásicos». Durante ese período pasaron por allí unas doscientas mil personas, de las que casi una cuarta parte fue asesinada o murió víctima del hambre, el frío y la brutalidad ejemplarizante de administradores y guardianes. Visitar hoy las instalaciones restauradas y más bien asépticas –desde los barracones hasta las salas de «patología» o el crematorio donde, en 1943, se realizaron pruebas con gases asesinos– proporciona, en todo caso, una idea tenue y más bien «histórica» de lo que fue el Horror. Como ocurre siempre cuando se trata de entender desde lejos el espanto que han padecido otros, uno no se queda con lo más significativo, sino con una anécdota que se enquista en el alma y adquiere un inexpresable sentido. A mí me estremecieron los azulejos, de un blanco ya gastado, con los que está alicatada la «sala de disección»: en su centro se levanta una larga mesa, construida toda ella también con azulejos, provista de un pequeño desagüe. Estoy seguro de que pensaré siempre en ese agujero cuando pronuncie el adjetivo «ominoso».

Los campos no fueron secretos. Una de las cosas que más me han llamado la atención del moderadísimo libro de Robert Gellately BackingHitler, Consent and Coercion in Nazi Germany (traducción en Crítica con el título, más suave, de No sóloHitler) es, precisamente, la enorme publicidad que se dio a su existencia. Cierto que la prensa ofrecía una imagen más bien idílica de la actividad que en ellos se realizaba: más en la línea de la «terapia de trabajo» para rehabilitar a descarriados o enemigos del régimen que de campo de castigo o, en su caso, de exterminio. El propio Himmler explicaba a sus compatriotas que los campos eran el lugar apropiado para los desechos dela sociedad: «ninguno de ellos está preso sin razón; son sobras de la criminalidad, de los descastados. No existe una demostración más viva de la herencia genética y de la raza […] que un campo de concentración semejante. En ellos hay individuos con hidrocefalia, bizcos, criaturas deformes, medio judíos, y una serie interminable de tipos inferiores desde el punto de vista racial. Allí están reunidos todos ellos». Pero lo cierto es que los alemanes corrientes –gentes como usted y como yo–, la inmensa mayoría de los cuales respaldó a Hitler y su régimen hasta más allá del verano de 1944, tenían elementos suficientes para introducir, al menos, las cuñas de la duda en el discurso de la propaganda. Los campos se integraban en el entorno de las poblaciones. Y algunos, como sucedió en Dachau, se convirtieron en motivo de expectativas para el ulterior desarrollo económico de la comarca. Una de las actividades que realizaban los reclusos (también en Sachsenhausen) era trabajo esclavo para empresas de solera industrial como AEG, Siemens o Krupp.

Los alemanes corrientes que vivían al otro lado de la calle o muy cerca de las verjas electrificadas tenían que saber. Como los vecinos de El Escorial, por poner un ejemplo bastante menos siniestro, tuvieron que saber quiénes construían el Valle de los Caídos. Consenso y miedo. Miedo y consenso. Esa fórmula es el cemento de las más atroces dictaduras. Y también, por supuesto, la Realpolitik: en 1945 –y hasta su clausura definitiva en 1950– las instalaciones de Sachsenhausen fueron heredadas y acondicionadas por los soviéticos para construir el llamado «Campo especial soviético n.° 7», en el que, aprovechando que el Speer pasa por Berlín, la NKVD no se limitó a recluir a responsables de las atrocidades nazis. También entonces los vecinos del campo lo sabrían. Igual que los administradores franceses, ingleses y norteamericanos de la cercana capital.

¿Más miedo o más consenso? Depende de cómo vaya la feria, claro. A partir de finales de 1944, tras Normandía y en plena ofensiva soviética, el consenso se fue difuminando. Ya no se podría decir de aquellos alemanes lo que ha expresado Gellately para explicar el anterior apoyo de masas a Hitler: «En suma, la mayoría de la gente parecía dispuesta a aceptar la idea de vivir en una sociedad vigilada y a prescindir del ejercicio de libertades que normalmente identificamos con las democracias liberales, a cambio de unas calles sin delincuencia, una vuelta a la prosperidad y lo que consideraba un buen gobierno». La tentación aún existe. Tomemos nota.

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