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Camboya, otra vez

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Durante años me había resistido a volver a Camboya, pero la reciente visita de unos amigos cambió mi decisión. Los viajeros no conocían Phnom Penh e insistían en incluir la ciudad en un itinerario turístico que yo había limitado al sur de Vietnam. Me escudaba en que ellos ya conocían Siem Reap y el cercano Angkor y, con eso, habían visto todo lo que merece la pena verse en el país. No era verdad y yo lo sabía; mi contumacia se debía a que yo no quería volver allí. Pero Saigón está a tiro de piedra de la capital de Camboya y hay autobuses prácticamente a todas las horas del día. Sólo tardan un poco más que el avión y permiten hacerse una idea del paisaje camboyano. Fue la mía una resistencia inicialmente firme pero, a la postre, vencida, porque me sentía incapaz de dar una explicación razonable a mi empecinamiento; así que, por no sentar plaza de cabezota, me vi subido al autobús y resignado a trastear de nuevo con Phnom Penh, más una obligada extensión a Siem Reap.

La verdad que me resistía a confesar es que Camboya me deprimía.

Entre 2001 y 2005 la había viajado a fondo y no sin provecho. Visitas a Angkor me avisaron de lo limitado de un universo mental donde el mundo grecorromano fuese el centro de la historia, si acaso con China de telonera. En aquellos años, el lugar era aún relativamente desconocido y uno podía pasar las horas muertas ante los bajorrelieves de Angkor Wat y del Bayon sin interrupciones de otros curiosos. Imponía la grandeza del imperio jemer en sus días de antaño; y los mitos hindúes, como el desjugar del Mar de la Leche a pachas entre semidioses (devatas) y demonios (asuras); y las batallas con los rivales en Mon y en Cham; y los ritmos de culto, trabajo y placer que ceñían la vida cotidiana. En la galería sur de Angkor Wat me esperaba mi manga favorito: un inventario de los treinta y siete cielos y los treinta y dos infiernos que aguardan a los mortales. Como en el Dante, los atroces castigos de los infiernos tenían un valor de verdad superior al de las recompensas celestes, pues aquéllos, por sabidos y experimentados, resultan lamentablemente verosímiles, en tanto que éstas últimas, en su improbabilidad, desafían de consuno a la imaginación.

Hoy, Angkor Thom, como pude comprobar hace un par de semanas, se ha convertido en otro parque temático, donde el sosiego y la contemplación son imposibles. En mis dos días de visita, traté de recrear las meditaciones del pasado, defendiendo mi espacio a codazo limpio frente a turistas chinos, coreanos, japoneses y demás. En vano. En el monasterio de Ta Phrom, finalmente rescatado de los estragos de los kapoks (ceiba pentandra) gracias a una excelente restauración dirigida por arqueólogos indios, el Pabellón de las Bailarinas luce espléndido y uno admira el triunfo sobre la naturaleza de los arquitectos jemeres en su ordenación de los espacios sagrados y profanos; pero lo que el personal retrataba con furia era todo lo contrario: un par de higueras estranguladoras que los restauradores habían dejado para el recuerdo y que cernían sus raíces, como las garras de un tigre o el abrazo de una serpiente pitón, sobre los paramentos de la cuarta Gupara del oeste.

Pero no era ésta la causa de que me hubiese resistido a volver a Camboya. En cualquier caso, hubiera sido la mía una depresión sobrevenida y, por lo que me toca, injustificada. No tengo derecho a imponer mis gustos, normalmente elitistas, a las masas de turistas que han pagado su entrada al recinto, aunque se pirrien por lo charro. Por banales que puedan parecerme, sus intereses son tan legítimos como los míos.

Tampoco podía trazar mi desaliento con Camboya hasta Phnom Penh. Desde los tiempos de la colonia, la entonces capital de la Indochina francesa se había beneficiado de un planeamiento urbano que recordaba el de algunas ciudades del Midi; con un clima aún más soleado y una barroca vegetación tropical, eso sí. Una ciudad donde la vida es bastante más fácil y placentera que en Saigón. En Phnom Penh pasé la navidad de 2005, rodeado de un grupo local de Pères Noel, mucho más delgados que el original, lampiños por añadidura, que asesinaban villancicos occidentales, por completo incongruentes con el budismo de sus intérpretes, en los cafés del paseo Sisowath. Días más tarde, en Año Nuevo, me daba un chapuzón en una playa desierta cerca de Sihanoukville, mientras recordaba con hipócrita Schadenfreude a mis allegados que viven al norte del paralelo 42 y que estarían chupándose los dedos de frío. No son éstas cosas que empujen a la depresión.

Lo que me podía en Camboya no era tampoco su brutal pobreza, ni la inigualable violencia de su pasado reciente, ya fuera con la represión de Sihanouk contra la oposición democrática que llevó a tantos a optar por la guerrilla comunista (1954-1970); ya la del régimen corrupto de Lon Nol (1970-1975) y los criminales bombardeos estadounidenses para mantenerlo en el poder sin arriesgar bajas propias; ya la barbarie del régimen de los méroux o jemeres rojos (1975-1979), que uno no puede calificar porque para eso necesitaría un vocabulario superior al que asimila una mente normal. Pero también en Vietnam y en Laos se cometieron atrocidades similares y la pobreza no es una desconocida en ambos países, ni en sus vecinos cercanos: el Isan tailandés o las provincias de Yunan o Guangxi en China. Lo que en 2005 me apabullaba en Camboya era la pasiva transigencia de la mayoría con la desesperación. No había salidas, te decían, y evocarlas era otra pasión inútil. Algo semejante iba a asaltarme un par de años después en Birmania. Y como soy de natural optimista, las puertas cerradas, lejos de resultarme aceptables, me empujan a la melancolía. Así que juré no volver por ninguno de esos dos países si podía evitarlo.

Philip Short, autor de una documentada biografía de Pol Pot, propone para explicar el desespero camboyano una teoría que recuerda a la de Ortega para Andalucía. En síntesis, la naturaleza ha permitido a los camboyanos, durante siglos, llevar una vida fácil dominada por la ley del menor esfuerzo. Los arrozales en torno al Tonle Sap, inagotable fuente de proteínas piscícolas, más los frutos silvestres que crecían por doquier, no empujaban precisamente al esfuerzo y a la innovación. ¿Para qué dos o tres cosechas anuales de arroz cuando una sola daba para contentar las bocas? Añádase el budismo theravada con su idea de la samsara, ese fluir de la vida que nos desvía de la iluminación interior y sólo puede romperse con el desdén por sus ilusiones (maya), y pronto damos con la clave de la indiferencia camboyana ante el mal, la injusticia y la pobreza.

Nunca he sido un entusiasta de las monerías culturalistas, ni siquiera de las del maestro madrileño, así que no voy a caer en la trampa de Short. Si así lo hiciere, tendría que expulsar de la cultura camboyana precisamente a quienes la llevaron a su máximo esplendor. No parece que los reyes jemeres que dominaron el sudeste asiático por varios siglos ni sus súbditos tuvieran creencias distintas de sus descendientes actuales, pero ellos no mostraban indiferencia alguna por las conquistas y por la buena vida. Algo tuvo que pasar entre medias.

Como no soy especialista en historia jemer, no puedo apuntar cuándo y cómo sucedió la cosa, pero sí conocemos los resultados ya aludidos. Y se me ocurre otra explicación para la resignación ante su suerte de la mayoría de los camboyanos. La decadencia de Angkor vino acompañada de terribles luchas por la apropiación de un excedente menguante. Los grupos más poderosos, desde el rey hasta los terratenientes, los recaudadores de impuestos, los prestamistas y los burócratas militares y locales fueron reduciendo a la mayoría de la población campesina a la más estricta supervivencia. Cada nuevo episodio de dominación, desde la colonia francesa y aún antes, suponía una vuelta al torniquete de su opresión. Desgraciadamente para los progres que aún leen cuentos de hadas políticamente correctos, el nadir total llegó bajo los méroux (jemeres rojos). La eliminación del dinero; la formación de comunas agrarias; la regimentación de las actividades sexuales a los períodos fértiles de las mujeres; la separación de padres, madres e hijos; los comedores colectivos y otros logros de la misma calaña, dan la razón a una aguda observación de Short. Los méroux inventaron, efectivamente, una nueva forma económica y social: el esclavismo de Estado. Y, con el arma más eficaz a su alcance, los esclavos hicieron todo lo posible por reducir su productividad y no dar palo al agua.

Pero algo me distancia todavía del esencialismo cultural de Short. Esa pasividad que él considera parte principal de la identidad camboyana es bastante menos pétrea de lo que  aparenta. En Siem Reap, gracias a la magia de Angkor y al dinero de los turistas que no me dejaban contemplar a gusto el Bayon, la auri sacra fames es una pleamar que levanta a muchos barcos. El Phnom Penh de 2012 ha dejado atrás al de 2005. Más allá de los del paseo Sisowath, que es aún el centro para los turistas internacionales, florecen cafés y restaurantes frecuentados por camboyanos en el bulevar Norodom y en la calle Pasteur, hay tiendas exclusivas en la calle 240, brotan nuevos hoteles que emplean a muchos trabajadores. En el resto del país, la industria y los servicios contribuyen a la economía bastante más que la agricultura. La renta disponible ha dejado de ser un trasgo que mora tan solo en los manuales de economía. Camboya parece haberse finalmente contagiado del deseo de mejorar que uno aprecia en toda Asia; y los méroux se han convertido en una pesadilla sólo apta para los mayores de cuarenta años, en una población donde la abrumadora mayoría está por debajo de esa edad. Se diría que, por fin, los camboyanos empiezan a comprender que otro mundo es posible. Ya veremos.

Así que ya tengo una reserva de hotel en Phnom Penh para mis próximas vacaciones.

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Ficha técnica

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