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Humo

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Concluida la última nota de esta ópera, un Fa sostenido en fortissimo cantado por el personaje de Ennis del Mar en solitario tras un rotundo acorde de arpa, piano y percusión, y descendido ya el telón, no es fácil adivinar qué ha podido atraer hasta su estreno en Madrid a decenas de críticos musicales extranjeros y a un puñado de directores de teatros de ópera internacionales. O por qué esta versión operística de Brokeback Mountain ha ocupado tantas páginas de tantos periódicos de todo el mundo. ¿Dónde estaba exactamente la noticia? No podía tratarse, a buen seguro, de que Charles Wuorinen –un nombre con cierto prestigio minoritario en Estados Unidos, y con el inevitable premio Pulitzer a sus espaldas, pero apenas conocido o interpretado en Europa– estrenara una ópera. Tampoco de que Annie Proulx, otra galardonada con el Pulitzer, hubiera escrito su libreto, ni de que Ivo van Hove fuera el responsable de la puesta en escena o Titus Engel de la dirección musical. Y la presencia de cualquiera de los cantantes del reparto parecía asimismo incapaz de justificar por sí sola un interés tan desorbitado. Ni siquiera el argumento podía despertar la más mínima curiosidad, ya que debía de ser bien conocido de antemano por todos, no tanto, muy probablemente, por haber leído el relato original de Proulx, publicado en su origen en las páginas de The New Yorker, como por haber visto en su momento la premiadísima película dirigida por Ang Lee, uno de los grandes éxitos cinematográficos de 2005.

No es tampoco la primera vez que una misma trama viaja del cine a la ópera, o que realiza el recorrido inverso. Así las cosas, la respuesta más probable, amén del indudable buen trabajo previo agitando las aguas llevado a cabo por los responsables de prensa del Teatro Real, apunta a la propia especificidad del argumento como la causa última para haber originado tanto revuelo. Brokeback Mountain, como es bien sabido gracias a la película, trata de la furtiva relación homosexual entre dos vaqueros, mantenida a lo largo de los años en encuentros esporádicos que rememoran el tiempo iniciático que pasaron juntos, solos y aislados, siendo aún muy jóvenes, en la montaña que da título al relato y –ahora también– a la ópera. Sus vidas son convencionales, ambos se casan y tienen hijos, pero son aparentemente infelices excepto cuando lo dejan todo y se pierden juntos en medio de la naturaleza, lejos del resto del mundo.

Todo este trajín de críticas y crónicas a que ha dado lugar la conversión de este argumento, por lo demás bastante banal, en libreto de ópera dice muy poco a favor de esta en cuanto forma de expresión artística. Es como si la ópera, condenada a pervivir anclada en tantas convenciones seculares, fuera un género a remolque de otros, situado muchos metros por detrás del cine o del teatro a la hora de abordar o hacer visibles determinados temas: en este caso, una relación homosexual en un mundo tradicionalmente tan hetero, tan macho, como el de los vaqueros estadounidenses. Pero, ¿tiene acaso más supuesto morbo ver a dos vaqueros besándose o manteniendo relaciones sexuales en el escenario de un teatro de ópera que en el de un teatro convencional o en la pantalla de un cine? Si es así, hay que insistir en ello, flaco favor le hacen a la ópera quienes han participado en todo este tinglado mediático o, peor aún, quienes se han dejado arrastrar por él.

Sorprende también, claro, que una ópera ambientada en Wyoming, con un compositor y una libretista norteamericanos, se estrene en Madrid, del mismo modo que la pasada temporada causaba asombro que el Teatro Real fuera el escenario elegido para dar a conocer una nueva ópera sobre Walt Disney del compositor, también estadounidense, Philip Glass. Ambos estrenos –y sendas flores de un día– se hallan, de hecho, interrelacionados y forman parte del equipaje con que abandonó a toda prisa Gerard Mortier la New York City Opera después de presentar su dimisión. Las dos óperas fueron encargadas en su origen para representarse en aquel teatro, no en Madrid, y habremos de convenir que Walt Disney o una historia de vaqueros en las montañas de Wyoming parecen tener, al menos de entrada, mejor acomodo a aquel lado del Atlántico. Pero el gestor belga, todo un experto en arrimar siempre el ascua a su sardina, hizo de ambos encargos una cuestión personal y acabaron aterrizando en Madrid en la misma maleta y con idéntica naturalidad con la que Mortier nos ha traído otros títulos procedentes esta vez de lo que podríamos llamar su fondo de armario, es decir, producciones encargadas por él mismo, y ya estrenadas y rodadas previamente, en teatros o festivales en los que había ocupado una responsabilidad artística antes que en Madrid. Es el caso, sin ir más lejos, del Tristan und Isolde dirigido escénicamente por Peter Sellars, cuya producción alterna sus funciones estos mismos días en el Teatro Real con Brokeback Mountain. Así, en la partitura de esta última, publicada por la editorial Peters, puede leerse en la página 3 esta curiosa leyenda: «Encargada por la Fundación del Teatro Real de Madrid (y coencargada por la New York City Opera)». Desde septiembre de 2013, la New York City Opera ya no existe, como puede leerse en la lacónica nota necrológica que aparece en lo poco que queda de su página web. Lo cual nos lleva a imaginar otra respuesta, un tanto rocambolesca, a la pregunta planteada más arriba: todo este desmedido interés que se ha generado ha sido una manera de brindar un homenaje póstumo por parte de los profesionales del medio a un teatro de ópera que, arrastrado por la crisis, se ha visto obligado a cerrar sus puertas para siempre después de setenta años de historia, casi siempre a la sombra de la poderosa Metropolitan Opera. La «ópera del pueblo», como la llamó Fiorello La Guardia, el alcalde de la ciudad cuando se inauguró en 1943, ya es historia, y Brokeback Mountain, que iba a representarse originalmente en ella, puede entenderse casi como un homenaje póstumo. Quién sabe.

En una reciente entrevista concedida a The New York Times, Gerard Mortier llora el cierre de la New York City Opera, de la que fue fugaz director, y afirma que era necesaria en una ciudad para Nueva York a fin de que sus habitantes pudieran acceder a títulos como, precisamente, Brokeback Mountain que, en su opinión, no pueden representarse en el escenario del Metropolitan («works the Met cannot try out, like Brokeback Mountain»). Es este un argumento falaz porque, si bien este último es un teatro volcado en el repertorio tradicional, como lo son casi todos sus congéneres en las grandes ciudades del mundo, también acoge regularmente estrenos y nuevas partituras. Uno de sus mayores éxitos recientes es, sin ir más lejos, la producción de The Tempest, del compositor británico Thomas Adès, dirigida por Robert Lepage, cuya publicación en DVD no deja de cosechar premios. ¿Es más vanguardista acaso Brokeback Mountain que The Tempest? ¿Es más accesible la música de Thomas Adès (Londres, 1971) que la de Charles Wuorinen (Nueva York, 1938)? La respuesta sólo puede ser negativa en ambos casos. De modo que, sin decirlo expresamente, parece que también Mortier está apuntando a la relación homosexual que plantea Brokeback Mountain como el motivo que dificulta o impide su acceso a un teatro conservador. El Real también lo es, por supuesto, pero nadie se ha desgarrado las vestiduras al ver a los dos vaqueros compartiendo verticalmente el exiguo espacio de una pequeña tienda de campaña o abrazados en calzoncillos en la cama de un motel. Ya somos todos mayores y no puede cocerse un escándalo donde no hay ingredientes ni temperatura suficientes para que nazca. Aun así, Mortier no ha desaprovechado la ocasión para lanzar una de sus andanadas en esa misma entrevista a The New York Times: «Sí, estoy luchando como siempre. Tengo que decir que este es el teatro [el Real] más conservador con el que he trabajado. La ciudad es muy moderna y liberal y abierta. Pero el público de la ópera son nuevos ricos y se han educado con Zeffirelli»«Yes, I’m fighting as always. I must say this is the most conservative house I have worked with. The town is quite modern and liberal and open. But the opera audience is nouveau riche and educated on Zeffirelli».. A sus setenta años, y seriamente enfermo, sigue disfrutando con su papel de enfant terrible.

Brokeback Mountain debe defenderse, como cualquier obra de arte, por sus valores intrínsecos, al margen de polémicas artificiales o inventadas. Y, a tenor de lo visto y oído en Madrid, no parece difícil afirmar que esta producción en concreto, y la ópera como tal, pasarán muy pronto a engrosar la interminable lista de títulos arrumbados en el olvido. Especialmente porque su libreto es tan indeciblemente pobre, torpe y ramplón que sólo una música colosal podría haber compensado semejante carencia. Así ha sucedido en no pocos casos: el genio musical y la intuición dramatúrgica de un Haendel, un Rossini, un Bellini o un Puccini eran capaces de hacer olvidar libretos banales e intrascendentes. Y hay ejemplos contundentes de cómo la música o las imágenes pueden volver inmortal un texto: ¿quién recordaría, por ejemplo, la obra teatral Ordet, de Kaj Munk, si Dreyer no la hubiese convertido en una de las mejores películas de todos los tiempos? Y, mutatis mutandis, ¿quién sabría hoy del poema The Borough, de George Crabbe, si Britten no hubiera compuesto Peter Grimes?
Charles Wuorinen lo tenía aún más difícil, porque en el drama de Munk o el poema de Crabbe estaban ya bien plantadas las semillas que florecieron luego en un entorno diferente. Se trata, sin duda, de un compositor con oficio, con más de medio siglo de carrera a sus espaldas, pero ni ha frecuentado el género dramático (salvo Alban Berg o György Ligeti, por citar dos ejemplos del siglo XX, pocos compositores han acertado de lleno en su primer empeño operístico) ni su lenguaje musical parece lo suficientemente rico y flexible para adaptarse, engrandeciéndolo, a un texto preexistente. Su música es funcional, eficaz, y se diría destinada a poder agradar a todos los públicos: ni irrita a los conservadores ni defrauda a los modernistas. Pero el primer acto se resiente de tantos breves interludios orquestales, en buena medida reiterativos o ingenuos (como con ese despliegue de graves –contrafagot, tuba y contrabajos en el arranque de la ópera, por ejemplo– para simbolizar la montaña y su grandeza), y, en general, el planteamiento musical carece de los necesarios contrastes. Wuorinen peca de exceso de intensidad, casi una escena tras otra, y para cuando llegan esos momentos en los que toda ópera se la juega, aquellos en los que toda la ficción de la trama y de esos personajes que expresan cantando sus sentimientos cae por los suelos para dar paso a la verdad teatral, el oyente ya está fatigado de tanto vapuleo sonoro y poco dispuesto a dejarse engatusar por las emociones. Un menor número de clímax y mejor preparados habrían hecho ganar a la ópera en credibilidad y en potencia dramática.

Pero las vías de agua de este Brokeback Mountain no vienen del lado de la música, que es correcta y funcional, sino precisamente, hay que volver sobre ello, de parte del libreto. El relato original de Annie Proulx era sencillo, previsible y literariamente intrascendente. Si ha encontrado lectores ha sido únicamente porque han llegado a remolque de la película de Ang Lee, que con un reparto sensacional, un espléndido guión (muy superior al relato en que se inspira), unas localizaciones perfectas y una dirección impecable del director taiwanés, logró un producto cinematográfico de gran calidad. Sorprende por ello seguir leyendo declaraciones de Proulx en las que se muestra muy crítica con la película, que le ha reportado una fama con la que jamás podría haber siquiera soñado (Wuorinen quedó también inicialmente fascinado por la película, no por su texto). Y produce pasmo saber que Mortier defiende que la ópera no es tan sentimental como la película, defendiendo, como siempre, a capa y espada, y contra viento y marea, lo que considera en última instancia «su» producto, «su» criatura, aunque no haya compuesto una sola nota de la partitura ni haya escrito una sola palabra del libreto.

La ópera, más que sentimental, es sentimentaloide. Lo que resultaba creíble y natural viendo actuar a Heath Ledger y Jake Gyllenhaal es aquí, en cambio, de cartón piedra, artificioso, forzado, postizo. El relato original de Proulx dejaba numerosas zonas de sombra que habían de ser completadas por la imaginación del lector. Dominaba el narrador sobre los diálogos, pero en una ópera hay que escribir sí o sí el texto que han de cantar los personajes, por lo que la acción descansa enteramente en estos monólogos o diálogos. Para Proulx se trataba de su primer libreto de ópera y la inexperiencia asoma por doquier. Debió de releer ejemplos históricos y, de alguna manera, trató de imitarlos, con lo cual nos encontramos la curiosa paradoja de escuchar una música nueva con un libreto viejo, trasnochado. Basten un par de ejemplos. Después de su primer encuentro sexual, los vaqueros salen de la tienda y cantan un dúo con textos diferentes que reflejan no lo que dicen, sino lo que piensan, en la más rancia tradición operística. Ennis del Mar: «¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo? Lo que ha pasado parecía estar bien. Nuestros cuerpos no son diferentes y, sin embargo, lo son. Pero sé que está mal. Él me calma, me toca, cura mi soledad. Pero, ¿quién soy yo ahora?»«Our bodies are not different and yet they are. He calms me, he touches me, he heals my loneliness. But who am I now?». Jack Twist: «Él estaba borracho. Y yo también. Pero fue algo más que sexo rápido. Había algo más. Algo salvaje y especial. Él siente algo por mí»«He was drunk. And so was I. But it was more than quick sex. There was somethin more. Somethin wild and special. He’s got feelins for me».. Todo demasiado obvio, demasiado explícito, demasiado primario: se respetan las convenciones de un libreto dieciochesco a la vez que pretende hacerse una ópera que se quiere del siglo XXI.

En el segundo acto, la relación entre Jack y Ennis ya está consolidada y asistimos al desarrollo de las tristes vidas conyugales de ambos. De vez en cuando se oyen frases de este cariz: «Es una pena que no seas tan bueno en la cama como vendiendo tractores»«Too bad you are not as good in bed as you are selling tractors»., le espeta a Jack su mujer, Lureen. Poco después –y de nuevo parece ser la larga sombra de las viejas reglas del género–, a Proulx no se le ocurre nada mejor que hacer aparecer al fantasma del padre de Lureen tras una ridícula aria en la que ella se queja de su marido y del poco caso que le hace ante el retrato de su difunto padre. Ni corto ni perezoso, este se aparece en forma de espectro, y en el momento quizá más grotesco, pero pretendidamente dramático, de la ópera, le canta: «Hija, no te asustes. Me has llamado y he respondido. Hasta eso puedo hacer. Y desde donde estoy ahora tengo una auténtica visión oscura de esa serpiente venenosa. Peor de lo que te piensas, y no es con chicas de los rodeos con las que anda enredándose»«Daughter, don’t be scared, now. You called and Ah answered. Ah can do that much. And from where Ah am now Ah git a real dark look at that sidewinder. Worse than you thank, and it aint buckle bunnies he’s messin with, neither».. Lureen: «¡Papá! ¡Papá! ¡No puedo creerlo!»«Daddy! Daddy! I can’t believe this!».. El fantasma: «Mejor créelo. Sólo me quedan unos pocos segundos. Protegeré a mi niñita. He hecho algunos contactos aquí. A ver qué puedo hacer…»«Better believe it. I only got a few seconds left. Ah will protect my little gal. Ah made some contacts here. See what Ah can do…».. Los fantasmas son un terreno muy resbaladizo para un escritor, y Proulx no da una sola muestra de poseer la sutileza o la sabiduría literaria de un Henry James o un Joseph Sheridan Le Fanu.

En el segundo acto, Proulx se siente obligada a estirar la historia artificialmente, cayendo una y otra vez en banalidades: «Todos los quebraderos de cabeza desaparecen cuando volvemos a las montañas. Es como si volviéramos a ser dos niños con todo el mundo delante de nosotros. Podemos hacer cualquier cosa»«All the headaches go away when we get back in the mountains. It’s like we’re both kids again with the whole world in front of us. We can do anything»., le dice Ennis a Jack. Poco más adelante, este, «con amargura cada vez mayor»«with increasingly bitterness»., como indica el libreto, canta: «Cuando era un niño quería ver los lugares del mundo, quería ir a todas partes. Ser feliz. Quería enamorarme. Y lo hice. Lo hice. Ojalá supiera cómo dejarte»«When I was a kid I wanted to see the places of the world, I wanted to go everywhere. To be happy. I wanted to fall in love. And I did. I did. I wish I knew how to quit you».. El problema es que tanto uno como otro son personajes con muy poco recorrido, extremadamente planos, por lo que la necesidad de inventar escenas entre ellos se traduce en la reiteración de lugares comunes y confesiones poco creíbles. Hay detalles literalmente incomprensibles, como la reacción de Ennis cuando Lureen le informa por teléfono de la muerte de Jack en un accidente meses atrás: «Lo vi en mayo y estaba guapo»«I seen him in May and he was – beautiful».. «Guapo, guapo», repite el coro en su única intervención en la ópera, acentuando el non sequitur de Ennis. Su larguísima aria final, en casa de los padres de Jack, se hace interminable y Proulx vuelve a dejar patente en ella su inexperiencia dramatúrgica (secundada en este caso por Wuorinen, que aprovecha para sacar su vena más lírica). Todo lo que debería quedar implícito se explicita con frases que es imposible que emocionen: «Jack, estoy roto de amor […]. Es como si me hubieran cortado el corazón y no quedara más que una pequeña mancha de sangre. […] Jack, lo juro. Juro que nunca habrá nadie más que tú. En mi vida sólo has sido tú y no habrá nunca nadie más que tú. Jack, lo juro»«Jack, I’m choked up with love. […] Feels like my heart’s cut out, nothin there but a little stain a blood. […] Jack, I swear. I swear there will never be anybody but you. It was only you in my life and it will always be only you. Jack, I swear»., y es con este último verbo con el que canta ese solitario Fa sostenido con el que se acaba, por fin, la ópera.

Encarnar a este plantel de personajes obligados a cantar cosas tan triviales y poco creíbles no es tarea fácil. El barítono Daniel Okulitch como Ennis y el tenor Tom Randle como Jack hacen lo que pueden por sacar adelante a los dos malhadados vaqueros. El primero tiene algo más de recorrido dramático, desde el joven triste y monosilábico que conocemos al principio hasta este enamorado locuaz y casi decimonónico de la escena final, mientras que en el segundo apenas se produce ninguna transformación, encasillado desde el comienzo en la tarea de vencer las resistencias de su amigo para lograr que aflore su verdadera sexualidad. Los secundarios son sombras borrosas y, en algunos casos, ridículas. La palma se la llevan ambas esposas: Alma es aquí una mujer permanentemente enfadada y gritona, mientras que Lureen parece no tener otro recurso para dejar de estar en la inopia que refugiarse en la figura de su padre, vivo o muerto. Ni Heather Buck ni Hannah Esther Minutillo lograron hacer creíbles ni por un segundo a sus dos personajes (y que sí invitaban a la empatía, en cambio, cuando les dieron vida Michelle Williams y Anne Hathaway en la película de Ang Lee). A fuer de ser justos, hay que admitir que sí hubo un atisbo de destello de veracidad operística cuando, casi al final, la veterana Jane Henschel encarnó a la madre de Jack, bien secundada por Ryan MacPherson como su marido. Fue ahí, con el escenario vacío, y con dos buenos cantantes-actores, donde se concentró lo poco salvable de esta ópera, dirigida más que correctamente por Titus Engel, que condujo con gesto firme y preciso (los cambios de indicaciones de compás se suceden incansablemente a lo largo de la partitura) a una eficaz Sinfónica de Madrid.

La dirección escénica de Ivo van Hove, en cambio, es pobretona y poco imaginativa. Los escenarios naturales quedan reducidos a una proyección en vídeo –montañas, riachuelos, ovejas, cielo– que, viniendo como venimos de ver los portentosos vídeos de Bill Viola para Tristan und Isolde, parecen casi obra de un aficionado con una cámara de un todo a cien. La idea de disponer en paralelo simultáneamente en el mismo escenario la casa de Ennis, la de Jack y, entre una y otra, la cama del motel en el que se acuestan ambos produce la sensación de estar visitando la sección de dormitorios de Ikea. Y hay momentos, como en la séptima escena del segundo acto, en los que se roza el absurdo, ya que Jack y Ennis se encuentran en una de sus escapadas montañeras (nos lo recuerda la inevitable proyección en vídeo) al tiempo que siguen instalados entre los dormitorios de sus casas, que no se han retirado del escenario. En el aria final de Ennis, las dos camisas colgadas de una percha ascendiendo a los cielos fueron el toque de kitsch final de una puesta en escena que acentuó, en vez de disimular, la pobreza del libreto.

No es obligatorio escribir una ópera para ningún gran compositor, o para que la historia te recuerde como tal. El húngaro György Kurtág, por ejemplo, uno de los grandes, está acabando de componer la primera, basada en Endgame, de Samuel Beckett, para el Festival de Salzburgo, a sus ochenta y ocho años. Un compatriota, György Ligeti, sólo nos legó una –formidable–, Le Grand Macabre (sin estrenar aún en Madrid, por cierto), en su madurez y otro gigante, el polaco Witold Lutos?awski, se retiró sin probar fortuna en el género. Uno de los referentes de Charles Wuorinen, su compatriota Elliott Carter, compuso también una, What Next?, a sus noventa años, y le bastó una hora de música tersa –ni sobra ni falta una sola nota– para mostrar magistralmente cómo reconstruyen sus vidas seis personajes que acaban de sufrir un accidente de coche. Wuorinen también ha compuesto su primer drama musical a una edad avanzada, pero ha errado muy probablemente el tiro en su elección del tema y del libretista. Le ha salido un melodrama largo y tedioso.

La película Brokeback Mountain seguirá siendo recordada y admirada, mientras que esta ópera, en cambio, se instalará a buen seguro en el limbo del olvido, a años luz de esas otras óperas que nos han removido o conmovido, y que seguirán haciéndolo, a nosotros y a varias generaciones más, durante décadas. Una vez más, como viene haciendo desde su llegada a Madrid, Gerard Mortier ha pretendido darnos gato por liebre, vendiéndonos como un mágico elixir, cual el Dulcamara de L’elisir d’amore, un poco de agua embotellada, y su audacia ha llegado hasta el extremo de, en el Boletín del Teatro Real, dedicar un artículo a Tristan und Isolde y Brokeback Mountain, como si formaran, o pudieran formar, un díptico, afirmando que «ambas óperas nos conducen, de distinta forma, a través del laberinto del erotismo y el amor hasta el sufrimiento que causan las prohibiciones instauradas por la sociedad». Emparentar ambas óperas es un despropósito tan grande como relacionar el torpe ascenso de las camisas de los vaqueros en una percha tirada de un hilo con el virtuoso vídeo final de Bill Viola en que muestra la ascensión final de Tristán emergiendo de las aguas. Gerard Mortier ha alimentado quizás efímeramente su vanagloria con la atención mediática suscitada por este estreno, y con la presencia masiva de críticos y colegas en Madrid, pero de todo este tráfago no quedará pronto ni una pavesa. Nada más concluir cada función, «su» Brokeback Mountain se pierde y se disipa, indistinguible, como humo en el aire limpio, húmedo y claro de estos días invernales en Madrid.

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