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Borges y los otros

Obras

JORGE LUIS BORGES

Alianza, Madrid, 1997

Obras Completas

JORGE LUIS BORGES

Emecé, Barcelona, 1997

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Las ediciones de las obras completas de Jorge Luis Borges incitan, aunque sea tangencialmente, a la reconsideración de su literatura. Desde 1986 es una obra terminada y abierta al lector, es decir, iniciando un segundo e interminable proceso de transformación. Desde entonces, Borges es, como él soñó en ocasiones, potencialmente cualquiera de sus lectores. Los dos extremos de la relación son el olvido o la consideración canónica, que, a veces, son sinónimos. Autores de gran éxito en vida, pasados los años son tenidos por prescindibles; otros, que el azar, la desatención o la incuria han mantenido al margen de la verdadera lectura, son reivindicados y leídos como nuevos. La atención hacia Borges en España fue tardía, pero desde entonces se le ha tenido por un escritor central. ¿Lo es? Algunos considerarán esta pregunta impertinente, pero creo que tiene su lugar, aunque no sea este el momento de plantearla. Mi propósito es más modesto: una aproximación azarosa al hilo de algunos lugares comunes.

Aún no tenemos distancia suficiente para valorar la obra de Borges; no se trata de que pueda resultarnos oscura o incomprensible: hay estudios sobre ella lúcidos y penetrantes que, tal vez, sean tenidos como ejemplares por otras generaciones; sin embargo, su lugar en la historia de la literatura de lengua española de este siglo todavía está por ver. No es el único caso. Si pensamos en la poesía, muchos nombres casi marmóreos se irán moviendo, y tendremos que leer de manera más atenta a Roberto Juarroz o Cernuda, por poner un par de casos. Algunos dirán, y con razón, que no es un tema importante, que las Letras y la Historia forman parte de un reino en exceso arbitrario y no ajeno a las ficciones. Durante mucho tiempo Góngora y otros de su universo estético, estuvieron anatematizados por la supuesta claridad del neoclasicismo. En la actualidad asistimos a la consagración de Lorca como poeta nacional y genio indiscutible. Sin duda se trata de un escritor inspirado y de indudable valor, pero también desigual. Su entronamiento mítico no supone su lectura –en el sentido crítico de la palabra– sino la proliferación tediosa de estudios en los que falta lo elemental: la sensatez y el olfato, la distancia y el valor para valorar. Sin estas y otras reticencias, que no están reñidas con la admiración, las obras –sobre todo cuando se trata de autores más o menos amplios– se desvirtúan y ablandan. Borges ha conocido el elogio que abraza toda una obra y el denuesto no menos ambicioso; también la ponderación, hija de la crítica y de la lectura inteligente, como la que llevó a cabo Emir Rodríguez Monegal. Por otro lado, no hay un solo Borges, aunque el universal, el que ha calado en lectores de diversas lenguas, es el gran artífice de cuentos en los que lo metafísico y lo épico, lo hermético y lo sentencioso se han unido con una originalidad inextricable. Algunos, asistidos por un espíritu nacionalista, reclamaron al Borges primero, al criollista, al fabulador de orilleros, chuchilleros y malevos, marginales merodeadores de una ciudad mítica, al Borges de los poemas de Fervor de Buenos Aires (1923) y de Evaristo Carriego (1930); otros, afectos al psicoanálisis o a su rama verbalista y fantástica, el lacanismo, han transformado, de deducción en deducción, lo que es presencia emisora de significado (literatura) en un árido mundo de reflejos cuya realidad última es que Borges era «culpable» de uno o cien complejos; otros, en fin, le han criticado su «erudición extravagante» y su deficiente cultura. En realidad, piensa Juan José Sebreli, todo lo que sabía de filosofía se reducía a la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, plena, según el ensayista argentino, de relativizaciones, sofismas y filosofemas. Mucho antes, Néstor Ibarra no dudó en pensar que Borges tal vez no fuera ni culto. Muchos otros han perpetrado el mismo error: suponer que la ignorancia por parte del otro de lo que nosotros sabemos supone incultura, lo que en buena lógica nos haría suponer que o todos lo somos o nadie lo es. Borges no tuvo la cultura de Alfonso Reyes o Mircea Eliade, de George Steiner u Octavio Paz. Tuvo su propia cultura, cultivó con genio sus obsesiones y sus lecturas y puso ambas al servicio de una prosa de una rara e impactante intensidad. He dicho prosa, pero me apresuro a añadir la poesía. Es verdad que no fue un escritor moral y muchos echamos de menos ese lado, y más porque algunas de sus opiniones al respecto no le honraron. Sus preocupaciones políticas o sociales fueron episódicas y ruidosamente anecdóticas. En cuanto a sus gustos literarios, abarcan varias culturas y lenguas, y estuvieron cercanos a la poesía, la filosofía (la lógica concretamente y la metafísica), y lo que podríamos denominar, con admiración, ciertos saberes superfluos. En este sentido, Joan Brossa acaba de declarar en una entrevista: «Ahora sé que, en el juego, el que pierde se equivoca y quien gana se engaña». En poesía amó la épica más que la lírica. La épica es una dimensión de la historia, pero a Borges no le interesó ésta sino la dimensión heroica de las gestas; más que el trasiego de los pueblos en el forcejeo de la convivencia, el fragor de la batalla. Es sabida su temprana admiración por el Jünger exaltador del antiguo guerrero. Le atrajeron Dante y Coleridge, Stevenson (aunque no por las mismas razones que a Fernando Savater), De Quincey, Lord Dunsany, Shaw y Wells, pero no Lope, Goethe, Proust, Thomas Mann, Dostoievski y el resto de la literatura rusa. Habló con desdén de Freud y con admiración de Jung, psicólogo minado de platonismo. Se refirió con elogios a Joyce, y le dedicó un hermoso poema, pero el Ulysses, esa obra morosa, debió de resultarle tediosa e inacabable. En fin, ignoró casi todo su siglo salvo algunas excepciones. Sin duda se podría hablar de Borges como de un escritor caprichoso de su generosidad y también en sus negaciones y reticencias. La verdad es que muchos otros no son ajenos a estas debilidades salvo que carecieron de su grandeza. Quizás nos fijamos más en los tics de Borges porque hizo de sus extremos y singularidades una literatura. Raro talento. Pondré un caso de lo contrario sin salirme de los autores de valía. Antonio Machado, que fue tan gran poeta como prosista, fue un lector extremadamente limitado. Sus concepciones y obsesiones no pasaron de ser extravíos, incapacidades en las que superó a Menéndez Pelayo. Si cuando se habla de Antonio Machado no suele objetársele sus errores sino el barroco, la literatura mística y la poesía moderna, es porque no hizo de estas opiniones un mundo (además de por una carencia moral de nuestra crítica). Parece evidente que Borges leyó a sus clásicos con mayor finura y con una mayor capacidad analógica; hizo, además, rescates notables entre escritores olvidados y menores, y de géneros como la literatura fantástica y policíaca, y, lo más singular, el entendimiento de la filosofía como género literario.

Esto último –la consideración de las obras filosóficas como género de ficción– se ha citado muchas veces con admiración. Sin duda tiene un lado altamente positivo: más allá o más acá de la verdad de los razonamientos, esas obras, algunas de esas obras, expresan las fantasías humanas sobre Dios, la verdad, el amor, la compasión y los demás sentimientos e ideas respecto a este mundo y los otros. Pero hay que señalar su pequeño lado oscuro. Este concepto de la filosofía como literatura puede llevar a relativizar todas las ideas hasta el punto de neutralizarlas. No buscamos en la literatura –entendida como ficción– verdades sino algo que nos rescate de ellas. Me refiero a lo mismo que pensaba Nietzsche cuando decía que necesitamos el arte para no morir de tanta verdad. Un poema, pongamos por caso, en último extremo no es verdad ni mentira, porque la poesía no es cuestión de conceptos: un poema es una propuesta de realidad y, como tal, es aceptable o rechazable. Concebir la filosofía como literatura (fantástica) es también suponer que las búsquedas y discusiones humanas por alcanzar el conocimiento son una tarea condenada de antemano al fracaso. Los hombres se afanan en sus pensamientos pero el conocimiento es imposible. Esta idea alimenta muchos de los cuentos de Borges hasta el punto de que nos hace vivir, con una perfección que pocos filósofos escépticos conseguirían, la verdadera perplejidad. Borges, además de un gran cuentista y poeta, fue un escéptico irónico y especulativo; quiero decir que se divertía con sus deducciones hechas de reflejos y saltos en el vacío para afirmar, al cabo, la inanidad de la existencia. Le gustaba la idea de Chuang Tzu de que tal vez seamos un sueño, de nosotros mismos o de otros, pero a diferencia del budismo, por el que sintió atracción y, como demuestra su libro ¿Qué es el budismo?, parcial comprensión, no parece que creyera en el despertar; tampoco en la compasión de los boditsatvas, que renuncian al nirvana para ayudar a los otros a liberarse de las ilusiones y los engaños. Sin embargo, como señaló alguna vez Claudio Magris, fue un maestro cuando logró expresar la melancolía de la inadecuación entre la poesía y la vida. Sus cuentos y poemas son un gran testimonio «de la precariedad y de la incertidumbre humanas». Es ahí donde leemos al Borges más humano, quizás no tan brillante como el de las magníficas elucubraciones metafísicas, pero que, probablemente, en ese tono menor, sí sea el más perdurable. Es un Borges menos tópico que el del laberinto y las bibliotecas, el tigre y los espejos, tan atractivo por otro lado, y quizás más hondo. Hay también otro Borges aun no menos notable: el humorista. Un humor que va de la ironía a la risa. En ocasiones esa risa se afila y se convierte en un puñal, pero la mayoría de las veces son la inteligencia y la poesía misma las que la informan.

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