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Todo sobre la Sontag

Susan SOntag

CARL ROLLYSON, LISA PADDOCK

Circe Ediciones, Barcelona, 408 págs.

Trad. de Gian Castelli

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¿Por qué es tan famosa Susan Sontag? Los autores de esta biografía no se devanan mucho los sesos. Porque la Sontag es, ante todo, una presencia. Su cuerpo de belleza andrógina, igualmente atractivo para ambos sexos, es una figura formidable , y no como la de esas Venus botticellianas, translúcidas y bobaliconas, que animan a los hombres a largarles lo de «tú ponte guapa y estate calladita». Su estampa «representa un baluarte de su colosal intelecto. En persona es como una diosa (al verla, acude a la mente Atenea): es, sencillamente, titánica» (pág. 10). En éstas al lector que no la conoce de esa guisa le asalta una duda. En tan asombrosa combinación de Palas y Afrodita, quién pone la cabeza y quién el cuerpo; pues, en resumidas cuentas, si la Sontag tiene la mollera de la diseñadora de Cestus y su body es como el de la hija favorita de Zeus, a lo mejor nos ha salido un pan como unas hostias.

Podría atribuirse la falta de respuesta a una maldad de los autores, pero nada en el curso de esta biografía anima a creerlo. Todo su juego se reduce a achicar espacios, lo que es una cruz. Una cruz para Sontag, sin duda. Esta versión no autorizada de su vida se queda en muy poco y aplaza hasta nueva inquisición, esperemos que más decisiva, saber en qué consiste la mezcla que la ha convertido en el cilantro de todas las salsas progres. Es una cruz así mismo para ese público que, si de incondicionales, necesitaría una enésima corroboración de sus aciertos; o, si más receloso, querría saber si no le han dado gato por liebre. Pero, como al papamoscas de la catedral de Burgos, su inteligencia mecánica limita a Rollyson y Paddock a abrir la boca sólo cuando toca decir las naderías postmodernas de rigor. Lo cual que nos quedamos sin saber si Titania es más una bella mente que un cuerpazo y a la inversa, lo que mortifica mucho. Pero, en fin, los autores prefieren andarse con cuidado. Ya se sabe lo que hubo de pasar Paris por indisponerse con Atenea diciendo por ahí que, para curvas, las de la casquivana amante de Marte.

A los amenes, pues, uno sigue ayuno, sin saber si la obra de Sontag es de tantas campanillas como le dicen. Por un lado, Rollyson y Paddock dan muestras de una rendida admiración intelectual. Por otro, como corresponde a estos tiempos posbultmanianos, ningún mito quedará sin merecido castigo, así sean unos cuantos pellizcos de monja. «Es una lésbica vergonzante». «Y además una trepa de cuidado». «Y una aprovechona, hijo». «Ahí te doy, Eloy». Y en semejante marujeo se van las 404 páginas del libro con el talento de una entrega de Crónicas marcianas.

¿Es Sontag una arribista? Ella se presenta como alguien espontáneo hasta la desmesura y muy proclive al deslumbramiento. Philip Rieff, un profesor de sociología de la Universidad de Chicago, la deslumbra, de modo que se casa con él a los diecisiete años y a los diecinueve tiene a David, su primer y único hijo. Otro deslumbramiento parejo, aunque más duradero, le entra por las mismas fechas con la filosofía y a ella se entrega con desenfrenada pasión. En 1958 será París quien la deslumbre con sus luces. Como Audrey Hepburn en Funny Face, Sontag se rinde sin condiciones al empatizalismo o lo que fuera aquello tan intenso y tan gabacho que vendían Sartre y De Beauvoir, hoy en el Flore y mañana en Les Deux Magots. ¿Cómo podría ser arribista alguien tan adorable?

Sus biógrafos, sin embargo, no se dejan impresionar y cuentan una serie de historias ejemplares para que reflexione el lector avisado. A Alfred Chester, que por un tiempo fungió de masajista místico de la Sontag y era uno de esos homosexuales tipo mala muhé cuyo talento, con pocas excepciones, caduca sin remisión al cumplir los treinta, su querida Susie Creamcheese (véase la página 253 para una explicación del puyazo) le limpió hasta el fondillo de los pantalones. Chester le había puesto en contacto con mucha gente importante, entre otros con Paul Bowles, pero ni agradecido ni pagado. Sus buenos oficios no impidieron que Sontag se apoderara para su libro de relatos de un título (Yo, etcétera ) que él le había confiado iba a usar en uno de los suyos. No fueron los de Chester ni con mucho los únicos hombros que habrían de sostener la misma carga aleve durante su encumbramiento. A discípulos y también a admiradores, como, por ejemplo, Edmund White, Sontag los trataba a baquetazos sin concebir que en sus relaciones pudieran entrar matices ajenos a la hiperdulía. Y así otras muchas andanzas que sólo pueden disfrutarse de forma cabal si uno está en el ajo de lo que sucede entre los arcontes de la intelectualidad neoyorquina, lo que exige un sinfín de tiempo libre, escasa propensión al aburrimiento y un gusto poco común por la perversión polimorfa. Pero los biógrafos exageran. Si se hubiesen parado a pensar tan siquiera por un rato, habrían caído en la cuenta de que tales mañas y rapiñas forman parte frecuente de los hábitos de académicos e intelectuales y no por eso pica la mayoría de ellos tan alto como la Sontag. Tiene, pues, que haber algo más que un singular arribismo para explicar su éxito. De seguir a Rollyson y Paddock, ¿acaso no tendríamos que concluir que un profesor de filosofía que se haya acostado con una de sus alumnas vale tanto como Heidegger, que tuvo un lío con Hannah Arendt?

Pues no, insisten los biógrafos. Sontag es una especie de Zelig –una trepa, que suele decirse– que se reinventa según el medio que sucesivamente haya elegido para medrar. Hubo que aguardar hasta finales de los sesenta, con Sontag rayando ya la cuarentena, para saber que le interesaban otras cosas allende la estética, las novelas de tesis o aquellas películas suyas que probaban contra toda evidencia la posibilidad metafísica de ser más aburridas que Persona. Pero un rápido viaje a Hanoi iba a desatar otro deslumbramiento. Ahora cae en la cuenta de que, en el fondo, siempre había sido una neo-radical y de que es capaz de enseñarnos la forma (correcta) de amar la revolución castrista. Poco después, en 1973, esta mujer que siempre había querido medirse sólo con los hombres descubre sus raíces profundas en el tercer mundo de las mujeres. Tras la guerra del Yom Kippur en ese mismo año, se le revela que ella es también una judía, algo que hasta entonces había mantenido soterrado en el inconsciente. Pasaron diez años y los éxitos de Solidaridad en Polonia le recordaron que además de judía era ashkenazy, tal vez desconociendo la escasa simpatía con la que los polacos han distinguido tradicionalmente a estos últimos. Para Rollyson y Paddock, esas son otras tantas muestras de una estudiada frialdad para no dar puntada sin hilo. Pero, nuevamente, el lector tiene que registrar su desacuerdo. La Sontag, en definitiva, no es más oportunista que otros tantos revolucionarios que han aprendido a ir un paso y nada más que uno por detrás de la manifestación –ojo avizor a su itinerario probable– con la decidida voluntad de ponerse al frente de ella en cuanto puedan adivinar su meta, pese al riesgo de que en la rápida marcha hacia la cabeza, uno se exceda en mostrar su derecho a estar ahí y se pase un par de pueblos con la carrerilla. En 1966 Sontag nos informaba de que «la raza blanca es el cáncer de la historia de la humanidad». En 1973 da ciento y raya a las feministas enragées recomendando que las mujeres tomen las calles, aprendan kárate, silben a los hombres, monten sus propias clínicas abortistas, organicen concursos de belleza masculina y demás para así erradicar de una vez por todas el machismo, la familia, el municipio y el sindicato (este comentarista ha de reconocer que no recuerda si estas dos últimas cosas iban en el paquete). Pero cuando finalmente decide apuntarse a un bombardeo, lo hace como una verdadera señora. En Sarajevo (1993), los bosnios de la ciudad se vieron indudablemente aliviados de los horrores de la guerra con la solidaridad que Sontag les mostrara montando, troupe local incluida, Esperando a Godot, cuyas razones ella misma habría de explicar en The New York Review of Books. Así que ni arribista ni aprovechada. La Sontag es sólo una persona con un sentido heroico del kairós paulino; vamos, de que la ocasión la pintan calva.

En el pliego de cargos, pues, no queda mucho más que lo del lesbianismo vergonzante, una acusación que fue Camille Paglia la primera en lanzar. Para Paglia, que ya en 1968, cuando aún era una desconocida doctoranda en Yale, había dado el cante con su abierta homosexualidad, la Sontag no se atrevía a hablar con sinceridad de su vida privada. Gran cobardía. Rollyson y Paddock se lanzan a tumba abierta por el mismo atajo. A pesar de su retoño y de algunos amoríos heteros; a pesar de su defensa de la bisexualidad en el texto feminista de 1973 ya mencionado, al parecer la Sontag cuenta con una lista de amantes sáficas (si quieren saber quiénes son, léanse el libro porque aquí no van a encontrarla) casi tan larga e ilustre como la que recitara Leporello en loor de su jefe. Pero no erremos el tiro: tener carta de naturaleza en Lesbos, dicen Rollyson y Paddock, es loable, no vaya a ser que les confundan con la carcunda heterosexual. Lo que no es de recibo es que, entre tantas nobles causas que han merecido sus acoladas, Sontag se haya dejado en el tintero a ésta que, sin duda, debe estar muy cerca de su corazón. Hace tiempo que la Sontag debería haber salido a los medios para declarar su homosexualidad y no lo ha hecho. ¿Nueva muestra de arribismo, dolo pusilánime ante la previsible reacción de los defensores de la sociedad patriarcal, prueba del nueve de los estragos del superego aun entre las mentes más brillantes? No espere el lector respuestas, sino censuras insuficientemente sustanciadas. El catón posmoderno ha convertido el ideal ético de la correspondencia entre pensamiento y acción en la exigencia de que la vida privada esté al servicio de la política, es decir, de la causa o causas que en cada momento consideren correctas las distintas vanguardias. Pese a lo que parezca, ambas teorías no son el mismo animal. Mientras que la primera mantiene un justificado respeto por la intimidad, la segunda se desliza de forma inconsútil hacia el fundamentalismo, elevando a crimen de lesa conciencia el que la acusada prefiera hacer de su capa un sayo en lo referente a su sexualidad, con el argumento implícito de que la causa está por encima de los individuos y de que cualquier tercero tiene derecho a meter la nariz en el dormitorio y, eventualmente, en la mente ajena. Pero sin entrar en estas honduras, cabe preguntarse qué hubiera añadido a la herencia intelectual de Sontag haber pregonado su predicada homosexualidad y no es fácil encontrar respuesta. Una vez más, con Rollyson y Paddock, ni se muere padre ni cenamos.

UN BALANCE OCASIONAL

¿Por qué es tan famosa Susan Sontag? Como la pregunta sigue sin respuesta, cabe retomar el hilo perdido por los autores de su biografía. ¿Qué hay de la combinación de Palas y Afrodita en su persona? A uno le cuesta creer que exista. Vamos con la de Citerea. La apreciación de la belleza humana es, por supuesto, algo muy personal, pero no es menos cierto que las opiniones tienden a agruparse en el centro de la campana de Gauss en torno a un número limitado de arquetipos. El físico de Sontag, incluso en su juventud, no pertenecía a ninguno de los grandes de la cultura occidental. Ella da muy bien en plan «Jewish princess» que decían en Brooklyn, la matrona judía en agraz, monilla ella, que enganchaba al frutero de la esquina para luego ajarse con rapidez tras la llegada de numerosos hijos, obteniendo a cambio una indiscutida autoridad en el seno del hogar y del negocio. Que figura semejante pueda haber pasado por una bomba sexy sólo puede cargarse en la cuenta de la moderna cultura de masas. Me explico. Hasta hace más o menos un siglo, la belleza femenina, excepto en los casos de las démimondaines , era un bien de difícil puesta en valor. De tal suerte, las mujeres decentes y además hermosas solían tener un mercado restringido repartido con relativa paridad estocástica entre todos los medios sociales. Pero en éstas llegaron Hollywood, la publicidad, la cuatricromía, el consumo de modas, las revistas de chicas, el porno, la tele, los culebrones, Bollywood, en fin, la cultura de masas, y todas esas cosas, con la fuerza de un agujero negro, succionaron hacia el mercado de trabajo a un cada vez mayor número de mujeres bellas y, desde hace menos, también de hombres bellos. El resultado obvio es una relativa escasez de belleza en ámbitos ajenos a esas profesiones, entre otros el de la academia y el de los intelectuales, con el consiguiente efecto sustitución. Cuando las angulas de Aguinaga empiezan a venderse en las joyerías, los economistas saben que los consumidores con menos medios se conformarán con las gulas que parecen lo mismo. Tal parece ser la causa de que algunos se arrebaten hasta encumbrar a la Sontag a la altura de Afrodita, comparación escasa en sindéresis donde las haya.

A lo mejor es más sencillo parangonarla con Atenea, aunque tampoco estoy muy seguro de ello. Amigos expertos me aseguran que no he perdido nada sisándole tiempo a la lectura de su obra de ficción. En cuanto a sus trabajos teóricos, creo que quienes se limitan a leer sus entrevistas o sus cosas cortas en revistas de pensamiento como Vanity Fair o The New Yorker son los que se llevan la mejor parte. Hay que tener mucho valor para releer hoy Contra la interpretación : de dudarlo, repasen el índice. Pero, en fin, es posible que me equivoque, así que prefiero dejar que juzgue el lector proponiendo un contrafactual. ¿La imaginan defendiendo un doctorado en el Heidelberg pre-1914 o en la Viena de Wittgenstein con su Décima Tesis contra la interpretación («En vez de hermenéutica, lo que necesitamos es una erótica del arte»)? ¿O lo de que el arte no es forma ni fondo, ni forma y fondo, ni fondo informe, ni forma infonde, sino todo lo contrario? Con justa causa Oxford, donde estudió durante el curso 1957-1958, había de parecerle un horror. Los positivistas lógicos y otros colegas locales eran muy suyos en lo del rigor del razonamiento. Sí, decía la Sontag para su coleto, pero también eran unos antiguos sin la menor idea de por dónde iban los mercados. París, por el contrario, no iba a defraudarla. Allí sí que sabían cómo se comporta un dandi en los tiempos de la cultura de masas, con ese saber hacer que ella iba a bautizar como lo camp.

Ortega, Veblen, Adorno, Benjamin y un largo etcétera, es decir, la primera hornada de críticos de la cultura de masas, la denostaban porque, decían, lleva a la homogeneización de los gustos y a la unidimensionalidad de las opciones. De haberse apuntado a uno de los cursos de marketing por correspondencia que ya se usaban en sus tiempos, tal vez hubieran visto las cosas con mayor sosiego. Si la cultura de masas se parece en algo al cementerio que profetizaban sus críticos iniciales, será por estar llena de nichos. Lejos de acarrear el entontecimiento colectivo, cosa fácil de profetizar pero más difícil de probar, la cultura de masas ha aumentado exponencialmente el consumo de bienes y servicios culturales. Además, las tribus que pueblan esos nichos no se conforman con leer o escuchar o contemplar cualquier cosa, sino que requieren un toque adicional de distinción. Orientarse en los mercados culturales y hacerlo de tal modo que uno pueda parangonarse con el cursi ese del vecino del quinto no es cosa baladí. Al igual que en otros mercados (ya sean de coches, de electrodomésticos o de productos financieros), los consumidores de bienes culturales necesitan guías e intermediarios. Raymond Williams ya registró esa necesidad entre los entendidos del siglo XVIII , pero desde mediados del XX lo que ha cambiado es la dimensión del fenómeno, capaz ahora de convertir en una industria el trend-spotting y la creación de gustos. El olfato inigualable de la Sontag le llevó rápido a entender la necesidad de diferencias y de buen gusto de los baby-boomers, madrugándole la idea a Bourdieu varias lunas. Con su instinto de niña lista de familia venida a menos y dispuesta a todo con tal de no quedarse para siempre entre los saguaros de Tucson, Sontag decidió convertirse en el Beau Brummel de esos grupos sociales que querían abrirse paso en los años sesenta y setenta. Así nace Contra la interpretación, que es el primer manual de autoayuda para gente de crecientes posibles que necesita distinguirse del mundo gris de sus mayores y marcar diferencias en el propio. Sontag no sólo enseña lo sencilla y deleitable que puede ser la nouvelle vague o la crítica literaria de György Lukács o la filmografía de Robert Bresson, es decir, no sólo regala al lector unos cuantos peces para saciar su hambre espiritual, sino que además, en el lote y por el mismo precio, oiga, le explica cómo utilizar la caña de pescar. No tomen las cosas demasiado en serio; si no entienden algo, tampoco pasa nada: lo que importa es ser camp. ¿Lo es usted? Nuevas ediciones ampliadas de esta sopa de pollo para almas bellas iban a ver la luz en años venideros bajo diferentes títulos.

Como Odette de Crécy, Sontag «se moría por lo chic, aunque su concepto de lo chic era muy distinto del de las gentes verdaderamente aristocráticas. Para éstas, el chic es una emanación de unas cuantas personas […] Pero Odette era de esas personas […] que, como no poseen esas nociones, se imaginan lo chic […] teniendo por carácter determinante […] el de ser directamente accesible a cualquiera» (Por el camino de Swann , trad. de Pedro Salinas, pág. 290). Pero lo que Proust considerara un quebranto iba a apuntarse como un haber tras el encuentro en 1962 de Sontag con Roger Straus, de Farrar, Straus and Giroux, uno de los más selectos sellos editoriales del Nueva York de entonces y del de ahora. En horas veinticuatro, Straus la llevó de las musas al mercado y la convirtió en un gurú mediático. A la generación anterior aún le preocupaban, como a Lionel Trilling, cosas como la necesidad moral de ser inteligente y escribía sus reflexiones en revistas y libros de escasa tirada. Para salir de ese gueto, pensaba Straus, había que seguir las enseñanzas del marketing por correspondencia y batirse en los medios (como The New Yorker, Vanity Fair, Harper's o el dominical The NewYork Times ) donde aprendían a pensar y comportarse como corresponde a una persona camp (née chic) los nuevos nichos de consumidores.

Además de ser muchos, esos grupos tenían otro rasgo importante. En los años sesenta y setenta, en casi todo el mundo mujeres y jóvenes estudiantes (en Estados Unidos la cosa la complicaban aún más el apartheid de la población negra y la guerra podrida de Vietnam) se dieron cuenta de su exclusión de la ciudad liberal que, en su opinión, siempre marcaba las cartas a favor de los hombres blancos. Por un lado –el que animaba a la nueva izquierda a pensar que, por fin, había un nuevo turno revolucionario–, esos grupos hablaban de la necesidad de acabar con aquel orden; por otro, empero, su radicalismo se expresaba en una retórica sólo atenta a las reformas que pudiesen mejorar sus oportunidades dentro de él. En fin, que no había acuerdo sobre si el quehacer exigía mandar al antiguo régimen al basurero de la historia o buscarse un lugar al sol en su seno. Hoy es fácil saber cuál fue la solución en los hechos, pero entonces muchos vivían con esta conciencia de su propia contradicción, que es como Hegel definía a la conciencia desdichada. Y para conciencia desdichada fetén, nadie como Susan Sontag, cuya sensibilidad camp podía aunar afirmaciones descabelladas como algunas ya mencionadas con un olímpico desprecio por la acción. Mientras duró aquel batiburrillo, Sontag –que, como los almacenes Woolworth, tenía siempre «la vista en el futuro y la oreja pegada al suelo»– fue lo más parecido a un intelectual europeo que haya habido en Estados Unidos, un país que, para su fortuna, ha sabido pasarse sin ellos. Ese es, en mi opinión, el quid de su fama pasada. Sontag no decía cosas importantes, pero las decía en el momento oportuno, en un tono afinado para su público y en los medios que éste leía. Como los años no pasan en balde, la sintonía se fue descompasando a medida que ese público se sentía más satisfecho con su situación. La apresurada reacción comprensiva de Sontag ante el 11-S parece haber puesto final definitivo al idilio. Hoy, gran parte de sus antiguos admiradores han dejado, al cabo, de prestar atención a su leve, breve son.

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