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La forja de Stalin

LLAMADME STALIN. LA HISTORIA SECRETA DE UN REVOLUCIONARIO

Simon Sebag Montefiore

Crítica, Barcelona

Trad. de Teófilo de Lozoya

574 pp.

29,90 €

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Hitler y Stalin no han dejado nunca de fascinar a historiadores y lectores por igual. En un tiempo predominaron los libros sobre el dictador alemán, y siguen apareciendo, por supuesto, pero en los últimos años se han visto igualados, si no superados, por las publicaciones occidentales sobre el tirano soviético, favorecidas por el derrumbamiento de su Estado soviético y por la muy limitada apertura de los archivos moscovitas. La reciente biografía del historiador británico Robert Service presentaba la más equilibrada y actualizada de estas aproximaciones generales (véase mi recensión «Stalin y el siglo soviético» en Revista de Libros, núm. 119 (noviembre de 2006), pp. 19-21).

Durante muchos años los tratamientos de Stalin empezaban en gran medida con la revolución y el golpe de Estado de 1917, cuando los dirigentes bolcheviques se convirtieron por primera vez en grandes figuras históricas. Esto se debía también a que durante muchas décadas resultó muy difícil conseguir datos fiables sobre los primeros años de Stalin. A esta limitación objetiva se añadía el hecho de que desde la década de 1930, cuando la dictadura de Stalin se hallaba ya consolida­da, los trotskistas y otros antiestalinistas rusos en el extranjero se mostraron deseosos de denigrar al nuevo dictador soviético. Presentaron una versión que durante algún tiempo siguió siendo la habitual, retratando a Stalin como un dirigente del partido mediocre, en gran parte de segunda fila, que había disfrutado de sólo una carrera secundaria antes de la revolución, gris y distante, y que incluso durante la revolución y la guerra civil rusa no fue más que un anodino apparatchik burocrático, no un dirigente de primera fila, que simplemente se dedicó a maniobrar y conspirar en su camino hasta la cima. Trotsky, por ejemplo, trataba de explicarse por qué alguien como él, que fue durante años el segundo bolchevique más destacado después de Lenin, se había visto desplazado por completo en la lucha por el poder.

Este retrato quedó parcialmente corregido en la reciente biografía de Service, que generó nuevos datos sobre los primeros años de Stalin y demostró claramente que había sido un dirigente mucho más destacado antes de 1917 y también durante la guerra civil de lo que habían admitido las aproximaciones anteriores. La obra de Service sobre el joven Stalin se ha visto ahora en gran medida expandida y, en la práctica, superada por la nueva narración, tan rica en detalles, de su vida y su carrera hasta 1917 firmada por Simon Sebag Montefiore. Éste se sitúa ahora como el primer investigador de la vida personal de Stalin, que ya ha publicado anteriormente En la corte del zar rojo (recensionado por Ian Buruma en Revista de Libros, núms. 91-92 (julio-agosto de 2004), pp. 3-6), una fascinante, minuciosa y original historia social del círcu­lo íntimo de Stalin durante su cuarto de siglo como dictador.
 

Llamadme Stalin, al igual que el anterior libro, es fruto de una investigación monumental. En Moscú, la Geor­gia natal de Stalin y otros lugares, Montefiore ha sacado a la luz una montaña de nuevos datos sobre los primeros años del dictador soviético, extraídos de archivos, documentos privados, extrañas publicaciones y entrevistas. Una reseña anterior en The Times Literary Supplement cuestionaba la fiabilidad de parte de esta información. Hay que admitir que parte de ella es poco más que puro chismorreo, y Montefiore no deja de ser consciente del hecho que está abriéndose camino a través de una especie de campo de minas y de que algunos de sus datos son cuestionables. Él mismo llama la atención sobre esto, y algunas de las anécdotas que cuenta deben ser recibidas con cautela, admite. Dada la ausencia de documentación absolutamente concluyente y fiable sobre algunos puntos, su estudio no puede considerarse una exposición absolutamente definitiva, pero no hay duda de que representa una investigación impresionante y de que brinda un retrato por regla general preciso de los temas fundamentales, a pesar de que muchos de los detalles sigan siendo inciertos.

Montefiore presenta una suerte de interpretación «esencialista» de Stalin, manteniendo que aspectos cruciales del carácter, la personalidad y el modus operandi de Stalin se consolidaron muy pronto y pasaron a reforzarse y a adquirir prominencia durante el comienzo de su edad adulta, hasta el punto de que el Stalin esencial ya había quedado formado mucho antes de 1917. Presenta pruebas suficientes como para que esta interpretación resulte convincente.

Montefiore confirma lo que supimos anteriormente por Service, que Iosiv Dzhugashvili nació en Gori (Geor­gia) en diciembre de 1878, no un año después, como mantuvo posteriormente el propio Stalin, falsificando posiblemente su fecha de nacimiento para evitar tener que servir en el ejército zarista. Hijo de un zapatero georgiano (y, por tanto, uno de los pocos dirigentes bolcheviques que procedía de un entorno genuinamente «proletario»), Stalin se crió en el Cáucaso, una región que durante el siglo XIX y los comienzos del XX fue la parte más disidente y violenta del imperio zarista, claramente más que la Rusia étnica. Montefiore demuestra de modo convincente que Stalin se acostumbró a la práctica de la violencia a una temprana edad, a pesar de que esta violencia normalmente no llegara más allá de los puñetazos y las peleas callejeras. Sin embargo, sea como fuere, el movimiento revolucionario de Georgia pasó a estar dominado por los más moderados mencheviques, no los bolcheviques, por lo que difícilmente podría bastar el entorno natal para explicar las siniestras características del Stalin adulto.

En esta visión «esencialista», Stalin se había convertido a los veinte años aproximadamente en un bolchevique «natural», a pesar de haber recibido toda su educación en los colegios y el seminario de la Iglesia ortodoxa rusa. En sus años de adolescencia era ya un rebelde innato, despiadado, inteligente y dominante, capaz de manipular y controlar a muchos de sus compañeros de colegio, y atraído tempranamente por el nuevo movimiento extremista que estaba formando Lenin.

Había también, por supuesto, otro aspecto de su personalidad. Stalin fue un lector voraz durante toda su vida y se convirtió en un autodidacta bien informado, apasionado de los libros hasta sus últimos años, aunque, como en el caso paralelo de Hitler, todo lo que leía era cuidadosamente filtrado por su propia manera de ser y su visión del mundo. Era un amante de la música y fue un cantante destacado en los coros del colegio y el seminario, llegando incluso a cantar en bodas geor­gia­nas para pagarse sus gastos personales, y encantó a sus compañeros durante muchos años, aun siendo ya un revolucionario, con su melodiosa voz de tenor. En su adolescencia fue un poeta de poca monta, con algunos de sus versos publicados en georgiano y pronto incluso antologizados, aunque abandonó la poesía tras convertirse en un revolucionario profesional.

Un líder natural, Stalin no fue lo que normalmente se consideraría una persona agradable, pero siempre poseyó un encanto especial, aunque lo ejerció sólo intermitentemente, cuando ­estaba de buenas o lo juzgaba especialmente útil. Años más tarde, un anticomunista tan ardoroso como Winston Churchill diría, en parte para su propia sorpresa: «¡Me gusta Stalin!».

A las mujeres les resultaba atractivo, aunque era bajito, flacucho durante muchos años, tenía un cutis amarillento con las marcas dejadas por la viruela (consecuencia de un brote infantil muy severo) y tenía el brazo izquierdo anquilosado que podía utilizar sólo parcialmente de resultas de un grave accidente infantil. Sin embargo, su personalidad no podía ser más atractiva; era capaz, cuando así lo quería, de desplegar una galantería innegable, podía cantar y recitar poesía como muy pocos podían hacerlo, podía contar anécdotas y ser un conversador irresistible, y tenía unos ojos poderosos, vívidos y penetrantes (la única característica física que compartía con ­Hitler).

Aunque no fue un sátiro compulsivo como Mussolini, el amoral Stalin sí fue un promiscuo durante gran parte de su juventud, aunque al mismo tiempo se sentía atraído hacia el matrimonio. Existen pocas dudas de que se enamoró profundamente de la joven georgiana de clase media con la que se casó cuando él tenía veintisiete años, aunque su constante dedicación a la actividad revolucionaria hizo de él un marido distante y negligente; su primera esposa moriría de tifus sólo dos años después de la boda. Testigos presenciales contaron que en su funeral el afligido marido saltó incluso a la tumba sobre su ataúd, como si quisiera ser enterrado con ella, y tuvieron que sacarlo a la fuerza. Tras la muerte de ella, su personalidad pareció endurecerse aún más. Más tarde, mientras estaba en la cárcel, intentó casarse con una joven revolucionaria con la que había estado viviendo, pero no consiguió obtener el permiso de las autoridades antes de su exilio en Siberia. A su manera, caracterizada por la dureza, también amó posteriormente a su segunda esposa, la mucho más joven Nadezhda Alliluyeva, y quedaría momentáneamente muy trastornado por su suicidio, un acto de desesperación provocado por la manera, en ocasiones desconsiderada, en que él la trataba. Como afirmó Molotov: «Fue la única vez que vi llorar al camarada Stalin».

Un comentarista ha señalado recientemente que, de todos los grandes dictadores, Stalin fue la persona más «normal», pero se trata de una flagrante tergiversación, ya que Stalin fue cualquier cosa menos una persona normal. Existen pocas dudas de que su propia conducta, a pesar de la ausencia de malos tratos, fue un factor fundamental en la muerte de sus dos esposas. En muchos aspectos, el dictador que fue la persona más normal en su vida personal fue Franco, un marido y padre normal y devoto, un buen hombre de familia de hábitos convencionales, no dado a los extremos de ascetismo como Salazar o el joven Hitler, o a los excesos y los líos de faldas de Mussolini o Stalin. Pero, por supuesto, ningún dictador es en realidad «gente normal».

Sin embargo, más que cualquier otro dirigente bolchevique, Stalin vivió la vida completa del revolucionario ­activo y totalmente comprometido. Mientras que otros muchos altos dirigentes del partido disfrutaron de una existencia cómoda en el exilio en el extranjero, Stalin vivió casi veinte años como un revolucionario clandestino, soportando con frecuencia una dura existencia con numerosas privaciones, llena de peligros, tensión física y emocional e, incluso, auténtico sufrimiento. Arrestado nueve veces por las autoridades zaristas, sorprendentemente indulgentes, lo exiliaron en varias ocasiones a Siberia, pasando seis y medio de los últimos nueve años previos a 1917 en la cárcel o en el exilio siberiano, fundamentalmente este último. Los últimos tres años y medio los pasó en gran parte en un pueblo miserable dentro del círculo polar ártico, donde Stalin estuvo a punto de morir debido a la dureza del clima. Esto fue muy distinto de las vidas normalmente confortables de Lenin, Trotsky o Bujarin. De todos los dictadores del siglo XX, Stalin tuvo con mucho la vida más dura y más extrema durante los primeros treinta y nueve años de su existencia. Este fue, sin duda, un factor importante en la formación del Stalin maduro.

Montefiore observa de modo convincente que en el Partido Bolchevique había muchos matones y también muchos intelectuales. Lo peculiar de Stalin es que fue la única persona de todo el partido que fue al mismo tiempo tanto un notable matón (o el jefe de un círculo íntimo de matones) y también un notable intelectual, si puede calificársele de tal. Ahí radica una gran parte de su peculiaridad, aunque no toda.

Stalin surgió durante la «primera revolución rusa» de 1905 a 1907 como el dirigente clave del sector más violento de los bolcheviques, primero en Tiflis y luego en el importante centro petrolífero de Bakú, en el mar Caspio. Combinaba la organización revolucionaria tradicional con las tácticas del crimen organizado, y lo cierto es que reclutó a criminales profesionales para sus violentas cuadrillas que robaban bancos, barcos y provocaban incendios, practicaban la extorsión («impuesto revolucionario») e incluso el secuestro a gran escala. El espectacular robo de un banco en Tiflis en pleno día en junio de 1907 dejó un saldo de muertos y heridos en una combinación única de terrorismo y delincuencia, lo que atrajo la atención internacional. Se hicieron con doscientos cincuenta mil rublos o más (el equivalente de casi tres millones y medio de dólares al cambio actual) en uno de los robos de bancos más sangrientos y más espectaculares, y uno de los de mayores dimensiones, de la historia. Stalin y sus «gángsteres», como los llama Montefiore, se convirtieron durante un tiempo en los principales financiadores del Partido Bolchevique. Lenin empezó a valorar inicialmente a Stalin más por sus éxitos en el ámbito del crimen organizado que por su liderazgo político.
Sin embargo, tanto en Tiflis como en Bakú demostró tener también una extraordinaria capacidad como organizador del partido en la clandestinidad, desarrollando en el Cáucaso una de las secciones más poderosas del partido. Había pasado a ser un dirigente visible en toda Rusia en 1905, y también empezó a emerger como uno de los periodistas más eficaces del partido, revelando la conjunción única de las aptitudes del matón-más-intelectual a las que se refiere Montefiore al comienzo del libro. A partir de ese momento participó en todos los principales congresos del partido a los que le resultaba físicamente posible asistir, y en 1912 Lenin reconoció que no era simplemente un terrorista y un gángster inusualmente eficaz, sino también uno de los dirigentes más capaces del partido en el sentido convencional.

Fue en aquel momento, como es bien sabido (por utilizar una de las frases predilectas de Stalin), cuando entró a formar parte del comité central del partido, el núcleo de la cúpula dirigente. Stalin fue reclutado no sólo por sus aptitudes como no ruso y le confiaron ser el «experto en nacionalidades» del comité, ya que el imperio zarista era un enorme conglomerado de más de un centenar de grupos étnicos y lingüísticos diferentes. Lenin le encomendó la preparación de un nuevo folleto que definiera la postura del partido sobre la cuestión nacionalista. El documento resultante se convirtió posiblemente en el más famoso de todos sus numerosos escritos, El marxismo y la cuestión nacional, que esbozaba cuál sería la posición teórica de la dictadura comunista sobre este tema después de hacerse con el poder en 1917. Lenin se mostró encantado, ensalzándolo como «el maravilloso georgiano». Fue a partir de este momento, además, cuando asumió de forma permanente el pseudónimo de Stalin («el de acero»).

Stalin era ya el director fundador de Pravda, el nuevo diario bolchevique de Moscú, lo que hizo de él el periodista y propagandista clave del partido. Lenin también lo nombró codirector del «Departamento ruso», el principal sector del partido dentro del imperio zarista, a pesar de que no era ruso. Así, el niño georgiano que no había aprendido ruso hasta la adolescencia había pasado a ser uno de los principales dirigentes y portavoces del partido.

Tenía menos experiencia en el extranjero que casi cualquiera del resto de los principales dirigentes. Stalin viajó fuera del imperio en sólo cinco breves ocasiones a congresos del partido, seguidas más tarde de dos viajes especiales para realizar consultas con Lenin. Fueron viajes de trabajo en los que aprendió comparativamente pocas cosas de Europa, con la excepción de dos meses pasados en Viena y Cracovia en los veranos de 1912-1913. Esto es lo más cerca que estuvo en toda su vida, en lo que a proximidad física se refiere, de Adolf Hitler, que vivía en Viena durante esta época. La única cosa que debieron de tener en común durante esas pocas semanas fue que a ambos les gustaba pasear por el gran parque del palacio Schönbrunn. En caso de haberse visto, nadie reparó en ello. Stalin era once años mayor y una persona mucho más hecha, mientras que Hitler era un hombre muy joven en paro e indigente.

Liberado finalmente del exilio siberiano por el derrumbamiento del régimen zarista, Stalin fue uno de los dos primeros miembros del comité central del partido en llegar a San Petersburgo. Antes de la llegada de Lenin en abril, fueron ellos quieren dirigieron el partido, adoptando una política comparativamente moderada. En este momento el extremista era Lenin, no Stalin. Inmediatamente después de su llegada, el principal dirigente bolchevique insistió en preparar el asalto al poder directamente por medio de un golpe de Estado con armas, y Stalin, al igual que la mayoría del resto de notables del partido, aceptó enseguida esta política, a pesar de que en 1917 incluso a Stalin le resultaba difícil estar de acuerdo en todos los detalles con las órdenes violentas y absolutamente sin escrúpulos de Lenin. Durante la gestación del golpe bolchevique a lo largo de siete meses, Stalin desempeñó un papel fundamental en el liderazgo del partido, no en términos de discursos públicos u organización paramilitar, sino como di­rector de la prensa y la propaganda organizada del partido, así como en la coor­dina­ción general de política y organización. No había ningún otro dirigente bolchevique del que Lenin dependiera más que de Stalin, aunque en el momento del golpe su papel público resultaba menos manifiesto que el de otras personas. Tanto durante los meses del ascenso al poder como en la primera fase de la nueva dictadura terrorista actuó como uno de los cuatro o cinco principales dirigentes bolcheviques. A partir de este momento, los hechos de su vida pasaron a ser cada vez mejor conocidos.

Un tema fundamental de la historia soviética tiene que ver con la relación entre el liderazgo y las políticas de Lenin en comparación con las de Stalin. Durante las fases posteriores del régimen soviético, tras la muerte de Stalin, se puso de moda la idea de contraponer un Lenin supuestamente «bueno» a un Stalin «malo», y los estudiosos de izquierdas siguen permitiéndose este juego, que fue un leitmotiv de Mikhail Gorbachov. Montefiore concluye que esto constituye un error flagrante. Lenin fue uno de los dictadores más violentos y extremos del siglo, imponiendo el terrorismo de Estado masivo. La incapacidad física que padeció ya en 1922, junto con la debilidad del nuevo régimen soviético, hizo que le resultara imposible lograr el totalitarismo pleno y la ingeniería social de grandes dimensiones que llevó a cabo Stalin. Montefiore piensa que esa diferencia lo fue simplemente de grado, ya que las políticas de Stalin representaron no la perversión del leninismo, sino su evolución natural.

El logro de Montefiore es hacer que resulte comprensible el desarrollo de la personalidad capaz de ejecutar semejantes políticas. Este no es un estudio definitivo, ya que algunos aspectos siguen siendo turbios y algunas de las fuentes son poco fidedignas, pero supera con mucho a todos los tratamientos anteriores. Es probable que siga siendo durante algún tiempo la mejor narración de los primeros treinta y nueve años de Stalin, la época en que el joven revolucionario georgiano Dzhugashvili se convirtió en el maduro dirigente bolchevique Stalin. 
 

Traducción de Luis Gago

 

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