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¿Quién soy yo?

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En 1735, Johann Sebastian Bach empezó a redactar un fascinante documento que tituló Ursprung der musicalisch-Bachischen Familie (Origen de la familia musical de los Bach). No sabemos qué motivos le indujeron a escribirlo, pero cuesta creer que pueda ser casual que lo acometiera justamente el año en que coronaba su primer medio siglo de vida. Cincuenta años eran, para la época, una vida cumplida, como sabía el compositor por dolorosa experiencia propia. Su padre, Johann Ambrosius, había muerto tan solo dos días antes de cumplir esa edad y su madre, Maria Elisabeth, dos meses y cuatro días después. Huérfano desde los nueve años, Johann Sebastian hubo de trasladarse a vivir a casa de uno de sus hermanos mayores, Johann Christoph. Y en 1735, cuando decidió volver la vista atrás para comprender y comprenderse, ya había visto morir también a su primera mujer, Maria Barbara, y a nada menos que ocho de sus hijos.

Pero no fue probablemente la consciencia de una posible muerte cercana lo que impelió al compositor a bucear entre sus antepasados. Sabemos tan poco sobre su vida o su manera de pensar que sólo cabe lanzar conjeturas al aire. Pero en este caso contamos con algunos datos objetivos que pueden ayudarnos a contextualizar su iniciativa, esa búsqueda del fermento que lo hizo posible. En el lapso de unos pocos meses del año 1730 se produjeron tres de los hechos más reveladores de cuantos nos han llegado noticia en relación con el compositor. El 23 de agosto de 1730 presentó al concejo de Leipzig, la ciudad en que desempeñaba desde 1723 el cargo de Cantor de la Thomasschule y responsable de la música litúrgica en las dos principales iglesias de la ciudad, un extenso memorándum (el famoso Entwurff), que él mismo tildó de «Breve pero muy necesario proyecto de una música eclesiástica bien regulada junto con algunas imparciales reflexiones acerca de la decadencia de la misma». Aunque su contenido ha sido interpretado de maneras muy diferentes, e incluso antagónicas –especialmente al hilo de la polémica sobre si es históricamente fidedigno y defendible interpretar las obras vocales sacras de Bach sin coro, sino sólo con un cantante por parte, como hoy es posible escuchar cada vez con más frecuencia–, en lo que ahora nos interesa hay algo que resulta incontestable: Bach no estaba satisfecho con los medios humanos que tenía a su disposición para llevar a cabo las actividades inherentes a su puesto y, por debajo, se trasluce además un amargo desencanto personal.

Pocos meses después, el 28 de octubre, Bach escribió la que puede calificarse como una de sus pocas cartas conservadas, o incluso la única, que tiene un marcado tono íntimo y confesional. La envió a un antiguo compañero de colegio, Georg Erdmann, y tras dar cuenta de algunos detalles de su peripecia biográfica, informándole del puesto que venía ocupando desde hacía siete años, el de Director Musices y Cantor de la Escuela de Santo Tomás, «a pesar de que al principio –admite el compositor– no me pareciese decoroso pasar de Capellmeister [en Cöthen] a Cantor». Y muy poco después entrevemos el verdadero motivo de su carta: «Sin embargo, teniendo en cuenta que, 1) estimo que este servicio no es en absoluto tan notable como se me había descrito; 2) que muchos ingresos suplementarios de la plaza ya no se obtienen; 3) que es éste un lugar muy caro; y 4) que la autoridad es aquí caprichosa y poco afecta a la música, y, además, he de vivir en permanente disgusto, envidia y persecución, me voy a ver obligado así a buscar con la ayuda de Dios mi fortuna en otro lugar. Si se diera el caso de que Su Excelencia encontrase o supiera allí [en Danzig] de algún puesto conveniente para un antiguo y fiel servidor, os ruego con todo respeto que me recomendéis con encarecimiento para el mismo. No faltará, por mi parte, la máxima diligencia en corresponder a tan alta recomendación e intercesión». No tenemos constancia de que Erdmann llegara a contestar; lo que sí sabemos, en cambio, es que Bach acabaría sus días en Leipzig, y ningún documento como esta carta para echar por tierra la imagen tradicional del músico legada por el siglo XIX, que se resume muy bien en la infeliz expresión que lo bautizó como «el quinto Evangelista».

En 1730 se produjo también la publicación de la última de las seis Partitas para clave, que Bach venía dando a conocer, una a una, desde 1726. Las seis aparecieron publicadas conjuntamente poco después con el siguiente encabezamiento «Clavir [sic] Ubung [Práctica o Ejercicio para teclado], consistente en Preludios, Allemandes, Courantes, Sarabandes, Gigues, minuetos, y otras galanterías; realizadas para solaz de los aficionados por Johann Sebastian Bach, Capellmeister del Muy Alto Príncipe de Sachsen-Weissenfeld y Director Chori Musici Lipsiensis. Opus 1. Editada por el Autor. 1731». «Opus 1» y «Editada por el Autor»: aquí se contiene la información más significativa. Hastiado de las disputas con el concejo municipal, sabedor sin duda de su genio, deseoso de pasar a la posteridad, de que su música fuera tocada y conocida, Bach decide sufragar él mismo la impresión de sus obras instrumentales, totalmente alejadas de su dedicación a la música sacra, que había consumido casi en exclusiva todos sus esfuerzos creativos en sus primeros años de estancia en Leipzig, aquéllos en que vieron la luz, a un ritmo trepidante, la inmensa mayoría de las cantatas y pasiones que hoy admiramos rendidos ante su genio. A partir de ese momento, Bach concentró buena parte de su creatividad en la creación de música desgajada de sus obligaciones profesionales, un sendero que culminaría en obras como la Ofrenda musical y El arte de la fuga, de tal carácter especulativo que tanto ésta como gran parte de aquélla ni siquiera tienen prescritos los instrumentos que deben interpretarlas.

Así las cosas, ya estamos en condiciones de comprender mejor el modélico programa propuesto por el clavecinista y organista Lorenzo Ghielmi en el recital que acaba de ofrecer en el CaixaForum madrileño. Enmarcado en un ciclo titulado génericamente Johann Sebastian Bach: antepasados y herederos, el italiano ofreció en esencia los cuatro elementos imprescindibles que conforman este contexto: en primer lugar, música de los maestros espirituales de Bach, representados por Georg Böhm y Dieterich Buxtehude, a quien fue a escuchar expresamente a Lübeck poco después de cumplir veinte años; música de sus antepasados, de esa larga lista que él compiló en una genealogía familiar en la que él mismo se atribuyó el número 24, y Ghielmi tuvo el acierto de elegir al de mayor talento de todos ellos, su tío Johann Christoph, caracterizado admirativamente por su sobrino en el Ursprung como «ein profonder Componist»; música de dos de sus hijos, Wilhelm Friedemann y Carl Philipp Emanuel, dos compositores literalmente geniales, pero relegados por la historia a un lugar secundario, tanto por protagonizar una época fundamentalmente de transición (la del Barroco al Clasicismo) como, por triste que resulte escribirlo, por ser hijos del gran genio y quedar con ello irremediablemente bajo sus sombra; y, por fin, música del propio Johann Sebastian que, como siempre sucede, deslumbra con su grandeza y se percibe como la perfecta decantación de todo lo anterior. En Bach, que respetó las formas y los modelos heredados, lo que nos asombra no es qué hace, sino cómo lo hace.

Pero lo que no hay que perder de vista, y lo que alentó sin duda ese ejercicio de autoconsciencia por parte de Bach, es que un genio así no nace de la nada. El propio compositor se sentía una pieza más de una verdadera saga de músicos, activos casi todos en Turingia en el ámbito municipal, cortesano o eclesiástico. Con él se alcanza el punto más alto, pero sus hijos recogieron el testigo y siguieron dando lustre al apellido (traducible, por cierto, en cuatro notas musicales, Si bemol, La, Do y Si natural, conforme a la grafía musical alemana). Bach aprendió su oficio de adolescente, en casa de su hermano, copiando obras de los grandes maestros del momento. Y más adelante, él también compiló un archivo personal con las composiciones de sus antepasados, lo que se conoce con el nombre de Altbachisches Archiv, perdido tras la Segunda Guerra Mundial y reencontrado felizmente en Kiev en 1999. Estas composiciones, preservadas para la posteridad, constituyen el homenaje de Bach a sus mayores, a los anteriores eslabones de la cadena familiar, a quienes iniciaron una escalada que le permitieron a él coronar la cima, una cumbre, como escribiría Paul Hindemith en 1950, inalcanzable para cualquier otro.

En aras de la perfección, Lorenzo Ghielmi debería haber utilizado cuatro instrumentos en su recital: el clavicordio (ideal, a uno y otro extremo, para la Suite de Böhm o la Polonesa de Wilhelm Friedemann, por ejemplo), el órgano (idóneo para las páginas de Buxtehude y Johann Christoph Bach), el fortepiano (para la Sonata de Carl Philipp Emanuel) y el clave (para el resto de las obras). Un imposible, por supuesto. Pero el italiano, de formación germánica, es un músico de largo recorrido y convirtió el por naturaleza limitado clave en un instrumento polifacético capaz de traducir la gran variedad estilística del concierto. Así, por ejemplo, recurrió a la alternancia de registros, y al uso de un solo manual, en la Suite de Böhm, reservando la sonoridad más íntima para Allemande y Sarabande, y optando por un sonido más rico con los dos teclados acoplados para Courante y Gigue. En la primera parte dominaban los movimientos danzables, las piezas de carácter improvisatorio (con la muy infrecuente Fantasía BWV 922 a la cabeza) y las construcciones contrapuntísticas imitativas. Fue una agradable sorpresa oír el Preludio y fuga de su tío Johann Christoph, una de sus pocas páginas instrumentales que han llegado hasta nosotros: el sujeto de fuga, con su salto de quinta ascendente y su posterior descenso cromático, lleva la impronta familiar y en nada sorprende que Bach admirara esta pieza, que no puede ocultar su casi seguro origen organístico, aunque estrictamente manualiter.

En la segunda parte, la música de Wilhelm Friedemann (una delicadísima Polonesa) y de Carl Philipp Emanuel (la primera de las Sonatas de Württemberg, veneradas por Joseph Haydn) nos trasladó a otra época. Con sus súbitos cambios de carácter o sus sorprendentes modulaciones, la pieza de este último, en especial el Moderato inicial, se aleja conscientemente de la ortodoxia barroca, aunque tampoco acaba de alinearse del todo con el equilibrio clásico. Y Ghielmi supo resaltar asimismo ese carácter anguloso y acentuar su curso impredecible: el instrumento era el mismo, pero sonaba como si se hubiera transformado a la par que la música que había sobre su atril. No es fácil entender por qué la excepcional música de Carl Philipp Emanuel, de quien se conmemorará el próximo 8 de marzo el tercer centenario de su nacimiento, no se interpreta de continuo.

La obra de mayor enjundia del concierto era la Partita núm. 4 de Johann Sebastian, una de las piezas que integraron aquella sorprendente Opus 1, la colección con que el músico mostraba por fin sus credenciales y que, a falta de editores, decidió publicarse él mismo. Incluso los más diestros pianistas actuales temen a las Partitas de Bach, pobladas de pasajes endiabladamente difíciles. La Gigue que cerró el recital, por ejemplo, pone a prueba la capacidad del intérprete para independizar ambas manos, obligadas a tocar diseños rítmicos contrapuestos. Ghielmi, de aspecto siempre flemático y concentrado, y nada dado a gestos superfluos, tensó perceptiblemente su cuerpo mientras la tocó (y alguna que otra nota errada dieron fe del reto a que estaba enfrentándose) e incluso acompañó visiblemente con la cabeza las síncopas iniciales. Antes había dado una soberbia lección de fraseo en la Allemande, tocada muy lenta, con lo que gana en hondura, y desgranado con mimo la Sarabande, siempre sin un solo exceso y con la máxima contención expresiva. El Bach improvisador de la Fantasía había dado paso al gran constructor ambicioso y de largo aliento de la Partita.

Sorprendentemente, muy poca gente asistió a un recital que, sobre el papel, revestía el máximo interés tanto por el programa como por la entidad de su intérprete. Lorenzo Ghielmi es uno de los máximos exponentes de la interpretación bachiana actual, de manera muy destacada como organista (quien viaje a Milán, que no deje de ir a escucharlo a la extraordinaria basílica de San Simpliciano, en la plaza del mismo nombre, de la que es organista titular), pero también como clavecinista y como director del grupo La Divina Armonia. Es posible que el auditorio del CaixaForum no haya logrado aún asentarse entre los aficionados de la ciudad como un escenario habitual de conciertos de calidad. A este ciclo aún le quedan dos conciertos más (los días 11 y 18 de marzo, con el grupo CommuSicare y el extraordinario conjunto vocal Vox Luminis, respectivamente) que seguirán ahondando en ese antes, durante y después de un músico del que seguimos ignorando casi todo: pocos compositores tan grandes nos resultan tan desconocidos. En el ecuador simbólico de su vida, Bach decidió preguntarse «¿Quién soy yo?» o, si se quiere, «¿De dónde vengo?» y, aunque para responder se limitó a poner en orden, casi de manera aséptica, fechas, nombres y datos (incluidos los suyos propios hasta ese momento), aquellas hojas tuvieron que tener sin duda en él un efecto benéfico o, incluso, balsámico. El mismo que nos produce ahora a nosotros escuchar sus obras arropadas por su envoltorio natural y tan bien tocadas por un músico capaz de entender y traducir todas las claves de aquel insólito ejercicio de introspección.

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