Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

25 de julio de 1992: La vuelta al mundo de España

España vuelve a la escena internacional

A comienzos de agosto de 1990 el ejército de Irak invadió Kuwait. Meses más tarde, una coalición internacional liderada por las tropas de Estados Unidos inició una ofensiva para liberar ese pequeño país.

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Guerra y revolución en tiempos de «victimismo»

Cuando todavía estaba vigente la dictadura del general Franco y quedaban algunos años para averiguar el cuándo y el cómo de la transición a la democracia, Stanley G. Payne publicó The Spanish Revolution. Corría el año 1970 y el historiador norteamericano, doctor en Historia por la Universidad de Columbia, llevaba dos años como profesor de la Universidad de Wisconsin, donde llegaría a ocupar la cátedra Hilldale-Jaume Vicens Vives. Era, además, autor de un relevante estudio sobre el partido fascista español (Falange. A History of Spanish Fascism) que le valdría, junto con otros trabajos posteriores, el reconocimiento de la comunidad científica internacional como un relevante fascistólogo.

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La República incómoda

La Segunda República española estaba a punto de cumplir un año de vida. Corría el mes de marzo de 1932 y la presidencia del Consejo de Ministros estaba ocupada por el republicano de izquierdas Manuel Azaña. En el gabinete no estaban ya representados ni la derecha ni el centro republicanos. La nueva Constitución apenas llevaba tres meses vigente. Tras su aprobación no se había celebrado un referéndum ni se habían convocado elecciones. Esta era la voluntad de la coalición de republicanos de izquierdas y socialistas; querían tiempo para impulsar lo que consideraban desarrollos constitucionales indispensables sin tener que pasar por las urnas. No obstante, las oposiciones empezaban a denunciar que las Cortes no representaban a la opinión; e incluso la derecha católica no republicana había iniciado una campaña a favor de la revisión de algunos artículos de la Constitución. Mala forma, pues, de echar a andar la consolidación democrática, sin conocer el estado de la opinión tras el debate constituyente y sin saber si, como denunciaban sus críticos, la Carta Magna tenía muchos y fervientes opositores.

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Los socialistas y la monarquía

Muy pocos días después del golpe de los bolcheviques en Rusia, en plena Guerra Mundial, El Socialista reconocía abiertamente en su editorial el «asombro y dolor» por una acción que podía poner en peligro la victoria de los aliados. Pero había también algo más en esas reservas. Varios meses más tarde, Pablo Iglesias mantenía una posición de abierta discrepancia, calificando lo de los bolcheviques como una «perturbación». A la vez, justificaba la huelga general apoyada por los socialistas españoles en 1917 y señalaba que entre los objetivos de esa acción estaba conseguir una república en la que las organizaciones obreras fueran influyentes. Quedaban por delante meses de profundas discusiones y congresos extraordinarios hasta la derrota de los terceristas y la consumación de la escisión comunista. Eran los años, además, de la crisis de la Monarquía de la Restauración, en los que los socialistas españoles se enfrentaban a problemas domésticos decisivos para su futuro. 

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Los desafíos de la democracia

José María Gil-Robles no había cumplido aún los veinticinco años cuando el golpe del general Primo de Rivera hizo saltar por los aires la Constitución de 1876, aunque para entonces ya había logrado la cátedra de Derecho Político y había entrado en el consejo de redacción de El Debate. Era en ese momento un joven abogado interesado sobre todo en la vida política y la movilización católica. Formado en el tradicionalismo e involucrado en el experimento del Partido Social Popular, y como tantos otros católicos, no recibió la dictadura de Primo con especial animosidad: todo lo contrario. Pero nada de eso es especialmente relevante si se compara con lo que vino después. El fascinante año político de 1931 lo catapultó

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La tragedia del posmodernismo

En un interesante ensayo, la historiadora Gertrude Himmelfarb describía hace ya varios años el impacto del posmodernismo en la Historia como una peligrosa deriva hacia un relativismo tan radical que, a su juicio, ponía en peligro la existencia misma de la ciencia histórica, al contraponer sin solución la investigación histórica y la verdad. Tras negar la posibilidad de cualquier verdad referida a un tiempo y un lugar concretos, el posmodernismo hacía inviable la tarea del historiador tal y como había sido concebida y practicada hasta el momento. Lo que en la Historia suponía esa actitud iba más allá del relativismo que había caracterizado la labor historiográfica en tiempos modernos, esto es, un relativismo «enraizado en la realidad». Lo propio del

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