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¿Podremos seguir pagando la factura de la farmacia?

The Truth About the Drug Companies. How they deceive us and what to do about it

MARCIA ANGELL

Random House, Nueva York

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Rara es la persona del llamado mundo occidental o industrializado que no se haya medicado en algún momento de su vida. Los medicamentos de la medicina moderna de Occidente son una de las bases principales de los sistemas de salud de las sociedades desde que éstas alcanzan un cierto nivel mínimo de desarrollo económico y social. Estos fármacos se basan cada vez más en los conocimientos científicos que proporcionan la física, la química y la biología molecular, y en un método experimental conocido como ensayo clínico, en sus distintas variantes, todas ellas reglamentadas y vigiladas por las autoridades nacionales e internacionales competentes en materia de medicamentos. La industria farmacéutica que los produce es una de las más globalizadas que existen y está dominada por un puñado de grandes multinacionales, la mitad de ellas, aproximadamente, europeas y la otra mitad, estadounidense. Se estima (véanse los datos de IMS Health) que el mercado mundial de las prescripciones farmacéuticas (en inglés, prescription drugs, incluyendo los genéricos; en España, especialidades farmacéuticas y especialidades farmacéuticas genéricasEspecialidad farmacéutica genérica: la especialidad con la misma forma farmacéutica e igual composición cualitativa y cuantitativa en sustancias medicinales que otra especialidad de referencia, cuyo perfil de eficacia y seguridad esté suficientemente establecido por su uso clínico continuado. La especialidad farmacéutica genérica debe demostrar la equivalencia terapéutica con la especialidad de referencia mediante los correspondientes estudios de bioequivalencia. Las diferentes formas farmacéuticas orales de liberación inmediata podrán considerarse la misma forma farmacéutica siempre que hayan demostrado su bioequivalencia (Ley del Medicamento de 1990)., ambas con receta médica) era en 2002 (último año del que se dispone de información razonablemente completa a escala internacional) de unos 400.000 millones de dólares anuales, o lo que es lo mismo, el 57,5% del PIB de España en ese mismo año (según el cambio medio de dicho año). La mitad de esa cifra, que no incluye los márgenes de los dispensadores directos, como las farmacias y otros sistemas de distribución del tipo minorista, esto es, unos 200.000 millones de dólares en 2002, corresponden al mercado estadounidense. Además, se trata de un negocio muy rentable, pues según nos informa la autora del libro reseñado, los beneficios netos de los laboratorios farmacéuticos son muy altos, alrededor del 18% de la cifra de ventas. Una de sus tesis a este respecto es que si ya era de por sí un buen negocio, a partir de 1980, y debido a importantes cambios legislativos en Estados Unidos (principalmente, la posibilidad de patentar descubrimientos hechos por instituciones públicas de investigación, como universidades y los prestigiosos Institutos Nacionales de Salud, NIH), se ha convertido en uno magnífico, estupendo –por usar el mismo adjetivo de la doctora Angell–, uno de los mejores de todo el sector industrialLa ley más importante de esta nueva legislación que, según la doctora Angell, ha proporcionado un período de prosperidad inusitada a las empresas farmacéuticas es la BayhDole Act, que permite patentar descubrimientos realizados por los NIH y las universidades que investigan con subvenciones públicas, y, asimismo, al sector privado alcanzar acuerdos con esta institución estatal y las universidades para fabricar y comercializar fármacos basados en dichos descubrimientos (muchos programas de investigación biomédica de las grandes universidades americanas están financiados precisamente por los NIH).. Mas ello sin aparente contrapartida para los usuarios de los medicamentos, pues, citamos textualmente, «de todos los acontecimientos que han contribuido a esta buena fortuna, ninguno tiene que ver con la calidad de las medicinas que estaban vendiendo las empresas farmacéuticas».

Desde la primera página de este libro que reseñamos es fácil apercibirse de que se trata de un texto muy crítico con toda la industria farmacéutica. De hecho, en varias de las reseñas que se han publicado en Estados Unidos, se ha calificado este trabajo como un ataque furibundo y desaforado y «una crítica estridente» a los laboratorios farmacéuticos multinacionalesElizabeth M. Whelan, «Junk-Science Reporting», National Review (septiembre de 2004) (http://www.nationalreview.com/comment/whelan200409080850.asp). , a pesar de estar realizado por una persona con gran prestigio en el sector. En efecto, la doctora Marcia Angell ha sido durante las dos últimas décadas una redactora puntera en la prestigiosa revista científica The New England Journal of Medicine (NEJM), una de las llamadas «cuatro grandes» de la prensa médica especializada (las otras tres son: The Lancet, The British Medical Journal y The Journal of the American Medical Association ), revista de la que llegó a ser, interinamente, directora durante un breve período (1999-2000). Está considerada como una intelectual de izquierdas, en el sentido estadounidense de esta expresiónEsta postura ideológica le lleva a atribuir el crecimiento de la desigualdad en Estados Unidos enteramente a la política de Reagan y sus sucesores. Su aserto de que «la brecha entre ricos y pobres que había venido reduciéndose desde la Segunda Guerra Mundial, empezó de repente a ampliarse de nuevo [coincidiendo con los años de Reagan como presidente] hasta el profundo abismo de hoy día», no concuerda con los datos relativos a la desigualdad de las tasas salariales industriales, que experimentaron un fortísimo crecimiento entre 1970 y 1983, comenzando a partir de entonces a disminuir (véase James K. Galbraith y Maureen Berner [eds.], Desigualdad y cambio industrial. Una perspectiva global, Akal, Madrid, 2004).. No ha sido, sin embargo, la única que ha arremetido violentamente contra la industria farmacéutica y el alarmante aumento de la factura de farmacia que tienen que pagar de su bolsillo la gran mayoría de los pacientes estadounidenses (entre 2001 y 2002 el gasto farmacéutico en Estados Unidos creció un 12,3%, si bien el crecimiento se moderó algo entre 2002 y 2003: un 10%)Para este pasado otoño estaba anunciado otro texto muy crítico sobre las relaciones entre los laboratorios y los médicos que recetan sus medicamentos, escrito por Jerome P. Kassirer (otro director de la NEJM que publica Oxford University Press). En España, la editorial Paidós prepara la publicación de un libro sobre medicamentos y salud (con el subtítulo de «Claves socioeconómicas de la industria farmacéutica»), que tendrá como autores a los doctores Joan-Ramon Laporte y Albert Figueras. Más adelante nos ocuparemos de la situación en España, tratando de analizar cómo se aplican las tesis y propuestas de este libro en el caso de nuestro mercado farmacéutico, bastante distinto del estadounidense..

Dicho lo cual, conviene resaltar que este libro ha suscitado un interés especial que se refleja en dos hechos de cierta relevancia. Uno, la publicación de un artículo de la propia doctora Angell en la prestigiosa The New York Review of Books, y otro, una contundente y detallada réplica de la Pharmaceutical Research and Manufacturers of America (PhRMA), la patronal del sector farmacéutico, antes incluso de que se pusiera a la venta The Truth About the Drug CompaniesMarcia Angell, «The Truth About the Drug Companies», The New York Review of Books, vol. 51, núm. 12 (15 de julio de 2004) (http://www.nybooks.com/articles/17244). PhRMA, «Marcia Angell, Myths vs. Facts». 15 de agosto de 2004 (http://www.phrma.org/ issues/medicaid/index.cfm?archive=rebates). El libro que reseñamos se puso a la venta en Estados Unidos el pasado 31 de agosto. . Se trata, pues, de un hecho bastante insólito aun en Estados Unidos, donde existe una sana, lúcida y arraigada tradición de debates intelectuales en la prensa especializada sobre asuntos de interés social.

I+D: MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES

El enfoque básico del libro puede resumirse citando a la propia autora: «Reducido a lo esencial [el mensaje publicitario de la industria farmacéutica] es éste: "Sí, los medicamentos con receta médica son caros, pero eso muestra lo valiosos que son. Además, nuestros costes de investigación y desarrollo son enormes y necesitamos cubrirlos de alguna manera. Como empresas basadas en la investigación, producimos un flujo continuo de medicinas innovadoras que alargan la vida, mejoran su calidad y evitan cuidados médicos aún más caros. Ustedes son los beneficiarios de este logro continuo del sistema americano de libre empresa, de manera que sean agradecidos, dejen de lloriquear y paguen". Más prosaicamente, lo que está diciendo la industria es que ustedes obtienen lo que han pagado por ello»Marcia Angell, op. cit.. La autora, al escribir lo que antecede, sabe muy bien que, pese a sus grandes esfuerzos publicitarios y de todo tipo por mostrarnos sus contribuciones a la mejora de la salud y de la calidad de vida, e incluso a la prolongación de ésta, la industria farmacéutica goza de mala reputación y peor prensa en amplios sectores de las sociedades que, al menos, pueden ir pagando mal que bien sus facturas de farmacia (The Big Pharma la llama Angell, tal vez para que el lector la asocie con otra industria con muy mala fama, The Big Tobacco). Mas se trata no sólo de dar testimonio de esa mala fama, sino de justificarla. Y ahí es donde este libro mezcla acusaciones demoledoras –fáciles de hacer dada la percepción social de que los laboratorios multinacionales trafican con la vida y la salud de las personas y las contradicciones propias de la industria, que se expondrán más adelante– con afirmaciones demagógicas unas veces, y paradójicas e incongruentes, otras. Uno de los aspectos más controvertidos de este libro es que la autora sostiene –simultáneamente– que los medicamentos son vitales para muchas personas, por lo que no puede dárseles el mismo tratamiento que a los demás productos de consumo, y que las compañías farmacéuticas promueven la medicación innecesaria al tiempo que producen fármacos de dudosa eficacia o, sencillamente, se limitan a poner en el mercado medicamentos que son copia de otros de la competencia (medicamentos llamados «me-too» –algo así como «yo tengo lo mismo»– en la jerga técnica internacional). Si son tan importantes, incluso vitales para muchas personas –lo que puede dar lugar a consideraciones éticas sobre los métodos y las políticas de comercialización y precios de los laboratorios–, será porque estos productos son necesarios, eficaces y seguros. Y es que parece bastante obvio, a la vista de la evidencia disponible, que los medicamentos actuales de la moderna medicina occidental son, con todas las carencias y limitaciones que se quieran, uno de los grandes logros del ingenio humano y un triunfo de los métodos gnoseológicos y experimentales de la ciencia biomédica. La doctora Angell reconoce en más de una ocasión los grandes éxitos de algunos medicamentos recientes, pero su mérito rara vez se lo atribuye a las propias empresas farmacéuticas, sino a las universidades y otros centros de investigación con financiación a cargo a los presupuestos federales estadounidenses. Es más, para la doctora Angell la industria farmacéutica viene a ser como un gran parásito de las universidades y los NIH, en suma, de los fondos públicos destinados a la investigación científica básica. La impresión que deja este leitmotiv de la autora en el lector desconocedor de esta industria es que las proclamaciones de ésta de ser una actividad empresarial basada fundamentalmente en la investigación científica y el desarrollo tecnológico son una falacia. Los datos y consideraciones que aporta la autora son bastante convincentes: tanto por el porcentaje real que dedica la industria globalmente a la I+D como por las publicaciones científicas en revistas especializadas y otros indicadores, parece bastante claro que no se trata de uno de los sectores más innovadores y más volcados en la investigación y el desarrollo. No obstante, la respuesta de la PhRMA a estas aseveraciones de la doctora Angell es también bastante persuasiva: la I+D no es únicamente la académica, la básica, que según la autora se realiza principalmente en universidades y otras instituciones públicas que tienen acceso a los ingentes fondos de los NIH (que correspondería, más o menos, a la I de la citada sigla I+D, también llamada preclínica), sino que existe un componente también muy caro, arriesgado y que requiere de mucho tiempo (la D de la sigla), que es la que permite que un descubrimiento biomédico acabe finalmente por entrar en el vademécum de especialidades farmacéuticas y en las farmacias y otros sistemas de venta a los consumidores. En esta actividad se engloban los ensayos clínicos, cada vez más costosos, y otros desarrollos tecnológicos que garanticen que el producto final sea eficaz y seguroSólo el 10% de los ensayos clínicos están subvencionados por los NIH, generalmente en centros médicos universitarios.. Merece llamar, a este respecto, la atención de los posibles lectores de esta publicación sobre el detallado análisis con que la autora intenta desacreditar uno de los mitos más preciados de la industria: lo mucho que cuesta sacar un medicamento al mercado. Con argumentos bastante plausibles, vemos cómo la legendaria cifra que es de uso común por parte de los laboratorios, 802 millones de dólares de media para cada nuevo fármaco, queda reducida a poco más de cien millones, después de impuestosEstos datos se basan en informaciones disponibles en los años 2000 y 2001. En el libro se da también una cifra media de 403 millones de dólares de 2001 para un reducido grupo de medicamentos muy innovadores y muy costosos de desarrollar.. Una cifra considerable, desde luego –comenta la autora–, pero alejada de la que pregona la PhRMA para justificar los altísimos precios finales de los medicamentos en el mercado estadounidense.

Detrás de este debate se esconde un hecho muy simple: la investigación fundamental en materia de biomédica es una lotería, pues nada garantiza que los descubrimientos verdaderamente innovadores sean función directa de los medios económicos destinados a este tipo de investigación básica (existe, ciertamente, una correlación, pero muy compleja y difícil de predecir). Y una empresa propia del sistema capitalista actual no puede jugar, por así decirlo, continuamente a la lotería. De ahí que parezca razonable que si una sociedad, como la estadounidense, dedica una parte importante de sus impuestos a apoyar la investigación académica (en la que se incluyen universidades y demás centros de investigación puntera y de excelencia) para mejor prevenir y curar las enfermedades, los laboratorios farmacéuticos deriven parte del riesgo que supone siempre la investigación básica hacia esta empresa científica académica. Tampoco está de acuerdo la doctora Angell con esta premisa esgrimida por la patronal farmacéutica estadounidense, pues sostiene que el sistema federal de apoyos económicos a la industria farmacéutica –en forma de subvenciones para medicamentos de poco potencial de ventas («medicamentos huérfanos»), extensión de la duración de las patentes, créditos fiscales, etc.– permite reducir y controlar este riesgo connatural a la innovación de gran calado (que es la que se deriva de la investigación básica).

EDUCACIÓN DISFRAZADA DE MARKETING Y PUBLICIDAD

El lector lego en la materia puede que se pregunte, tras leer lo expuesto hasta aquí, quién lleva razón en este debate que ha crecido en intensidad en estos últimos meses. A nuestro juicio, sentada la premisa de que se producen cada vez más y mejores medicamentos, por su relación directa con la salud y la enfermedad, la industria farmacéutica está sometida a una crítica continua no siempre ecuánime ni justificada. Verdaderamente hay mucho que objetar al estado actual de este sector industrial y a su relación, tanto con el sistema de libre mercado como con la sociedad que precisa de sus fármacos para luchar contra tantas y tantas patologías, muchas de ellas de extrema gravedad. Pero no es menos cierto que nos encontramos ante un caso en que se hacen patentes y, en algunos casos, extremas, las contradicciones del sistema capitalista. Dicho esto, debe añadirse sin dilación que no es posible generalizar las críticas de este libro, hechas fundamental y casi exclusivamente sobre la base del mercado estadounidense de los medicamentos con receta (prescription drugs), al resto de los países más industrializados, como, por ejemplo, la Unión Europea o Canadá. E incluso, dentro de la Unión Europea, existen importantes variaciones entre los países miembros respecto de la regulación del mercado y la industria de los fármacos. De hecho, es habitual afirmar que, fuera de Estados Unidos, no existe apenas un mercado libre para las especialidades farmacéuticas y que los laboratorios se encuentran en situación de «libertad vigilada».

Estas diferencias atañen principalmente a los precios de venta de la inmensa mayoría de las medicinas de mayor consumo, mucho más altos en Estados Unidos que en Canadá y la Unión Europea (en este libro se cita un estudio sobre precios comparativos para un mismo tratamiento contra el cáncer de mama, en el cual se comprueba que cuesta seis veces más en Estados Unidos que en Alemania). Tocante a otras de las críticas que expone este libro, algunas son comunes a todos los mercados, si bien con ciertas matizaciones. Una de las que más ampollas ha levantado entre los profesionales del sector sanitario está siendo la relativa a las relaciones, poco claras según la doctora Angell, entre la industria farmacéutica y los médicos que recetan sus productos. Esta relación aparece en los balances de los laboratorios como gastos de marketing, y a este capítulo de los libros de contabilidad (que en este texto se tienen por poco claros y llenos de tecnicismos –«cajas negras» los denomina la autora– para ocultar prácticas poco éticas) destina la doctora Angell mucho espacio y fogosas andanadas. Tras señalar que la cifra que dedica globalmente esta industria al marketing es «astronómica» (un 36% de los ingresos por ventas), se explaya ampliamente en la parte de estos gastos que la industria destina a la «educación continuada» de los médicos y a la promoción directa e indirecta de sus productos. La autora acusa a la industria de ocultar bajo la apariencia de educación lo que no es sino pura publicidad, ya que rara vez la información que se proporciona a los facultativos es imparcial, completa y basada en unos mínimos principios de metodología científica (un ejemplo: «informar» –promocionar sería ilegal– a los médicos de indicaciones terapéuticas potenciales de un determinado fármaco distintas de las aprobadas para éste por las autoridades sanitarias competentes). Algunas de las prácticas «educativas» que se denuncian en las páginas de The Truth About the Drug Companies son específicas del mercado estadounidense, dado que las legislaciones sobre la promoción y publicidad de los medicamentos registrados varían de un país a otro. Pero el fondo de la cuestión es general para todos los mercados: la industria dedica ingentes cantidades de dinero a la promoción directa de sus productos a los médicos que los recetan, valiéndose muchas veces de trucos ingeniosos y costosos para mantenerse a duras penas dentro de la legalidad vigente y evitar así las posibles multas administrativas, que en Estados Unidos pueden ser muy importantes. Dado el conocimiento que tiene la doctora Angell de los entresijos de la industria farmacéutica, no sorprende que en este libro aborde casi todos los métodos que utiliza dicha industria –recurriendo en algunos casos a ejemplos concretos y detallados– para asegurarse de que los medicamentos que produce se recetarán convenientemente. La autora es especialmente crítica con los llamados ensayos de IV Fase que, en muchos casos, sirven sólo como coartada para compensar económicamente a los médicos por su fidelidad a ese producto («constituyen principalmente vías para dar a conocer a médicos y pacientes esos medicamentos y para pagar a los clínicos por usarlos y dar a cambio una información mínima a la empresa»)Se llaman ensayos clínicos de Fase IV a los que se realizan una vez aprobado un medicamento y ya en el mercado. Su objetivo es, en teoría, ampliar el conocimiento empírico que se tiene de ese producto, en particular sus efectos a largo plazo y su posible uso en otras patologías distintas a la que se ha autorizado legalmente..

Para los lectores españoles y otros europeos, puede que sorprenda saber que la sociedad estadounidense carga con una gran parte –posiblemente entre un 60% y un 70% del total mundial– de los costes de I+D necesarios para que haya nuevos y mejores medicamentos. La gran mayoría de la investigación básica se realiza en Estados Unidos, los NIH reciben cuantiosos fondos provenientes de los impuestos, y los pacientes pagan, como ha quedado dicho, hasta seis veces más por el mismo tratamiento que los europeos. Cuando surgen acciones cívicas para reducir estas diferencias de precios, la patronal estadounidense responde que, en vez de bajar los precios a los pacientes americanos, habría que subir los del resto del mundo, pues si no fuera por la actitud responsable de la sociedad estadounidense, que paga lo que realmente valen los medicamentos y financia la mayor parte de la investigación, no habría progreso ni mejora en la industria biomédica. A esto responde tajantemente la autora diciendo que si bien en su día la industria farmacéutica promocionaba sus medicamentos para tratar enfermedades, ahora promueve enfermedades para sus fármacos, tal es la desvinculación entre esta industria y la sociedad que la paga, bien mediante los impuestos, bien mediante una factura de farmacia cada vez más onerosa para los bolsillos de los enfermos y sus familiares.

No es fácil buscar soluciones para que esta factura farmacéutica que tienen que pagar las sociedades desarrolladas –no digamos nada de las que no tienen el nivel de las que son miembros de la OCDE– crezca con moderación y no varios puntos porcentuales por encima de la inflación o del PIB, como está sucediendo ahora. El libro The Truth About the Drug Companies incluye en un epílogo una serie de recomendaciones a la espera de que se produzca la necesaria reforma de la legislación, tanto de la industria como de la profesión médica. Entre estas reformas, destacan la relativa a las patentes, la que regula los registros de nuevos medicamentos y, sobre todo, la que atañe a las posibilidades negociadoras de los precios de Medicare y Medicaid, organismos de carácter públicoMedicare es el programa federal de seguros médicos gratuitos para mayores de sesenta y cinco años. También pueden acogerse a él personas de menos edad con ciertas discapacidades y los enfermos con diálisis o trasplantes renales. Medicaid, por su parte, es una especie de beneficencia para ayudar a los pacientes de bajos ingresos y recursos económicos limitados. Legalmente, estas organizaciones públicas, que realizan grandes compras, tienen prohibida la negociación de los precios con sus proveedores de medicamentos.. Parte importante de este proceso de reforma corresponde, además de a los representantes del electorado, a los órganos reguladores, como es la Food and Drug Administration (FDA). Curiosamente, mientras la doctora Angell mantiene en todo este libro un tono de respeto hacia los profesionales de la FDA, se muestra muy escéptica respecto de las relaciones entre los responsables políticos de esta agencia reguladora pública y los políticos. Considera la autora que la industria farmacéutica ejerce una fuerte presión para lograr sus objetivos mediante un lobby muy bien dotado laboral y económicamente (al parecer, es el lobby más grande y poderoso de Washington). Respecto de las sugerencias que figuran en dicho epílogo para que los usuarios defiendan sus intereses mientras se produce la reforma por la que claman los sectores partidarios de una mayor intervención estatal en este sector industrial, algunas requieren para poder ponerse en práctica una formación técnica por parte de los consumidores difícilmente al alcance de la gran mayoría de la población. Además, no hay respuestas a las contradicciones inherentes a la economía de mercado y libre empresa (como es el caso de la contención de la factura farmacéutica, que amenaza en muchos países con poner en serios aprietos a los sistemas nacionales de salud) y a una lógica comercial que exige a las empresas un continuo crecimiento de ventas y beneficios si quieren ser competitivas y no verse abocadas a una suerte de suicidio empresarial. Y es que la mayoría de las propuestas que llegan desde posturas socialdemócratas más o menos extremas parecen muy sensatas y, en teoría, válidas, siempre y cuando cambiásemos las personas de la industria y a los médicos que recetan los fármacos por marcianos, pongamos por caso, con la esperanza de que su naturaleza extraterrestre sea muy diferente de la humana y permita que esos modelos fuertemente intervencionistas sean viables.

SITUACIÓN EN ESPAÑA

Prácticamente todo lo que plantea la doctora Angell es aplicable a la situación en nuestro país, pues la lógica de la economía de mercado y de la industria farmacéutica es la misma en Estados Unidos, en Europa y en España. Aunque es evidente, por supuesto, que existen algunas particularidades en nuestro caso, como consecuencia del sistema organizativo de nuestro Servicio Nacional de Salud (SNS). Podríamos resumir la situación en España con una frase que casi todo el mundo aceptaría: «La prestación farmacéutica de nuestro SNS es excelente, pero tiene un coste excesivo». Es excelente porque tenemos acceso inmediato a todas las novedades terapéuticas, gozamos de medicamentos de gran calidad y el copago por parte del paciente apenas llega al 7% de la factura global. Su coste es excesivo precisamente por las mismas causas que lo hacen excelente. Por lo tanto, podríamos reducir la factura si renunciáramos a las novedades terapéuticas, aceptáramos fallos en la calidad del medicamento o contribuyéramos en mayor proporción al pago de la factura, o las tres cosas a la vez. Cualquiera de estas tres soluciones es traumática y, sobre todo, posee un elevado coste político. Ello explica por qué nadie las toma, gobierne quien gobierne, pese a que siempre se anuncian, se discuten e incluso a veces se hacen algunas pruebas piloto. En realidad, jurídicamente son fáciles de poner en marcha. Con un sistema de financiación selectiva (la Ley del Medicamento de 1990 lo habilita), puede limitarse la financiación de nuevas opciones terapéuticas. Con un sistema agresivo de precios de referencia (en parte lo hizo el gobierno del PP), se consiguen grandes bajadas de precios y pueden obtenerse medicamentos muy baratos, aunque lógicamente de una calidad diferente a los más caros. Finalmente, puede incrementarse el copago de los pacientes hasta un nivel que sea socialmente soportable.

Existen otras opciones para abaratar la factura farmacéutica, que son las que más se han explotado por todos los gobiernos: bajada de precios lineal, pago de un descuento lineal (el descuento complementario se utilizó ya hace treinta años para financiar la investigación) o en función de las ventas, pactos de devolución en función de los crecimientos. Todas ellas han sido sobreutilizadas y tienen siempre un efecto limitado en el tiempo, aparte, lógicamente, del conflicto que crean con las compañías farmacéuticas, que siempre responden a estas medidas disminuyendo sus inversiones industriales y en investigación.

Existe otra opción (la mejor sin duda, al menos teóricamente) para abaratar la factura sin tener que recurrir a cualquiera de las opciones anteriores, y evitar así sus efectos indeseables. Consiste en contar con la complicidad de los médicos prescriptores. Cualquier médico medianamente formado es capaz de ajustar su prescripción para que, manteniendo su calidad, resulte el tratamiento más barato. ¿Por qué esto sólo lo hace una minoría de médicos, si es que hay alguno que lo hace realmente? La razón en nuestro país es evidente. Los médicos están en contra de su empleador, se sienten en general mal pagados y ninguneados. Por si fuera poco, en los últimos años muchas de sus prerrogativas han sido transferidas a los farmacéuticos, que sustituyen los medicamentos por ellos prescritos, por lo que el grado de rechazo al sistema ha aumentado. En este escenario aparece la industria farmacéutica, la cara amable del sistema. Gente simpática, bien parecida, siempre dispuesta a facilitar la vida a los esforzados médicos. A cambio sólo piden que la prescripción incluya algunos de sus productos, siempre excelentes, aunque quizás un poco más caros que otras alternativas. Todos los profesionales del SNS saben que este es el verdadero problema –el status del médico–, pero nadie quiere hincarle el diente. Curiosa situación existiendo diecisiete sistemas autonómicos de salud, gobernados por muy diferentes partidos políticos.

EXORDIO

Los autores de este artículo desean manifestar su postura personal sobre este complejo y controvertido asunto desde una perspectiva profesional e intelectual. Ambos manifestamos nuestra admiración por aquellas organizaciones humanas que permiten que avance el conocimiento, y nuestro respeto –y menor admiración– por aquellas que son simplemente proveedoras de servicios. Entendemos que la industria farmacéutica está en la categoría de las organizaciones que permiten reducir la incertidumbre sobre lo que sabemos en materia de salud y enfermedades. Por otro lado, los médicos del SNS desempeñan un papel mixto, pues son en parte proveedores de servicios y en parte colaboran activamente en la investigación. Finalmente, el sistema de farmacias y la distribución son meros proveedores de servicios. Por cierto, excelentes en nuestro país, aunque, ¿cómo no?, a un elevado precio. 

 


Nota de alcance

A punto de entrar en imprenta este artículo, nos llega la noticia de una importante reforma de los Institutos Nacionales de Salud (NIH) estadounidenses, fruto del acuerdo entre directivos de los citados NIH, la Office of Government Ethics y el Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales. El objetivo de esta reforma legal es acabar con los acuerdos lucrativos de investigadores de los NIH con la industria farmacéutica. Entre otras medidas, figuran la prohibición de los contratos de consultoría entre empresas de biomedicina y empleados de los NIH y la de que éstos puedan tener inversiones en acciones de la industria farmacéutica y de productos para uso médico. Al parecer, el debate social sobre la industria biomédica en curso en Estados Unidos, del que el libro que acabamos de reseñar forma parte destacada, empieza a producir resultados políticos y legislativos (véase David Willman, «NIH to Ban Deals With Drug Firms», Los Angeles Times , 1 de febrero de 2005).

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Ficha técnica

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