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Restauración, liberalismo y democracia

Democracia, elecciones y modernización en Europa. Siglos XIX y XX

SALVADOR FORNER (coord.)

Cátedra, Madrid, 1998

486 págs.

La Restauración, entre el liberalismo y la democracia

MANUEL SUÁREZ CORTINA (ed.)

Alianza, Madrid, 1998

391 págs.

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No todos, pero sí la mayoría de los colaboradores en estas dos obras colectivas parecen compartir una idea básica: que la Restauración ha tenido hasta ahora mala suerte –«un exceso de mala fama», en expresión de Tusell– en la historiografía española. Lo dice con toda claridad en la introducción al primero de estos libros Manuel Suárez Cortina: la historiografía ha estado sometida hasta fechas muy recientes a un «determinismo interpretativo de ciertos mitos y simplificaciones» que es necesario sustituir por «una percepción menos maniquea» de ese período histórico (Restauración…, pág. 13)Para evitar un número excesivo de notas a pie de página, las citas de los capítulos de los dos libros comentados se incluyen entre paréntesis en el texto, mencionando al autor, el título abreviado de la obra y la página o páginas de las que procede la cita.. Y aunque el coordinador del otro volumen no se muestra tan tajante en las páginas de presentación, el capítulo redactado por él no deja dudas sobre su rechazo de los tópicos negativos de la historiografía y su defensa de un «acercamiento menos sesgado» a las realidades políticas del régimen de la Restauración (Forner et al., Democracia, pág. 242). La Restauración tuvo, al parecer, la mala fortuna de caer bajo las garras del «discurso regeneracionista de una intelligentsia airada» cuyo «lenguaje tremebundo» contribuyó decisivamente a la «deslegitimación» del sistema (ibídem, pág. 242); y los historiadores no han podido librarse durante mucho tiempo del modelo interpretativo cargado de desautorizaciones morales, «tópicos populistas» y ataques simplificadores a la oligarquía y el caciquismo que forjó aquella literatura. De forma que sólo las recientes investigaciones han permitido, o están permitiendo, sustituir esa visión pesimista por otra más ponderada y amable de una etapa decisiva en la historia contemporánea de España. Entre esas investigaciones ocupan un puesto muy destacado las realizadas por varios colaboradores de ambas obras, que por ello pueden considerarse como un adecuado balance del «estado del arte» en la actualidad.

No cabe duda de que esta más amable consideración de la monarquía restaurada tiene, al igual que las imágenes más críticas de la misma, sus precursores. Hace al menos dos décadas algunos historiadores definieron a la Restauración como un «período de paz, de prosperidad y de progreso» (Comellas), o la ensalzaron porque había roto con la tradición militarista y establecido un régimen civil en el que fue posible la «reconciliación» de los españoles tras las luchas fratricidas del Sexenio (Seco Serrano). Pero los nuevos análisis no se fijan tanto en la paz y la reconciliación como en los avances modernizadores, en las propuestas reformistas y, sobre todo, en la similitud de la experiencia española con la de otros países europeos. Lo que nos conduce a un segundo rasgo común de estas dos obras: su enfoque comparativo, implícito en algunos casos, explícito en otros. De tal enfoque procede una conclusión fundamental: aquellos rasgos del sistema político (la corrupción, el caciquismo…) que los regeneracionistas y sus seguidores consideraban específicamente españoles, y a los que hacían responsables del retraso de nuestro país en comparación con los Estados europeos más próximos, aparecen ahora como algo común en la mayoría de los regímenes liberales del momento.

Es en este planteamiento en el que hay que insertar la pregunta fundamental que subyace a ambos libros. Si la Restauración trajo consigo «un largo período de paz y civilidad, con su corolario de progreso social»; si al «progreso económico, [la] movilidad social y [la] democratización política» se le suma el «avance, lento pero incesante, de una Administración meritocrática, neutral e independiente» (Varela Ortega, Democracia, págs. 184-185); si aparecieron en su seno propuestas políticas que merecen el marchamo de «reformismo» (Suárez Cortina, Restauración, pág. 11); si incluso se puede definir el régimen como «imperfectamente democrático» (Forner et al., Democracia, págs. 243 y 278); si todo esto es cierto, ¿cómo se explica que no se diera el paso definitivo, al igual que en otros Estados europeos, hacia la democracia? ¿Por qué en el caso español, y para utilizar el feliz título de un trabajo de Santos Juliá, el «liberalismo temprano» sólo dio lugar a una «democracia tardía»?S. Juliá, «Liberalismo temprano, democracia tardía: el caso de España»; en John Dunn (dir.), Democracia. El viaje inacabado (508 a.C.-1993 d.C.), Barcelona, 1995, págs. 253-291.. O, si se quiere emplear la formulación de Javier Tusell, ¿por qué no se produjo «una transición desde un sistema liberal oligárquico a un sistema liberal democrático» en los casi cincuenta años de duración de la monarquía constitucional? (Democracia, pág. 295).

Formulada de una u otra manera, la pregunta está en el trasfondo de ambas obras, como ponen de manifiesto los títulos de las mismas. Lo que ocurre es que, a falta de unas conclusiones explícitas, hay que extraer las respuestas –no del todo concordantes– de los distintos trabajos, como veremos al final de este comentario.

EL REFORMISMO Y SUS LÍMITES

Fuera de las semejanzas de planteamiento ya señaladas, las dos obras son claramente distintas, tanto por su origen como por los temas abordados. El libro dirigido por Suárez Cortina es el resultado de un proyecto de investigación sobre «Reformismo y democracia en la España de la Restauración», pero su contenido desborda ese marco geográfico. Aunque sus capítulos centrales se refieren a las propuestas políticas de tres personajes fundamentales del período (Cánovas, Maura y Canalejas), la obra incluye además otros trabajos de notable interés: en concreto, un amplio balance historiográfico (que desde ahora servirá de punto de partida para cualquier estudioso del período) y un examen comparativo con el caso italiano, escritos ambos por el compilador; y también dos excelentes capítulos sobre el auge del anticlericalismo (Julio de la Cueva) y los proyectos de «democracia industrial» de los años 19171923 (Ángeles Barrio). Por su parte, el volumen coordinado por Salvador Forner recoge las ponencias y comunicaciones de unas Jornadas Internacionales sobre «Modernización, Democracia y Comportamientos Electorales en Europa». Su eje central es, por ello, el estudio de la normativa y las prácticas electorales en España, examinadas tanto desde un punto de vista global como a través del análisis local o regional; pero la obra incluye también algunos trabajos sobre los procesos electorales en Francia, Italia o Portugal, y un amplio y brillante ensayo de Varela Ortega sobre el camino hacia la democracia en nuestro país y sus semejanzas y diferencias con otros Estados europeos.

Protagonistas, por un lado; prácticas políticas, y en especial electorales, por otro. A pesar de lo cual, y como no podía por menos de ocurrir, hay un buen número de ideas comunes en ambos libros. La reivindicación de los políticos del período –no sólo de algunos líderes, sino también de la clase política en su conjunto– es una de ellas. Se reivindica, para empezar, al fundador del régimen: Cánovas no fue un reaccionario ni la corriente conservadora impulsada por él puede identificarse con «el inmovilismo»; sólo los prejuicios derivados de «cierta deformación» historiográfica han impedido ver en él a «un conservador liberal y moderno» (Gómez Ochoa, Restauración, págs. 111, nota, y 117). También es objeto de una cerrada defensa el otro gran líder conservador: aunque se le haya presentado como «reaccionario, clerical y semi-dictador», en realidad Antonio Maura fue el promotor del «único proyecto global, de Estado» durante el reinado de Alfonso XIII; un proyecto de «socialización conservadora» que, si hubiera tenido éxito, habría permitido la «transición gradual del liberalismo a la democracia» (González Hernández, Restauración, págs. 166-167). No es necesario, en cambio, reivindicar a Canalejas en la medida en que –en parte al menos por su asesinato y la «mala conciencia» que produjo– los balances de su obra política y gubernamental arrojan hasta ahora «saldos muy favorables» y una «casi general ausencia de planteamientos polémicos» sobre su figura; pero al menos se le presenta como el promotor de un «proyecto de renovación liberal y reformismo democrático» desde el interior del régimen (es decir, sin necesidad de reformar la Constitución de 1876) (Forner, Restauración, págs. 199-201).

Pero no se reivindica sólo a algunos líderes políticos. En general, los políticos de la Restauración, o al menos muchos de ellos, aparecen definidos como «profesionales de talento, hombres cabales, honrados y bien intencionados», e incluso como «demócratas convencidos» (Varela Ortega, Democracia, págs. 193-194). «La clase política estaba muy por encima del electorado», concluye Tusell (ibídem, pág. 300); y esta afirmación nos ofrece, como veremos más adelante, una de las pistas para entender el fracaso de la democratización del régimen.

En contraste con esta defensa a ultranza de la élite política, otros trabajos recogidos en ambos volúmenes reflejan los escasos resultados de su acción reformadora en algunos terrenos decisivos. Después de quince años en los que el anticlericalismo fue «protagonista casi absoluto de la vida española», las medidas adoptadas para secularizar el Estado fueron «timidísimas», nos recuerda Julio de la Cueva; de hecho, se limitaron a la exención de la enseñanza del catecismo a los hijos de padres no católicos, promovida por Romanones en 1913 (De la Cueva, Restauración, pág. 252). Tampoco se avanzó mucho en la regulación legal de las relaciones de trabajo, que durante todo el período siguieron sometidas la anticuada fórmula del Código Civil sobre «arrendamiento de obras y servicios»; menos aún en la aplicación de las propuestas de «democracia industrial», tan en boga en la Europa de postguerra. En España, como señala Ángeles Barrio, tales propuestas no pasaron de ser «un sueño, una utopía imposible de alcanzar», sin duda porque faltaba el soporte político que las hiciera viables: «Sin democracia política, la democracia industrial, incluso en sus acepciones más moderadas, tenía muy pocas posibilidades de pasar de la teoría a la práctica» (Barrio Alonso, Restauración, pág. 316).

De todas formas, la discrepancia en las valoraciones alcanza su punto más candente en las interpretaciones contrapuestas de las normas electorales y sus consecuencias para la modernización del funcionamiento político del sistema. La piedra de toque es, en este caso, la ley electoral de 1907, promovida por Maura. En ella debían reflejarse las aspiraciones de acabar con el caciquismo, moralizar los procesos electorales y fomentar la movilización política, que constituyeron el núcleo central del proyecto de «socialización conservadora» del político mallorquín. Pues bien, si hay acuerdo en que la ley favorecía la limpieza de las elecciones (gracias, sobre todo, a la intervención del Tribunal Supremo en el control del fraude electoral), no se encuentra la misma coincidencia a la hora de valorar los dos artículos más polémicos de esa norma legal. Uno (el art. 24) dificultaba la presentación de candidaturas, en especial de las fuerzas ajenas al turno, al exigir a los candidatos que no hubieran sido previamente diputados por el distrito correspondiente el respaldo de algunos miembros de la élite política (dos senadores o ex senadores, dos diputados o ex diputados a Cortes, tres diputados o ex diputados provinciales); o, en último extremo, el apoyo de la «vigésima parte del número total de electores del distrito». El otro artículo discutido (art. 29) excluía de las urnas a los electores de aquellos distritos o circunscripciones en los que el número de candidatos no superara el de los puestos a elegir.

Desde las posturas más favorables al líder conservador se ha señalado que la ley pretendía reforzar el bipartidismo, y evitar una «invasión de los revolucionarios (quizá más imaginada que real)» (González Hernández, Restauración, pág. 177). Más llamativo es el intento de defender dicha norma utilizando un mecanismo de simulación, como el que se emplea en un estudio sobre las elecciones en el medio urbano del que son autores Forner Muñoz, García Andreu, Gutiérrez Lloret y Zurita Aldaguer. De la simulación se deduce que cualquier reforma electoral distinta a la de Maura (por ejemplo, una reforma que introdujera la representación proporcional, un sistema de doble vuelta o un cambio en las demarcaciones electorales separando las ciudades de su área rural) no habría tenido «una gran virtualidad para producir, de forma inmediata, cambios significativos en la escena política o parlamentaria» (Forner et al., Democracia, pág. 287). No se puede, por ello, hacer responsable a la ley del retraso en la democratización del país. Donde radicaba el problema, de acuerdo con este análisis, era en la falta de modernización social, y en especial en el escaso desarrollo de la urbanización. En la medida en que en las ciudades el voto era más auténtico que en las zonas rurales, «una progresiva desaparición del dualismo existente entre la España urbana y la rural» habría conducido «inexorablemente» a una «progresiva modernización política» (ibídem, pág. 290). No es la escasa urbanización, de todas formas, la única causa del fracaso. También la debilidad organizativa y la incapacidad de los partidos que tenían que integrar a las masas en la vida política colaboraron a que el régimen de la Restauración –al que los autores definen como «imperfectamente democrático» (el adverbio se refiere al «funcionamiento práctico tradicional» y no al marco general que, a su juicio, «en modo alguno impedía el desarrollo democrático»)– no consiguiera superar los obstáculos que le separaban de una democracia más perfecta (ibídem, pág. 278).

Un diagnóstico radicalmente distinto es el que ofrece Teresa Carnero. Lo que su examen de la misma normativa electoral pretende poner de manifiesto es «la ausencia de voluntad mostrada por los gobernantes de la monarquía de Alfonso XIII para institucionalizar la democracia» (Carnero Arbat, Democracia, pág. 236). Aunque en el período 1890-1914 se produjo en España un «proceso de modernización socioeconómica», del que dan testimonio indicadores muy diversos, la respuesta política a esa modernización tuvo más de cerrazón excluyente que de apertura a la participación. No sólo porque se mantuvo y a veces aumentó el control ministerial de las elecciones con los consabidos acompañantes, el fraude y la corrupción; también porque legalmente se incrementaron las cortapisas a la competencia igualitaria, quizá como respuesta al avance republicano en las elecciones de 1903 y 1905. La combinación de los dos artículos antes mencionados (arts. 24 y 29) sirvió para acrecentar «la endogamia de la élite política», para eliminar la rivalidad electoral en numerosos distritos, y en general para «desalent[ar] la participación electoral igualitaria individual […] y colectiva o partidista» (ibídem, pág. 237). De ahí que la ley de 1907 no pueda considerarse como un avance sino como un retroceso; como un freno, y no como un acicate para la movilización política de la sociedad y la moralización de los procesos electorales. Si unimos a esa norma el proyecto de ley de Administración local, y en especial la propuesta de sustituir el sufragio universal por el voto corporativo en la elección de un tercio de los concejales de los Ayuntamientos, llegaremos a la conclusión de que lo que Maura pretendía no era democratizar sino «anular el sufragio universal masculino» (ibídem, pág. 234).

LOS CAMINOS HACIA LA DEMOCRACIA

Más allá de este debate, el estudio de Varela Ortega sobre los orígenes de los regímenes democráticos, incluido en Democracia, elecciones y modernización en Europa, permite una consideración global del régimen de la Restauración. Es de lamentar que el estudio no se haya publicado íntegro (y ni siquiera se indique que lo publicado forma parte de un texto más amplio). De hecho, a pesar del título con el que ahora se presenta, «De los orígenes de la democracia en España, 1845-1923», el trabajo completo es un análisis comparativo de las vías por las que, de acuerdo con su autor, ha avanzado el «lento» y «con frecuencia salpicado de rupturas, cortes e incluso violencia y retrocesos» proceso de democratización. Pero en su actual publicación, el argumento queda reducido a un simple enunciado, en la medida en que se ha excluido del texto el estudio de los casos, salvo el español, que debían servir para comprobar su veracidad Quien desee conocer el argumento en su integridad, puede completar el texto incluido en este libro con el artículo de Varela Ortega, «Orígenes y desarrollo de la democracia: algunas reflexiones comparativas», en Teresa Carnero Arbat (ed.), El reinado de Alfonso XIII. Ayer, n.º 28, 1997, págs. 29-60. Aunque la mejor opción es conseguir la edición completa, publicada con ese mismo título como Documento de Trabajo (J. Varela Ortega, C. Dardé y T. Carnero Arbat, Política en la Restauración, vol. 1, Sistema político y elecciones, Instituto Universitario Ortega y Gasset, Historia Contemporánea 0296, págs. 5-85). .

El argumento tiene, de todas formas, un notable interés. De las dos vías a la democracia, la primera corresponde a países como los Estados Unidos, Inglaterra o Bélgica, en los que «una demanda política ciudadana limitada» (es decir, un porcentaje reducido de votantes), unida a una clara separación de poderes, condujo a un «mercado político competitivo y abierto», y con él a una notable corrupción para conseguir apoyos electorales; una corrupción que inevitablemente fue desapareciendo al ampliarse el cuerpo electoral, en la medida en que la oferta de favores a cambio de votos se encontró con límites imposibles de superar. En cambio, en países como Francia, España o Portugal, donde había una fuerte concentración de poder en el Ejecutivo y una Administración centralizada y jerarquizada, el mercado estuvo orientado «de arriba a abajo»; o lo que es igual, los «empresarios de la política» consideraron que la forma más económica de obtener y conservar el poder consistía en «controlar el mercado, monopolizando o pactando la oferta pública». Con ello, en lugar de la corrupción, lo que se instaló fue el «fraude electoral masivo» (Varela Ortega, Democracia, págs. 131-134).

La propuesta es, sin duda, ingeniosa. Aplicada a nuestro país, sirve al autor para distinguir dos etapas en la historia política de la España liberal. En ambas, las elecciones –al menos, desde finales de la década de 1840– no se hacían, sino que se «dictaban» desde el Ministerio de Gobernación, y los dictados gubernamentales se llevaban después a la práctica siguiendo la escala jerárquica de la Administración territorial del Estado y aprovechando el alto grado de desmovilización del electorado. Pero el cambio se produjo cuando a la situación de monopolio vigente en el período isabelino (que hacía imposible la alternancia política, a no ser bajo la forma del pronunciamiento) le sucedió, gracias a Cánovas, un sistema de «negociación» entre dos únicos partidos que se aseguraron así la ocupación periódica en el poder. De esta forma, al facilitar a la oposición el acceso al gobierno, se evitó el recurso a los cuarteles, sustituido por la «paz de las urnas». Para lo cual, en todo caso, hacía falta una última y decisiva pieza; porque ¿cuándo y cómo se debía poner en marcha la alternancia? Dando por hecho que «el cuerpo electoral no existe», como declaró el propio Cánovas, el único mecanismo para regularla era el «poder moderador» de la Corona: sólo a ella correspondía decidir el momento en que un gobierno y una mayoría parlamentaria debían ser sucedidos por otro gobierno y otra mayoría. La Corona se convirtió en el «árbitro supremo y el instrumento de cambio político»; un árbitro comprometido, eso sí, a asegurar que el cambio se realizaría de forma periódica y «leal» (es decir, respetando la alternancia y otorgando al nuevo gobierno el decreto de disolución de las Cortes para que pudiera «fabricar» su mayoría) (Varela Ortega, ibídem, pág. 146).

Por brillante que sea, la definición de vías y la explicación del caso español como ejemplo máximo de una de ellas no deja de resultar discutible. Es verdad que el autor reconoce que fraude y corrupción no fueron incompatibles, de forma que esta última también estaba presente en países como Francia o España; pero añade que su peso relativo era notablemente inferior. Ahora bien, tal afirmación es difícilmente conciliable con todo lo que conocemos sobre sobornos, compra de votos y otras prácticas irregulares de los caciques y autoridades locales. Ya en los años ochenta del siglo pasado, una encuesta realizada por los representantes de Inglaterra en el continente por encargo de su gobierno, y de la que da cuenta Gumersindo de Azcárate, revela hasta qué punto coexistían ambas fórmulas. Los países en los que a comienzos de la década estaba más extendida «la inmoralidad de electores y candidatos» –es decir, la corrupción– eran Hungría y España; y aquellos en los que el poder ejecutivo intervenía más «de un modo ilegal y abusivo» en las elecciones –es decir, donde había más fraude– eran Portugal y, de nuevo, España. «¡Qué honor para nuestra patria el figurar a la cabeza en ambos respectos!», fue la conclusión del destacado republicanoGumersindo de Azcárate, El régimen parlamentario en la práctica, Madrid, 1885 (reedición, Madrid, 1978, pág. 62).. Con el paso del tiempo, a la corrupción y el fraude se sumó un tercer mecanismo para alcanzar los resultados que el gobierno deseaba: el fomento de la abstención, o fraude pasivo, que desde 1907 alcanzó rango legal con el famoso artículo 29 de la ley Maura. Bastaba entonces con que el gobierno de turno evitara la presencia de más candidatos que los puestos a cubrir (algo que la propia ley facilitaba, al dificultar la proclamación de candidatos) para conseguir, sin fraude ni corrupción, el resultado apetecido.

En todo caso, y fuera cual fuera la forma de alcanzar el triunfo, lo cierto es que existían suficientes mecanismos para que ningún gobierno, una vez designado por la Corona, perdiera las elecciones. Lo fundamental era conseguir la designación regia (en aplicación, no se olvide, de la «libérrima prerrogativa» del monarca); y a ello, más que a la captación de votos, dedicaron sus energías los dirigentes de los partidos del turno, y más adelante los líderes de las fracciones en que se dividieron los dos partidos históricos. Porque, como explicó de nuevo Cánovas, «¿por qué ni para qué ha de dirigirse a los electores el que espera, de un día a otro, ser llamado al poder por el monarca, si ha de hacer él mismo las elecciones?».

En suma, en el sistema ideado por Cánovas alternancia y democracia resultaban incompatibles: frente al acceso cierto al poder que aseguraba aquélla, la democracia suponía competencia e incertidumbre, algo para lo que no estaban preparados los políticos dinásticos. A pesar de lo cual, y aunque no parezca del todo coherente con este planteamiento, Varela Ortega concluye su análisis con una declaración optimista, ahora más cercana a la física clásica que a la economía neoclásica. El sistema era reformable, el dilema tenía salida «por dinámica natural y gravedad propia»; el régimen de la Restauración «hacía difícil una salida democrática (pero posible e incluso predecible, porque no había otra salida concebible)». Si no ocurrió así, fue solo porque el monarca aceptó una solución inconstitucional en 1923 (ibídem, pág. 197).

¿POR QUÉ NO FUE POSIBLE LA TRANSICIÓN?

Volvemos, con ello, a la pregunta inicial. Como ya se ha señalado, no hay una respuesta sistemática y articulada en los textos objeto de comentario; incluso algunos trabajos más bien parecen negar la posibilidad de una transformación del régimen, sobre todo por falta de voluntad de los gobernantes (Carnero, Democracia, pág. 236). Quienes creen, en cambio, que la monarquía de la Restauración pudo convertirse en una democracia ofrecen por su parte al menos tres versiones para explicar por qué no se dio el paso definitivo. A su discusión están dedicados los últimos párrafos de esta reseña.

Dice la primera explicación que el problema tenía que ver con el atraso de la sociedad española. Aunque más que de atraso económico en sentido estricto, de lo que se habla es del retraso en la urbanización y el predominio de las actitudes tradicionales. La incapacidad del sistema para renovarse tenía sus principales raíces en una sociedad «impregnada de elementos de arcaísmo» y cuyos «modos de vida rural y provinciana» no estaban «bien dispuestos al cambio y al dinamismo» (Suárez Cortina, Restauración, págs. 15 y 22). O, lo que viene a ser lo mismo, el retraso en «la concentración poblacional en núcleos urbanos de cierta entidad» fue la causa del «muy bajo grado de socialización política existente» (Forner et. al., Democracia, pág. 245). Dando la vuelta a la famosa ecuación de Lipset (la industrialización, la urbanización, la riqueza y la instrucción, como causas de la instauración y mantenimiento de la democracia), el énfasis se encuentra en la ausencia o debilidad del segundo y el cuarto indicador a la hora de explicar el fracaso de la democratización.

De esa debilidad proviene la causa inmediata, el puente entre las condiciones estructurales y la esfera de la política: si no se llegó a la democracia fue por la desmovilización de la sociedad española. No se podía esperar otra cosa de «una sociedad rural, tradicional, pobre y dependiente, con hábitos deferenciales y actitudes de sumisión» (Varela Ortega, Democracia, pág. 184). Y esa desmovilización –o, en términos más duros, la «indiferencia canallesca» de la opinión pública que tanto molestaba, al parecer, a Maura– fue el muro en el que chocaron los proyectos reformistas de aquellos políticos honestos y bien intencionados. Por culpa de esa indiferencia no se pudo crear un cuerpo electoral, y ni siquiera, como diría Cánovas en 1880, «recobrar el cuerpo electoral» que en España había existido cincuenta años antes. Décadas después, la «falta de movilización» y la «escasa exigencia por parte del electorado» fueron igualmente responsables del fracaso de las propuestas de introducción del sistema proporcional, que habría acabado con las malas costumbres e impulsado la autenticidad de la vida pública (Tusell, Democracia, págs. 311-312).

No merece la pena dedicar mucho espacio a la discusión de las tesis de Lipset: en parte porque ya han sido atacada con profusión por los expertos en ciencia política; en parte también porque en los textos que nos ocupan es escaso y parcial el uso que de ellas se hace. Algo más hay que decir, en cambio, de la movilización o desmovilización de la sociedad española. Supongo que con esos términos se entiende «movilización política», reflejada en la participación en elecciones, mitines o reuniones y en la integración en partidos políticos; algo distinto de la movilización social, a través de huelgas o manifestaciones y enfrentamientos callejeros, de la que hay abundantes muestras en la España de la Restauración. Pues bien, no es fácil explicar cómo una sociedad políticamente movilizada durante el Sexenio revolucionario, y que con tanta rapidez volvió a movilizarse en 1931, atravesó entre una y otra fecha por medio siglo de desmovilización. A no ser que se acepte que la movilización no es una variable independiente, sino el resultado de otros ingredientes del sistema político. Lo explicó hace bastantes años, desde la óptica de la ciencia política, Stein Rokkan: para que se produzca la ampliación de la participación política es necesario superar cuatro umbrales institucionales, el tercero de los cuales tiene que ver con la reducción de las barreras para el acceso a la asamblea legislativa, y el cuarto con el reforzamiento del control del Ejecutivo por esa asamblea. En el caso que nos ocupa, si el acceso al Legislativo estuvo sometido al principio de que el gobierno ganaba siempre las elecciones, y si era el Ejecutivo (dependiente, eso sí, de la prerrogativa regia) el que controlaba a las Cortes, y no al revés, ¿cuáles podían ser los incentivos a la participación y a la movilización de la opinión? Es verdad que Maura estableció el voto obligatorio; pero como las sanciones al incumplimiento de este deber sólo afectaban a los funcionarios, hay que concluir que su única preocupación fue fomentar «la presencia de los elementos progubernamentales o conservadores en las elecciones», y no precisamente estimular la participación del conjunto del electorado (Garrido, Democracia, pág. 268).

En último extremo, la «ausencia de ciudadanos» de la que tanto se quejaron los políticos de la Restauración no era una desgracia inevitable, sino el resultado del desinterés de la élite política. Para que los españoles «sean ciudadanos», explicó Sol y Ortega en el Congreso de los Diputados en 1899, «hay que instruirlos a fin de que cumplan sus deberes políticos». Pero ¿qué sentido tenía hacer ese esfuerzo, como recordó el propio Cánovas, si el poder llegaba por otro camino?

Hay en las obras que comentamos una segunda explicación, que en parte se solapa con la anterior. Quienes tenían la obligación de instruir y movilizar, es decir de «promover la incorporación de las masas a la política y forzar la democratización» eran las nuevas fuerzas políticas, en especial el socialismo. Pero los socialistas fallaron doblemente en el cumplimiento de tal tarea: no tuvieron la fuerza necesaria para movilizar a las clases populares, pero «sí la suficiente para contribuir, junto con otros grupos, a una permanente, y quizá estéril, deslegitimación del sistema político» (Forner et al., págs. 277 y 266). Si la transición a la democracia fracasó, fue por el «rechazo de una vía reformista de integración social», es decir por la incapacidad del socialismo político o sindical para «comprometerse en una política de colaboración, en el marco del régimen, con el liberalismo democrático y reformista» encarnado en la obra de Canalejas (Forner, Restauración, págs. 210 y 220). La acusación puede ampliarse para incluir también a los republicanos: fueron «las actitudes agresivas» de republicanos y socialistas, sus ataques a la legalidad «global» del régimen, el «recurso a la violencia», su «intransigencia o incredulidad ante las potencialidades liberales de la Constitución y del sistema» las culpables de la «tendencia del propio sistema a blindarse» ante el temor a una «invasión revolucionaria» (González Hernández, Restauración, págs. 194-198).

No importa, al parecer, que el partido socialista se presentara a todas las elecciones, aún a sabiendas de las escasas posibilidades con que contaba para superar la trama de fraude y corrupción; ni que los socialistas fueran activos partícipes en el Instituto de Reformas Sociales; ni que en su acción sindical rechazaran la violencia y defendieran contra viento y marea la negociación, e incluso la mediación estatal. Tampoco parece digno de mención en este análisis que los republicanos abandonaran de hecho en fechas muy tempranas la vía del pronunciamiento para dedicarse, fuera cual fuera su retórica, a la presentación de candidatos a las elecciones (y también, todo hay que decirlo, a las peleas internas). Ni siquiera se toma en cuenta la debilidad organizativa de unos y otros, de la que difícilmente podría surgir una auténtica amenaza al sistema político. Débiles como eran, divididos como estaban, parece que la sola presencia de republicanos y socialistas bloqueó el avance hacia la democracia que, sin ellos, hubiera resultado posible.

Hay, por fin, una tercera explicación, en gran medida discordante con las anteriores. Quizá se la podría definir con un término que Furet y Richet han hecho famoso: el dérapage. El régimen de la Restauración evolucionaba, pese a todo, hacia una democracia; pero se cruzó un militar, y ante su empuje falló «el mecanismo de seguridad del sistema». El rey actuó «de manera inversa a la proyectada», y ese «giro torcido» hizo imposible la salida democrática. Lo que equivale a decir que si no se hubiera producido el dérapage, las fuerzas políticas no habrían tenido «más remedio que discurrir por un cauce democrático, o desaparecer, haciendo sitio a otras más competentes» (Varela Ortega, Democracia, págs. 196-197).

Es evidente que el análisis en clave de acontecimiento que aquí se recoge está en las antípodas de las explicaciones precedentes, en clave de estructura. No importa ya la desmovilización de la población, ni la labor deslegitimadora de los grupos extradinásticos, sino sólo el giro que interrumpió un recorrido que se había vuelto inevitable. Ahora bien, al mismo tiempo esta última versión comparte con las anteriores una idea central: que el régimen era reformable, y que la reforma podía conducir a la democracia sin necesidad de cambiar sus piezas maestras; o, lo que es igual, sin alterar la Constitución de 1876.

Es esa convicción la que, al menos a mi juicio, debería haber sido objeto de demostración. De hecho, no fue compartida por algunos de los tratadistas políticos más destacados del momento. Basta con recordar lo que escribió Adolfo Posada: una Constitución pensada para «fortalecer a la Monarquía» y que colocó a ésta en una posición preeminente «por encima de las Cortes», las cuales además estaban «a merced del Ejecutivo», no permitía «un verdadero equilibrio institucional o de poderes»A. Posada, La reforma constitucional, Madrid, 1931, pág. 28.. Por eso, cualquier intento de democratizar el régimen de la Restauración no podía limitarse a moralizar el sufragio o modernizar la Administración pública; tenía además que recortar las prerrogativas de la Corona, siguiendo en este punto el ejemplo de la monarquía británica.

No es ésta la ocasión adecuada para explicar por qué no se llevó a cabo tal reforma; pero sí para lamentar que en los dos libros objeto de este comentario se haya olvidado a quienes –como el partido reformista, del que Suárez Cortina es el mejor conocedor– lo intentaron sin éxito. Quizá sea también el momento para apuntar que, a falta de una reforma constitucional, la relación entre el régimen de la Restauración y la democracia fue parecida a la que existía entre los dos lados del espejo que un día atravesó Alicia. Mientras la más concisa, y conocida, definición de la democracia la identifica con «la continua capacidad de respuesta (responsiveness) del gobierno a las preferencias de los ciudadanos, considerados políticamente iguales» (Dahl), el triunfo de los sucesivos gobiernos en las 21 elecciones que se celebraron desde 1876 a 1923 permite caracterizar a aquel sistema político por «la continua capacidad de respuesta de los electores a las preferencias del gobierno de turno, fuera cual fuera el color político de éste».

Dicho de otra forma: la experiencia democrática por antonomasia –la pérdida de las elecciones por el partido en el poder–, que los ciudadanos españoles ya hemos vivido en dos ocasiones durante los veinte años de la transición, les fue negada a nuestros abuelos o bisabuelos a lo largo de medio siglo. Como «vía hacia la democracia», la Restauración fue en este punto altamente original.

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