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Fausto, o el ego monumental del hombre moderno

FAUSTO

Johann Wolfgang von Goethe

Abada, Madrid

Trad. de Helena Cortés Gabaudán

872 pp. 43 €

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Fausto, el individuo eternamente insatisfecho dispuesto a venderse al diablo para solucionar su insatisfacción permanente, el hombre que se pasa la vida corriendo en pos de nuevas metas movido por anhelos cambiantes, es un personaje de ficción que se ha mantenido y recreado a lo largo de los siglos. Ha protagonizado obras literarias que aún se leen y óperas que forman parte de los repertorios habituales de los teatros. Y, por supuesto, el Fausto que se ha convertido en referente moderno del personaje, el que lo ha universalizado, es el Fausto de Goethe, cuya primera parte se publicó en 1808 y cuya versión completa apareció en 1832, el año de la muerte de su autor. Fausto encarna como pocos personajes literarios al hombre moderno y podemos reconocer en él muchos de los problemas que hemos heredado. Su individualismo desaforado, su ansia de saber, su insatisfacción perpetua, su voluntad de progreso aun a costa de la destrucción ajena, sus fracasos, sus logros y sus culpas, todos estos aspectos marcan la evolución del hombre y de la ciencia a lo largo del siglo XIX y también los logros y los fracasos históricos que determinan el siglo XX: nos marcan a nosotros. De modo que seguimos leyendo Fausto y encontrando en él preguntas y respuestas, problemas y aventuras vitales que apelan a nuestra experiencia del mundo y en los que podemos contemplarnos. Por todo ello es de celebrar una nueva edición –bilingüe, en este caso– y una nueva traducción tan espléndida como la que ha realizado Helena Cortés.

El personaje de Fausto tiene una larga trayectoria histórica y, como toda figura convertida en mito, va reescribiéndose a lo largo de las épocas. Creado como personaje literario a finales de la Edad Media, se basa en un personaje real y vive en las representaciones de títeres de cómicos ambulantes, en el lenguaje provocador de la «subcultura», inmerso en la transgresión de límites, de fronteras físicas y temporales. Por supuesto, es condenado: su pacto con el diablo lo lleva al infierno. En la Selva Negra, en el pueblo de Stauffen, se encuentra incluso el hostal donde, según la leyenda, el diablo se llevó al doctor Faustus real, mago y embaucador, nacido alrededor de 1480 en Wurtemberg, en cumplimiento del pacto que había firmado con él.

El Fausto recreado a finales de la Edad Media es la encarnación de la curiositas en el sentido agustiniano de apartarse de la fe y la humildad y volverse hacia el mundo material. Persigue el placer de lo material, de lo epicúreo. Por ello se alía con el demonio, realiza magia, sirve mediante esta magia al emperador, se enriquece y tiene un sinnúmero de amantes demoníacas, entre las que se incluye Helena de Troya. Así, Fausto entra de lleno en la tradición del saber como algo peligroso, susceptible de ser castigado: una tradición que remite al mito de la caja de Pandora. Y el diablo con el que pacta es un diablo medieval, aunque sea luterano. El libro popular que recrea la historia de Fausto, el Faustbuch (1587), es producto de la época de la Reforma y de su renovado temor al diablo. Desde esta perspectiva, Fausto sería una figura reinventada por los deseos, los miedos y los méritos de sus creadores, y algo así como un chivo expiatorio de los albores del individualismo moderno.

Lo primero que cabe destacar es que, a finales del siglo XVIII, el siglo de la construcción del yo moderno, el siglo de la razón y de la fe en el progreso, Goethe absuelve a Fausto. El afán de saber es ahora un valor justificable. Y no sólo eso, sino que el afán de saber es piedra angular en la construcción del individuo. De un individuo absolutamente desmesurado, sin embargo, porque Fausto es desmesurado en todo. Su ego es hiperbólico, cumple con infinitud de funciones, pasa a definir la medida de las cosas, del mundo entero que ahora está en función suya y de sus deseos. Goethe empieza a escribir escenas de lo que sería su Fausto casi paralelamente a Werther, y el personaje lo acompaña a lo largo de toda su vida. La desmesura del primer Fausto anticipa la de los héroes románticos y, por descontado, la nuestra.

El proceso de construcción de la individualidad moderna avanza de forma diferente en los diversos estamentos y las culturas europeas. Pero es en el siglo XVIII cuando la construcción de la individualidad se convierte realmente en un problema socialmente constructivo, cuando la burguesía somete el discurso de la época a su problema fundamental: ¿es posible armonizar el yo y la sociedad? ¿Cómo? Pues la armonía entre yo y sociedad determina la felicidad del individuo. Y hay que decir que lo que suelen mostrar las obras literarias es más bien el fracaso del intento. Las preguntas sobre la función del yo en este mundo necesitan ahora de nuevas respuestas. Goethe utiliza a Fausto para plantear todas estas preguntas, todos estos problemas que marcan nuestra herencia, nuestra memoria. Recoge una figura de la tradición y la utiliza para reescribirla, para darle una nueva identidad significativa. También en su Fausto quedan más preguntas abiertas que respuestas concluyentes. Precisamente en ello radica su interés y el hecho de que sigamos leyéndolo. Nos ofrece contradicciones numerosas, aventuras variopintas, enigmas, y, por supuesto, también diversión: es una obra rarísima, total, inagotable. De entrada, su autor la califica de tragedia, pero el desenlace salva a Fausto y burla al diablo: ¿dónde queda la tragedia? Para colmo, la salvación se produce en un contexto francamente burlesco: se enmarca en una apoteosis de ángeles y arcángeles mientras diablos flacuchos de cuernos largos y diablos gordinflones de cuernos cortos flanquean las fauces del infierno, la virgen aparece entre nubes, suena música de trompetas y Mefistófeles puntea toda la parafernalia católica con arrebatados comentarios sobre los apetitosos traseros de los angelitos.

Goethe mismo describió las escenas de su obra como «bromas tremendamente serias» y, en el primer prólogo de los dos que le antepone, escritos hacia 1800, reivindica un teatro cercano a la vida que resulte divertido y donde pasen cosas. Si este prólogo plantea la broma, el segundo dará voz a lo «tremendamente serio» que se esconde tras ella, a la ubicación del individuo en el mundo y a la búsqueda del sentido de su existencia. Se sitúa nada menos que en el cielo. Mientras los ángeles cantan la gloria del mundo creado, Mefistófeles pone pegas: no opina sobre la armonía de las esferas, la hermosura del sol y los mundos, sólo ve los sinsabores y las dolencias de los seres humanos. Según su opinión, el ser humano es un error de la creación. El prólogo remite a las discusiones filosófico-teológicas de la época y, más concretamente, a la polémica entre Leibniz y Bayle sobre la bondad de la creación. De hecho, Mefistófeles defiende la misma posición que Bayle, que opina que la creación sí canta la gloria de Dios: lo único que cuestiona la gloria de Dios es el ser humano. En la Teodicea, Leibniz contesta a Bayle que la música de las esferas también podría encontrarse en el ámbito humano «si lo conociéramos suficientemente». El Dios de Goethe, que parece ya muy poco interesado en los humanos, sigue la vía de la demostración, permitiendo que el demonio utilice a Fausto para el experimento: «Mientras él siga vivo en la tierra / no habrá nada que te esté vedado. / Pues mientras se afana el hombre yerra». La apuesta de Dios con el demonio enmarca el pacto de Fausto, y se trata de una apuesta por la bondad de la creación, por la validez de la Teodicea. La absolución de Fausto al final de la obra casi parafrasea estas palabras: «A quien siempre aspira y se esfuerza / a ese salvar bien podemos». Si venciera Satanás, su victoria supondría mucho más que ganar un alma: supondría negar la posibilidad del ser humano de estar armónicamente integrado en el mundo.

Fausto se presenta, pues, como un caso de individualidad moderna que se tiene que poner, sola y por sí misma, sin Dios, a buscar la determinación del hombre, el sentido de la propia existencia. «¿Cómo puedo vivir?». Esta sería la pregunta que subyace a su trayectoria. Fausto intentará encontrar el sentido de la vida en tres ámbitos: el amor, la belleza y el trabajo. Pero en todos los caminos que recorre Fausto en estos ámbitos, en todos los logros que alcanza en ellos, se incluyen indicios o señales de ambivalencia.

El ámbito del amor es el primero que ensaya Fausto, pero su intento supone la tragedia, la aniquilación de Margarita. El ámbito de la belleza determina la experiencia de buscar y recuperar a Helena de Troya. Pero, en esta experiencia, el intento de síntesis entre sensualidad y eternidad en la belleza absoluta acaba fracasando. Helena desaparece, y el hijo de ambos perece. El ámbito del trabajo parece ser el que resulta mejor: es el que determina que Fausto desee detener el tiempo y, con ello, morir. Sin embargo, el hecho de ganar poder y posesiones por medio del trabajo está motivado por la desesperación y la melancolía, es realizado por medio de la guerra, y va acompañado de violencia y destrucción. Las tierras ganadas al mar, donde Fausto adivina un futuro próspero para muchos, suponen la injusta muerte de la entrañable pareja de ancianos Filemón y Baucis.

El texto se revela como extremadamente polisémico, y en ello reside su riqueza y su capacidad de pervivencia, las muchas lecturas que posibilita. La ambivalencia marca también el pacto con Mefistófeles, contraído por un Fausto que se siente excluido de la vida, de la relación armónica con la naturaleza y el mundo. Los goces que Fausto pone sobre el tablero del pacto son, como mínimo, sorprendentes: «Un juego en el que nunca se gana / una muchacha que yaciendo sobre mi pecho / ya le echa miradas cómplices al vecino, / […] ¡Muéstrame el fruto que se pudre aún antes de arrancarlo, / muéstrame árboles que a diario reverdezcan!». Son humildes a la vez que desmesurados, y son goces efímeros, determinados por el propio deseo. La fruta ha de pudrirse casi antes de cogerla para poder desear que madure de nuevo, el amor satisfecho mata el deseo, que ha de buscar rápidamente un nuevo amor; la sucesión de las estaciones queda anulada o acelerada hasta lo impensable si los árboles han de reverdecer cada día. El mundo se convierte en una rueda infinita y acelerada de deseos que han de superarse con nuevos deseos. También en esto Fausto apela a nuestra experiencia del mundo, al hastío y a la aceleración moderna de la existencia.

Desde luego, Mefistófeles no está a la altura de los deseos de Fausto, pero es su perfecto acompañante y colaborador, es quien hace avanzar la acción y quien le confiere interés argumental. Porque Fausto a menudo no actúa, se deja llevar, está dormido o desmayado, y es el carácter burlón de Mefisto quien contribuye a la diversión que reivindicaba su autor.

En la sucesión de escenas, de cuadros, de imágenes poéticas y pictóricas de gran belleza que constituyen el Fausto de Goethe cada lector elegirá sus preferidas, pero entre las más hermosas se cuentan sin duda la noche de Walpurgis clásica (casi una parodia de la visión de la Grecia clásica de Winckelmann) y las escenas que tienen lugar en el curso del Peneo y en las bahías rocosas del mar Egeo, todo ello en el segundo acto de la segunda parte. Homúnculus, el pequeño hombre probeta, extraordinariamente inteligente, surgido del laboratorio de Fausto, que no puede vivir fuera de su balón de cristal, busca en la antigüedad griega presocrática una opción para nacer. Su problema es comparable al de Fausto: ¿dónde empezar a ser, cómo fundamentar su acción, su vida, sus vivencias? Se acabará decidiendo por el origen en el agua, en un canto a la capacidad creadora del agua como principio elemental de toda vida. Para ello irá a estrellarse, enamorado, contra el carro de conchas de Galatea; el brillo intenso que se difunde supondría su nacimiento. El nacimiento individual queda aunado a una disolución orgiástica en los elementos, la realización del individuo aunada a la disolución de su individualidad, a su destrucción. ¿Supone esto que el momento que perdura es el momento de la muerte? ¿Es Homúnculus un contrapunto de Fausto? Preguntas y más preguntas para una fascinante tarea de lectura.

El simple hecho de que el lenguaje de las grandes obras no envejezca mientras sí lo hace el de las traducciones ya justificaría por sí solo una nueva traducción de Fausto. Pero la edición de Fausto de Helena Cortés no es sólo una traducción más. Se presenta en una edición bilingüe, que permite seguir el texto original y la traducción de forma absolutamente paralela, una edición escuetamente introducida y profusamente anotada, una edición-traducción crítica. El aparato de notas resulta tremendamente informativo, al igual que la sugerente introducción. El hecho de que las notas estén ordenadas al final, como comentarios y no como notas al pie, da agilidad a la lectura y deja la opción de consultarlas al albedrío del lector. Todo ello constituye una novedad y distingue la edición. Pero también la traducción aporta novedades. Su autora la define como de un estilo mixto frente a las que han optado por la prosa o por el verso no rimado, la mayoría de las existentes. Utiliza el verso rimado y trata de imitar dentro de lo posible las medidas que utiliza Goethe en las partes en que el propio autor señala una diferencia expresa en el estilo de sus versos, que son muchísimas. En las partes en que los personajes se expresan en un estilo cuidado, incluso lírico, pero no señalado expresamente como forma poética, opta por el verso libre o la prosa rítmica. En los pasajes donde los personajes dialogan y se expresan de manera más coloquial, utiliza una prosa que sigue las particiones de los versos. Y se abstiene de imitar los metros griegos en los pasajes en que aparecen. El resultado, claramente una labor ingente de años, es feliz y justifica de pleno la edición. Los lectores de Goethe estamos de suerte.

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