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Utopías de la excelencia

LOS LIBROS QUE NUNCA HE ESCRITO

George Steiner

Siruela, Madrid

Trad. de María Cóndor

240 pp.

18,90 €

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En Las lecciones de los maestros (2004), un estudio sobre la transferencia intelectual entre mentores y discípulos, George Steiner señala que una definición de genialidad artística «apunta a la capacidad de originar mitos, de crear parábolas». La alquimia personal del creador concentra deseos o pasiones, creencias o temores, en densas unidades simbólicas: las narraciones seminales como los mitos platónicos, o «Ante la ley» de Kafka, «dan lugar a inagotables multiplicidades y potencialidades interpretativas», al tiempo que «desconciertan el espíritu». Menos exaltada, la tarea del crítico, según la frase de Pushkin que Steiner invoca a menudo, sería la de «llevar la correspondencia» de los artistas. Las cartas no se entregan solas. Y es por eso que, aunque la poesía no necesite de la crítica, ambas sean fundamentales para la cultura, como también sugirió Pushkin. No hay cultura sin comentario viviente. Una definición de talento crítico apuntaría a la capacidad de iluminar no sólo los mitos clave de las obras, sino, además, de la civilización en que están insertas. El crítico sería un mitógrafo de la vida intelectual.

La obra de Steiner aspira a considerar la totalidad de la cultura occidental, donde la palabra se expande hasta incluir no sólo las artes liberales y las humanidades, sino además las ciencias y su historia. Las polémicas «dos culturas» de C. P. Snow son, para Steiner, caras de la misma moneda. «Es absurdo hablar del renacimiento sin conocer su cosmología y los sueños matemáticos que presidían entonces la elaboración de teorías sobre el arte y la música. Estudiar la literatura y la filosofía de los siglos XVII y XVIII sin tener en cuenta el desarrollo de la física, la astronomía y las matemáticas, es limitarse a una lectura superficial», ha escrito, en oraciones características. Steiner puede empezar perfectamente un ensayo sobre el giro lingüístico hablando de la crisis en los fundamentos de las matemáticas a principios del siglo XX. Lo que llama «la naturaleza híbrida de mis intereses» y «anárquicas inoportunidades» lo ha llevado a interrogar la «interfaz entre la poética y la filosofía», de Parménides a Heidegger, considerando las fronteras disciplinarias como intrínsicamente porosas. Acusado de «todólogo», Steiner responde que la especialización en las humanidades le parece «una catástrofe». «Los campos vallados [fields] –ha dicho– son para el ganado».

Steiner publicó su primer libro, Tolstói o Dostoievski, en 1960, en un momento en que, como empezaba a vislumbrarse, las ideologías agonizaban; pero el alza de la contracultura no hizo que disminuyera su interés por los grandes relatos. De hecho, intuyó que había allí otro gran relato en formación, el del fin del canon clásico como marco de referencia. En el castillo de Barba Azul: notas para la redefinición de la cultura (1971) –un tour d’horizon mirando a la civilización europea de posguerra– aborda precisamente ese problema, haciendo hincapié en la disociación entre cultura y progreso moral que acompañó a las atrocidades del nazismo y el estalinismo. El volumen, breve y abigarrado, se ha convertido en un clásico de la crítica cultural, al tiempo que señala un momento cardinal en la obra de Steiner. Los setenta fueron sin duda su década más fructífera. Además de un acreditado libro sobre Heidegger, docenas de ensayos para The New Yorker (que aparecerán recopilados por primera vez este año), un libro sobre ajedrez y potentes ficciones, Steiner escribió la que quizá sea su obra más importante, Después de Babel (1975), un estudio que guarda con la disciplina hoy conocida como translation studies una relación análoga a la que Orientalismo, de Edward Said, mantiene con respecto al poscolonialismo.

En la última década, Steiner ha escrito libros que pueden pensarse como epílogos a sus ideas fundacionales (también se ha acentuado su preocupación por el final de la cultura; en Gramáticas de la creación, de 2001, se denomina a sí mismo un «terminalista» y llega a confesar que le obsesionan las «sombras de Occidente»). Con la excepción de Errata, una autobiografía tan exquisita como esquiva, aquellos libros reúnen ensayos publicados o conferencias; Las lecciones de los maestros, quizás el más original del conjunto, se desprende, por ejemplo, de las Charles Eliot Norton Lectures, dictadas en Harvard. El talento de Steiner para el epigrama, la comparación imprevista, la frase impregnada de historia literaria, están como siempre presentes pero, quizá por su oralidad o fragmentariedad inicial, muchos de estos textos acusan cierta falta de rigor. Steiner, superinformado, flota a veces a un nivel de generalidad o presentimiento anhelante que es lo contrario del verdadero análisis. Esta obra tardía suscita la pregunta de qué queda después de los epílogos.

De acuerdo con una metáfora popular, el saber es una esfera: cuanto más se expande, más aumentan sus puntos de contacto con lo desconocido. Aunque infinito, lo desconocido presenta un límite tangible. Steiner sugiere que algo similar ocurre con lo no escrito, lo intelectualmente inexplorado: «Un libro no escrito es mucho más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste». Los libros que nunca he escrito nos ofrece siete de esas sombras. El título español, debe reseñarse, es uno de los aciertos de la fluida traducción de María Cóndor. La palabra clave es «nunca», cuya dirección temporal hacia el pasado y el futuro reproduce muy bien la duplicidad del original, My Unwritten Books. Steiner deja bien claro que estos libros ya no se escribirán; para retomar una frase de Gramáticas de la creación, he aquí un «in memoriam de los futuros perdidos». En varias ocasiones Steiner ha señalado la relación entre los tiempos y modos verbales de la irrealidad –futuros, subjuntivos, optativos– y la capacidad humana de pensar a contrapelo de los hechos, de imaginar, con toda la fuerza etimológica del verbo. «La esperanza y el miedo –ha dicho– son ficciones supremas que reciben su poder de la sintaxis». La melancolía también recibe su poder de la sintaxis («qué hubiera pasado si…»). Y, en más de un sentido, éste es un libro melancólico.

Hay una relación de contigüidad, o de continuidad, entre la melancolía y la envidia. La sensación de «no haber hecho todo lo posible» es comparativa. Lo que uno no ha logrado fecunda los laureles de otro. Al mismo tiempo, según Steiner, la envidia es un mal necesario, el carbón de la caldera intelectual, tanto al ser sufrida como suscitada. Un aforismo de Gore Vidal viene al caso: «No basta con triunfar, hay que ver fracasar a otro». Steiner estudia esta dinámica en el capítulo titulado «Invidia», que empieza hablando de un libro planeado sobre el poeta Cecco d’Ascoli, rival de Dante y hereje condenado a la hoguera. «Me imagino que no son muchos hoy –reconoce Steiner, en un típico floreo de erudición– los que leen las obras de Francesco degli Stabili, más conocido como Cecco d’Ascoli». Steiner imagina bien (¡«más conocido»!). Las obras de Cecco, como nos informa, «ya sólo por razones lingüísticas […] son casi inaccesibles al lector común». De todas formas, aparece como un caso paradigmático (envidiaba corrosivamente a Dante) que permite el paso a consideraciones generales. El capítulo habla además de la resignación personal. Steiner se siente, en comparación con los creadores, parte de una «élite de segunda categoría». Y cualquier ensayista que sea sincero consigo mismo –aventura– habrá de reconocer que «años luz separan al poema o a la ficción imperecedera del mejor discurso crítico». Steiner exagera al definir el tema como «casi tabú», aunque sin duda ha sido controvertido. La negación de la deconstrucción y corrientes afines a distinguir entre texto primario y secundario, la voluntad de disolverlo todo en la sopa primigenia de l’écriture, le parecen escándalos de apreciación que, al abolir las jerarquías, caen en la ofuscación.

«Invidia» vuelve además sobre cuestiones estudiadas en Las lecciones de los maestros. «Al maestro no solamente hay que reconocerle sus enseñanzas. Hay que superarlo. En ninguna parte es más gráfica la dramaturgia freudiana de lo edípico». Pero Steiner, que confiesa tener una «pasión casi vergonzosa por la enseñanza», también va más allá de estos parricidios simbólicos y se pregunta, en el capítulo «Cuestiones educativas», cuál sería el mejor currículum académico desde la escuela primaria en adelante. Hay aquí también mucho de experiencia personal: Steiner fue profesor durante más de treinta años, en cuatro idiomas y en universidades de diversos sistemas educativos, fundamentalmente el suizo, francés, inglés y norteamericano. Una vez más, reconocemos viejas ansiedades. La caída en desuso de la memoria como herramienta de aprendizaje es enérgicamente condenada. También el empobrecimiento de la competencia matemática. En respuesta, Steiner invoca la leyenda suspendida sobre las puertas de la Academia de Platón –«Que nadie entre aquí si no sabe geometría»– y propone un «programa fundamental de estudios en matemáticas, música, arquitectura y ciencias de la vida» (biogenética y biología evolutiva). Fuera de este quadrivium moderno quedan, sorprendentemente, los estudios literarios.

De cualquier manera, se trata de «un proyecto de locos». El autor agrega: «Ojalá lo fuera todavía más». Un sentimiento admirable, aunque no necesariamente acertado. El ensayo critica sistemas educativos utópicos como el de los liberales ingleses del siglo XIX, que cifraban la esperanza de un acceso generalizado a la cultura, pero la propuesta con la que responde revela, por su parte, una soberbia falta de realismo. Las implicaciones son problemáticas. Si la educación en Europa y Estados Unidos, como argumenta Steiner, está pasando por un momento de crisis, harían falta programas para revertir la falta de capacidad crítica que padecen los alumnos secundarios y universitarios. No obstante, las necesidades educativas de una sociedad civil funcional no son ni serán nunca las mismas de un erudito que vive de contemplar las cumbres del intelecto humano. Steiner, como ha dicho en otra parte, se ha pasado una «vida de trabajo insistiendo sobre las correlaciones entre las humanidades y lo inhumano», pero parece incapaz de resignarse a que la educación conduzca «meramente» a lo humano. Desmesurado, impracticable, su programa es en realidad una utopía de la excelencia.

Steiner, en cierto modo, lo reconoce. Pero la excelencia o la grandeza lo hipnotizan, por no decir que él se somete a autohipnosis con sus propios ensalmos, como vemos en el capítulo «Chinoiserie». En el castillo de Barba Azul contenía la noción, enigmáticamente provocativa, de que «el verdadero sucesor de Proust es Joseph Needham. À la recherche du temps perdu y Science and Civilization in China son resultado de un desarrollo continuo, calculado, de la intelección del pasado». Uno de los libros que Steiner nunca escribió habría sido sobre Needham, un biólogo de Cambridge apasionado por China, que escribió la historia mencionada de las ciencias en ese país. En los años setenta, pese a su «falta de cualificación», Steiner proyectó una «aproximación al hombre y a su obra»: «llevaba mucho tiempo hechizado por la titánica empresa de Needham […]. ¿Había existido un espíritu y un propósito más eruditos desde Leibniz?». Pero el encandilamiento no es necesariamente el mejor escolta de la crítica: comparando peregrinamente a Needham con Proust, Steiner llega a identificar su Historia con un género que se remonta a la Anatomía de la melancolía (1621) de Burton y tiene tanto de ficción pedantesca como de erudición creadora. La magnitud demencial de la empresa, su «estructura cristalográfica», parecía interesarle más que los verdaderos descubrimientos históricos. Steiner exalta la «omnívora sensibilidad», la «visión panóptica» de Needham, preguntándose: «¿Hubo algo que no hubiera leído y retenido?». Es una pregunta insinuante, que uno se hace constantemente con respecto a Steiner.

La fascinación por la glosa, la cita, el comentario del comentario, el libro interminable, es uno de los temas centrales del capítulo «Sión», que trata de la identidad judía. «La adicción a la textualidad ha caracterizado y sigue caracterizando la práctica y el sentimiento de los judíos», escribe Steiner. Se trata casi de un lugar común («los judíos son el pueblo del libro»), pero los ejemplos son concluyentes. Walter Benjamin soñaba con un libro compuesto únicamente de citas; para Steiner «no hay nada más judío que [ese] desiderátum». Tampoco ha habido «nunca una doctrina ni un programa político o social más […] talmúdico en su táctica de debate» que el marxismo. Steiner nota que la preponderancia de judíos en el campo de la lingüística y filosofía del lenguaje, desde Mauthner hasta Chomsky, pasando por Derrida, Roman Jakobson y Wittgenstein, guarda relación con el lugar fundamental de la palabra en el judaísmo. Pero, paradójicamente, «para los judíos, la textualidad ha sido supervivencia y servidumbre, liberación y restricción». El efecto menos nocivo de esta saturación de comentarios o «textualidades parasitaria» es la inhibición de una creatividad artística autónoma (alumbrada en el mandato mosaico de no hacer «esculturas ni imágenes»), una limitación que Steiner, supremo comentarista, siente en carne propia. Pero el autor va más allá y repite su idea de que, en esta relación sagrada con la palabra, en este pacto íntimamente verbal con Dios, está el origen profundo del antisemitismo. El judaísmo, con su reflexividad y perpetuo diálogo interno, plantearía exigencias morales insoportables. «El judío es odiado no por haber matado a Dios sino por haberlo inventado y creado». El texto revelado en el monte Sinaí es, asimismo, una carga.

La idea es interesante, aunque indemostrable, como toda noción de fundamento teológico. El fantasma de la teología ronda siempre la casa de Steiner. En el capítulo final del libro, «Petición de principio», el autor lo aborda de manera más directa que nunca, examinando sus convicciones en un terreno del que su obra da pocos signos, su (falta de) fe religiosa. «Hasta en sus cimas metafísico-poéticas, las expresiones que tratan de definir lo divino son sublime cháchara» o inspiradas tautologías, escribe. Pero no hay aquí una condena, sino la aceptación de un «problema perenne», una aporía: no podemos saber qué es lo divino. Steiner se confiesa –el verbo es particularmente apto– no creyente («he llegado a sentir con una convincente intensidad la ausencia de Dios»), pero su rechazo de la religión es religioso. La fe personal, en última instancia, se traslada a las artes, a la apuesta de que la creación verdadera albergue una trascendencia, una «presencia real». Aunque la apuesta es dudosa, suscita imperiosas invocaciones.

 

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