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La propiedad y sus enemigos

Los enemigos del comercio. Una historia moral de la propiedad I, II y III

Antonio Escohotado

Barcelona, Espasa, 2016

Libro electrónico, 18,99 €

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Un libro anómalo

Estamos ante un libro anómalo, tanto para bien como para no tan bienEl primer volumen de esta trilogía fue reseñado ya en 2009 por Nieves San Emeterio para Revista de Libros.. Impresionan de él no sólo la cantidad de páginas (o posiciones de lectura si se ha leído en versión digital, la única que ofrece actualmente su editorialHe leído el libro en formato electrónico Kindle. El primer tomo abarca desde las posiciones 508 a 12963; el segundo, desde las posiciones 12964 a 28057; y el tercero, de la 28058 a la 42538.), sino también la casi estremecedora erudición, la meticulosa lucidez del autor y lo bien que escribe. A lo largo de su lectura pasamos por tramos de historia de la religión al lado de otros de historia económica y de historia de las ideas económicas; hay trechos ocupados por pequeñas (y no tan pequeñas) semblanzas biográficas junto a otros de historia de la filosofía y de historia a secas, tout court. Todo ello forma una macedonia de lo más apetecible y en la que no corres riesgo de perderte, porque el hilo conductor es la historia del comunismo, como idea y como intento de llevar a la realidad esa idea.

Pero se trata de un libro endiabladamente difícil de reseñar porque carece de tesis, según confiesa paladinamente y sin rebozo el autor en un vídeo de YouTube. Esto no significa, quede claro, que el texto sea ideológicamente ambiguo: en absoluto, Antonio Escohotado es un liberal convencido de las virtudes de la propiedad privada y del comercio, y que llegó a esta convicción tras ser durante años un comunista empedernido, de esos que creen que la propiedad privada es un robo y el comercio es su instrumento, el instrumento para perpetrar este robo (posición 517). Todo esto se refleja de manera transparente en su magna obra, y la razón de la autocontención teórica del autor hay que buscarla en la disciplina hegeliana a que se somete voluntariamente Escohotado. Según tal disciplina, un fenómeno como el comunismo queda explicado sin residuo cuando se da de él una explicación histórica, es decir, cuando se relata la secuencia completa de sus estados antecedentes, secuencia que desemboca en el fenómeno que trata de explicarse (posición 36771). Hay sencillamente que dejar hablar a los hechos, pues son ellos los que cuentan por qué el comunismo ha fracasado siempre que se ha intentado llevarlo a la práctica. La única excepción a esta norma son los ensayos de comunismo a pequeña escala emprendidos por sectas religiosas norteamericanas, como los shakers, los rappitas, los zoaritas, los ananitas, los auroritas, los bethelianos, los perfeccionistas y las primeras generaciones de mormones (que abandonan el comunismo en 1936) (posiciones 14069 y 24040).

Esta querencia por el método hegeliano conduce a Escohotado a dar un profundo tajo diacrónico en la historia del comunismo para encontrar sus primeros balbuceos en la militarista Esparta del siglo V a. C. (posición 1215) y, sobre todo, entre los ebionitas, una rama esenia de seguidores de Jesús que, sin embargo, no lo divinizan como mesías y que defienden un comunismo pobrista, de acuerdo con el cual es preferible que todos seamos igualmente pobres a que existan desigualdades en la tenencia de renta y riqueza (posiciones 2504, 36793 y 37615). El pensamiento de los ebionitas está condensado en el Sermón de la Montaña (Mateo 5, 1-12), en el que se ensalza a los pobres de espíritu (y también en términos materiales) como únicos gratos a los ojos de Dios y merecedores de entrar en el reino de los cielos. El resentimiento de los pobristas se concentra, como la punta de un alfiler sobre un ojo, en los nuevos ricos, en cuantos han ascendido por la pirámide social aupados por su esfuerzo y buena suerte, más que en quienes han heredado la afluencia material (posición 13128).

Según la disciplina hegeliana, un fenómeno como el comunismo queda explicado sin residuo cuando se da de él una explicación histórica

Esta indagación en la historia profunda del comunismo (y en sus avatares posteriores, detallados con una minucia casi obsesiva) es lo que hace singular a este libro, no cabe duda. Pero si la investigación histórica posee gran hondura diacrónica, no sucede lo mismo si efectuamos un corte sincrónico. Si hablamos de los ensayos de crear una sociedad comunista a gran escala durante el siglo XX, Escohotado se ciñe casi en exclusiva a la Rusia soviética. Apenas hay una mención marginal al maoísmo (posiciones 35535 y ss.) o al castrismo, si bien la figura del Ché Guevara es tratada con más detenimiento, como icono de la revolución comunista para un público joven y en su mayoría amamantado por ricas sociedades de mercado. En medio de esta penuria de noticias acerca de los comunismos no bolcheviques, llama la atención que el autor dedique bastantes páginas a figuras como Martin Heidegger o Sigmund Freud, a quien consagra todo el capítulo 17 de la tercera parte. Cierto es que Freud fue amalgamado con Marx hasta formar un indigesto engrudo intelectual, que sirvieron luego al público de la década de los sesenta y posteriores sacamuelas tan ilustres como Wilhelm Reich, Herbert Marcuse, Max Horkheimer, Theodor Adorno, Michel Foucault o Jacques Lacan, entre otros. Pero espero no mostrarme innecesariamente brusco si afirmo que Freud es considerado hoy una figura científicamente desacreditada. Cierto es que Jacques Lacan es un «camelo posmoderno», como lo moteja Escohotado, una persona que «rara vez padeció la indignidad de ser comprendido»Tomo en préstamo este magnífico dicterio del libro de Edward O. Wilson, La conquista social de la tierra, trad. de Joandomènec Ros, Barcelona, Debate, 2012 (libro electrónico Kindle, posición 3669). Wilson se lo aplica a Noam Chomsky.; y que a su lado Freud resulta casi un dechado de honradez intelectual, aunque no sea por otra cosa sino por la limpidez de su estilo, pero sus presuntos hallazgos científicos hoy no resisten la más mínima auscultación en detalle. Y, sin embargo, Escohotado no discute en ningún momento las exuberantes fabulaciones teóricas de Freud, sino que, al contrario, parece asentir a todas ellas. Este es uno de los pocos detalles arcaicos que se echan de ver en la, por otra parte, muy puesta al día, muy à la page, obra de Escohotado. 

Por lo que a mí se refiere, y en la medida en que me siento libre del corsé metodológico hegeliano, voy a intentar defender en esta reseña algunas tesis teóricas, orientadas a dar cuenta del porqué de la superioridad moral y material de los órdenes sociales en los que se defiende la libertad individual sobre aquellos otros en que se pone el énfasis en la igualdad, hasta el punto de preferir que todos sean pobres, pero iguales, a que exista riqueza y desigualdad al unísono. Una declaración así puede sonar pretenciosa y arrogante en un reseñista, que parece que debería limitarse a comentar la obra que tiene entre manos y no a tratar de completarla por su cuenta. Pero es todo lo contrario. Se trata más bien de un homenaje de gratitud al autor del libro, pues buena parte de las incitaciones teóricas que ahora expondré me han sido sugeridas al hilo de la lectura de su obra, y constituyen, en consecuencia, un pequeño homenaje a la capacidad de suscitar ideas que alberga la narración de Escohotado.

La metáfora de la casa y la metáfora del camino

Del comunismo dice Escohotado que fracasa triunfando y triunfa fracasando (posición 13443). He aquí una aguda reflexión que puede servirnos de punto de partida y, a la vez, de hilo conductor. Empecemos por averiguar las razones de que el comunismo fracase cuando triunfa. En parte ello obedece a que tiene una concepción errónea de qué tipo de «cosa» es una sociedad. La ve como una casa, como un edificio, que por lo general una generación de seres humanos ha recibido en herencia del pasado y que muestra un grave estado de deterioro. Ese edificio social acusa en su arquitectura la maldad moral de sus antiguos habitantes, y está pidiendo a gritos ser demolido hasta los cimientos y reconstruido de nueva planta. Para esto hay que, en primer lugar, diseñar los planos de una sociedad mejor y, a continuación, rehabilitar al hombre, modelar a un «hombre nuevo», que no sólo sea capaz de ocupar el flamante edificio social planeado, sino que, al ingresar en él, no lo eche a perder. Ésta es la titánica empresa que se imponen los revolucionarios sociales.

La República de Platón es la primera utopía literaria conservada y está claramente basada en este símil de que la sociedad es como una casa que hay que construir sobre bases nuevasVéase Richard Pipes, Propiedad y libertad, dos conceptos inseparables a lo largo de la historia, trad. de Josefina de Diego, Madrid y Ciudad de México, Turner y Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 25-26. Escohotado mismo califica a Platón como «el más antiguo escriba comunista» (posiciones 1099, 31459 y 39613).. Para Platón, los diseñadores o arquitectos sociales han de ser intelectuales, los más listos de la clase; en otras palabras: los filósofos, que son los únicos que tienen un acceso privilegiado a la Idea de Bien, y están en condiciones de plasmar esa idea en el proyecto de una sociedad superlativamente buena y justa. Una variante de este cuadro la ofrecen utopías como la de Tomás Moro o Tommaso Campanella, en que la sociedad ideal está instalada, de entrada, en una isla, lo que ha permitido a sus moradores conservarse éticamente impolutos y desenvolverse en un habitáculo social incontaminado por los miasmas y efluvios mefíticos procedentes de otras civilizaciones corrompidas (posiciones 6316 y 6349).

Tanto en un caso como en otro, los urdidores de utopías sociales tienen un implacable impulso ordenancista, son gente de sistema, amigos de organizar la sociedad ideal hasta en sus más mínimos detalles para que todo sea perfecto, estáticamente perfecto. Como bien supo apreciar Karl Popper, los órdenes sociales pretendidamente utópicos están petrificados, congelados en su propia perfección, y cualquier cambio que suceda en ellos será para peor. Los mismos individuos que residen en estos órdenes sociales son extraña y platónicamente pasivos, carecen de iniciativa, de una voluntad libre e impredecible. La libertad individual y la impredecibilidad están justamente excluidas de las utopías sociales. El único valor que cuenta es la felicidad colectiva. Ni siquiera la felicidad individual: es el todo el que ha de ser feliz. Por supuesto, el papel aguanta cualquier cosa y en la utopía, como género literario, todo va bien y todo acaba bien. Como género literario, y sólo en cuanto tal, la utopía es una suerte de novela rosa colectivista.

Otra característica de los pensadores utópicos es que son intelectualistas sin falta. El intelectualismo se basa en la idea fija de que, para hacer las cosas bien, primero, antes de pasar a la acción, hay que meditarlas con ahínco, y sólo después ponerlas por obraSobre el intelectualismo, consúltese Gilbert Ryle, El concepto de lo mental, trad. de Eduardo Rabossi, Buenos Aires, Paidós, 1987, pp. 29-30.. Este ramalazo intelectualista se echa de ver en que, para los amigos de la utopía un orden social perfecto, para serlo, ha de ser planificado en todos sus pormenores antes de ser llevado a la práctica. De ahí el papel destacado de los intelectuales en las utopías comunistas, algo sobre lo que hace hincapié una y otra vez Escohotado en su libro, donde llega a decir que personas como Marx o Lenin, no obstante llenarse la boca una y otra vez con la defensa de la clase obrera, no habían trabajado en su vida y habían sido siempre unos señoritos intelectuales.

Aristóteles y Platón, detalle de La escuela de Atenas, de Rafael

Si queremos librarnos de la concepción estática e intelectualista de qué es una sociedad, lo mejor es abandonar la metáfora de la casa y explorar la metáfora del caminoLa metáfora del camino es defendida por Friedrich Hayek en The Counter-Revolution of Science, Indianápolis, Liberty Press, 1979, pp. 70-71.. Un camino que se abre paso en un espacio agreste, como un bosque, es un fenómeno emergente, el resultado inintencionado de cuanto han estado haciendo multitud de personas, que no se conocían entre sí ni han llegado a acuerdo previo alguno para trazar un camino con sus actos, y que además circulaban por el bosque movidos por otros propósitos conscientes: pasear, correr, ir a beber agua de una fuente, recolectar frutos y bayas silvestres, acudir a un sitio desde donde se divisa una vista panorámica, etc. Pero mientras hacían esto, guiados por estas intenciones, estaban contribuyendo a abrir o consolidar un camino en el bosque. Un camino en el bosque es un subproducto colectivo, el resultado de lo que han hecho muchas personas sin saber que estaban haciéndolo, sin pretender siquiera hacerlo.

Las sociedades humanas se parecen más a caminos que a casas construidas deliberadamente. Están ya en marcha, evolucionando continuamente, y de manera insensible, alimentadas por las contribuciones inconscientes e involuntarias de quienes en ellas están. Incluso muchas de las cosas que ocurren en una sociedad son, asimismo, subproductos colectivos: tal sucede con la evolución de la lengua en que se expresan sus habitantes, la formación de ciudades, la división del trabajo, la aparición del dinero y del comercio, la formación de los precios en mercados competitivos, las normas de convivencia, el Estado, la contaminación, la desertización, o el mismo discurrir histórico de la sociedad en su conjuntoAl menos las ciudades medievales crecían de forma asistemática, frente a la urbanización con tiralíneas que ponían en práctica los romanos (posición 4740). Herbert Simon hace este revelador comentario: «Recuerdo vívidamente el asombro e incredulidad que, años atrás, expresaron los estudiantes de Arquitectura a quienes impartía Economía Urbanística cuando me referí a las ciudades medievales como sistemas maravillosamente pautados que habían “crecido” en buena medida a partir de miríadas de decisiones humanas individuales. Para mis estudiantes, una pauta implicaba un planificador que la hubiera concebido en su mente y la hubiera puesto en práctica por sí mismo. La idea de que una ciudad pudiera adquirir su propia pauta de forma tan natural como un copo de nieve les era completamente extraña, y reaccionaron como muchos fundamentalistas cristianos lo hicieron frente a Darwin: ¡no hay diseño sin un Diseñador!». Véase Herbert Simon, Las ciencias de lo artificial, trad. de Marta Poblet, Granada, Comares, 2006, pp. 39-40. Acerca de la emergencia del dinero como subproducto colectivo, no es lícito no leer la exposición de Carl Menger en Principios de economía política, trad. de Marciano Villanueva Salas, Madrid. Unión Editorial, 1997, pp. 322-326; y en otra obra suya, El método de las ciencias sociales, trad. Juan Marcos de la Fuente, Madrid, Unión Editorial, 2006, pp. 231-232. Es de sumo interés (y tal vez sirva de motivo de irritación a los anarcocapitalistas) que Menger considere en este último libro que la irrupción de Estados prístinos en la historia es otra muestra de un espontáneo y no planificado subproducto colectivo, aunque luego esos Estados hayan sido cincelados intelectualmente una y otra vez (pp. 233-234).. Nadie dirige estos fenómenos, nadie los diseña, nadie los controla: simplemente van aflorando de manera espontánea y paulatina. Lo cual no deja de causar estupor a la mentalidad intelectualista de los utópicos. El economista británico Paul Seabright cuenta que dos años antes de la fragmentación de la Unión Soviética recibió la visita de un alto cargo ruso para aprender acerca del libre mercado. El alto cargo le expuso los vehementes deseos de su país de hacer el tránsito al sistema de mercado, «pero necesitamos –añadió– comprender los detalles fundamentales de cómo funciona este sistema. Dígame, por ejemplo: ¿quién está al mando del suministro de pan a la población de Londres?»Leído en Michael Nielsen, Reinventing Discovery. The New Era of Networked Science. Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2012, p. 37.

El mismo Escohotado, veterano comunista, ha conseguido zafarse, por suerte para él, de la visión fijista e intelectualista que tienen de la sociedad los aficionados a pensar en términos utópicos, y opta por ver el orden social como un orden espontáneo en su mayor parte, un orden sin organizador racional: «El orden social es un nosotros independiente en buena medida de nosotros», afirma (posición 15093), y se muestra contrario a «que “la voluntad consciente” reine sobre instituciones y otros frutos impersonales de la inteligencia» (posición 30080). Hablando del fundador de la Escuela Austríaca de Economía, Carl Menger, sostiene lo siguiente: «Carl Menger –el más original de los marginalistas– fue también el pensador decisivo para que las ciencias sociales pasasen a considerar de modo sistemático lo inconsciente e impersonal del obrar humano, e “influyó de manera considerable en profesores y contertulios de Lukács, como Rickert y Weber, convenciéndoles de que las consecuencias no intencionadas de la acción son el núcleo de cualquier teoría social”» (posición 32153)Las palabras entrecomilladas dentro de la cita corresponden a Friedrich Hayek. En general, Escohotado se encuentra en buenos términos con la Escuela Austríaca (en especial con Menger y Hayek), aunque muestra reticencias hacia los maximalismos ocasionales de Ludwig von Mises o Murray Rothbard.. Los órdenes espontáneos de Menger y Hayek son algo muy emparentado con el espíritu objetivo hegeliano (posición 41979).

Decir todo lo anterior no significa mandar de vacaciones a la racionalidad humana. Parece obvio, tras los reiterados fracasos de ingeniería social comunista, que la razón humana es incapaz de manejar el decurso de una sociedad compleja, como lo son la mayoría de las que pululan en la actualidad. Pero puede asignársele, como sugiere Vernon Smith, el más modesto cometido de introducir mutaciones deliberadas en la evolución de una sociedad, tales como la división de poderes o la institución de derechos individuales inviolablesLa idea de que la racionalidad limitada de los humanos es mejor para introducir variación en un proceso evolutivo que para dirigirlo en masa se encuentra en Vernon Smith, Rationality in Economics, Nueva York, Cambridge University Press, 2008, p. 38. La idea le fue sugerida a Smith por Todd Zywicki, tras la conferencia de este último en el Liberty Fund titulada «Hayek, Experiment and Freedom».. Asimismo, como mantenía Karl Popper, la razón humana puede contribuir positivamente a corregir malformaciones acumuladas en un proceso de evolución social espontáneo. No es cierto, como a veces da a entender Hayek, que los órdenes sociales espontáneos estén pasando continuamente filtros selectivos, de modo que, por el mero hecho de existir así, de determinada forma, están bien como están. La ingeniería social fragmentaria popperiana, racionalmente dirigida, tiene un papel positivo que desempeñar en la evolución social. Pero si la racionalidad humana limitada sirve para rectificar imperfecciones en un orden social complejo, para lo que decididamente no está capacitada es para la mucho más ambiciosa tarea de diseñar un orden social perfecto.

Planificación económica versus mercado

El intelectualismo puede darse en diversas formas. Hay intelectualistas morales, como Sócrates y Platón, para quienes el conocimiento intelectual de la idea de bien es el preámbulo obligado para obrar bien, de modo que solamente se actúa mal por ignorancia, por falta de luces. Platón (y tras él todos los utopistas) era además un intelectualista político: pensaba que, para disponer de una sociedad ideal, primero hay que diseñarla en todos sus pormenores. Estaba, pues, en las antípodas del evolucionismo social, de la creencia de que la sociedad se va haciendo y rehaciendo sin plan alguno, a espaldas de la consciencia y de los designios de cuantos contribuyen a sus paulatinas modificaciones.

En la Unión Soviética se introdujo también el intelectualismo económico al intentar reemplazar el mercado por planes quinquenales de producción, el primero de los cuales (1928-1932) fue excogitado por el joven economista Nikolái Kondrátiev (sí, el de los ciclos de Kondrátiev) (posición 30775). Pero la reclamación de sustituir los mercados por «una organización general consciente» venía haciéndola Trotski desde 1925 (posición 30735). Para una mentalidad intelectualista, el mercado es un caos absurdo, en el que todo el mundo toma decisiones de manera desperdigada e ignorante, y no hay ningún cráneo privilegiado que organice desde arriba qué ha de producirse, cómo y para quién. Hace falta, piensa el intelectualista, sustituir este gatuperio por una ordenación puntillosa de la producción y el tráfico comercial.

La idea de que, para llevar a cabo una actividad económica con éxito, hay que planificarla con antelación, incurre en el típico error intelectualista, que queda bien desmentido con un ejemplo extraído de la obra de Vernon Smith. En un experimento con estudiantes universitarios se trataba de comprar y vender dos mercancías. La solución «intelectualista» de equilibrio general teórico se habría alcanzado para ese «mercado» resolviendo con antelación cuatro ecuaciones no lineales con dos precios y dos cantidades del producto. Dejando a los estudiantes intercambiar libremente, los precios y las cantidades convergieron hacia las cantidades y precios de equilibrio teórico. Y esto aunque los estudiantes no sabían resolver matemáticamente las ecuaciones cuando, más tarde, se les propusieron como ejercicio de clase. Simplemente no las habían tenido en cuenta en ningún momento al efectuar los intercambios. Ni se les pasó por la cabeza resolverlas antes para intercambiar después, como habría querido un intelectualista. Las soluciones emergieron como orden espontáneo a partir de sus interacciones de mercadoVernon Smith, op. cit., pp. 65-66..

La diferencia radica en que en el mercado simplificado de Vernon Smith se conocían previamente las soluciones de equilibrio, y podían compararse con las soluciones que alcanzaban los estudiantes intelectualmente ingenuos con sus iniciativas de compraventa, pero en los mercados reales ni siquiera tenemos noción de cuáles son las soluciones de equilibrio. Y la misma idea de «equilibrio» despide un tufillo estático que es incompatible con el hecho de que en el mundo real las circunstancias de tiempo y lugar fluctúan continuamente, sin dar tregua para que los agentes económicos descansen en equilibrio alguno.

Permítaseme concluir este apartado con una observación más: frente a lo que suponen los enemigos del comercio, los intercambios de mercado no son juegos de suma cero, en los que una parte gana a costa de la otra. Por el contrario, en los intercambios voluntarios, que son la inmensa mayoría, ambas ganan. La persona que compra una chocolatina por un euro valora más la chocolatina que el euro de que se desprende para obtenerla, y al tendero, por su parte, le ocurre al revés: aprecia más el euro que entra en su caja que la chocolatina que sale de sus existencias. Sólo así se entiende que el intercambio sea voluntario. Además, ocurre que, después del intercambio, tanto el tendero como el comprador están en mejor situación de como estaban antes de que se realizara la transacción. Ambos han salido ganando de resultas de ella. Y no ha sido, y éste no es un detalle menor, porque el tendero se desviva por el bienestar del comprador, ni porque a éste le preocupen las ganancias del comerciante. No, cada uno iba a lo suyo, a satisfacer sus intereses y, no obstante ello, sin pretenderlo y sin darse cuenta, ha contribuido a mejorar el nivel de satisfacción de la otra parte. He aquí el tuétano de lo que Adam Smith llamaba «mano invisible»: en ciertas circunstancias, se contribuye más y mejor al interés general buscando sin tapujos ni cortapisas el interés privado. De modo que, con los millones de intercambios comerciales que se verifican a diario, está incrementándose, tacita a tacita, y de modo callado, el bienestar colectivo.

Ideologías ventrílocuas

Pero no sólo es que las sociedades que se empecinan en mantener una economía planificada se vuelven enseguida más pobres que las que hacen uso de una economía de mercado, dados los límites de la racionalidad humana para averiguar y controlar los múltiples entresijos de una economía compleja (por no hablar del insufrible paternalismo que supone fijar la oferta de bienes, servicios y recursos sin tener en cuenta las preferencias cambiantes de los compradores, como pretenden hacer los planificadores económicos). Es que, además de esto, las sociedades multitudinarias que renuncian a la propiedad privada y al comercio, y abrazan un comunismo a gran escala, acaban por caer pronto en la miseria moral y la pérdida de libertades individuales. Y eso no ocurre por casualidad, sino de forma sistemática, una y otra vez.

Para entender por qué sucede esto, tal vez lo mejor sea dar un amplio rodeo y entrar en el libro del Éxodo, del Antiguo Testamento. Allí comprobamos cómo Yahveh, el Dios judío, se aparece reiteradamente a Moisés, unas veces como zarza ardiendo (Éxodo 3, 2-6), otras como nube densa, sulfurosa y relampagueante (Éxodo 19, 9-11; 20, 18-21). Los israelitas, congregados al borde del Monte Sinaí, piden a Moisés que interprete para ellos las «palabras ígneas» de Yahveh. Por fin Moisés accede a dar a conocer la voluntad divina inscrita en las Tablas de la Ley, los Diez Mandamientos (Éxodo 31, 18). Esta es la escena primordial, digámoslo así, en que se encuentra contenida la instrucción clave por la que un individuo llega a adquirir un poder irrefragable, absoluto, sobre una multitud. Se trata de presentarse ante esa multitud investido de un aura sobrenatural o sobrehumana, a modo de intérprete de la voluntad «de lo que está más alto». Es lo que hace Moisés: él es el mensajero de la palabra de Dios, no un simple humano que viene con recomendaciones morales debajo del brazo sobre cómo ha de comportarse el pueblo hebreo, y que acaban de ocurrírsele a él, un simple mortal más.

Moisés acierta de este modo a presentarse como un muñeco de guiñol a cuyo través se expresan los deseos del Gran Ventrílocuo, Yahveh, aunque haya sido Moisés quien haya creado esa figura del Gran Ventrílocuo para dotar a sus palabras de una autoridad más que humana. A partir de entonces, Moisés es el mensajero de lo que Yahveh desea que haga su pueblo, y este mensaje es humanamente irresistible: sólo cabe acatarlo.

Esta artimaña de farandulero empleada por Moisés ha sido el medio por antonomasia por el que un individuo ha conseguido hacerse con cantidades ingentes de ascendiente e influencia a lo largo de la historia. Variantes de esta puesta en escena primordial han sido empleadas por líderes nacionalistas, fundamentalistas religiosos, comunistas o populistas. El propio Escohotado habla de «la gozosa sumisión masiva al médium» por parte de las muchedumbres que se observa en los regímenes totalitarios, cualquiera que sea su signo (posición 32349).

 Escohotado habla de «la gozosa sumisión masiva al médium» por parte de las muchedumbres que se observa en los regímenes totalitarios

Desde un punto de vista psicológico, el ardid consiste en hacer creer a los hombres en entidades sobrenaturales o sobrehumanas: para los fundamentalistas religiosos esa entidad es su dios; para los nacionalistas, la nación; para los comunistas, el proletariado internacional que busca su emancipación (o el Partido que lo representa); para los populistas, la voluntad del pueblo (o ese laico Ser Supremo en que creía Robespierre). Con todo esto se funda una entidad inobservable con poder de emitir mandatos morales, que son luego transmitidos por el intérprete, que hace las veces de muñeco de guiñol en esta trama. Incluso, por qué no, puede inocularse cierto dramatismo a esta escena presentándola como una titanomaquia, en la que el Dios verdadero se enfrenta a las argucias del Maligno; la nación lucha contra sus opresores externos; el proletariado contra los enemigos de clase; y el pueblo, «los de abajo», contra «los de arriba», o contra los extraños a ese pueblo. Con este elemento dramático se vuelve más acuciante reclutar las voluntades individuales para ponerlas al servicio del magno plan colectivo: rescatar a la nación oprimida de su postración, al proletariado de quien están expropiándole, al pueblo de quienes abusan de su confianza.

En este ambiente ya completamente enrarecido empiezan a cobrar sentido algunas cosas que, fuera de él, serían inaceptables. Una de ellas es que las personas de carne y hueso no cuentan: son meros peones en la gran partida de ajedrez que está jugándose por encima de sus cabezas. Ninguna persona podrá a partir de entonces reivindicar libertad para dirigir su plan de vida, el que se haya trazado según su leal saber y entender y las oportunidades que le haya brindado la fortuna. Por el contrario, ese plan de vida ha de diluirse en el magno Plan Colectivo, frente al cual todo empalidece; los individuos han de ofrendar su voluntad individual en el ara de ese Plan Colectivo para así hacerlo triunfar. Esta miniaturización a que se ven sometidos los individuos cuando se presentan sus vidas al trasfondo de esa titanomaquia, en la que están en liza cuestiones mucho más importantes que sus miserables anhelos individuales, no sólo tiende a despojarlos sistemáticamente de su libertad (que quedará succionada por el líder totalitario, devenido ahora en la única fuente de voluntad autónoma y legítima), sino que también fomenta la violencia contra los individuos concretos, que pueden ser utilizados sin mala conciencia como carne de cañón, en «matanzas idealistas», por el guía totalitario para dar cima a sus empresas megalómanas. La vida y la libertad individuales son sacrificables cuando se ha levantado del todo el teatro totalitario, en el que ya sólo una voluntad cuenta: la del caudillo que dirige a las masas, el mesías que está a las órdenes de un inobservable moral (dios, la nación, el pueblo, el proletariado). En Mein Kampf, Hitler ya se muestra consciente de «cuán fácilmente sucumbe el hombre de la calle a la magia hipnótica de representaciones teatrales grandiosas» (citado por Escohotado en la posición 32353). Son precisamente estas «representaciones teatrales grandiosas» las piezas del gran guiñol político que sisan poder a los individuos y se lo sirven en bandeja (junto con sus vidas) a dirigentes totalitarios. Sea cual sea su signo (teocrático, nacionalista, comunista o populista), los totalitarismos se sirven del arte de la ventriloquía política para sugestionar a las masas y hacerse con cantidades inmensas de poder. La violencia y la falta de libertades son las secuelas que acompañan a las manifestaciones de ventriloquía política, y lo que hunde a los regímenes totalitarios (especializados en suscitar grandes «causas» ilusionantes) en profundas regresiones morales, no sólo materiales.

Otra fuente de violencia adicional derivada de la ventriloquía política aparece cuando más de una persona quiere hacerse con el codiciable carisma de ser el único intérprete autorizado del inobservable moral (dios, la nación, el proletariado, el pueblo). La caza de herejes por la Iglesia o las purgas emprendidas por Hitler, Stalin o Mao son una muestra elocuente de que los muñecos de guiñol, que ofician de mensajeros de la voluntad de un ventrílocuo sobrehumano, no admiten que nadie más compita con ellos en sus sublimes quehaceresLo que late tras la ventriloquía política es un error lógico: la falacia de composición. Me limito a señalar la cuestión, ya que ahora me es imposible desarrollarla en detalle..

Voluntad general y voluntad de todos

Las disquisiciones previas sobre ventriloquia política están casi del todo ausentes del libro de Escohotado (aunque él mismo menciona que el hallazgo bolchevique fundamental es que «un grupo pequeño decide que obra por delegación de la inmensa mayoría, conquista los resortes coactivos y se nombra regente vitalicio», posición 36819), pero sí están presentes sus consecuencias; señaladamente, la aparición de lo que he llamado «inobservables morales». Para apreciar la profunda metamorfosis que puede introducir en un proceso inicialmente liberador la aparición de un inobservable moral, fijémonos, como hace Escohotado, en lo que ocurrió en la Revolución Francesa. Recordemos los hechos más relevantes: en 1788 se anuncia la convocatoria de los Estados Generales (una asamblea del clero, la nobleza y el tercer estado) para recaudar lo necesario con que rescatar a Francia de una deuda desaforada (posiciones 8073 y ss.). Pero, en mayo de 1789, Luis XVI opta por disolver los Estados Generales al ventear los desórdenes políticos que se avecinan. Sin embargo, la casi totalidad del tercer estado se niega a la disolución, así como gran parte del clero y una fracción mínima de la nobleza. Todos ellos desafían la voluntad del rey, consolidándose como una Asamblea Nacional dispuesta a dar al país una nueva Constitución.

La Asamblea Nacional se entrega a sesiones maratonianas de deliberación, como la del 4 de agosto (en que se dicta la abolición del feudalismo) o la del 26 de agosto, que concluye con la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, cuyo artículo primero dice: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Un Estado de derecho de corte liberal parece haber reemplazado de un plumazo al orden feudal anterior. La Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano es el primer documento completo de derechos humanos (se adelanta por un mes a las primeras Enmiendas a la Constitución estadounidense) y sirve de fuente de inspiración a las Constituciones democráticas y liberales posteriores. Nada está más alejado de su espíritu que el terror revolucionario posterior, que empieza a establecer (frente al universalismo de la Declaración) dicotomías entre puros e impuros, obedientes a la voluntad general y al pueblo de Francia y aquellos que no lo son.

Como se sabe, la distinción entre voluntad general y voluntad de todos tiene su origen en el Contrato social, de Jean-Jacques Rousseau. La voluntad de todos es empíricamente constatable: puede calcularse con exactitud asistiendo a procesos de deliberación y al posterior recuento de votos. Por contraste, la voluntad general es un genuino inobservable moral, lo que desencadena el correspondiente proceso de ventriloquía política. Al ser una entidad metafísica, la volonté générale demanda un exégeta que la interprete y que, como muñeco de guiñol, la transmita al público. En la lucha por hacerse con la portavocía de la volonté générale, los líderes de la Montaña (con Robespierre y Saint-Just a la cabeza) actuaron con mayor determinación y vocinglería que de los de la Llanura y la Gironda, y acabaron por torcer la Revolución hacia el Terror. La lucha por ocupar el puesto de intérprete privilegiado (al que se entregaron con celo homicida los montagnards) era la lucha por esclarecer al «pueblo» lo que debe querer (posiciones 8505 y 14523).

En junio de 1794 da comienzo la época del Terror, con el Gran Terror en julio de ese año, cuando la media de ejecuciones públicas pasa a veintiséis diarias. Danton deja el protagonismo a Robespierre. Entre veinte mil y cuarenta mil ciudadanos fueron ajusticiados durante los diez meses siguientes, un 70% de ellos campesinos. Mientras tanto, la economía deriva hacia el control de precios de los artículos básicos (posición 8406). El giro hacia el Terror de la Revolución Francesa fue una consecuencia de abandonar la empírica volonté de tous por la volonté générale, un «animal metafísico», como lo llamaría Jesús Mosterín con gran pericia bautismalJesús Mosterín, Racionalidad y acción humana, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 99. Por supuesto, la tensión eléctrica entre jacobinos y girondinos se vio potenciada por la envergadura de los acontecimientos que recorrían Francia en 1793: la ejecución de Luis XVI, la guerra contra Inglaterra y España, la sublevación de La Vendée… Esto facilitó que alguien como Robespierre ya sólo pudiera ver la situación en Francia de manera simplificada y bipolar: patriotas contra traidores, seguidores de la voluntad general o enemigos de ella. Véase Peter McPhee, Robespierre. Una vida revolucionaria, trad. de Ricardo García Pérez, Barcelona, Península, 2015, capítulo 10 y ss.

El juramento de la cancha de tenis, 20 de junio de 1789

Porque, en efecto, la voluntad general es un animal metafísico o, mejor aún, una persona metafísica, no sólo porque tiene una naturaleza inescrutable, sino también porque se le atribuye una vida psíquica propia: pensamientos, deseos y emociones. Cuando hoy se oye decir «Cataluña quiere la independencia», «El pueblo está cansado de sus representantes», etc., estamos asistiendo a la personificación de entidades colectivas y a la dotación posterior a esas personas metafísicas de una rica vida psíquica que en realidad no poseen. Haremos muy mal en minusvalorar estas muestras, en apariencia inocentes, de ventriloquía política, pues siempre pueden acarrear funestas secuelas. Toda la constelación de pensamientos, deseos y emociones de la patria como persona metafísica quedaba encarnada para los revolucionarios franceses (al menos temporalmente) en la figura de Robespierre. Acatar lo prescrito por Robespierre contaba para los revolucionarios franceses como acatar la voluntad general que él representaba, es decir, la voluntad encarnada del pueblo francés. La personificación de entidades abstractas y colectivas (como la nación, el pueblo o el proletariado internacional) parece un inocente equívoco verbal, o quizás una manera taquigráfica de expresarse, pero resulta que puede traer aparejadas consecuencias prácticas de largo alcance, por el saqueo implícito de los individuos de carne y hueso que comporta; individuos de carne y hueso que son los únicos que de verdad pueden tener pensamientos o experimentar deseos y emociones.

Tiempo después, ya en el siglo XX, Hitler representaba a Alemania, Stalin al Partido Comunista, vanguardia consciente del proletariado. Obedecer a Hitler contaba como cumplir la voluntad del pueblo alemán, de la que Hitler era la efigie humana visible, su testaferro. Esto es lo característico de los contenidos simbólicos: que cuentan como otra cosa distinta de ellos. Un trozo de papel manchado con diversas tintas cuenta como un billete de cinco euros (digamos) desde que el Banco Central Europeo lo decretó así a partir del primer trimestre del año 2002. Asimismo, acatar la voluntad de Stalin no era sencillamente para los comunistas rusos obedecer a un mortal de carne y hueso, sino colaborar en la lucha emancipatoria e igualitaria del proletariado mundial, cosa que Stalin simbolizaba a sus ojos.

Hacer la guerra o comerciar: he aquí la cuestión

De acuerdo con la doctrina de los Padres de la Iglesia, la propiedad privada constituye una usurpación perpetrada por un individuo sobre el acervo patrimonial común, el único tenido por justo. En el comercio, y por fuerza, hay alguien que gana y otro que pierde, y lo que gana uno lo hace a expensas de lo que el otro pierde. De modo que tanto la propiedad privada como el comercio son instituciones intrínsecamente injustas (posición 3470). Concebida en estos términos, la Alta Edad Media, que discurre desde el año 476 (en que cae el Imperio Romano) al año 1000, es una época de una justicia sin tacha, pues apenas puede decirse que exista la propiedad enajenable ni, en consecuencia, el comercio. Es también, ¡ay!, una era de miseria, autarquía, escasa división del trabajo, casi completa ausencia de numerario y conversión de los esclavos imperiales en siervos. Mientras el costado occidental del caído Imperio Romano languidece en los comienzos de la Edad Media, destazado en una larga serie de dominios incomunicados y ajenos a los tráficos comerciales, en el oriente florece Bizancio gracias a su mayor tolerancia hacia el dinero y el comercio (sobre todo de seda) (posición 3873).

Pero son los neerlandeses los primeros en disponer de un régimen de propiedad privada enajenable, cuando todavía en el resto de Europa la propiedad es compartida (son dueños el rey, el señor, la familia, etc.) e imposible de vender. Como el dinero, la propiedad privada y exclusiva facilita el comercio voluntario y los juegos de suma positiva a él vinculados (posiciones 6721 y 7244). Por preferir hacer tratos comerciales que guerras, Holanda se alza como primera potencia europea durante el siglo XVII, y Gran Bretaña («ese país de tenderos», como la llamaba Napoleón) recoge el cetro en el siglo XVIII y no lo abandonará hasta la Primera Guerra Mundial. Hay incluso experimentos naturales en la historia reciente que muestran que la dimisión de la propiedad privada y el comercio aflige a quien la lleva a cabo: apenas algo más de cuatro décadas de permanencia en la órbita soviética depauperan visiblemente a Alemania Oriental, frente a la exuberante recuperación económica de la República Federal Alemana; y otro tanto cabe decir del contraste entre la comunista Corea del Norte y la capitalista Corea del Sur. Corea del Sur exporta coches, lavadoras, televisores vanguardistas y móviles de última generación; Corea del Norte sólo exporta miseria y misilesSobre la incidencia de las instituciones económicas (y no económicas) en el crecimiento económico se muestra especialmente elocuente el libro de Daron Acemoglu y James Robinson, Por qué fracasan los países, Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, trad. de Marta García Madera, Barcelona, Deusto, 2012..

No tiene nada de particular, a la vista de lo anterior, que la cultura liberal echara sus raíces en Holanda, Reino Unido y demás países que optaron por comerciar antes que hacerse la guerra. Además, las naciones guerreras tenían firmemente atenazados y uncidos a los individuos al éxito en sus empresas bélicas. Los países que optaron por la solución cooperativa del comercio no sólo quedaron mejor situados en la carrera hacia la prosperidad económica, sino que relajaron visiblemente los lazos sobre sus integrantes individuales, a quienes relevaron de sus lealtades al grupo y les permitieron ocuparse de sus negocios privados, conquistando así lo que Benjamin Constant llamó «la libertad de los modernos». No hay que decir que esta liberación de la multiforme inventiva individual para perseguir intereses privados reobró a su vez sobre el éxito económico diferencial de unos territorios sobre otros. Allí donde los seres humanos eran más libres para perseguir sus intereses se vivía mejor, con un bienestar material más elevado. La mano invisible de Adam Smith no les defraudó.

Sombras del pasado

Hasta ahora hemos visto por qué el comunismo, cuando triunfa, fracasa: fracasa por tener una concepción estáticamente utópica de la sociedad (el modelo de la casa), por ser una forma de pensar intelectualista (en lo político y en lo económico ante todo), por ser una ideología ventrílocua (y por la propensión a devorar vidas y libertades que ello comporta), por su desdén hacia la propiedad privada, el comercio y el dinero (todo lo cual amputa la mano invisible smithiana). Ahora nos toca ver la otra cara: la causa de que, a pesar de que fracase una y otra vez, no por ello la devoción por el comunismo desaparece, sino que, muy al contrario, triunfa y reverdece a la más mínima ocasión. Escohotado efectúa una incisión profunda en la historia de la humanidad para explicar el fenómeno comunista, pero, para entenderlo del todo, hay que hacer que el corte atraviese todavía más capas temporales, hasta ingresar en la prehistoria.

Los psicólogos evolucionistas nos cuentan que deambulamos por entornos postindustriales, pero llevando sobre los hombros cerebros que todavía conservan las tendencias y sesgos instintivos que nuestros antepasados incubaron en el Pleistoceno y que nos han llegado por evolución natural. Tal cosa puede producir ocasionales desajustes e, incluso, enfermedades. El azúcar, la sal y la grasa eran sustancias tan indispensables para la supervivencia como difíciles de encontrar en épocas prehistóricas, de ahí que el gusto por ellas se grabara a muchas brazas de profundidad en el cerebro de nuestros ancestros. Nosotros hemos conservado esta avidez por los alimentos dulces, salados y grasos, pero hoy podemos encontrarlos en abundancia y a bajo precio en un supermercado. Si caemos en la tentación de sobrealimentarnos de estos apetecibles manjares, nos encontraremos más pronto que tarde con problemas de diabetes, hipertensión u obesidad: las conocidas como «enfermedades de la civilización», que son el resultado de compartir gustos alimentarios con nuestros ancestros, pero no el ambiente en que ellos vivíanSobre las enfermedades de la civilización, véase Randolph M. Nesse y George C. Williams, ¿Por qué enfermamos?, trad. de Francisco Ramos, Barcelona, Grijalbo, 2000, pp. 200-204; y también Jared Diamond, El mundo hasta ayer, trad. de Efrén del Valle, Barcelona. Debate, 2013, capítulo 11..

También tenemos ciertas predilecciones eróticas heredadas. El psicólogo Devendra Singh dio con una constante predilecta en todos los varones: la razón entre el perímetro de la cintura femenina y el de las caderas. Antes de la pubertad, niños y niñas presentan una distribución similar de la grasa corporal, pero durante la pubertad se produce una notable divergencia: los niños pierden grasa en los glúteos y muslos, mientras que la liberación de estrógenos hace que la grasa se deposite en el tronco inferior de las niñas (sobre todo en las caderas y en la parte superior de los muslos). El resultado es que el volumen de grasa corporal en esta zona es un 40% mayor en las mujeres que en los hombres. La proporción entre cintura y caderas es similar en ambos sexos antes de la adolescencia, pero después esa proporción es significativamente superior en los hombres. Las mujeres sanas y con aptitud reproductora presentan una razón cintura/caderas de 0,67 a 0,80, en tanto que la de los hombres sanos es de 0,85 a 0,95. Singh descubrió además que esta proporción cintura/caderas es un poderoso exponente del grado de atractivo femenino. En doce estudios distintos interrogó a un grupo de hombres sobre el gancho sexual que sobre ellos tenían diferentes figuras femeninas, cuya razón de grasa corporal cintura/caderas y cuya cantidad total de grasa variaba de unas a otras. Los interrogados se decantaron por una proporción baja entre cintura y caderas. Tenían por más seductoras a las mujeres con una proporción de 0,70 que a las de 0,80, que, a su vez, eran más deseadas que las de 0,90El estudio seminal es Devendra Singh, «Adaptive significance of waist-to-hip ratio and female attractiveness», Journal of Personality and Social Psychology, núm. 65 (1993), pp. 293-307. Los hallazgos de Singh son comentados por David M. Buss, La evolución del deseo, trad. de Celina González, Madrid, Alianza, 1996, pp. 103-105; y por Nancy Etcoff, La supervivencia de los más guapos, trad. de Flora Casas, Madrid, Debate, 2000, pp. 209-213..

Sentimos nostalgia de nuestro pasado «comunista» y en parte lo revivimos en el trato con familiares, amigos o compañeros de trabajo

Es posible que la perentoriedad con que un varón buscaba una mujer fértil, que le diera muchos hijos (sólo una parte reducida de los cuales iba a sobrevivir), haya languidecido desde los tiempos pretéritos de las bandas de cazadores-recolectores hasta el presente, en que los avances en medicina infantil y el uso de anticonceptivos han invertido la tendencia prehistórica a que las mujeres pasaran buena parte de su vida fértil enhebrando embarazos (con intervalos de lactancia prolongada). Pero los hombres de hoy en día continúan con gustos sexuales de cazadores-recolectores y siguen prefiriendo mujeres que transmitan señales de salud y fertilidad.

Asimismo, parece que vemos como bellos y sugestivos los paisajes que otorgaban recursos y seguridad a nuestros antepasados: zonas de campo abierto, pespunteadas de árboles, animales, flores y agua potable, y con vistas panorámicasSobre esto, véanse Stephen Kaplan, «Environmental Preference in a Knowledge-Seeking», recogido en Jerome H. Barkow, Leda Cosmides y John Tooby, The Adapted Mind. Evolutionary Psychology and the Generation of Culture, Nueva York, Oxford University Press, 1992, pp. 581-598; Richard Fortey, La vida. Una biografía no autorizada, trad. de Victoria Laporta, Madrid, Taurus, 1999, p. 207; Edward O. Wilson, Biofilia, trad. de Jaime Retif, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 185-214; y Steven Pinker, La tabla rasa, La negación moderna de la naturaleza humana, trad. de Roc Filella, Barcelona, Paidós, 2003, p. 589.. ¿Albergamos también predilecciones innatas sobre el paisaje político, no sólo sobre el paisaje natural? Pensemos que, de los ciento cincuenta a doscientos mil años que tiene de vida nuestra especie, casi el 95% ha transcurrido en un entorno de cazadores-recolectores, con grupos que no solían exceder de los ciento cincuenta miembros, sin propiedad privada, sin comercio, sin dinero, sin apenas división del trabajo, sin jefes, envueltos en una cálida atmósfera de fraternidad hacia los del propio grupo (y de hostilidad manifiesta hacia quien perteneciera a otros). ¿No es a esto a lo que Marx llamaba precisamente «comunismo primitivo»Aunque es cierto que las sociedades de comunismo primitivo a que alude Marx en El capital son la comunidad paleoíndica y el Estado inca, según recuerda Escohotado (posición 25691). Por otra parte, 150 es el conocido como «número de Dunbar» por el antropólogo Robin Dunbar, que ha propuesto que 150 es el límite superior de componentes de un grupo de cazadores-recolectores, rebasado el cual el grupo tiende a escindirse en dos. Véase Robin Dunbar, Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Londres, Faber & Faber, 2011 (libro electrónico Kindle, posiciones 1120 y ss.).? ¿No es éste el tipo de sociedad que añoran nuestros cerebros?

Con el advenimiento de la agricultura, hace unos diez mil años, las redes sociales humanas se complicaron de manera abrumadora. Ahora convivimos con extraños en sociedades multitudinarias, pero «nuestros instintos –sostiene el biólogo Edward O. Wilson– desean todavía las minúsculas redes de bandas unidas que predominaron durante los cientos de milenios que precedieron al alba de la historia. Nuestros instintos siguen sin estar preparados para la civilización»Edward O. Wilson, La conquista social de la tierra, posición 3869.. Lo que sugiere Wilson con sus palabras es que nuestros instintos sociales (promovidos por la selección natural de grupo) siguen predisponiéndonos al comunismo en que vivían nuestros ancestros cazadores-recolectores, y que nosotros todavía desplegamos, en el contexto de la civilización, dentro de los círculos íntimos en que estamos integradosEn un discurso ante una asociación estudiantil, Paul Lafargue, yerno de Marx, defendió que el comunismo es una reminiscencia de la época prehistórica en que los hombres vivían en tribus ajenas a la propiedad privada. Escohotado menciona esta circunstancia (posición 21132), pero no muestra interés en seguir su estela.. Es decir, sentimos nostalgia de nuestro pasado «comunista» y en parte lo revivimos en el trato con familiares, amigos, compañeros de trabajo, de armas, de congregación religiosa, de club deportivo, de sociedad gastronómica, etc. Vivimos en sociedades extensas, pero a la vez convivimos en diversidad de grupúsculos donde están ausentes el dinero y la jerarquía formal, y donde a menudo compartimos con esos prójimos muy próximos nuestras propiedades. En estos microgrupos impera una atmósfera de fraternidad y de desvelo altruista por el bienestar ajeno.

Pero lo que no tiene sentido es buscar expandir, como quieren los comunistas, esa cálida fraternidad del grupúsculo a poblaciones atestadas. Como sucede con su homólogo físico, el calor moral se disipa rápidamente al extenderlo por una gran superficie. El comunismo poscapitalista ensoñado por Marx (a la vez infinitamente opulento e igualitario) es una quimera. Una quimera que no resiste la evidencia biológica (y también psicológica) de que los humanos sólo podemos poner en práctica un altruismo de proximidad, en pequeños grupos, no a gran escala y de manera anónima. Dentro de la macrodimensión social, a lo más que podemos aspirar es a respetar a cualquiera de nuestros semejantes, no a amarlos como a nosotros mismos. Es más que probable que el comunismo a gran escala (el comunismo que se ha ensayado repetidas veces a lo largo del siglo XX y que todavía sobrevive proclamando su infamia en algunos reductos en el siglo XXI) esté reñido con algunos rasgos conductuales de nuestra naturaleza humana, biológicamente considerada. El comunismo se ha implantado en veintidós Estados de cuatro de los cinco continentes; sólo ha perdonado a Australia (posición 571); y nada bueno ha salido de estos intentos de ingeniería social a gran escala. Pero, para muchos, este reguero de fracasos y de desdichas cruentas no hace sucumbir la «idea» comunista. ¡Ah, la idea comunista, tenaz como una sombra del pasado pleistocénico, al igual que el gusto por el azúcar, la sal o las mujeres con silueta de reloj de arena! Lo único que esos veintidós reveses monstruosos demuestran, según estos izquierdistas recalcitrantes, es que los administradores de la «idea» (Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, Castro, Mengistu Haile Mariam, etc.) eran unos chapuceros y unos manazas, o que las sempiternas «circunstancias adversas» impidieron la feliz consumación de la idea, pero la «idea» como tal sigue ahí, incólume, como la bestia triunfante que es. Y ahí seguirá, me atrevo a pronosticar, por más desmentidos que siga recibiendo en el futuro.
Soy muy consciente de la cantidad de cosas que me he dejado en el tintero, pero no quiero añadir más grasa teórica a la enjuta y contundente obra de Antonio Escohotado.

Juan Antonio Rivera es catedrático de Filosofía de I.E.S. y autor de Menos utopía y más libertad (Barcelona, Tusquets, 2005). Su último libro es Camelia y la filosofía (Barcelona, Arpa, 2016).

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