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La Guerra Civil, ¿desmitificada?

1936: Los mitos de la Guerra Civil

ENRIQUE MORADIELLOS

Península, Barcelona, Traducción de Luis Gago.

256 págs.

16,25 €

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Desde finales del siglo XX , el interés por la Guerra Civil ha crecido muy aprisa y durante el último año aproximadamente ha suscitado una atención y unos análisis cada vez mayores. De hecho, debe recordarse que el interés historiográfico o de los lectores por la Guerra Civil no ha desaparecido en ningún momento. Lo que se ha producido en los últimos años es simplemente una intensificación de una atención que ha persistido desde hace décadas. Un modelo de este tipo no es tampoco un fenómeno meramente español. Ha pasado casi un siglo y medio desde la gran Guerra Civil estadounidense, pero a día de hoy cualquier persona que entre en una gran librería comercial de Estados Unidos encontrará el material sobre la historia estadounidense dividido virtualmente en dos secciones: los libros sobre la Guerra Civil, y todo lo demás. La gran diferencia, sin embargo, es que la mayoría de los libros se ocupan de los aspectos militares de la que fue proporcionalmente la guerra más costosa librada jamás por los estadounidenses, mientras que en España un alto porcentaje de los libros se centran en temas políticos y en otros aspectos no militares. Lo cierto es que una gran parte de la literatura sobre la guerra española tiene poco o nada que ver con el conflicto militar en sí mismo.

En Rusia que, junto con Finlandia, inauguró el funesto género de las guerras civiles revolucionarias-contrarrevolucionarias del siglo XX , se ha prestado también una atención nueva y considerable a la Guerra Civil rusa desde el derrumbamiento del comunismo. En Rusia, esto es un fenómeno equivalente a la gran oleada de interés y publicaciones que se produjo en España a finales de los años setenta, tras la muerte de Franco. Sin embargo, la sucesión de traumas padecidos por la sociedad rusa durante la primera mitad del siglo XX fue casi interminable. En su conjunto, la memoria rusa apenas puede afrontar todos estos traumas y, lo que no resulta sorprendente, se ha centrado fundamentalmente en la increíble epopeya soviética de la Segunda Guerra Mundial, la mayor de todas las tragedias y traumas, pero una más victoriosa.

En la situación española entran en juego otros factores. Uno es el hecho de que, a pesar del gigantesco volumen de publicaciones –hasta la fecha, más de 15.000 títulos–, existen importantes aspectos de la Guerra Civil que siguen estando investigados inadecuadamente. Además, a pesar de la gran oleada de publicaciones sobre la Guerra Civil que acompañaron a la transición, en aquel momento existía una auténtica preocupación por no llegar demasiado lejos a la hora de revivir la memoria del pasado, a pesar de que nunca existió un «pacto del olvido» sensu stricto. Otro factor es sencillamente la variante española de la reacción habitual en muchos países occidentales contra al carácter profundamente amnésico de la cultura occidental contemporánea y la pérdida generalizada de la memoria o la conciencia del pasado.
No obstante, otro factor, como Paloma Aguilar y otros han señalado, es que una buena parte del interés actual se da entre los nietos de la generación de la Guerra Civil. La generación original estaba traumatizada y sus hijos intentaron a menudo olvidar y crecieron bajo la camisa de fuerza de la dictadura. Los nietos son la primera generación que ha crecido en una democracia y no se ven condicionados o limitados por las experiencias de las dos generaciones anteriores.

El nuevo estudio de Enrique Moradiellos busca apelar a este interés no con una nueva narración de la Guerra Civil, sino con un estudio analítico de los grandes aspectos del conflicto. Aunque nunca se afirma tal intención, la sensación que se tiene es que está concebido en cierta medida como una respuesta a Los mitos de la Guerra Civil, el bestseller de Pío Moa. (De hecho, en la mayor parte de las copias del libro, el editor ha añadido un ribete que lo anuncia como una respuesta a las «mentiras de Moa».) Como autor de varios libros bien investigados sobre los aspectos internacionales del conflicto, Moradiellos se halla innegablemente bien capacitado para llevar a cabo un análisis general de la contienda. Sin embargo, sólo el primer y breve capítulo está dedicado a los «mitos» de la Guerra Civil, en el que analiza someramente algunos de los tópicos y conceptos maniqueos más extendidos.

Tras un segundo y corto capítulo sobre historiografía, que se ocupa sucintamente de la principal literatura especializada, Moradiellos dedica dos secciones más amplias a la cuestión de los orígenes y las causas. Siguen capítulos o ensayos individuales sobre las razones para la victoria y derrota absolutas, los aspectos militares, las dimensiones institucionales y económicas, así como las represiones, un breve ensayo sobre la moral en la retaguardia y otro sobre los aspectos internacionales. El libro concluye con retratos personales de los dos principales líderes de la guerra, Negrín y Franco.
Todo ello está ejecutado generalmente con precisión y destreza profesional, está clara y eficazmente escrito, y es fiable en el uso de las estadísticas. Su claridad y brevedad deberían asegurarle un público amplio, y el lector general puede leerlo con provecho.

La perspectiva con que se abre el libro es la de las «tres Españas», un concepto que fue difundido ampliamente en primer lugar por Salvador de Madariaga. En el sentido más estricto, es demasiado simple, ya que en el país intensamente fragmentado de la década de 1930 existían muchas Españas diferentes. Además, Moradiellos subraya el hecho evidente de que la izquierda y la derecha se dividían a su vez en una izquierda moderada y una izquierda revolucionaria, una derecha moderada y una derecha radical. Así, al objeto de un análisis político, la España de los años treinta ha de investigarse en términos de cinco, no tres, sectores políticos. En determinados aspectos clave, la izquierda moderada y la derecha moderada eran un reflejo una de otra, y lo mismo podría predicarse de los extremos de la izquierda y la derecha. Tanto la izquierda como la derecha moderadas prefirieron las tácticas legales y evitaron la violencia política. Ninguna, sin embargo, era enteramente democrática y aquí debemos cuestionarnos la categorización de Moradiellos de la izquierda moderada como simplemente «democrática», lisa y llanamente. La práctica de la democracia requiere seguir «reglas fijas» que permitan «resultados inciertos», una postura nunca aceptada plenamente por los republicanos de izquierda. Una vez que ambas se movilizaron completamente, ni la izquierda moderada ni la derecha moderada aceptaron plenamente la derrota electoral. La presión ejercida por los republicanos de izquierda y los socialistas para anular las elecciones de 1933 nada más perderlas, y para reescribir las reglas de cara a unas nuevas elecciones, tuvo en gran medida su equivalente en los esfuerzos de la derecha moderada después de que ésta perdiera las elecciones de 1936. Lo mismo podría decirse de la revisión de parte del resultado electoral por parte de la Comisión de Actas en marzo de 1936 y de la coerción utilizada en las elecciones parciales de mayo de 1936 en Cuenca y Granada. Tampoco puede afirmarse realmente que Azaña gobernó nunca durante mucho tiempo en términos estrictamente democráticos, sino que empleó frecuentemente la censura y la limitación de derechos constitucionales.
En España sólo el centro era verdaderamente democrático en el sentido de «reglas fijas y resultados inciertos», pero incluso en las mejores circunstancias nunca fue más de una pequeña minoría. A este respecto, prestar atención al papel fatídico de Alcalá Zamora, uno de los dos principales líderes del centro, habría resultado útil. Aunque defendió incondicionalmente la integridad del resultado de las elecciones democráticas de 1933, su posterior papel a la hora de estrangular el poder de las Cortes, de negar pleno acceso al mayor partido político, de ayudar a destruir a los radicales (el más destacado partido democrático de centro en España) y de contribuir a la polarización del país al convocar las totalmente innecesarias elecciones de febrero de 1936 (que desempeñaron un papel similar a las diversas elecciones anticipadas en Alemania entre 1930 y 1933) fue fundamental en el proceso de desestabilización política. Esto fue lo menos excusable a la vista del hecho de que ya resultaba evidente el desastroso efecto que habían tenido las elecciones innecesarias en Alemania.

Un análisis serio de la situación en la primavera y el comienzo del verano de 1936, y de las alternativas políticas disponibles, habría fortalecido el libro y ofrecido una perspectiva más completa. El Frente Popular español difería considerablemente en su textura política del más moderado Frente Popular en Francia, y probablemente no podría haber ofrecido nunca un gobierno verdaderamente democrático. Este último empezó a desintegrarse en poco más de un año y fue mucho lo que se especuló en España en las semanas inmediatamente anteriores a la Guerra Civil sobre cuánto tiempo podría resistir en España esta alianza contradictoria entre moderados y revolucionarios. La ruptura del Frente Popular fue probablemente el precio necesario para evitar la Guerra Civil, y el intento desesperado para la formación del gobierno de compromiso de Martínez Barrio en la noche del 18-19 de julio de 1936 –de haber tenido éxito– habría marcado probablemente el comienzo de esa ruptura, aunque fue vetado rápidamente por los caballeristas y el ala izquierda del partido de Azaña, que era menos moderada que el propio Azaña. Pero, por definición, una vez que ha empezado una guerra civil es ya demasiado tarde para evitarla.

La historia contrafáctica se ha puesto muy de moda recientemente, y Nigel Townson acaba de editar un interesante tratamiento contrafáctico de algunos de los grandes temas de la historia española contemporánea. No sería justo criticar al profesor Moradiellos por no emprender un ejercicio de este tipo –su propósito es examinar lo que sucedió y no lo que no sucedió–, pero una especulación contrafáctica seriamente informada sobre lo que habría sucedido posteriormente de no haberse rebelado parte del ejército el 18 de julio podría haber resultado ser un ejercicio útil.

La sección sobre los aspectos militares de la Guerra Civil es clara y generalmente precisa, pero muy breve. Como se ha observado previamente, esto es característico de muchos estudios del conflicto español, en los que predominan los temas políticos, domésticos e internacionales. Es también muy característico de las actitudes profesionales (o profesorales) de los departamentos de historia en la mayoría de los países occidentales en este momento, que generalmente ven con malos ojos la historia militar. Una vez sentado que las cuestiones de suministro, financiación y ayuda exterior fueron de gran importancia, resulta también vital prestar una mayor atención al modo en que se libró realmente la guerra.

Del mismo modo, la revolución en la zona republicana recibe sólo un tratamiento comparativamente breve. La revolución, y sus consecuencias, probablemente se merecen una mayor atención, por diversas razones. Antes que nada, como un fenómeno histórico singular, ya que los defensores y los líderes de la revolución estaban probablemente en lo cierto cuando afirmaron que se trataba proporcionalmente de la mayor y más directa revolución obrera de la historia europea, ya que la proporción de trabajadores implicados fue mayor que en la Rusia de 1917. Como proceso histórico único, la historia de la revolución española ha quedado siempre enterrada, quizás inevitablemente, bajo la historia más amplia de la Guerra Civil.

El segundo grupo de razones tiene que ver con los efectos de la revolución en la propia Guerra Civil. Aunque la revolución estimuló una mayor implicación política de los trabajadores en la zona republicana, sus efectos más amplios puede que fueran contraproducentes en términos de tres acontecimientos diferentes. Uno fue que la explosión revolucionaria parece haber animado a muchos indecisos, poco deseosos de refrendar una dictadura militar per se, a unirse a los insurgentes. Otro fue la impresión creada en el extranjero de una zona republicana dominada por lo que fue percibido erróneamente como «comunismo», lo que constituyó un factor importante en la posterior política de no-intervención. Un tercero fue eliminar toda posibilidad de una respuesta militar a la insurrección inicialmente más coherente.

Moradiellos cuenta con una gran experiencia a la hora de abordar los aspectos internacionales de la guerra, por lo que no constituye ninguna sorpresa que describa con destreza los diversos papeles y políticas de las cuatro potencias europeas occidentales. El único aspecto que se echa aquí en falta es una cierta atención a la continuada ayuda indirecta a la República por parte del gobierno francés, lo que el primer ministro francés Léon Blum calificó más tarde de «la Non-Intervention rêlachée».

La decisión soviética de intervenir también se analiza claramente, aunque apenas se intenta abordar las dimensiones plenas y continuadas de la política soviética. Por ejemplo, la política soviética hacia la Alemania nazi no cambió en 1933, como afirma el profesor Moradiellos, sino que sólo asumió una forma nueva y diferenciada en 1935, después de que quedara claro que no era posible ningún acuerdo con Alemania. El papel y la política del Comintern también reciben muy escasa atención. El PCE sólo se trata dentro del contexto de un gobierno fuertemente centralizado y una acérrima resistencia militar. Estas prioridades se presentan correctamente, pero no se estudian la riqueza de matices y las implicaciones de la política del Comintern de la «República Popular», aunque el autor reconoce la «hegemonía» alcanzada posteriormente por los comunistas. Del mismo modo, habría resultado útil alguna referencia al «frente oriental» de los soviéticos, que se abrió con la invasión japonesa de China en julio de 1937, así como al deseo soviético de considerar algún tipo de estrategia de compromiso para salir de España en la primavera y el comienzo del verano de 1938.

El autor exagera probablemente el alcance del sentimiento democrático entre las fuerzas del Frente Popular durante la guerra. En fin de cuentas, fue el propio Stalin quien, en diciembre de 1936, hubo de resaltar a un reticente Largo Caballero la importancia de conceder al menos alguna atención formal al papel del parlamento, y quien a su vez intentó sin éxito promover nuevas elecciones –hay que reconocer que al estilo de una «república popular»– a comienzos de 1938. Una perspectiva más precisa aquí sería que el régimen republicano fue durante la guerra lo que los politólogos tildan de «semipluralista», esto es, un Estado izquierdista multipartidista, pero no realmente un sistema parlamentario (ya que fueron muchos los diputados de la oposición que habían sido ejecutados), y mucho menos una democracia liberal.

Esto crea a su vez un problema en relación con uno de los dos últimos capítulos como tales, sendos retratos de los dos principales líderes de la guerra. Negrín se presenta como un republicano paradigmático, pero esto resulta bastante dudoso debido a las políticas enormemente independientes y poco ortodoxas que siguió. La mayoría de los historiadores coincidirían actualmente con la afirmación de Moradiellos de que Negrín no fue una mera herramienta de los soviéticos, sino que seguía su propia política matizada, pero esa política era extremadamente individual y, como admite el autor, pasó a ser compartida por un número cada vez más reducido de republicanos.

Ni el profesor Moradiellos, ni ningún otro historiador, puede resolver lo que puede ser denominado el «enigma Negrín», en parte porque Negrín escribió muy poco y no dejó tras de sí documentos que expliquen sus propias creencias y objetivos personales. De hecho, Moradiellos resalta –muy correctamente, en mi opinión– el individualismo político de Negrín, así como que alardeara (de un modo algo exagerado, como casi siempre que se alardea) de que él era el único «no marxista» del Partido Socialista. Una historiadora como Helen Graham ha intentado presentarlo como un «liberal», toda una ocurrencia, pero ello no resulta en absoluto convincente; de ser así, habría pasado a formar parte sencillamente de un partido liberal. Tampoco fue un demócrata, ya que fue el emisario socialista que llevó a Alcalá Zamora la petición de cancelar los resultados de las elecciones de 1933.

El profesor Moradiellos no menciona la propuesta realizada por Negrín después de Múnich para formar un «partido único» republicano con vistas a garantizar una acérrima resistencia continuada. Incluso los comunistas, aunque garantizaban un papel destacado, se mostraron muy reticentes, ya que para el Comintern sonaba demasiado fascista, e incluso contraproductivo en el contexto español. Tampoco menciona la convicción de Negrín, transmitida al emisario soviético en diciembre de 1938, de que una república victoriosa en la posguerra sería fuertemente estatalista y no cometería el error de celebrar elecciones democráticas, por temor a que la derecha pudiera volver a ganar, como ya había sucedido en 1933. Un defensor de Negrín podría alegar que se trataba simplemente de una suerte de discurso político calculado para agradar a los soviéticos durante una época de crisis en la que su ayuda continuada resultaba vital, pero lo cierto es que la documentación existente para resolver el problema es inadecuada. Más que resolver el «enigma Negrín», Moradiellos ha vuelto a plantear simplemente la cuestión, aunque sin reconocer sus plenas dimensiones.

El «epílogo» que constituye la conclusión del libro presenta un espíritu conciliador, y sería compartido sin duda por la mayoría de los compatriotas del autor. Cita las palabras atribuidas a De Gaulle con motivo de la visita de éste a España en 1970: «Las guerras civiles, en las que en ambas trincheras hay hermanos, son imperdonables, porque la paz no nace cuando la guerra termina». Esto es ciertamente verdad. Puede que, para los franceses y los alemanes, resultara más fácil cooperar después de 1945 de lo que lo fue lograr la reconciliación en España después de 1939, pero esto depende también de la política posterior del régimen victorioso. Finlandia alcanzó rápidamente una reconciliación ejemplar, incluso hasta cierto punto con los comunistas, pocos años después de la breve pero acerba y sangrienta guerra civil finlandesa de 1918. Esto fue posible porque Finlandia se convirtió rápidamente en una democracia liberal, y contó también con la ayuda del reducido tamaño de su población y su fragmentación comparativamente limitada.

Existe obviamente un límite a lo que puede conseguirse por medio de un libro breve sobre un tema amplio y complejo, pero, por regla general, Moradiellos ha utilizado bien su espacio y ha evitado polémicas generales. Este libro no puede resolver todos los temas más espinosos de la Guerra Civil, pero sí consigue iluminar muchos de los aspectos cruciales, y será leído con provecho por aquellos que se acerquen a él.
 

Traducción de Luis Gago

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