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Izquierda, identidad y nación

El marxismo y la cuestión nacional española

Santiago Armesilla

Barcelona, El Viejo Topo, 2017

338 pp.

The Once and Future Liberal. After Identity Politics

Mark Lilla

Nueva York, Harper Collins, 2017

143 pp.

España socialista. El discurso nacional del PSOE durante la Segunda República

Aurelio Martí Bataller

Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2017

449 pp.

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«Los obreros no tienen patria»: Marx y Engels fueron categóricos, en esto como en todo, al afirmar en el Manifiesto comunista el carácter forzosamente apátrida del proletariado y su vocación internacionalista. La conciencia de clase era incompatible con cualquier sentimiento ligado al país de origen en un momento (1848) en el que la burguesía había hecho del nacionalismo su gran caballo de batalla para consagrarse como clase dominante, utilizando la nación como elemento de cohesión social y antídoto de la lucha de clases, como trasunto sentimental de un mercado blindado a la competencia extranjera o como metrópoli de un imperio colonial en construcción. La clase obrera debía mantenerse firme ante la capacidad de sugestión de los mitos políticos, desde la nación hasta la democracia, creados por la burguesía para desviar a los trabajadores de sus objetivos históricos como clase dotada de su propia cosmovisión y de un proyecto alternativo a la sociedad de clases.

Todo esto puede sonar muy trasnochado, pero lo cierto es que el viejo marxismo está de actualidad, y no sólo por haberse cumplido el bicentenario del nacimiento de Marx en Tréveris (Renania) el 5 de mayo de 1818. En la aparente vigencia de su doctrina influyen sobre todo las consecuencias de la última crisis económica, que habría provocado en amplios sectores de las clases medias occidentales un proceso de proletarización sin precedentes, desmintiendo el mito del progreso para todos y la armonía de clases de cuño keynesiano que la socialdemocracia hizo suyos tras la Segunda Guerra Mundial. Se cumpliría así el destino apocalíptico que Marx vaticinó hace un siglo y medio al atribuir al capitalismo la tendencia a crear una sociedad cada vez más polarizada entre una minoría de ricos y una mayoría creciente de pobres. «¡Por fin!», habrán exclamado quienes durante tanto tiempo lamentaron el deprimente espectáculo de una clase obrera vendida al capitalismo por un plato de lentejas condimentado con sufragio universal y Estado de bienestar. La magnitud de la recesión iniciada en 2008 podía revertir la situación, devolvernos al punto de partida y hacer posible –esta vez sí– el holocausto social previsto por Marx y Engels. Pero, como se vio ya en los años treinta, una crisis extrema no conduce necesariamente a una revolución; puede ocurrir que comunismo y fascismo se retroalimenten, como en el período de entreguerras, o que populismos de signo contrario campen a sus anchas en el mismo caldo de cultivo.

La experiencia reciente demuestra que la quiebra de la confianza en el sistema económico y un descontento social agudo no bastan para resolver el problema de la revolución en su concepción marxista. El empobrecimiento de las clases medias y de los más jóvenes no se ha traducido en la aparición de una clase obrera posindustrial, un concepto que, desde la perspectiva del viejo Marx, tendría mucho de oxímoron. Al final, estaríamos, pues, en las mismas. Si en el pasado falló la conciencia revolucionaria del proletariado occidental al aceptar la vía reformista al socialismo, en el presente faltaría la clase social capaz de poner en práctica una difusa voluntad de cambio. Una amplia coalición de «indignados» de diversa índole no bastaría para llenar el vacío dejado por la clase obrera como sujeto histórico, ni la suma de ingenio transgresor y audacia antisistema constituiría una verdadera conciencia de clase. Esta sería la gran lección aprendida en el siglo XX, puesta de manifiesto en el Mayo del 68 francés y en la frustrante conclusión a la que llegó poco después el historiador marxista Eric Hobsbawm: «Escandalizar al burgués es más fácil que acabar con él»Eric Hobsbawm, Uncommon People. Resistance, Rebellion and Jazz, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1998, p. 232..

Una crisis extrema no conduce necesariamente a una revolución; puede ocurrir que comunismo y fascismo se retroalimenten, como en el período de entreguerras

Aquí es donde entran en escena la nación y el pueblo, a menudo de la mano, como solución providencial al impasse en que se encontraba una izquierda anticapitalista huérfana de clase obrera. Se trata de dos conceptos enormemente elásticos y polisémicos. El de pueblo permite articular un discurso político a la carta, revolucionario o contrarrevolucionario, a gusto del consumidor. Es difícil, en cambio, que encaje en una teoría marxista de la historia o de la revolución. De ahí las acusaciones que se cruzaron en su día Ernesto Laclau y Slavoj Žižek, dos intelectuales de gran prestigio entre los populistas de izquierdas, sobre los fundamentos reales de su filosofía política. Mientras, para Laclau, Žižek se había quedado en Hegel, para Žižek, Laclau no había pasado de KantErnesto Laclau, La razón populista, capítulo «Žižek, esperando a los marcianos», Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012 (edición electrónica), y Slavoj Žižek en Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Žižek, Contingency, Hegemony, Universality. Contemporary Dialogues on the Left, Londres, Verso, 2000.. Probablemente, los dos tenían razón, y al señalar las flaquezas intelectuales del otro reconocían, sin pretenderlo, que la izquierda poscomunista se ha hecho premarxista. Pero si la idea de pueblo como sujeto revolucionario resulta problemática desde la perspectiva del Manifiesto comunista, la de nación, aunque vaya acompañada de una retórica seudoemancipadora –derecho a decidir, autodeterminación, etc.–, se sitúa en las antípodas del universo mental creado por el padre del materialismo histórico. Y, sin embargo, existe una izquierda radical que se declara tributaria del pensamiento de Marx y hace de la cuestión nacional el eje de un proyecto social de alcance revolucionario. A falta de clase obrera, la nación oprimida, en su proceso de liberación, podría servir de atajo a una revolución que, de otra forma, sería imposible. Es una teoría que contó ya con numerosos partidarios en tiempos de la descolonización y que reverdece hoy día entre amplios sectores de la izquierda española y de sus confluencias periféricas. El territorio como placebo revolucionario. ¡Si Marx levantara la cabeza!

Entre quienes piensan tal cosa no se encuentra, desde luego, Santiago Armesilla, joven politólogo y economista madrileño, militante del Partido Comunista de España y autor de un libro sobre la cuestión nacional en España vista desde la óptica de un marxismo ortodoxo, libre de los sofismas y ñoñerías de eso que él llama «la izquierda posmoderna». Nadie podrá negar a Armesilla la coherencia de su planteamiento y la valentía de remar contracorriente, por ejemplo, al afirmar que España es una nación con raíces históricas perfectamente reconocibles, que no se dan «en ningún caso con ninguna otra región de España» (p. 216). La resistencia a aceptar este hecho sería, en opinión del autor, la prueba del grado de desorientación ideológica de la izquierda española, incapaz incluso de llamar a España por su nombre, que habría sustituido por absurdos circunloquios como «este país» o «Estado español», «fórmula franquista que se utiliza para afirmar la continuidad del régimen de 1978 con el de 1939» (p. 265). Lejos de elaborar su propia interpretación del problema territorial, acorde con los principios del marxismo-leninismo, la izquierda habría sucumbido a los postulados «federalistas, confederalistas, plurinacionales y neofeudalistas» que las burguesías periféricas y sus intelectuales orgánicos pusieron en circulación a partir del siglo XIX. Este es el vacío que el autor pretende llenar con su libro al aplicar al caso español las enseñanzas de los grandes maestros del materialismo histórico (Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo, Stalin) y liberarnos así de los errores y prejuicios acumulados, según él, durante décadas de confusión, oportunismo e hispanofobia.

Acierta, sin duda, al poner de relieve ciertas patologías del pensamiento político en la España contemporánea y la pobreza doctrinal del marxismo español. A su favor hay que decir también que en estas más de trescientas páginas no encontraremos ni una sola concesión al cursi lenguaje –«tender puentes», «tejer complicidades»? al uso entre las izquierdas posmodernas. La ardua tarea que se propone se ve lastrada, sin embargo, tanto por su tendencia al dogmatismo como por los problemas de estructura, estilo y redacción que presenta la obra. De esto último sirve de ejemplo este pasaje, en el que Armesilla repasa a vuelapluma la evolución política del siglo XIX español:

O’Donell [sic por O’Donnell] volvería con la Unión Liberal al gobierno de España en 1856, dimitiendo en 1863, dando lugar, cinco años después, a una crisis institucional grave, la Revolución de 1868 (o «la Gloriosa»), que acabó con los restos de la monarquía absoluta que quedaban en España dando lugar al llamado Sexenio democrático, dividido entre tres años de Gobierno provisional, dos de monarquía parlamentaria con Amadeo I de Saboya (los Borbones abandonan temporalmente el poder) y la Primera República Española, de corte cantonalista en 1873 y unitario en 1874, que ese mismo año acabará con el golpe de Estado del general Pavía y el inicio de la Restauración borbónica y el turnismo progresista-conservador que duraría hasta 1931 (pp. 52-53).

Más allá de su deficiente redacción, el libro tiene mucho de exégesis de los textos sagrados del marxismo-leninismo, de los que se reproducen párrafos interminables cuya pertinencia para el caso español resulta en ocasiones discutible. Esa aproximación dogmática al pensamiento marxista, convertido en verdad revelada, aparece en el propio enunciado de muchos de los capítulos y epígrafes que se suceden a lo largo de estas páginas. Así, los apartados 7.b y 7.e se titulan respectivamente «La definición de nación según Stalin. Las siete características que ha de tener, obligatoriamente, una nación para ser nación» y «Si se dan seis características de siete no hay nación. Tienen que darse las siete características a la vez». En el enunciado del apartado 8.c, «El austromarxismo fue cómplice de la destrucción de España», asoma a su vez una interpretación conspirativa de la historia que se refleja sobre todo en el último epígrafe antes de las conclusiones: «El régimen de 1978: un régimen construido contra el Partido Comunista de España». A demostrar tamaña acusación se dedica poco más de una página, treinta y seis líneas para ser exactos, suficientes en todo caso para que el autor arremeta contra esto y aquello al más puro estilo unamuniano: contra los poderes internacionales que nos gobiernan; contra el PCE por defender la plurinacionalidad de España y el derecho de autodeterminación; contra el PP, heredero del Opus Dei, y el PSOE, epígono de la vieja Falange; contra los nacionalismos periféricos «en su totalidad»; contra la fundación de George Soros por fomentar el europeísmo y el anticomunismo –dos caras de la misma moneda– y, por último, pero no menos importante, contra las izquierdas posmodernas (¿Podemos?), «que tampoco tienen nada que ofrecer ni a los trabajadores ni al país» (p. 313).

Al llegar a las conclusiones, Armesilla cree haber demostrado, «de manera clara y extensa, que España es una nación, según Marx», y que la tendencia de los sectores supuestamente más progresistas a equipararla con el franquismo «es lo mejor que le puede pasar a la derecha y a la burguesía patria para mantener su poder». Volvemos así a la ausencia en España de una verdadera tradición marxista, única explicación posible a una visión tan desenfocada de la cuestión nacional. Entre las razones históricas de tal anomalía, enumeradas en las conclusiones y tratadas in extenso a lo largo del libro, cabe destacar la inercia de la Leyenda Negra y de sus prejuicios hispanófobos; la influencia del krausismo, que colonizó durante generaciones las mentes de nuestras elites más avanzadas (el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero no sería, en feliz expresión del autor, sino «un krausista político de libro»); la tardía traducción de muchos de los textos clásicos del marxismo-leninismo; el arraigo del anarquismo en amplios sectores del movimiento obrero, y el pernicioso efecto del federalismo de origen austromarxista en la socialdemocracia española. Omite el autor una explicación que, desde un marxismo de manual, sería casi obligada: que, al carecer de un verdadero capitalismo industrial y de una clase obrera numerosa, en España no se dieron las condiciones necesarias para la difusión del socialismo científico.

El planteamiento y algunas de las conclusiones de este libro recuerdan a un viejo ensayo publicado por el socialista Luis Araquistáin en el exilio, titulado El pensamiento español contemporáneo, en el que encontramos también una dura crítica al papel que los nacionalismos –«movimientos arcaicos, contrarios a la evolución política del mundo»– venían desempeñando, «desgraciadamente», en la España contemporáneaLuis Araquistáin, El pensamiento español contemporáneo, Buenos Aires, Losada, 1968, p. 133.. Quien fuera en los años treinta director de la revista Leviatán sostiene, como Armesilla, que en nuestro país apenas hubo un marxismo digno de tal nombre. «Algunos amigos y yo ?afirma? marxistizamos un poco en la revista Leviatán durante dos o tres años de la II República, pero sin entrar muy a fondo en el tema y más bien con propósito de vulgarización»Ibídem, pp. 98-99.. Del amplio apartado dedicado al krausismo, del que Araquistáin abomina, se desprende que su temprano desarrollo habría formado como una barrera mental que impidió la penetración en España de las ideas marxistas. Que Armesilla no cite este libro ni la revista Leviatán ni otras publicaciones teóricas de la izquierda obrera, ni siquiera el órgano oficial del PSOE, da idea de las notables carencias de las fuentes utilizadas, reducidas finalmente a los clásicos del marxismo-leninismo y a algún autor español al que sigue muy de cerca, como el comunista Vicente Uribe. En cuanto a la existencia o no de una doctrina propia sobre el problema territorial, todo indica que el interés de la izquierda por este tema fue siempre muy limitado, y cuando lo abordó, más bien a remolque del debate político, se puso de manifiesto su falta de originalidad y, a veces, de coherencia.

Su principal referente doctrinal fue, como afirma Armesilla, el federalismo, pero también el viejo regeneracionismo liberal en su doble apelación a la tradición política iniciada en las Cortes de Cádiz y a un esencialismo histórico del que hay múltiples destellos en el citado libro de Araquistáin. Lo mismo podría decirse de la obra que comentamos, en la que aparecen con frecuencia ramalazos de un jacobinismo a la española –su reivindicación de la «nación política» nacida en Cádiz frente al nacionalismo trabucaire de origen carlista– y de un regeneracionismo que contrasta con el rígido materialismo histórico predicado por el autor. Esta insólita mezcla de nacionalismo español y marxismo-leninismo, latente a lo largo de todo el libro, salta a la vista en sus últimas líneas, cuando Armesilla se pregunta, citando a Lenin, «¿qué hacer?» para superar «el estado de cosas actual» y responde con estas palabras: «Recuperar España para siempre y no soltarla jamás». Con su vehemente defensa de la nación española y sus críticas a los nacionalismos periféricos, tendrá suerte si los modernos inquisidores no acaban acusándolo de facha.

Largo Caballero junto a milicianos

Definir el nacionalismo como «una formación discursiva» no es seguramente la mejor manera de empezar un libro. Y, sin embargo, con independencia del uso y abuso que hace del insufrible lenguaje historiográfico de moda, la obra que Aurelio Martí ha dedicado al «discurso nacional del PSOE durante la Segunda República» es un sólido trabajo de investigación, basado en un amplísimo corpus documental y abierto a temas hasta ahora poco conocidos y del mayor interés. Destaca, sobre todo, el estudio de la presencia que el deporte, la música y el cine, en su acepción más racial y casticista, tienen en la prensa socialista de los años treinta, contribuyendo así a la difusión entre el proletariado militante de un «nacionalismo banal» rebosante de furia española y zarzuela. Puede resultar chocante, en cambio, la escasa presencia del debate en torno al modelo territorial de la Constitución de 1931 y a los ulteriores Estatutos de autonomía, cuestiones abordadas de forma sumaria en los epígrafes 3 y 4 del primer capítulo («Socialismo y modelos de Estado (1879-1936)»); en total, apenas veinticinco páginas de las más de cuatrocientas del libro. Poca cosa. Pero esta aparente laguna hay que achacarla menos a descuido del autor que al limitado protagonismo del PSOE en el debate territorial. Más allá de la actitud beligerante de Indalecio Prieto frente a las pretensiones autonomistas del PNV, la cuestión quedaba lejos de las principales inquietudes de los socialistas, de índole social y económica, en aquellos primeros meses de la Segunda República. La defensa que hizo Francisco Largo Caballero de las competencias del Estado en materia laboral al debatirse el Estatuto de Cataluña nos dice mucho sobre las prioridades y preocupaciones del PSOE. Temiendo que Esquerra Republicana pusiera en manos de sus amigos de la CNT la aplicación de las reformas sociales aprobadas por la República, Largo Caballero abogó por fortalecer la presencia del Estado en Cataluña y, de paso, asegurar la influencia de la UGT en el nuevo marco de relaciones laborales. En todo caso, era una cuestión meramente instrumental, sin conexión alguna con un proyecto propio, del que el PSOE probablemente carecía, sobre la cuestión nacional en España. Y, a falta de tal proyecto y de una doctrina que lo respaldara, la posición de los socialistas solía moverse entre la música del federalismo, siempre pegadiza, y la letra de un españolismo desacomplejado que compartían con el republicanismo histórico. «Vengan todas las libertades y autonomías y federalismos que queráis; pero España es una y sola nación»: así de rotundo fue El Socialista en un editorial titulado «España es una nación», publicado en pleno proceso constituyenteEl Socialista, 22 de septiembre de 1931; citado por Aurelio Martí, p. 54..

Aurelio Martí señala los frecuentes bandazos del socialismo español entre el federalismo –incluso el confederalismo en la resolución del XI Congreso del PSOE, celebrado en 1918–, el centralismo y el autonomismo, que constituyó finalmente la tercera vía por la que se inclinó la Segunda República. Pero el libro no versa tanto sobre el debate territorial como sobre la idea de España del socialismo de los años treinta y su difusión entre la clase trabajadora. La abundante documentación consultada pone de manifiesto hasta qué punto la posición internacionalista del PSOE, fiel a la máxima de que «los obreros no tienen patria», quedó a menudo eclipsada por una idea de España fuertemente impregnada de elementos liberales, krausistas, regeneracionistas y hasta casticistas. Este discurso nacionalizador, común a otros sectores de la izquierda, respondía al principio de soberanía nacional plasmado en la Constitución de Cádiz y desarrollado a lo largo del siglo XIX en un sentido antidinástico que alcanzó su apogeo en la Revolución de 1868, la del «¡Viva España con honra!» El cambio de régimen, el 14 de abril de 1931, pretendió ser la apoteosis de la nación como único sujeto de soberanía y la culminación de la lucha contra la dinastía que venía usurpando sus derechos. Pero el grave problema territorial heredado de la Monarquía obligaba a conciliar el jacobinismo de la nueva República con una relación bilateral con Cataluña capaz de apaciguar al nacionalismo catalán. Esta es la aparente contradicción que, como señala Martí, se reconoce fácilmente en el socialismo de la época, animado, como la República, por una doble alma españolista y autonomista, sólo que mientras que la primera era el resultado de un acendrado sentimiento nacional, la segunda sería más bien fruto de una imperiosa necesidad política.

Algunas conclusiones de su estudio eran previsibles, pero confieren un carácter global y sistemático a lo que otros autores habían apuntado de forma tentativa o parcial: el fuerte componente nacionalista de la obra política de la Segunda República, asociado a una concepción castellanocéntrica de la historia y la cultura españolas; el papel activo del PSOE, por ejemplo, del catalán Antonio Fabra Ribas, en la defensa de la igualdad territorial frente a cualquier situación de privilegio o «hecho diferencial»La crítica al «famoso “hecho diferencial”» catalán, en «La actual epidemia regionalista», El Socialista, 28 de julio de 1931; citado por Aurelio Martí, p. 57.; la poderosa influencia de un esencialismo de raíz regeneracionista e institucionista, patente incluso en publicaciones del ala «bolchevique» del PSOE, como Leviatán y Claridad; el americanismo como proyección natural de la idea socialista de España, que haría de Hispanoamérica la sublimación de un internacionalismo a la española y el contrapeso a una Cataluña cada vez más distante, o la adaptación de viejos mitos nacionalistas a los acontecimientos de los años treinta, como la figura de Don Pelayo, «el viril patriota de la batalla de Covadonga», convertido en precursor de los mineros asturianos que protagonizaron la Revolución de Octubre de 1934 (citado en la página 185). Este aspecto del libro, tratado sobre todo en el segundo capítulo («La historia nacional española en el discurso socialista durante la Segunda República»), es un compendio del fenómeno general abordado por el autor, que podría definirse como la adopción por parte del PSOE de una idea tradicional de España elaborada por otros y puesta al servicio de un proyecto revolucionario. En realidad, no es muy distinto de lo que hicieron los liberales en las Cortes de Cádiz cuando invocaron las libertades patrias de tiempos inmemoriales como base de la nueva Constitución.

«Somos españoles hasta las cachas», declaró Fernando de los Ríos en un mitin electoral celebrado en Granada a principios de 1936«Un interesante discurso de Fernando de los Ríos», El Socialista, 27 de enero de 1936; citado por Aurelio Martí, p. 421.. El exilio posterior a la Guerra Civil dio un giro melancólico y fatalista a un sentimiento nacional que, como muestra el libro de Aurelio Martí, estaba ya muy extendido entre los socialistas antes de la derrota. A partir de 1939, el recuerdo de la patria perdida inspirará en buena medida la reflexión de la izquierda sobre el pasado y el futuro de España. «¡Nuestra patria! Negar afecto hacia ella ?dirá Indalecio Prieto en 1950– pertenece en cierto modo a una especie de demagogia universalista, sin auténticas raíces. Si entre nosotros alguien creyó no profesárselo, la expatriación le habrá sacado del engaño»«Mensaje de Indalecio Prieto a nuestro IV Congreso en el exilio», El Socialista, 22 de junio de 1950.. Francisco Largo Caballero se expresó en parecidos términos al redactar su testamento en Francia y manifestar su deseo de ser enterrado en España cuando las circunstancias lo permitieran: «La emigración ha acentuado en mí el amor y el cariño al país en que nací. Realmente hasta que se vive en la emigración forzada no se comprende bien lo grande y hermosa que es España»Testamento autógrafo de Francisco Largo Caballero, fechado en Crocq (Francia) el 9 de agosto de 1941, cláusula segunda; Fundación Pablo Iglesias: AFL-LIV-7.. Dolores Ibárruri, Pasionaria, irá aún más lejos al proclamar en 1956 el «orgullo» que sentían los comunistas por «lo que España ha aportado a la civilización occidental». «Si esto es nacionalismo –añadía–, yo reconozco que soy nacionalista»Citado por Gregorio Morán, Miseria, grandeza y agonía del Partido Comunista de España, 1939-1985, Madrid, Akal, 2017, p. 455.. Se diría que mientras que el exilio potenciaba el nacionalismo sentimental de la izquierda, en el antifranquismo del interior se desarrollaba, sobre todo a partir de los años sesenta, un creciente desapego de la idea de España y una acusada mala conciencia hacia los nacionalismos periféricos que habría de tener importantes consecuencias políticas a medio y largo plazo.

Esta actitud se explica por razones específicas de la lucha contra el franquismo, pero también por la nueva tendencia de la izquierda occidental, en particular de la llamada New Left, a buscar en una suma de minorías oprimidas una mayoría de recambio en un momento en el que la clase obrera había iniciado su declive. En términos electorales, ese nuevo ciclo se inauguró con las elecciones presidenciales norteamericanas de 1960, cuando el candidato demócrata John F. Kennedy superó, aunque por muy escaso margen, al candidato republicano Richard Nixon. Si este último representaba al electorado wasp –blanco, anglosajón y protestante–, tradicionalmente mayoritario, el primero consiguió el apoyo suficiente entre las distintas minorías raciales y culturales como para arrebatar la victoria a su adversario. Desde este punto de vista, las últimas elecciones a la presidencia de Estados Unidos podrían tomarse como el final de ese largo ciclo de mayorías menguantes y minorías crecientes, porque la victoria contra pronóstico de Donald Trump en 2016 habría sido el resultado de un reagrupamiento electoral del antiguo bloque wasp. Este fin de ciclo es el fenómeno del que se ocupa Mark Lilla en su libro The Once and Future Liberal. After Identity Politics, título inspirado en la leyenda artúrica (The Once and Future King Arthur), que en español se ha traducido como El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad.

Conviene aclarar que se trata de la acepción norteamericana de «liberal» como sinónimo de progresista. Profesor de Humanidades en la Universidad de Columbia, Lilla considera agotado el ciclo en el que la izquierda hizo de las identidades raciales, culturales y sexuales su razón de ser y la base de sus éxitos electorales, cuando los tuvo. El individualismo narcisista estaría, según él, mucho más próximo al conservadurismo antropológico de la derecha que al sentido colectivo de la política propio de la izquierda. Por eso piensa que la peripecia del liberalismo identitario fue «la historia de una abdicación» (p. 111). La identidad no sería ni el futuro de la izquierda ni una fuerza hostil al neoliberalismo. «La identidad es reaganismo para izquierdistas» (p. 95), porque no puede haber «política liberal sin un sentido del nosotros» (p. 14). El problema es definir ese nosotros como sujeto político, y no parece que su intento –«lo que somos como ciudadanos y lo que nos debemos los unos a los otros»– nos lleve muy lejos.

Lilla aboga por abandonar el mantra de la diversidad y desarrollar una verdadera conciencia ciudadana sobre la que refundar una democracia avanzada

Su libro aporta mucho más como diagnóstico de una crisis que como alternativa a una política que el autor considera gravemente equivocada. Todo empezó, según él, en los años sesenta, cuando el concepto de identidad irrumpió por primera vez en el debate político norteamericano y la New Left hizo suyo el eslogan «lo personal es político», dándole un imaginativo sesgo marxista. La progresiva pérdida de protagonismo de esa izquierda juvenil e iconoclasta no disminuyó la influencia de su mensaje en el mundo académico y en el Partido Demócrata, que pagó un alto precio electoral por haber adoptado los principios del «liberalismo identitario». Tan solo Bill Clinton fue lo bastante astuto, en los años noventa, como para desmarcarse de la política que había llevado a su partido al desastre en las últimas contiendas electorales. De esta forma, consiguió captar el voto de las clases trabajadoras y clases medias progresistas, con independencia de la raza, edad y sexo de sus integrantes, y alzarse con la victoria en 1992 y 1996. Veinte años después, su esposa Hillary prefería volver a cortejar a las minorías en detrimento de los sectores más tradicionales del electorado demócrata. Las consecuencias son de todos conocidasAunque el libro está terminado después de las elecciones presidenciales de 2016, la posición de Lilla respecto a aquellas elecciones queda más clara en su artículo «El fin del liberalismo de la identidad», publicado en Estados Unidos por The New York Times..

Lilla aboga por abandonar el mantra de la diversidad y desarrollar una verdadera conciencia ciudadana sobre la que refundar una democracia avanzada. Para ello, habría que acometer con urgencia lo que él llama el «job number one»: recuperar a las viejas y nuevas clases trabajadoras, de cuello azul y cuello blanco; superar la «obsesiva fascinación con los márgenes de la sociedad» que padece la izquierda desde los años sesenta e ir en busca del centro sociológico (pp. 83-84). Del viejo Marx toma algunos conceptos, en su opinión, imperecederos que contradicen la fantasía minimalista heredada de la New Left y deberían servir de estímulo para un proyecto inspirado en el mundo real. Cita mucho también a Roosevelt, de quien admira su capacidad para fraguar una sólida mayoría en tiempos de crisis y emprender una política de largo recorrido que solo el reaganismo se atrevió a cuestionar medio siglo después. Cabe preguntarse si el legado de Roosevelt –no digamos el de Marx– es aplicable hoy día, si el regreso al demos clásico resulta compatible con una concepción social de la ciudadanía y, sobre todo, si es posible formar una mayoría homogénea en un momento de fuerte fragmentación social. Lo es, viene a decirnos, porque Clinton y Obama lo consiguieron en su día y Bernie Sanders estuvo a punto de lograrlo en las primarias demócratas de 2016. El Yes, We Can de Obama sería, a su juicio, la mejor expresión de ese sentido colectivo de la política que él reclama al Partido Demócrata. Lo cierto es que la argumentación de Lilla y los casos que la ilustran llevan a una moraleja política que tiene mucho de tautología: unas elecciones no se ganan sin un proyecto, y un proyecto es cualquier cosa que sirva para ganar unas elecciones.

Aunque referido exclusivamente a la política norteamericana, es imposible leer The One and Future Liberal sin pensar en España. El origen universitario de la New Left y su creencia de que los movimientos políticos, no los partidos o las instituciones, son los grandes actores del cambio recuerdan a Podemos y sus confluencias, sobre todo en su fase inicial, la del «No nos representan». En otros pasajes del libro nos acordamos de Ciudadanos. El capítulo titulado «Citizens, United» reivindica el «enorme potencial democrático» del concepto y su capacidad para establecer una barrera igualitaria frente al avance de identidades divisivas. No hay hecho diferencial que valga ante la «ciudadanía democrática», que implica necesariamente «derechos y deberes recíprocos» (p. 123). El PSOE, por su parte, como el resto de la socialdemocracia europea, habría podido incurrir en el error que Lilla atribuye al Partido Demócrata: alejarse de su base electoral y haber buscado una mayoría alternativa juntando las piezas sueltas del nuevo rompecabezas social (y, en el caso español, territorial). También podría plantearse a la inversa, y que fuera la crisis de la clase trabajadora la que hubiera forzado a la izquierda a sustituir sus viejas categorías sociales por una suma de identidades varias ajenas al mundo del trabajo.

«Podemos y debemos ser un partido que se ocupe de las minorías sin ser un partido minoritario. Primero somos ciudadanos». Cuando se acaba de leer el libro, conviene volver a esta frase pronunciada por Edward Kennedy en 1985, que Lilla recoge en la primera página. Para la izquierda de tradición socialdemócrata, situar el concepto de ciudadano en el centro de su discurso tiene la ventaja de evitar los riesgos del liberalismo de la identidad sin necesidad de volver a un mundo, el de la vieja clase obrera, que en parte ha desaparecido. Sirve, además, para conjurar otras formas actuales de narcisismo político, ligadas sobre todo a una concepción fetichista de la nación y del pueblo. El problema que no ha resuelto Mark Lilla –ni quizá nadie– es cómo definir la ciudadanía en pleno siglo XXI, de forma que el concepto dé cabida a una nueva realidad sin dejar de ser fiel a sí mismo. Mientras tanto, las salidas identitarias, basadas en eso que Freud llamó «el narcisismo de la pequeña diferencia», no harán más que agravar la crisis de la democracia y de la izquierda.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y Visiting Senior Fellow en el IDEAS Centre de la London School of Economics. Es autor de Adolfo Suárez. Biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008). Su último libro es Con el Rey y contra el Rey. Los socialistas y la Monarquía. De la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016).
 

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