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Et in Arcadia Eco

Kant y el ornitorrinco

UMBERTO ECO

Lumen, Barcelona, 1999

Trad. de Helena Lozano

432 pa?gs

3.100 ptas.

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Los libros de Umberto Eco, incluso los de no-ficción, siempre están llenos de «historias» (experimentos mentales en forma narrativa), y en su introducción se suele explicar la propia historia del libro. El autor nos advierte que el problema teórico que afronta ya estaba presente en alguno de sus primeros trabajos. Si se ocupa, por ejemplo, de la interpretación y sus límites, será fácil que nos recuerde que ya trataba de ello en su libro presemiótico Obra abierta (1962).

En Kant y el ornitorrinco (1999), Eco aborda ciertos problemas (como la referencia, el iconismo, la percepción…) que, según confiesa, no llegó a resolver satisfactoriamente en su Tratado de semiótica general (1975), aquella «summa» que, como señalaba en su introducción, hubiera querido titular Crítica de la semiótica pura y de la semiótica práctica si no hubiera tenido, amén del sentido del pudor y del humor, temor reverencial por Kant, quien ahora, junto al ornitorrinco, animal prodigioso y providencial para poner a prueba una teoría del conocimiento, se convierte en el héroe titular de este libro.

La interrogación sobre la semiosis, dice Eco en la introducción, se ha vuelto central en muchas disciplinas, incluso para quienes no pensaban, no sabían o no querían hacer semiótica (si los biólogos hablan de «código» genético no es porque hayan leído libros de semiótica). Y eso ha impulsado a Eco, en pleno crecimiento de la semiótica y de las ciencias cognitivas, más que a intentar una nueva sistematización precipitada si no imposible, a retomar viejos, viejísimos problemas que podrían formar parte de lo que él llama los prolegómenos de una semántica cognitiva. Si una semántica formal define al «soltero» como varón adulto no casado, la propuesta «contractual» de Eco daría cuenta de que definir como solteros a los sacerdotes católicos, a los homosexuales, a los eunucos o a Tarzán (por lo menos en la novela en la que no se encuentra con Jane) sería una broma o una metáfora. Si por negociación los solteros son definibles mejor como varones adultos que han decidido no casarse aun teniendo la posibilidad física y social de hacerlo, se necesitarían a su vez más negociaciones para dar cuenta del homosexual, por ejemplo, que podría casarse con un ser de otro sexo dejando de ser soltero sin dejar de ser homosexual. Multiplicando los ejemplos, las negociaciones podrían seguir hasta el infinito pero, bien que una definición idealizada no nos permite decir siempre si alguien es soltero, sin duda permite decir –modus tollens– que no lo es el padre de cinco hijos felizmente casado (y que convive).

Creo que este ejemplo muestra la posición taxonómica de Eco, que en este libro quiere, son sus palabras, atemperar una visión eminentemente cultural de los procesos semiósicos –posición dominante en el Tratado– con el hecho de que, sea cual sea el peso de nuestros sistemas culturales, hay algo en el continuum de la experiencia que pone límites a nuestras interpretaciones. El indagar si esos límites son únicamente culturales, textuales o bien anidan más profundamente, le ha llevado, dice, por deber profesional, a dedicar el primero de los ensayos de este libro al Ser («hablo del Ser sólo en tanto que me parece que lo que es pone límites a nuestra libertad de palabra»).

No parece que ningún estudio de semántica haya ofrecido un análisis satisfactorio del verbo «ser», el cual, como quería Aristóteles «se dice de muchas maneras». La palabra «es», un primitivo, nos sirve para definirlo casi todo, pero no es definida por nada. Por decirlo con Charles Sanders Peirce, padre de la semiótica cognitiva: «El ser es ese aspecto abstracto que pertenece a todos los objetos expresados por términos concretos: el ser tiene una extensión ilimitada y una intensión (o comprensión) nula».

Con la admirable erudición a que nos tiene acostumbrados, Eco pasa revista a las más diversas teorías ontológicas y las discute con excelente y amenísima escritura para acercarse «en positivo» a ese efecto de lenguaje que es el ser. Pues el ser, dice, siempre se presenta en positivo; el ser nunca dice «no», como no sea por metáfora. De la semiótica estructural de Hjemslev retoma Eco la noción de mening, que en danés significa «sentido» (no necesariamente en la acepción de «significado», sino de «dirección»). El ser, dice, no puede carecer de sentido; quizá no tenga sentidos obligatorios, pero desde luego tendrá sentidos prohibidos. Hay cosas que no se pueden decir.

El segundo ensayo, «Kant, Peirce y el ornitorrinco», propone una relectura de Kant y de su noción de esquema («una huella del esquematismo kantiano –vinculada a la idea constructivista del conocimiento– está presente en varias modalidades en las ciencias cognitivas contemporáneas aunque a veces ignoren esta situación»). Y al mismo tiempo, una relectura de Peirce, para quien el conocimiento deriva por razonamiento hipotético de hechos exteriores y de conocimientos previos; el mismo proceso perceptivo sería, pues, una inferencia. Para esta doble relectura, Eco toma como pretexto el ornitorrinco. Este animal, cuyo cuerpo plano cubierto de pelaje marrón oscuro alcanza unos 50 cm de largo y unos dos kilogramos de peso, posee cola de castor y pico de pato de color azulado por arriba y rosa jaspeado por abajo; carece de cuello y de orejas, y sus cuatro patas acaban en cinco dedos palmeados, pero con garras; vive bajo el agua, donde se alimenta; la hembra pone huevos, pero amamanta a sus crías, aunque no se aprecian los pezones; por otra parte, en el macho no se ven los testículos, que son interiores. El ornitorrinco, en suma, es un animal muy extraño, que parece concebido para eludir cualquier clasificación, ya sea científica o popular.

Si, según Peirce, en el reconocimiento de lo conocido intervienen procesos semiósicos (porque se trata de relacionar datos sensibles con un modelo conceptual o semántico), ¿hasta qué punto interviene un proceso semiósico en la comprensión del fenómeno desconocido? Si el esquema kantiano es una construcción, «no se podrá admitir jamás que la segmentación de la que resulta es totalmente arbitraria, porque (tanto en Kant como en Peirce) intenta dar razón de algo que está ahí, de fuerzas que también actúan externamente sobre nuestro aparato sensorial, exhibiendo, como mínimo, resistencias».

Si, como en un ejemplo conocido, un esquema representa a la ballena como un pez, se puede hablar de error taxonómico pero no desde el punto de vista de la construcción de un estereotipo. En cualquier caso, tal es la posición de Eco, nunca se habría podido esquematizar la ballena como un pájaro (incluso si el esquema fuera una construcción en perpetuo devenir inferencial). No se puede construir arbitrariamente el esquema de una cosa aunque de esa cosa sean posibles diferentes representaciones esquemáticas. En otra de sus elocuentes historias, Eco indaga el modo en que Moctezuma fue capaz de definir a los caballos que llevaron a los conquistadores y que sus emisarios definieron (maçatl) como si fueran ciervos: para Eco, tras su primer proceso perceptivo, los aztecas elaboraron un tipo cognitivo del caballo. Si hubieran vivido en un universo kantiano, ese tipo cognitivo sería el esquema que les permitía mediar entre el concepto y lo múltiple de la intuición. Pero ¿dónde estaba para un azteca el concepto de caballo, visto que no lo poseían antes del desembarco de los españoles?

Tras muchísimas disquisiciones taxonómicas, Eco nos muestra cómo la historia del ornitorrinco es la historia de una larga negociación. Pero de una negociación, añade, que tenía una base: el ornitorrinco se parecía a un castor, a un pato, a un topo y no a un gato, a un elefante o a un avestruz. Haya o no haya un componente icónico en la percepción, quien viera un ornitorrinco vivo, o un ejemplar disecado, o un mero dibujo de este animal, se remitía a un tipo cognitivo común. Las negociaciones, añade Eco, se movían siempre en torno a resistencias y líneas de tendencias del continuum y la decisión contractual de reconocer que ciertos rasgos no se podían negar se debía a la presencia de esas resistencias.

Eco aplica su propuesta de negociación y contrato al significado. La noción de significado es interna a un sistema semiótico (hay que admitir que en un determinado sistema semiótico existe un significado asignado a un término); en cambio, la noción de sentido es interna a los textos. Se puede admitir que existe un significado bastante estable de la palabra «perro» (e incluso se puede suponer, «extremo acto de imprudencia semiótica», que es sinónimo de «Hund», «chien», «dog» o «cane») y reconocer, al mismo tiempo, que esa palabra puede adquirir sentidos diferentes en distintos enunciados (por ejemplo, cuando se usa metafóricamente). Como observa Eco, la expresión «este pontífice es un corrupto» pronunciada por un anticlerical con respecto a Alejandro VI puede tener un sentido diferente si la profiere un prelado tradicionalista con respecto a Juan XXIII. La solución de Eco es clara: «es el texto el que contrata las reglas». Parece evidente que para determinar el sentido de un enunciado es necesario, a veces, recurrir al principio de caridad. Decir que hacen falta infinitas negociaciones y actos de caridad para poder comprender las creencias ajenas no quiere decir, según Eco, que se pueda eliminar la noción de significado, disolviendo la vieja y venerable semántica en la sintaxis, de un lado, y en la pragmática, de otro. Decir que el significado se contrata no quiere decir que el contrato nazca de la nada; desde el punto de vista jurídico los contratos son posibles porque existen reglas contractuales. Por ello, la misma aplicación del principio de caridad, que me permitiría entender mientras conduzco el enunciado proferido por mi acompañante, «pasa, que el semáforo está azul», interpretando «azul» como «verde», se basa no sólo sobre un mínimo de información léxica sino sobre todo sobre una vasta información de lo ya dicho. 

En un pasaje, Eco afirma que escribir un libro titulado Orgullo y prejuicio quiere decir también que al final de la novela nuestra idea de esos dos sentimientos deberá resultar modificada; pero advierte, a condición de que desde el principio tengamos una noción vaga de qué significan esas dos palabras. Habría que indicar aquí que desde una perspectiva textual (P. Fabbri, La Svolta Semiotica, 1999) el título nos dice que en la novela se hablará de orgullo, se hablará de prejuicio, pero se hablará, sobre todo, de la «y», es decir, de un modo particular de relacionar el orgullo y el prejuicio.

Kant y el ornitorrinco es un excelente libro de un excelente taxónomo que, convencido de que la semiótica es una filosofía general, aborda los más abstrusos conceptos, sosteniendo siempre que el que dos teorías sean inconmensurables no impide que las comparemos entre sí. Y lo hace con brillante prosa, admirable humor e insuperable ironía, como cuando en la introducción se adhiere a aquella frase de un autor del siglo XVIII , Boscoe Pertwee: «Hace tiempo estaba indeciso, pero ya no estoy tan seguro».

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Ficha técnica

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