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El último humanista

A Preference for the Primitive. Episodes in the History of Western Taste and Art

ERNST H. GOMBRICH

Phaidon, Londres

Clifford Geertz es profesor de la School of Social Science de Princeton. Su último libro se titula Available Light. Anthropological Reflections on Philosophical Topics (Princeton University Press, 2000).

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Cuando Ernst Gombrich, el más famoso historiador del arte de nuestro tiempo, murió el 3 de noviembre de 2001 a los noventa y dos años, parecía como si hubiera llegado a su fin no sólo una carrera individual, sino todo un movimiento de pensamiento y sensibilidad. Fue el último de los grandes humanistas centroeuropeos que se propusieron hacer realidad el sueño, expuesto por primera vez por Jakob Burckhardt en la década de 1860, de una Kulturwissenschaft: un estudio exhaustivo, «científico» de la gran cultura occidental que fuera al mismo tiempo una defensa de esa cultura contra los terribles simplificadores de la moderna barbarie. Ernst Robert Curtius, Erich Auerbach y Leo Spitzler en literatura, Ernst Cassirer, Karl Popper y Paul Oskar Kristeller en filosofía, y Erwin Panoksky, junto con Gombrich, en historia del arte, la mayoría de ellos refugiados procedentes de Alemania y Austria que se instalaron en Gran Bretaña y los Estados Unidos a finales de los años treinta y comienzos de los cuarenta, produjeron una serie de obras formidables, sinópticas, seguras de sí mismas y asombrosamente eruditas, que buscaban reivindicar el legado de la sabiduría europea tras la catástrofe fascista y restablecerla en el, tal y como ellos lo veían, mundo pobre y sin dirección de la posguerra. Las palabras que Curtius, que se quedó en Bonn escribiendo tranquilamente en medio del terror, incluyó como prólogo de su grandioso e inflexible estudio sobre la literatura latina en la Edad Media –iniciado en 1928, concluido en 1948– podrían haber servido de lema para todos ellos: «Este libro no se conforma con los objetivos científicos; da fe de un interés por preservar la civilización occidental»Citado de Ernst Robert Curtius, Literatura Europea y Edad Media Latina (Fondo de Cultura Económica, 1999). Para el resto, véanse: Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (Fondo de Cultura Económica, 1983); Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria (Gredos, 1989); Ernst Cassirer, Essay on Man: An Introduction to the Philosophy of Human Culture (Yale University Press, 1944); Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (Paidós, 1994); Paul O. Kristeller, Renaissance Concepts of Man (Harper and Row, 1972); Erwin Panofsky, El significado en las artes visuales (Alianza, 1995). Para Burckhardt, véase La cultura del Renacimiento en Italia (Akal, 1992; orig. Leipzig, 1877-1878)..

El reclutamiento de Gombrich dentro de esta extraordinaria iniciativa de recuperación cultural se llevó a cabo por medio de un centro de investigación-biblioteca extraño e inclasificable trasladado en su totalidad de Hamburgo a Londres a comienzos de los años treinta: el Instituto Warburg. Fundado originalmente por la figura ya casi mítica de Aby Warburg, de los Warburg banqueros, un seguidor de Burckhardt, un bibliófilo compulsivo y un defensor de lo que llamaba bien «psicología histórica», bien «la psicología del estilo», «la ciencia de la cultura» o «la vida futura de la antigüedad», el instituto acogió a una gran variedad de humanistas germanófonos que intentaban continuar o reiniciar sus interrumpidas carreras en un entorno angloamericano: filólogos, arqueólogos, iconólogos, epígrafos, estilistas, etnólogos, psicoanalistas, mitógrafos, archivistas, historiadores de la ciencia, de la pintura, la religión y la filosofía, exégetas y retóricos. Gombrich, que había abandonado Viena a los veintiséis años, muy poco antes del Anschluss, entró a formar parte del instituto como editor de los manuscritos de Warburg en 1936 y allí permaneció, posteriormente como su director, durante el resto de su vida. «Me encontraba en un medio absolutamente nuevo», afirmó en una charla informal treinta años más tarde, al reflexionar sobre su repentino paso de un sistema universitario inmutable, dominado por la disciplina, al remolino de estudios recónditos («el patronazgo de los Medici, los vestigios del neoplatonismo, Vasari, la astrología») que era el Warburg. «Nadie sabía del todo lo que estábamos haciendo y por qué estábamos haciéndolo. […] No es un instituto de historia del arte y nunca lo fue»«Un esbozo autobiográfico», en Ernst H. Gombrich, Gombrich esencial: textos escogidos sobre arte y cultura , ed. Richard Woodfield (Debate, 1997). Sobre Warburg y el warburgismo más en general, véase Felix Gilbert, «From Art History to the History of Civilization: Aby Warburg», en History: Choice and Commitment (Belknap Press/Harvard University Press, 1977), págs. 423-439, originalmente una recensión de Aby Warburg: una biografía intelectual (Alianza, 1992) del propio Gombrich. Warburg murió en 1929. .

Como el Warburg no era un instituto de historia del arte, Gombrich, que había recibido una formación muy tradicional, fundamentalmente en la tipología del ornamento, tuvo que convertirse a la fuerza en algo diferente, o en algo además de, un historiador del arte. Generalmente poco interesado, según él mismo admitió, en la acumulación sin más de conocimientos, en la iconografía, en la crítica o en la estética, y profundamente hostil tanto hacia la sociología del arte (entonces con sesgos generalmente marxistas) como a cualquier forma de murmullo hegeliano sobre «la visión del mundo», «el espíritu de la época» o «el despliegue de lo Absoluto», prefirió decantarse –sin ayuda de nadie y con un fiero sentido de ruptura con «el círculo encantado de […] personas que dicen «Este cuadro saldrá en Christie’s dentro de tres semanas, ¿sabe? […] ¿Por cuánto cree que se venderá?»– hacia el desarrollo de lo que él llamó «una ciencia explicativa de la representación artística»:

«[…] Dejé claro que me interesaba no sólo la historia del arte tal y como se enseña [habitualmente], sino algo diferente. Esa diferencia es un interés en las explicaciones. Las explicaciones son asuntos científicos: ¿cómo se explica un hecho? Pensaba que ciertos aspectos del desarrollo de la representación […] que había estudiado en La historia del arte en los términos tradicionales de «ver y saber», merecían investigarse en términos de la psicología contemporánea. […] Estudié el tema con vistas a su explicación. […]

Esto […] quería decir que nunca me convertiría en un auténtico historiador del arte. […] Mi principal interés ha radicado siempre en tipos de explicación más generales, lo que suponía una cierta similitud con la ciencia. La ciencia intenta explicar. En historia contamos, pero en ciencia intentamos explicar hechos individuales remitiéndolos a una regularidad general»Gombrich, «Un esbozo autobiográfico», las cursivas en el original. «No […] menosprecio a [esa] gente», y continúa: «Algunos de mis mejores amigos son expertos». La historia del arte (Debate, 1997), un libro de encargo escrito (o, mejor, dictado) bajo la presión de la necesidad en unas pocas semanas inmediatamente después de la guerra, se convirtió en el libro más popular de Gombrich y ha conocido más de cuarenta ediciones y traducciones a veinte idiomas, aunque él parece haberse sentido un poco incómodo por ello («Dentro del Warburg Institute nadie estaba interesado por ese libro, y no creo que nadie llegara a leerlo»), y sólo ocasionalmente se refiere a él, e indirectamente, en sus escritos posteriores. Debe decirse que en sus libros y artículos sobre cuadros y exposiciones se mostró como un maestro en los mismos campos de la historia del arte que afirmó que quedaban fuera de sus intereses principales..

El inicio de este programa tuvo lugar, repentina, audaz, súbitamente, en 1956, cuando Gombrich impartió las prestigiosas Mellon Lectures in Fine Arts en la National Gallery de Washington. Bajo el título general «El mundo visible y el lenguaje del arte», expuso lo que ha pasado a conocerse generalmente como una aproximación a las artes plásticas «constructivista», en contraposición a mimética.Las conferencias, revisadas y ampliadas, se publicaron como Arte e ilusión, estudios sobre la psicología en la representación simbólica (Debate, 1998). «Ningún artista –declaró categóricamente– puede «pintar lo que ve»». Lo que puede hacer, y hace, es explotar los medios disponibles en este lugar, o en aquella época, para construir imágenes, la producción de una ilusión sensorial: «El mundo no puede nunca asemejarse del todo a un cuadro, pero un cuadro puede asemejarse al mundo».

Esta mimesis inversa («En Londres no hubo niebla –señaló Oscar Wilde– hasta que la pintó Whistler») es, sin embargo, un logro mucho más complejo y diverso de lo que podría parecer a primera vista. «La historia del arte», en la visión de Gombrich, no es una procesión de épocas y obras maestras, un progreso del espíritu. Es una serie larga e imprevista de invenciones técnicas y descubrimientos psicológicos, invenciones como la perspectiva o el impasto o el escorzo, descubrimientos como la percepción de la gestalt, la constancia del tamaño y la extensión del color: cosas concretas, nada obvias y adquiridas con una extrema dificultad. Desde los cazadores prehistóricos garabateando el perfil de un bisonte en los muros de sus cuevas o niños dibujando gatos como círculos superpuestos con una cola en forma de arco y oídos en forma de triángulos a Constable traduciendo las nubes, el arco iris y los prados ensombrecidos de Wivenhoe Park como «experimentos de filosofía natural», o Van Gogh utilizando la colisión de paredes violetas, suelos rojos y puertas verdes para retratar El café nocturno como «un lugar donde uno podría enloquecer» («sólo el color –le escribió a Theo– debe conseguirlo»), el desarrollo de la pintura ilusionista –el único tipo por el que Gombrich muestra un gran entusiasmo– es cuestión de, primero, construir imágenes y luego, sólo luego, adecuarlas a las intenciones expresivas. Supone idear un lenguaje y luego decir… sugerir… argüir… mostrar… algo por medio de ello. «Hacer –afirma en lo que se ha convertido en un famoso eslogan– es anterior a cotejar».

Con esta noción básica en la mano se aclara casi todo lo demás. La sucesión de estilos, estándares y cánones de gusto en las artes visuales emerge de un proceso de prueba y error, de experimento con esquema y corrección muy similar al que su amigo y mentor, el filósofo Karl Popper, describe para las ciencias naturales, una especie de resolución pictórica de problemasPara Popper, cuyo enfoque suele tildarse de «realismo crítico» o «epistemología evolutiva», véase Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico (Paidós, 1994).. El arte se construye sobre arte; el ojo inocente está educado y busca; el poder de las apariencias se descubre gradualmente; el lenguaje de la representación –«criptogramas sobre lienzo» (la frase, sorprendentemente, es de Winston Churchill)– se revisa y se amplía. La representación de figuras redondas por parte de los muralistas griegos girando libremente en el plano de la pintura (una «conquista del espacio» que Gombrich compara con la invención de volar), las proyecciones levemente enfocadas de la mirada humana, los experimentos de Durero con las formas negativas y los de Escher con las imposibles, la exploración que hicieron los impresionistas de los efectos de color sinestésicos y los cubistas de los trastocamientos espaciales: estamos en todos los casos ante episodios de una expansión cumulativa pero no dirigida de nuestra capacidad para la representación gráfica. Es, de nuevo, algo parecido a la ciencia, o al progreso de la civilización en su conjunto: un proceso oportunista, precario, fácilmente interrumpido, fácilmente eludido, de acercarse dando bandazos hacia un sentido más diverso del mundo y de las posibilidades que nos ofrece.

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Hay, sin embargo, un error, desconcertante y difícil de explicar, en esta estimulante historia de hechos, cotejos y la evolución inexorable de la pericia artística: la corriente del gusto suele avanzar en la otra dirección. Avanza hacia la tosquedad, hacia la rudeza, hacia lo insípido, lo almibarado, lo brutal, lo decadente, lo seductor, lo ingenuo, lo regresivo, lo incompleto, lo simple, lo violento, lo exótico, lo vulgar y lo inepto, hacia, en una palabra –para Gombrich una palabra cargada y voluminosa que contiene múltiples otras– «lo Primitivo». «Lo Primitivo» es todo lo que va «contra [la] tendencia dominante [del esfuerzo artístico]». Es una «repugnancia de esa misma perfección a la que [se dice que] aspira el arte». Lo arcaico, lo tribal, lo popular, lo comercial; Fra Angelico, los capiteles dóricos, el Art Officiel , el Guernica, el kitsch, el sentimentalismo, el japonismo, el dadaísmo, Grandville, los graffiti, las tiras cómicas y el arte de los aeropuertos; las máscaras yoruba, los ídolos cicládicos y las terracotas griegas: de todos ellos se dice que se caracterizan, de uno u otro modo, por lo primitivo. Igual que el oratorio ático, el Arco de Constantino y las pinturas de niños, locos y –como sucede con Klee, Dubuffet, Gauguin, Thurber– el faux naive. Podemos, dice Cicerón, reparar primero en la moda por la tosquedad y plantear una pregunta sobre ello, valorar el estilo rudo de Tucídides sin desear escribir como él lo hizo: «¿Son los hombres tan tercos como para vivir de bellotas después de haber descubierto el trigo?».

Aparentemente, lo son. Que Gombrich prestara atención al hecho de que, a la hora de elegir, la gente, artistas y espectadores por igual, e incluso esos sospechosos coleccionistas y expertos, con frecuencia, con demasiada frecuencia, elijan lo menos desarrollado, refinado, ordenado o perfeccionado sobre lo más, y muestren no sólo un interés por «lo primitivo» sino una preferencia activa y positiva por ello, es algo que impregna virtualmente toda su obra: la ronda como una preocupación desenfocada, difusiva, una nube ensombrecedora que no acaba de desaparecer. En 1953, «el juego del cubismo» aparece descrito en una conferencia para la Sociedad Psicoanalítica Británica como «el gran destrozo […] el arte de representar a Humpty Dumpty tras la caída [en que el artista] vuelca […] en formas regresivas toda la agresividad y la ferocidad que se hallaba reprimida en él». En 1970, en una charla para la BBC sobre «Lo primitivo y su valor en el arte», afirmó que el artista pop Roy Lichtenstein se había «visto atrapado en un campo de fuerzas en el que no podía ver otra salida más que acudir a las imágenes [bastas y simplificadas] que las masas sencillas adoran».

En 1979, en sus Cooper Union Lectures, «Las ideas de progreso y su impacto en el arte», Courbet, Delacroix, Gérôme y Manet –«primer modernismo», interpretado a grandes rasgos– aparecen como sonámbulos hegelianos absortos en «un culto ciego de cambio». En todo momento sigue prometiendo una y otra vez una obra entera y sistemática, presuntamente definitiva, sobre el tema que bautizaría como La preferencia por lo primitivo . Completada por fin aparentemente justo antes de su muerte (vista su forma discontinua y de conglomerado –es un libro enorme y difícil, compilado como un álbum o un manual, y que abarca mucho más allá del «arte» como tal para ocuparse también de filosofía, retórica y la historia de las ideas–, es difícil saber si lo había terminado realmente), se publica ahora póstumamente, coronando su carrera con algo a medio camino entre el alivio y la resignación:

«Lo que los lectores tienen ahora ante sí es, por tanto, una recapitulación de obras anteriores, y el intento de justificar mi punto de partida con Cicerón en una serie de capítulos ulteriores. Se verá que el tema me ocupó durante más de cuarenta años, un período durante el cual otros autores abordaron también el problema del primitivismo. Sólo puedo esperar, a pesar de esta competencia, tener aún algo que decir».

El problema, quizás, es que tiene demasiado que decir. La primera cosa que tiene que hacer, antes de verse enredado en un tema tan profusamente definido, es fijar las formas que el «primitivismo» –todo lo que los «viejos maestros» Rafael y Miguel Ángel, Durero y Rembrandt, Velázquez, Constable, Picasso antes de Les demoiselles d’Avignon , no eran-puede adoptar. Es una categoría que ha tenido como ejemplos tanto lo atractivo como lo empalagoso, las obras semipornográficas de Bouguereau y Bonnencontre, las parodias de «delicias turcas» de Rafael y Botticelli, y las ingenuidades severas y masculinistas de David o Catón, Mondrian o los Apolos de Delfos, por no hablar de los prerrafaelitas, la Virgen de Lourdes, Saul Steinberg y una cabeza olmeca. Una lista así suscita obviamente serias cuestiones de diferencias y semejanzas, de qué es lo que conecta a estas obras y artistas originales. «Primitivo», como él mismo pregunta en su atribulado y equívoco capítulo conclusivo: «Primitivo, ¿en qué sentido?»

Una vez más, el sentido que él da es psicológico. El «primitivismo» es una actitud, un cambio de mentalidad, una inclinación, una preferencia; un algo interior. No es, o en cualquier caso no fundamentalmente, una cuestión de intención, artística o de otro tipo. Ni Tucídides ni Fra Angelico, y ciertamente no quien talló la piedra olmeca o quienquiera que hiciera las estatuas de Delfos, se vieron a sí mismos como «primitivos». Son otros, posteriores o en otros lugares, quienes los han considerado como tales y, por razones que necesitan exponerse y explicarse, los ensalzaron o menospreciaron por serlo. Ni se trata tampoco simplemente de una cuestión de (ausencia de) pericia artística, sofisticación, refinamiento. Ni David ni Picasso después de Les demoiselles d’Avignon , y ciertamente no Steinberg («ningún artista vivo […] sabe más de […] representación»), o Manet, pueden ser tildados de ineptos, desconocedores o torpes. Están reaccionando contra lo que ellos toman por lo recibido, lo accesible, lo tímido, lo solemne o lo rimbombante: las raídas vanidades de estilo. Es, como decimos, una cuestión de gusto. Elegir bellotas cuando contamos con trigo.

El «gusto» puede o no ser discutible pero, como Cicerón, Gombrich no es ningún relativista y piensa que lo es, y mucho de lo que se tiene por «arte» en estos días (el urinario de Duchamp, «una muestra de excremento enlatado expuesta como merde d’artiste , las extrañas producciones de enfermos mentales) es simple engaño o provocación. Aquel que prefiera el elefante de Disney al de Rembrandt, o las vidrieras de Bourges a las de Chartres, una diferencia similar, está sencillamente equivocado. Pero, al contrario que la evolución hacer-y-combinar de la técnica artística y el poder expresivo, ya sea en los glifos del hombre de la cueva o en la luz de Caravaggio, el gusto es esencial e ineludiblemente un fenómeno subjetivo; personal, emocional, crítico, tan cambiante como un estado de ánimo o una opinión política. Es inherente a la mente, no al objeto. Es (parte de) «lo que corresponde al espectador»:

«En la terminología de la moderna investigación de mercado, lo que llamo la «preferencia por lo primitivo» se describiría probablemente como un asunto de elección del consumidor. Es el consumidor de arte, el amante del arte, quien prefiere un tipo de estilo o de arte concreto más que otros. En un viaje a Italia buscará a los llamados «primitivos» y se alejará de los productos de épocas posteriores».

¿Qué explica entonces las direcciones que toma esta «preferencia por lo primitivo»? ¿Por qué, en concreto, una y otra vez, la moda por lo hierático, lo exótico, lo ingenuo, lo salvaje o lo vulgar? ¿Por qué, tras haber visto lo que Rafael, «El Príncipe de los Pintores», podía hacer modelando, agrupando y con las gradaciones de color, el gusto victoriano se volvió hacia el aplanado e inmaterial Fra Angelico? ¿Cómo pudo surgir el minimalista y bosquejado Beso de Brancusi del enmarañado y teatral de (su maestro) Rodin? ¿Por qué Manet después de Ingres? ¿Picasso después de Manet? ¿Pollock después de Picasso? ¿Es la exaltación de lo kitsch y la tira cómica de Lichtenstein el fin de la cadena, o llegará aún algo más?

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Son estos últimos casos «contemporáneos», «abstractos», «modernos» o ahora (aunque él no utiliza el término) «posmodernos» los que más preocupan a Gombrich y aumentan sus inquietudes sobre los efectos que el «primitivismo» está teniendo en la «civilización». La larga y pesada historia que traza desde el mimetismo artístico de Platón, Aristóteles y los antiguos, pasando por las rigideces medievales, las distorsiones manieristas, las poses napoleónicas y las sentimentalidades románticas (una página sobre el Neogótico, dos sobre Vico, media sobre la Revolución francesa), es toda ella preludio de lo que parece amenazar realmente tanto el futuro de la Kultur como el progreso de la Wissenschaft: «[El] movimiento del gusto que llegó a su clímax durante mi vida […] [la reacción] del primitivismo del siglo XX [contra] esas disciplinas de autocontrol que exige la civilización». Hasta el pasado siglo, su siglo, el «señuelo de la regresión», el abandono liberado de la pericia y la técnica, se tuvo controlado razonablemente bien, e incluso fue objeto, en ocasiones, de sátiras o caricaturas, para usos limitados y productivos. Desde entonces, sin embargo, ha estado a punto, como un regreso masivo de lo reprimido, de asumir el control de las artes, de todas y cada una de ellas:

«»Deshazte de tu técnica, de todo lo que has aprendido.» […] El mensaje de Hogarth y Baudelaire atrajo ciertamente al siglo XX , y a nadie más que a Pablo Picasso, cuyo arte puede servir […] como un paradigma […]. En cierta ocasión en que visitó una exposición de dibujos de niños, le dijo a sus compañeros […]: «Cuando era un niño dibujaba como Rafael. Desde entonces he estado intentando dibujar como estos niños.» […] Espero no estar sobreinterpretando si sugiero que Picasso intentó volver a los elementos primitivos [está hablando del caballo corneado del Guernica, «algo que también podría haber hecho un ilustrador de periódico»] precisamente porque su técnica le resultaba molesta».

Picasso es, de hecho, el ejemplo clave: reúne todas las características, cumple todos los requisitos. Es un gran pintor (el único moderno –a excepción, y con similares reservas, posiblemente de Van Gogh– al que Gombrich parece dispuesto a admitir en esa restringida categoría). «En los turbulentos años anteriores a la Primera Guerra Mundial, lanzó de repente por la borda toda la técnica y el refinamiento que habían informado sus obras maestras del período «azul»» y acudió a los nerviosos desórdenes del experimento vanguardista, llevándose consigo toda la época. Y, lo más trascendental de todo, introdujo lo literalmente «primitivo» –máscaras tribales e ídolos tribales– en el gran arte occidental. No era, como defendió William Rubin en el catálogo de la famosa exposición «»Primitivismo» en el arte del siglo XX » de la que fue comisario en el Museum of Modern Art de Nueva York, «la «conceptualización» [lo que] Picasso perseguía cuando transformó la cara de la prostituta [en Les Démoiselles ] en el rostro de una máscara tribal». Lo que Rubin toma por un simple «cambio», aunque hay que reconocer que «fundamental», fue, para Gombrich, «no tanto el resultado de una evolución como una sublevación radical, [fue] una revolución de hondo alcance destinada a cambiar la disposición mental con la que se quería que se percibiera el arte». Una larga historia de cambio en el grado acabó por ser, a la larga, un cambio en el tipo: «La idea de lo «primitivo» en el arte o en la civilización se ha convertido en algo cada vez más problemático para el siglo [ XX ], ya que hemos perdido la fe en la superioridad de nuestra propia cultura».

Aquí, finalmente, tenemos el quid. «La preferencia por el primitivismo» no es un asunto de un retorno a «formas de mentalidad» anteriores, más sencillas. Siguiendo el ejemplo del clásico de 1907 del antropólogo americano Franz Boas, Primitive Art, e igual que casi todos los estudiosos serios del arte tribal desde entonces, Gombrich no ve la utilidad de realizar intento alguno de ordenar expresiones culturales con una base diferente en una escala ascendente, o de cualquier noción de que los pueblos tribales piensan, ven o sienten de modos radicalmente diferentes de aquéllos en que nosotros lo hacemos. «Lo primitivo» no es ni un estadio rudimentario en la historia universal ni uno juvenil en el desarrollo individual. No cabe trazar ninguna analogía entre lo infantil, lo loco, lo tribal y «lo que llamamos arte «moderno»». Son todos ellos tipos diferentes de «disposiciones mentales», y por mucho que el último pueda inspirarse en el resto en busca de recursos o inspiración, sus modos de ser «primitivo» no son los de ellos. «Los fabricantes de imágenes primitivas no deberían caracterizarse como especies primitivas de la raza humana […]. [Pero] no veo nada de malo en llamar a [una] imagen «primitiva» siempre y cuando no se lo llamemos al artista».

Dentro del marco de la civilización occidental que, como para sus colegas warburgianos, es el verdadero objeto de su solicitud, amor e inquietud, el «primitivismo» es una especie de respuesta autoinmune contra los propios logros de la civilización. De ahí todo cuanto se dice, vagamente desdeñoso, en A Preference for the Primitive, sobre el «señuelo de la regresión», «la sublevación contra las disciplinas del autocontrol que exige la civilización», «la molestia de su propia técnica», «la pérdida de la fe en la superioridad de nuestra propia cultura», «el abandono deliberado de la técnica», «el lanzar por la borda el refinamiento» y «la repugnancia de la perfección a la que supuestamente aspira el arte». Por doquier en nuestra historia, y cada vez más hasta el umbral de la crisis en los tiempos modernos, hay una suerte de caída hacia atrás natural, un ceder a lo sencillo y a lo esquemático ante el avance y la elaboración técnica, la sofisticación, la distinción y la elegancia formal.

Hay, dice, tanto en la confección de imágenes como en el espacio físico, una «ley de la gravedad» que tira en contra del movimiento activo de las cosas. En el arte moderno, como en el antiguo o el medieval, «la acción de la fuerza gravitacional», la reducción de lo complejo a lo sencillo, «no puede nunca dejarse de tener en cuenta»:

«Dado el hecho de que hay muy pocas leyes psicológicas válidas, creo que debemos considerar [la «ley de la gravedad» en la confección de imágenes] con cierto interés. ¿No justifica acaso hablar de ciertos elementos estructurales en imágenes que tenemos derecho a describir como «primitivas»?».

Que todo este esfuerzo, cuarenta años de reflexión sobre el tema, una búsqueda decidida, impecablemente erudita de las raíces de nuestro desorden, deba conducirnos, a la postre, a una conclusión tan fláccida y poco útil, un simulacro de «ley» extraída de una «psicología» casera (el opio nos hace dormir porque tiene poderes dormitivos, el empuje y la iniciativa surgen del instinto agresivo), es, por supuesto, más que un poco triste. Uno se siente bastante defraudado por un cientifismo tan empobrecido construido sobre una base crítica. Pero es también instructivo. En una época en la que la gran oposición entre civilización y barbarie está volviendo a convertirse en una moneda común de discusión tanto cultural como política, y en la que todo tipo de figuras públicas están intentando decirnos dónde se encuentra la frontera entre ellos y en qué consiste, será bueno tener presente lo dudoso de todo este procedimiento de Ariel y Caliban. Necesitamos encontrar en el «primitivismo» –sea lo que sea, o lo que no sea– algo distinto de la imagen de nuestros temores.

Traducción de Luis Gago
© The New York Review of Books
www.nybooks.com

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Ficha técnica

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