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El milagro cambiado

Babel o barbarie

Patxi Baztarrika

Alberdania, Irún, 2010

Prólogos de David Crystal y Pedro María Etxenike

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«Los debates sobre la lengua son como los chicles. Al principio entretienen; luego, por más que se mastique, nada, insipidez. Y al final, cuando uno quiere deshacerse de ellos, se pegan y no hay manera de quitárselos de encima» (F. Ovejero Lucas).

El libro que nos sirve de eje para la reflexión tiene ya diez años; igual que la reflexión misma, que fue redactada en 2011 por mucho que no se publique hasta ahora. ¿Se ha quedado desfasada entonces? Pues resulta que no, por la sencilla razón de que la política lingüística que se lleva a cabo en el País Vasco por las autoridades es exactamente la misma que la que inspiró el libro comentado, cuyo autor fue precisamente Viceconsejero de política lingüística en uno de tantos gobiernos del PNV. Nada ha cambiado en la regulación ni en su inspiración, de ahí que pueda leerse hoy sin salirse del canon de la más exigente actualidad un libro y su crítica que peinan ya el decenio.

Y tampoco ha cambiado mucho en el pobre y adocenado debate público español en torno a la regulación del plurilingüismo de algunos de sus territorios. Se sigue escribiendo a favor o en contra de las políticas lingüísticas normalizadoras de este o aquel gobierno regional pero siempre tomando como fundamento la idea de que las lenguas (o los territorios) tienen derechos, y olvidando que no es así, que son las personas vivientes las titulares de los derechos en cuestiones de expresión. Que como escribió lapidario Luis Villasante, el padre del euskera unificado, «azken finean, bizkuntza gizonarentzat da, eta ez gizona bizkuntzarentzat»; lo que en lengua vulgar española significa que, a fin de cuentas, las lenguas son para las personas, y no las personas para las lenguas. En la península habría que decir, «deberían ser» en lugar de «son», y en ello se esconde la raíz de la crítica contenida en mi recensión.

Destaca en este panorama que solo se preocupa por saber si el catalán, el euskera, o el castellano avanzan o retroceden, por si van a morir o van a salvarse, por si se admiten o excluyen en la escuela, destaca digo por lo insólito la obra de Mercè Vilarrubias que, en su Por una Ley de lenguas (Barcelona, 2019), critica la vigente política lingüística española y defiende en su lugar una que se fundamente en la consideración de que los derechos lingüísticos son de las personas por mucho que su ejercicio conlleve una dimensión colectiva.

Pero vamos ya al libro de Patxi Baztarrika y su comentario, destacando en primer lugar que no se refiere a su contenido completo, un contenido que abarca una amplia exposición de la vigente política lingüística del gobierno vasco. En efecto, en el libro se incluyen muchas cuestiones atinentes al cómo, el dónde, el cuándo y el para qué de esa política pública a favor de la construcción de un bilingüismo simétrico y equilibrado en la sociedad vasca, muchas de ellas de elevado contenido técnico. Pues bien, de todas esas diversas cuestiones, este comentario se centra en una sola, la del porqué de esa política, y pretende hacerlo desde un punto de vista normativo. Lo cual significa que lo que intenta es examinar la justificación democrática de esa política bilingüista o, lo que es lo mismo, su legitimidad.

Aurelio Arteta señaló hace ya años que «la primera y más crucial cuestión a la que debe responder toda política lingüística es la del por qué»Nos referimos a su trabajo seminal en este campo «In principio erat verbum»”, Claves de Razón Práctica 90, marzo 1.999, pp. 18.. Y esa pregunta solo puede intentar contestarse desde los parámetros del Derecho político y la Filosofía política, que son las disciplinas que se ocupan de los títulos de legitimidad en lo relativo a la praxis política. Es curioso señalar, sin embargo, que solo muy recientemente se han comenzado a ocupar de esta cuestión los filósofos de la políticaComenta en este sentido Manuel Toscano que «hasta hace bien poco la discusión se centraba en qué se podía hacer al respecto (del peligro de desaparición de las lenguas minoritarias), o si se podía hacer algo, sin considerar suficientemente el por qué habría que hacerlo. Seguramente porque los expertos militantes a favor de la diversidad de lenguas han considerado el asunto como algo que va de suyo, la explicitación y discusión de los presupuestos normativos de los planteamientos a favor de la diversidad lingüística y la protección de las lenguas minoritarias ha sido insuficiente» (“El derecho a la legítima defensa de la lengua. Una discusión normativa”, en Ética, ciudadanía y democracia de José Rubio Carracedo y Ana María Salmerón (ed.), Contrastes, Málaga, 2.007, pg. 204..

La política que nos gobierna, la de los nacionalistas, da por sentado que el bilingüismo
es un objetivo natural
para la sociedad vasca

La política que nos gobierna, la de los nacionalistas o vasquistas, da por sentado que el bilingüismo es un objetivo poco menos que natural para la sociedad vasca, que es un objetivo que va de soi y que, por tanto, no requiere para justificarse sino de unas cuantas invocaciones retóricas a la identidad, la historia, la cohesión social y demás tópicos borrosos de uso corriente Y, sin embargo, contemplada objetivamente, la política lingüística que se practica hoy y ahora entre nosotros entraña una tan gigantesca operación de ingeniería social, y además, una operación con tan altos costes para las personas, que sorprende que se haya emprendido sin un examen teórico más a fondo de su legitimidad y, sobre todo, sorprende que no provoque esa pregunta crítica por su justificación una vez puesta en práctica. Porque de lo que se trata es, nada menos, que de conseguir que algo así como que el 70% de la población vasca adquiera una nueva lengua, la particular del 30% restante. Que el monolingüismo quede borrado de la realidad vasca y toda la población se convierta en bilingüe. «Se acabó el monolingüismo porque todos deberán renunciar a él», dice Baztarrika (pg. 427). Y eso a pesar de que ese 30% ya posee la lengua del 70% en cuestión, es decir, de que ya existe una lengua común a todos los vascos. Con lo que resulta que la gigantesca operación de ingeniería social no se fundamenta en necesidades comunicativas –que son las propias a que atienden las lenguas- sino en necesidades exclusivamente simbólicas o identitarias. Por otro lado, una tal operación, dada la distancia genética entre ambas lenguas, supone dificultades notables para los afectados y, por ello, requiere de medidas altamente invasivas y coercitivas sobre las personas: puesto que solo creando un complejo sistema administrativo de limitaciones, premios y sanciones a todos los niveles se puede conseguir que la mayor parte de la población participe en ese cambio y se someta al deseo diseñado desde arriba.

Intervencionismo relevante, afectación de ámbitos sensibles propios de la personalidad individual, objetivos sociales realmente insólitos, todo ello parece que debiera ir acompañado de un profundo debate sobre la validez democrática de las razones que se dicen en su apoyo.

Y, sin embargo, no ha sido ni es así. Ni en la élite política que la ha decidido, ni sobre todo en el ámbito universitario que se supone reflexivo y crítico por principio, han generado apenas cuestionamiento o atención las cuestiones de legitimidad. Esta se ha dado por supuesta, y la reflexión se ha centrado en los aspectos procedimentales de su implantación (el cómo, el dónde y a qué ritmo que antes mencionábamos). Cualquier intento de cuestionamiento, nacido a veces al calor de los problemas y dramas concretos que ha suscitado esa política, se ha soslayado con una simple referencia al carácter legal de la política en cuestión: es la ley emanada de un parlamento democrático la que aprobó esta política, luego no hay lugar a su examen desde los parámetros teóricos de la legitimidad –se nos dice- sino solo desde los de la conveniencia prudente y pragmática en su aplicación. Curiosa interpretación de la legitimidad democrática esta, que cree que el mero hecho de haber sido aprobada en un parlamento convierte a una norma en algo excusado de justificación. Sic volo, sic iubeo («Así lo quiero, así lo mando»).

El libro que aquí se comenta, aunque también intenta en ocasiones defender la legitimación de esa política solo por el consenso parlamentario de su aprobaciónPor ejemplo, en página 54: « porque es voluntad de la mayoría de la ciudadanía mantener con vida su lengua”. El argumento del «superconsenso democrático» en apoyo de políticas lingüísticas públicas que violan derechos personales ha sido especialmente utilizado por Albert Branchadell en el caso catalán; para su análisis y crítica véase Thomas Jeffrey Miley, Nacionalismo y política lingüística en Cataluña, CEPC, Barcelona, 2006, pp. 375 y ss., tiene un poco más de vuelo que ese chato y ramplón a que nos tienen acostumbrados nuestros teóricos del bilingüismo. Intenta por lo menos en sus capítulos inicial y final aducir razones y valores justificativos de la política lingüística vasca: por ejemplo, la defensa de la diversidad lingüística y cultural, la cohesión social, la libertad, la igualdad. Otra cosa es que lo haga con la profundidad de análisis exigible (más bien no, como veremos)Tengamos en cuenta que no estamos ante un trabajo de reflexión, sino ante un discurso políticamente motivado y escrito además por un político práctico que ha tenido responsabilidades de gobierno. Cuando Patxi Baztarrika intenta elevar el vuelo teórico de su pensamiento exhibe una patente limitación en su capacidad de manejo de conceptos básicos como los de «universalidad», «particularidad» y «uniformidad», o un sorprendente desconocimiento de en qué consiste el multiculturalismo como política práctica (págs. 36 y 50)., pero el simple hecho de que reconozca que aquella política necesita ser legitimada en algún valor superior precisamente porque contiene un elevado grado de coerción sobre la conducta individual de los ciudadanos, es ya un reconocimiento notable que debe agradecerse al autor«La coerción es en alguna medida consustancial a la política lingüística. Pero la coerción por sí misma no resta legitimidad a esa política, ni tampoco a ninguna otra política. Todas las políticas sociales de igualdad conllevan un cierto grado de coerción porque para superar la desigualdad es preciso defender al débil» (pág. 67) Y en pág. 434 vuelve a incidir en la misma idea, afirmando que el criterio para saber si una política lingüística «es legítima (es decir, ética) es su adecuación y proporcionalidad entre el objetivo que se pretende –el equilibrio entre euskera y castellano- y los medios empleados para ello». Este criterio parece asumir que el objetivo de equilibrar la extensión social de las dos lenguas es por sí mismo legítimo..

En cualquier caso, y para poder examinar la validez de las razones que aduce este libro dentro de un marco adecuado de comprensión, es preciso ante todo establecer cuáles son los parámetros de la cuestión a la que nos referimos. Es decir, es preciso en primer lugar clarificar qué es exactamente eso que llamamos política lingüística –cualquiera que sea su contenido- y, en segundo, en qué consiste concretamente la vasca actual. Porque solo describiendo y estableciendo nítidamente y con carácter previo los rasgos de estas dos realidades podremos luego discutir la validez de las razones que se aducen en su defensa.

Vamos a ello entonces.

1).- LA POLÍTICA LINGÜÍSTICA Y SUS CONDICIONAMIENTOS. –

Todo Estado, por el mero hecho de existir, establece una política en materia lingüística. Incluso cuando no lo haga de manera expresa y consciente. No existen Estados sin política lingüística, como a veces parecen soñar algunos ingenuos (o no tan ingenuos) partidarios de algo que llaman la absoluta libertad lingüística de las personasCuriosamente, también Patxi Baztarrika parece creer que la política lingüística es exclusiva de las sociedades en que existe diversidad lingüística lo cual es un despiste considerable (pg. 51)..

La razón de la afirmación anterior es clara: el poder público que en la modernidad se encarna en el Estado es un ente sumamente locuaz: el poder público habla, y habla mucho. Y habla a la sociedad. A diferencia de otros sistemas de dominación que han existido en la historia, y que se relacionaban muy escasamente y desde muy lejos con sus súbditos, el Estado actual se relaciona directa e intensamente con sus poblaciones. Lo hace en múltiples aspectos: el Estado es por un lado un sistema de dominación, que regula minuciosamente la conducta en las sociedades a su cargo, hasta en los más mínimos aspectos: basta observar la exuberante inflación normativa que padecemos para comprobar hasta qué punto puede llegar la obsesión regulatoria del poder moderno. Pero el Estado es asimismo un poder dispensador de servicios a los ciudadanos: los Estados del Bienestar actuales proveen a la sociedad de servicios de todo tipo, desde la enseñanza hasta la sanidad, desde las infraestructuras hasta la atención cultural. Pues bien, en ambas condiciones, tanto como poder normativo y como poder munificente, el Estado debe decidir qué lengua va a utilizar para prestar sus servicios y en qué lengua van a tener que dirigirse a la Administración los ciudadanos si desean ser atendidos. Incluso si se trata de una sociedad monolingüe perfecta (fenómeno que raramente se da en la realidad), el Estado establecerá expresa o implícitamente una lengua de uso oficial que se aplicará ante los extranjeros y los inmigrantes, desde el momento en que no les atenderá en sus lenguas propias.

Y no solo esto, sino que además el Estado moderno es el locus del conflicto político, el ámbito en que se presentan, se discuten y se resuelven las cuestiones públicas: opera en un ágora. Y en el ágora se habla en algún idioma si quiere hacerse entender y tener influencia. Sin un idioma común es difícil que surja un ámbito discursivo de opinión pública, como lo demuestra precisamente y a la inversa el caso europeoLa política europea carece de su correspondiente público, y ello se debe a un problema lingüístico; por eso está en manos de los profesionales que sí tienen capacidad de entendimiento mutuo a través de una o varias lenguas comunes (Dieter Grimm, Does Europa need a Constitution?, 1.997, citado por Manuel Toscano en El desafío de Mill: diversidad lingüística y democracia en Europa, en López de la Vieja (ed.), Ciudadanos de Europa, Madrid, 2.005, pg. 129)..

Por todas estas razones es el Estado el elemento disyuntor clave en materia lingüística, es el hecho que más fuertemente distorsiona el principio de la teórica libertad lingüística de todo ser humano al que gustan de acogerse algunos inadvertidos soi-disant liberales: estos ingenuos defienden la improbable idea que cada uno debería poder utilizar la lengua de su elección, igual que puede optar por la religión o la falta de religión que prefiera. Reclaman que el Estado sea neutral en la materia. Pero este es un sueño imposible: el Estado no puede ser neutral ante la lengua o lenguas en su derredor, tal como sí puede y debe serlo en materia de creencias religiosas; la Administración tiene que optar necesariamente por una o varias lenguas como cauces de comunicación admitidos en su ámbito y al hacerlo influye sobre la realidad lingüística de la sociedad. Hay, por ello, una total asimetría en la posición del poder público ante la libertad de conciencia o libertad religiosa y la (teórica) libertad de lenguaMás ampliamente en Eerik Lagerpetz, «Sobre los derechos lingüísticos», Isonomía núm. 15, octubre 2.001, pp. 109 y ss.. Neutralidad en un caso, intervencionismo inevitable, lo quiera o no, en el otro.

Por otro lado, en sociedades plurilingües como las que constituyen la mayoría de los modernos Estados no es posible, con independencia de los buenos deseos que al respecto proclame un pensamiento políticamente correcto, otorgar a todos los ciudadanos los mismos derechos lingüísticos. Es decir, otorgar a todos y cada uno de los ciudadanos un idéntico derecho a hablar y ser hablado en su lengua nativa en sus relaciones con la Administración. La absoluta igualdad de derechos lingüísticos es casi siempre sencillamente imposible. En muchos casos, porque la pluralidad lingüística es excesiva y no puede ser atendida de ninguna manera: existen muchos países en cuyo seno se hablan decenas o centenares de lenguas (la mayoría de ellas de difusión diminuta) y ningún Estado podría garantizar a todos los hablantes de todas las lenguas existentes el mismo derecho a usarlas. Sucede así que los derechos lingüísticos, a diferencia de otros derechos morales de las personas, son unos derechos fuertemente contextualizados por la realidad social del entorno en que actúan. O, dicho de otra manera, el derecho del individuo en materia lingüística no es un derecho incondicionado como suelen serlo otros derechos de la personalidad, no es un derecho humano en el sentido estándar del término puesto que está limitado por factores arbitrarios (número de hablantes, historia, etc.).

Este principio de la condicionalidad o contextualización necesaria de los derechos lingüísticos (de la teórica libertad lingüística de las personas), que se aprecia más claramente en los casos de plurilingüismo exacerbado, se produce también por razones menos patentes, pero igual de inexorables, por los propios sistemas de interacción entre lenguas, que hacen que no todas las lenguas sean iguales, por mucho que esta afirmación levante oleadas de indignación entre muchos comentaristas.

Entiéndase bien lo que se acaba de decir, y no en la forma torticera como gustan de hacer los defensores de las políticas multilingües. No se trata de que las lenguas sean desiguales en su capacidad propia o en su estructura interna: todas las lenguas humanas tienen las mismas capacidades potenciales para reflejar y atender adecuadamente las necesidades comunicativas y expresivas de sus hablantes. No hay lenguas por sí mismas superiores e inferiores, unas lenguas que sean en sí mismas de cultura y otras lenguas pueblerinas. Y, precisamente por ello, la evolución de las lenguas en la historia y en el mundo no puede ser entendida como si hubiera sido o fuera un proceso darwinista de selección a largo plazo de las lenguas mejores o las mejor adaptadas. No es así. Si unas lenguas concretas han llegado a ser centrales o hipercentrales en el mundo actual, mientras que otras son habladas por cada vez menos personas, ello no se debe en absoluto a un proceso de selección en el que se hubieran ido cribando a lo largo de los siglos las lenguas más capaces, o más útiles, o más ricas. Tal idea es una patente mala comprensión del proceso de evolución y peor simplificación de la pluralidad lingüísticaPatxi Baztarrika, con escasa seriedad, no se priva de achacar a todos los defensores del monolingüismo o de la lengua común estas ideas equivocadas acerca del valor intrínseco de las lenguas o las del darwinismo lingüístico. El argumento es un caso típico de «cargarse de razón» atribuyendo posturas de dudosa motivación al opositor, algo en lo que destaca uno de los autores preferidos de Baztarrika, el profesor Juan Carlos Moreno Cabrera, El nacionalismo lingüístico, Barcelona, 2008..

Las lenguas no son iguales sino esencialmente desiguales: el 85% de la humanidad habla en solo 15 de las más de 6.900 lenguas que existen

Y, sin embargo, hay que insistir en que las lenguas no son iguales sino esencialmente desiguales: basta extender nuestra vista en derredor para comprobarlo: el 85% de la humanidad habla en solo 15 de las más de 6.900 lenguas que existen en el mundo. De esas 6.900 lenguas, nada menos que la mitad (3.500) son habladas por menos de 10.000 personas (y 1.500 lenguas por menos de 1.000 personas sin que en muchos casos lleguen al centenar)Tomo los datos de ETHNOLOGUE 2.005 y pueden verse reflejados en Manuel Toscano, «La muerte de las lenguas», Claves de Razón Práctica núm. 160, 2.006, págs. 34 y ss. y de David Crystal, La revolución del lenguaje, Alianza, Madrid, 2.005, pg. 68.. El 96% de las lenguas del mundo son habladas por menos del 4% de su población.. Pretender ante esta realidad que son iguales una de esas quince lenguas centrales y una de las habladas por menos de mil personas, que son iguales por ejemplo la lengua inglesa y la lengua bretona, es un puro retorcimiento del término igualdad. Son iguales en muchas cosas (sobre todo en su capacidad para servir de cauce de expresión entre ellos a sus poseedores)Tampoco «son iguales en su dignidad» como pretende Patxi Baztarrika (pg. 48), aunque la idea suena bien a primera vista, por la sencilla razón de que las lenguas (todas) carecen de dignidad. La poseen sus hablantes y ellos, desde luego, son sujetos de idéntica dignidad como seres humanos que son, pero no transmiten ese valor a los objetos con que se relacionan. pero son profundamente desiguales en otra: en su capacidad para servir de medio de comunicación a las personas en general. Una permite comprenderse con muchas personas en muchos países, la otra solo con unos pocos y en un solo lugar. Y esta es una diferencia que no atañe solo a la cantidad, como pudiera parecer a primera vista, sino que afecta a la calidad misma de la lenguaMás ampliamente en Gregorio Salvador, «La esencial desigualdad de las lenguas» (1988), ahora en «Política lingüística y sentido común », Istmo, Madrid, 1992, pg. 94.. Porque si la lengua es fundamentalmente un sistema de comunicación interpersonalNunca se dirá bastante: una lengua no es un organismo vivo que pueda nacer o morir, sino simplemente un tipo de conocimiento o competencia cognitiva registrado en la mente o cerebro de los hablantes individuales y que se ejercita a través de su comportamiento comunicativo. Y en tanto que fenómeno social, no es más que un conjunto de regularidades o convenciones que emergen de los intercambios comunicativos de incontables individuos a lo largo de generaciones y que evolucionan gradualmente en razón a los efectos acumulativos, de forma que tales regularidades lingüísticas se distribuyen dinámicamente, incrementando o reduciendo su frecuencia relativa en una sociedad dada., el hecho de que una determinada permita comunicarse con más gente, lo hace por ese solo dato un sistema mejor. Igual que la radio o la telefonía son sistemas de comunicación mejores que el grito o el tambor: porque permiten comunicarse mejor y con más gente. O una autopista mejor cauce para el desplazamiento interterritorial de las personas que una senda de montaña. Para un sistema de comunicación, la capacidad cuantitativa de establecer comunicación eficaz determina su calidadNaturalmente, esta forma de ver las lenguas como sistemas de comunicación les resulta irritante a los partidarios de la diversidad lingüística; por ejemplo, Patxi Baztarrika acusa a quienes así piensan de reducir los idiomas a meros sistemas de mensajería entre los seres humanos, cuando según él son mucho más que eso, según él las lenguas son creadoras de cultura (pg. 44). La idea es profundamente equivocada: la lengua no crea una cultura, sino que la cultura se crea frecuentemente en una lengua, lo cual es profundamente diverso. Naturalmente que el uso de una determinada lengua en lugar de otra puede poseer un valor expresivo para determinadas personas, pero eso no modifica en lo más mínimo el hecho de que las lenguas son en sí y por sí puros sistemas de comunicación y nada más. Hace unos años, con motivo del cambio de matrículas de vehículos en España, pudimos comprobar cómo para muchos españoles los automóviles eran una vía de expresión de su sensibilidad política y cultural. Pero a nadie se le ocurriría discutir que los automóviles son medios de transporte y nada más, y que las funciones de expresión cultural, política o de clase que cada uno quiera adscribirles en un determinado momento no modifican en nada a su naturaleza propia..  Luego las lenguas no son iguales, en la realidad humana, en su aspecto más relevante, el comunicativoHay quienes se encogen de hombros ante el hecho innegable de la desigualdad de las lenguas y responden: «serán desiguales, pero deberían ser iguales». Patxi Baztarrika incide en muchas ocasiones en esta aplicación de la exigencia de igualdad no a las personas hablantes, sino a las lenguas directamente. Por ejemplo, en la página 56: «Se debería propugnar la igualdad, la igualdad básica entre personas y lenguas». Pero es patente que carece de todo sentido razonable aplicar la igualdad, que es un valor moral, a las cosas u objetos. Solo las personas pueden reclamar la igualdad de sus derechos para corregir la desigualdad de hecho, no las cosas. Se puede justificar el derecho igual de todas las personas a poseer una vivienda, pero es imposible razonar el derecho de todas las viviendas a ser iguales..

Hay muchos sociolingüistas que, aun reconociendo este hecho, lo atribuyen a una cruda injusticia histórica: según ellos, han sido los poderosos, los conquistadores, los imperios, los que han impuesto a las sociedades conquistadas o dominadas sus propias lenguas y, al hacerlo, las han ampliado extraordinariamente con respecto a las lenguas de los dominados. «Al menos en cierta medida -escribe precavidamente Patxi Baztarrika- cabe atribuir la vida y la muerte de los idiomas a la dialéctica entre opresores y oprimidos»Página 41. Pero pierde cualquier precaución cuando cita con aprobación las palabras del inefable Chomsky: «Cuando una sociedad es monolingüe es porque su lengua ha sido homicida» (pg. 42). Sin comentarios.. Parece una visión muy simplista y reduccionista de la historia y de las relaciones de la humanidad dentro de ella. La historia no consiste solo en procesos violentos de conquista y dominación, por mucho que esta visión complazca a tantos espíritus ingenuos y moralistas modernos; ni siquiera ocupan la parte más importante de la historia. Los procesos de interrelación humana han sido en general mucho más complejos y pacíficos que los de la guerra y la influencia de unas sociedades sobre otras, han adoptado cauces más sutiles que los de la pura y simple imposición. Pero, incluso si así hubiera sido, incluso si la desigualdad de las lenguas fuera fruto de una injusticia, nada significativo cambiaría en la realidad: las lenguas existentes en el mundo son desiguales en su capacidad comunicativa que es tanto como decir que son esencialmente desiguales. Y, desde luego, sus hablantes actuales no pueden ser injustamente tratados por el hecho de que antes lo hubieran sido sus antepasados: una injusticia sobre un muerto no se arregla con una injusticia sobre un vivoAsí Félix Ovejero, «Igualdad de las lenguas e igualdad de los ciudadanos», Claves de Razón Práctica, núm. 100, marzo 2.000, pg. 20..

Aunque de hecho no ha sido así. Los sociolingüistas modernos han establecido, en este sentido, que la evolución de las relaciones interlingüísticas obedece a patrones bastante obvios. La gente siempre ha optado por ampliar su competencia lingüística adquiriendo otra nueva de acuerdo con un patrón constante: buscando que la nueva tuviera una mayor capacidad de comunicación que la anterior, un mayor potencial lingüístico. Es un patrón de cambio que equivale a un proceso autoguiado que a veces se compara con el del mercado smithiano. La búsqueda de la utilidad particular en los intercambios (la mano invisible) sería aquí la búsqueda de la mayor capacidad comunicativa. La comparación no es totalmente exacta y la utilizan sobre todo los que quieren atribuir al proceso un tinte peyorativo, al asimilarlo al puro y simple mercado capitalista. Lo que más distingue a ambos procesos es que en uno de ellos la ganancia de uno puede ser la pérdida del otro (el mercado es globalmente efectivo como sistema de interacción, pero individualmente puede generar resultados no equitativos), mientras que en la interacción lingüística nadie pierde: pues nadie se queda sin lengua, todos tienen lengua a lo largo del proceso, al principio y al final. Se cambia de lengua, pero no se pierde la capacidad comunicativa, sino que se incrementa. Naturalmente, quienes asimilan el proceso de intercambio lingüístico con un mercado alegan que en aquel efectivamente unos pierden su lengua nativa mientras que otros la conservan, de forma que existe una injusticia distributiva. Pero esta idea solo puede sostenerse si se acepta previamente que la diversidad lingüística es en sí misma un bien, de forma que cambiar a otra lengua es un mal por sí mismo (una pérdida), una idea que no se sostiene como más adelante veremos.

Lo más característico de la pauta de intercambio lingüístico es su increíble fuerza, derivada del hecho de que posee todas las características de los procesos de tipo red: economías de escala, externalidades de red, refuerzo positivo, retroalimentación, etc. Es algo similar al proceso que se produce cuando se atraviesa un bosque: puede que inicialmente existan varias sendas para hacerlo, pero una vez que la gente comienza a utilizar una de ellas con preferencia, esta se amplía, se asegura, se convierte en camino. Y cuanta más gente la usa, más interés existe en usarla porque mejor es el camino. Es lo mismo que sucede cuando se adoptan instrumentos de medida o monedas comunes: cuanta más gente los adopta más beneficio obtienen sus usuarios por estar en su red, incluso si no son conscientes de elloEn último término, lo que pretenden las políticas lingüísticas modernas que se practican en las Comunidades Autónomas es generar artificialmente los incentivos y premios suficientes como para motivar que muchos ciudadanos adquieran la lengua vernácula, es decir, lo que persiguen es crear por vía administrativa un ersatz del incentivo de red que posee la lengua común..

¿A qué viene este interludio sobre el intercambio lingüístico? Simplemente, hemos tratado de señalar dos cosas. La primera, que la desigualdad entre las lenguas no obedece solo al hecho de que unas las hablen muchas personas y otras pocas, sino que hay que añadir a esa desigualdad el del potencial lingüístico de cada una de ellas, que no es igual. La segunda, que existe un patrón de interacción entre las lenguas que puede considerarse como normal o autoguiado por la propia naturaleza de estas de consistir fundamentalmente en puros sistemas de comunicación. Y ambos datos, de nuevo, influyen y mucho en las opciones de la política lingüística del poder público. No se puede hacer una política lingüística que desconozca estos hechos: que desconozca que no todas las lenguas son iguales, y que los intercambios entre lenguas obedecen a patrones propios que no pueden ser arbitrariamente manipulados.

Digámoslo claro: la política lingüística no consiste, en último término, sino en repartir desde el gobierno derechos lingüísticos entre las personas que forman una sociedad. No entre las lenguas, puesto que las lenguas son objetos y no sujetos de derechos. Cuando el poder público establece cuál o cuáles serán los idiomas oficiales de un país está estableciendo que los hablantes de esos idiomas los podrán usar en sus relaciones públicas, es decir, que tienen derecho a ser atendidos en ese idioma. Y los hablantes de lenguas que no sean reconocidas, carecerán de esos derechos lingüísticos. De manera que la decisión sobre la lengua o lenguas oficiales son decisiones estrictamente distributivas, que deben ser enjuiciadas precisamente desde los parámetros de la justicia distributiva. Cuando el Estado establece un idioma oficial, atribuye a sus hablantes un derecho lingüístico e impone a sus no hablantes una obligación o carga lingüística, la de aprenderlo. La política lingüística distribuye derechos y cargas entre la población, ni más ni menos.

Sería bello un mundo en el que todas las personas tuvieran los mismos plenos derechos lingüísticos, pero ese es un mundo utópico e imposible

Sería bello un mundo en el que todas las personas tuvieran los mismos plenos derechos lingüísticos, pero ese es un mundo utópico e imposible. Antes hemos mencionado una causa de esa imposibilidad: el plurilingüismo exacerbado de muchos países; pero hay otras que afectan incluso a un país monolingüe. El Estado no puede, aunque quiera, reconocer un pleno derecho lingüístico por ejemplo a los inmigrantes que recién ingresan en su ámbito político. Puede reconocerles con más facilidad derechos de ciudadanía pasado un plazo, pero difícilmente podrá reconocer a priori que todos los ciudadanos procedentes del extranjero tengan derecho a usar su propio idioma para dirigirse a la Administración, o derecho a recibir enseñanza en su idioma. Serán ciudadanos de pleno derecho, pero carecerán de derechos lingüísticos propios. O lo que es lo mismo desde otro punto de vista: no pueden otorgarse iguales derechos lingüísticos a todos, sino solo en la medida en que ello es fácticamente posible (es el carácter fuertemente contextualizado de los derechos lingüísticos que ya mencionamos antes).

El ideal normativo en esta materia, tal como lo expone Eerik Lagerpetz, es el de que el Estado otorgue derechos lingüísticos iguales a todas las personas, pero solo en tanto en cuanto sea viable hacerlo. Cuando es viable otorgar a las personas el derecho a usar su propia lengua, debe otorgárseles ese derecho. Pero cuando no es viable el hacerlo, por lastimoso que resulte para los ecolingüistas, ese derecho de uso no existe. Aunque ello conduzca probablemente a la desaparición de esa lengua a la larga.

Naturalmente que desde un punto de vista utópico siempre sería posible otorgar derechos lingüísticos plenos a todos, incluso a los inmigrantes o miembros de lenguas diminutas. Pero no vivimos en la utopía sino en la realidad: hay un problema de costes sociales implicados en esa armonía plena. Al resto de los ciudadanos no se les puede exigir soportar unos costes desmesurados o irrazonables para atender el interés de unos pocos. Esto es lo que quiere significarse cuando se establece la condición de «viabilidad» a la concesión de plenos derechos lingüísticos: que los costes a soportar por los demás ciudadanos no sean irracionalmente gravosos para conseguir que unos pocos puedan usar su lengua nativa.

Lo cual significa que cualquier política lingüística está tan fuertemente condicionada o contextualizada por lo que es o no es viable en la sociedad de que se trate que no puede establecerse en esta materia casi ningún principio regulativo general o abstracto que no sea el anterior. Una política lingüística solo puede enjuiciarse una vez examinada la concreta realidad lingüística del país en que se practicaEsto es lo que, desde una perspectiva más conectada y dependiente del particular ordenamiento jurídico vigente hoy en España, expresa Alberto López Basaguren al decir que «en mi opinión, la vigencia social de la lengua incide de forma directa en la delimitación del ámbito de legitimidad de las actuaciones en materia lingüística, a las que son exigibles los requisitos de razonabilidad y proporcionalidad, cuyo contenido material se concreta precisamente en relación a la situación de efectiva vigencia social de cada lengua» («Minorías y Estado Autonómico», Cuadernos de Alzate 24, 2001, pg. 139).: negar a unos ciudadanos la enseñanza infantil en la lengua propia puede resultar injustificable en unos casos (en un país con una pluralidad reducida, caso normal europeo), pero puede estar plenamente justificado –incluso obligado- en otros (un país con centenares de idiomas diminutos, caso frecuente en Asia y África).

Sentado lo anterior, veamos más de cerca la realidad lingüística vasca y sus características.

2).- POR QUÉ BABEL NO ES LA METÁFORA ADECUADA.

El mismo Joshua Fishman, patriarca de la sociolingüística y conocido defensor de las lenguas minoritarias, ha llamado la atención sobre la plétora de imaginería visual en que incurren con demasiada frecuencia los defensores de la diversidad lingüística. Las lenguas suelen así considerarse como «animales fabulosos» que luchan entre sí, que triunfan, que dominan, que sobreviven o agonizan, que practican el canibalismo (la llamada «glotofagia»), y que mueren… como si fueran organismos vivos. Y ha señalado que este exceso revela normalmente una debilidad teórica en quienes incurren en el abuso de la imaginería sensible y emocional: «donde la teoría es débil, florecen las metáforas», ha dichoJoshua Fishman, «Endangered Minority Languages», International Journal on Multicultural Societies 4, num. 2, 2.002, pg. 273..

Viene a cuento esta llamada de atención de Joshua Fishman porque se aplica muy bien al libro de Patxi Baztarrika que comentamos, incluso por partida doble: primero porque su tesis justificativa está construida, ya desde su propio título, sobre la explotación de una metáfora muy concreta, la de Babel. Segundo, porque precisamente esa metáfora es la que peor se adecua a la realidad de que trata su discurso, es decir, a la realidad lingüística vasca actual. De manera que en el trabajo comentado hay un doble abuso: el de utilizar más la metáfora que la teoría, más la analogía que el análisis, a la hora de justificar una política lingüística concreta. Y, además, el de seleccionar una metáfora descriptivamente errónea e inadecuada para ese fin. Con lo que el resultado de ese doble error es que el discurso justificativo llega a ser, como veremos, contradictorio con lo que pretende justificar.

Babel es el mito clásico, tomado del Génesis bíblico, utilizado desde antiguo para describir metafóricamente la diversidad lingüística existente en el mundo. Y si tradicionalmente ha merecido una valoración más bien negativa, lo que es congruente con la estructura de significado del propio mito (Jehová, lo dice el Génesis, pretendía crear entre los humanos una confusión comprensiva tal que les impidiese colaborar eficazmente entre sí), hoy en día, a partir del giro culturalista en la comprensión del multilingüismo provocado por el romanticismo herderiano y sus derivados comunitaristas y nacionalistas, su valoración se ha vuelto positiva. Babel es una bendición –se dice- porque es el origen de la diversidad, y la diversidad es un bien porque se adecua armónicamente a la misma esencia humana (estos de «bendición» y de «esencia humana» son términos que tomamos literalmente de la obra comentada, pp. 50 y 43La primera de estas consideraciones ha merecido además ser recogida en la contraportada del libro, a modo de su mensaje resumido: «La clave de la cuestión, a fin de cuentas, reside en que Babel sea considerada no una maldición sino una bendición, puesto que es la diversidad lingüística la que hace posible que los seres humanos nos comprendamos mutuamente»”. Reconocemos que la afirmación destacada en cursiva nos resulta desconcertante, puesto que o bien constituye una simple boutade o resulta en sí misma contradictoria: ¿es que en una sociedad monolingüe dejaríamos de comprendernos los seres humanos? La segunda afirmación es la siguiente: «Lo armónico con la esencia y la libertad humanas y lo que mejor refleja la realidad de la humanidad es la diversidad lingüística». Los términos que nosotros subrayamos en cursiva implican una afirmación tan potente y arriesgada (la de que existe algo así como una «esencia» y una «realidad» del ser humano y que esa esencia es plural) que debería haberse por lo menos intentado justificarlas. Nos recuerda al principio que alegaba un curioso filósofo para justificar los nacionalismos, nada menos que «el principio del valor intrínseco de la pluralidad del ser», un principio que él mismo confesaba que no puede fundamentarse en ninguno otro anterior, sino que «se toma o se deja»; o en el mejor de los casos «podría justificarse en una cosmovisión estética y hedonista: es más agradable un mundo variado que uno uniforme, por lo que es más que nada un principio simpático» (Carlos Ulises Moulines, «Assaig d´una teoria (semi)-formal de los nacions», Quaderns de filosofia i ciencia 36, 2.006, pp. 7 y ss).).

Babel es el mito clásico, tomado del Génesis bíblico, utilizado desde antiguo para describir metafóricamente la diversidad lingüística

Pero dejando por el momento de lado la valoración del mito, examinemos previamente su adecuación a la realidad que se pretende corregir en la política vasca: ¿acaso es babélica la realidad sociolingüística vasca? La respuesta es patentemente negativa: entre los vascos existe una lengua común de conocimiento universalEl concepto y realidad de lengua común le disgusta a Patxi Baztarrika, esto es algo que resulta evidente a lo largo de sus referencias a esta noción, a la que acusa de esconder un intento de marginar las demás lenguas no comunes, y de considerarlas como inferiores al tiempo que despreciarlas (pg. 43). En otras ocasiones declara desprejuiciadamente que en realidad todas las lenguas son en alguna medida comunes, por lo que no se ve el porqué de atribuir esa condición solo al español entre nosotros: en efecto, el catalán es común a muchos catalanes y valencianos, el euskera es común a muchos vascoespañoles y vascofranceses, y así sucesivamente (pg. 102). Resulta así que todas las lenguas son comunes, pues no existe la lengua privada. Irrelevante: no es ése el concepto de lengua común en una sociedad concreta de referencia, como resulta diáfano. Esta ojeriza al concepto de lengua común lo lleva a su extremo el por Baztarrika tan admirado profesor Moreno Cabrera que niega directamente la existencia de una lengua común que pueda denominarse «español» o «inglés»; en realidad, según este lingüista no se trata de verdaderos idiomas, se trata de cánones ideales sin existencia real, pues en el mundo existen en realidad cincuenta y ocho variedades lingüísticas de español y más de ochenta de inglés. «La lengua estándar no es una lengua natural, sino una construcción ficticia cuya realidad esconde un proyecto ideológico… El mecanismo para su creación es muy sencillo: primero se impone la lengua nacional a todo el territorio del Estado y luego se defiende esa lengua nacional diciendo que es la lengua de comunicación más importante» (El nacionalismo lingüístico, Barcelona, 2.008, pp. 52, 55, 154 y 199). Ya lo sabe, lector monolingüe español: lo que usted habla no es una lengua, como seguramente creía, sino una construcción ficticia e ideológica. que garantiza en todo caso la comprensión entre ellos, lo cual deja excluida a priori la posibilidad misma de una confusión babélica entre personas. La diversidad que existe entre ellos afecta solo al hecho de que algunos, además de la común, hablan otra lengua adicionalObserva precavidamente López García (La lengua común en la España plurilingüe, Iberoamericana-Ververt, Madrid, 2009) que el de la lengua común en España es un puro dato empírico evidente, pero también, cuidado, es un tema tabú por las implicaciones ideológicas y políticas que pueden querer deducirse de él y por las razones espurias con que se arguye o deniega. Ahora bien, que sea tabú no quita que sea una realidad.. No existen dos o más comunidades lingüísticas separadas como en Bélgica o Suiza, que no se entienden entre sí, sino una población dividida entre monolingües y bilingües que tiene en todo caso garantizada su más eficaz intercomunicación mediante la lengua común a todos (como sucede en otros muchos países europeos tal como Francia o el Reino Unido). Su diversidad lingüística es entonces muy particular.

Bien, podría argüirse, no se tratará realmente de un caso de perfecta adecuación al mito babélico, pero guarda alguna relación con él, de manera que traerlo a colación no es un error. No lo juzgo así, y creo que lo más grave de la inadecuación se pone de relieve en cuanto nos fijamos en qué consiste realmente esa política lingüística vasca que pretende atender a esa realidad no babélica. Porque esa política no pretende simplemente mantener la diversidad preexistente (conservar las dos lenguas existentes), sino algo profundamente diverso: pretende hacer universal la diferencia mediante la conversión de los monolingües en bilingües, de manera que en un futuro próximo todos los vascos sean bilingües. Universalizar una diferencia particular es tanto como convertirla en hecho común o, lo que es lo mismo, hacerla desaparecer como tal diferencia. Y, en efecto, la política lingüística vasca lo que persigue es hacer desaparecer toda diferencia lingüística entre los vascos y uniformarlos a todos en el bilingüismo perfecto. No es una política de la diversidad, sino una política de la uniformidad. No es una política lingüística de defensa de la variedad, sino una de asimilación lingüística. Sorprendente, ¿no?

Con todos los respetos, y sin que con ello pretenda establecer una comparación más allá de lo estrictamente expresado, la actual política lingüística vasca coincide con la política que defendió y practicó el franquismo: la de uniformizar a todos los vascos en su locuacidad. En el caso del franquismo, esa uniformidad se buscó mediante la creación de un monolingüismo español perfecto, en el actual mediante un bilingüismo no menos perfecto. En ambos casos lo perseguido es la uniformidad social y no la diferencia o diversidades internas. La diversidad se persigue, claro está, por respecto al exterior, al resto de España, con la que se pretende mantener una diferencia nítida, pero en lo que se refiere a los individuos que forman la sociedad vasca lo que se busca deliberadamente es su uniformidad.

En realidad, y bien mirada la cuestión, si existe un mito en las Sagradas Escrituras que verdaderamente se corresponda con ese diseño de la política lingüística vasca actual no es desde luego el de Babel, sino el de Pentecostés que narran los Hechos de los Apóstoles. En efecto, en él se nos describe el caso milagroso de la infusión del don de las lenguas en la persona de los apóstoles, que a partir del momento de la venida del Espíritu comenzaron a hablar todas las lenguas existentes entre la multitud reunida en Jerusalén para la fiesta judía. En Babel se creó la diversidad lingüística a nivel social, pero cada individuo recibió una sola lengua (bilingüismo social); en Pentecostés fueron los individuos concretos los que recibieron la diversidad de lenguas (bilingüismo personal). La diferencia es radical.

¿Qué trascendencia tiene esta desviación metafórica? Enorme, a nuestro juicio. Por eso entendemos que no se trata ni mucho menos de un caso de pobreza metaforeadora (es decir, poética) o de mala construcción literaria, sino del empleo deliberado de la metáfora clave propia de la política de la diversidad o diferencia para (mal)describir y (mal)justificar una política de la uniformidad. Gracias al «cambiazo de milagros» puede Patxi Baztarrika utilizar a favor de la actual política lingüística vasca todo el pesado y prestigioso argumentario de los defensores de la diversidad (y, sobre todo, toda la simpatía que suscita hoy la diversidad en el público), cuando en buena lógica debería tenerlo en su contra. Porque, lo repetimos una vez más, la política gubernamental actual no persigue conservar la diversidad existente entre los vascos, sino eliminarla y hacerlos así uniformes entre ellos.

En realidad, esta es una contradicción en la que los nacionalistas (y más en general los comunitaristas) recaen una y otra vez con carácter general cuando predican «políticas de la diferencia» en las sociedades complejas y mestizas modernas. Porque la diversidad que se reclama hacia fuera del grupo se convierte en uniformidad en su interior. Porque para mantener una diferencia de carácter grupal se hace necesario a estos autores predicar su generalización para todos los individuos que componen el grupo. Y así, terminan por practicar políticas severamente uniformistas y asimilacionistas, aunque invocando como argumento en su favor la política de la diferencia.

Y, además, es bastante claro que la política «Pentecostés» requiere de una seria justificación. Porque en el mito original se trataba de un milagro hecho por Dios, y hecho a título gracioso (como todo milagro) sobre una comunidad unida en su fe. Pero en la realidad actual, la «infusión» de la lengua la lleva a cabo un gobierno humano, sobre una sociedad compleja no fideísta; y además no es gratuita, sino que implica severos costes individuales y sociales.

Hecha la anterior advertencia sobre el «cambiazo» de metáfora y de justificación en que incurre Patxi Baztarrika, veamos sin embargo y por mor de agotar la cuestión la validez de los argumentos de los defensores del multilingüismo que arguyen que este es un bien social que debe conservarse.

3).- LA DIVERSIDAD LINGÜÍSTICA COMO BIEN SOCIAL.

Para poder considerar la diversidad lingüística como un bien con relevancia moral, de forma tal que pueda justificar las políticas destinadas a conservarla, incluso cuando estas políticas imponen cargas y restricciones a la libertad de los ciudadanos, son precisos dos pasos analíticos que sus defensores suelen (llevados por su entusiasmo) ahorrarse. En primer lugar, sería preciso demostrar que la diversidad lingüística es un caso particular de la más general diversidad cultural; en segundo, que la diversidad cultural es por sí misma un bien desde un punto de vista moral. Solo así podría estar justificada, inicialmente por lo menos, una política pública coactiva o restrictiva en apoyo de la diversidad lingüística (sujeta todavía al requisito posterior de la ponderación de la razonabilidad entre el valor del bien buscado y el valor de los derechos sacrificados).

Conviene observar que, en este punto de nuevo, los defensores del multilingüismo incurren también en el abuso de las imágenes, las comparaciones y las analogías, abuso que pretende tapar sus propias carencias discursivas y analíticas. Se pretende substituir el razonamiento con imágenes simpáticas e intuitivamente convincentes. El libro que comentamos es un perfecto ejemplo de ello, pues ya desde la cita de José Miguel de Barandiarán que aparece como proemio a su texto («nosotros los vascos constituimos entre una multiplicidad de plantas y flores un jardín»), incurre una y otra vez en la más difundida de las analogías: la de equiparar la biodiversidad con la diversidad cultural, y derivar de esta equiparación las conclusiones más directas: ¿Cómo podría suceder que lo que es bueno para las especies vegetales y animales, la diversidad, no lo fuera para la especie humana y sus culturas y lenguas? (pg. 47). Cuando la conservación de la biodiversidad se ha convertido casi en un imperativo ético en las sociedades actuales, ¿cómo no sería igual de necesario para el bien de la humanidad conservar la diversidad cultural? Estar a favor de la diversidad lingüística es tan obvio hoy en día como ser ecologistaAsí David Crystal, op. cit., pg. 76 y 126 que habla expresamente de «ecología lingüística».. Incluso la UNESCO ha proclamado que la diversidad cultural humana es análoga a la biológica y debe ser protegida y conservadaDeclaración Universal sobre la Diversidad Cultural de 2.001 cuyo artículo primero establece que la diversidad cultural es «un patrimonio común de la humanidad»… que «se nos impone a todos como un imperativo ético» (art. 4º). ¡Ahí es nada!..Es una idea que tiene inicialmente un intenso aire de ser plausible y lógica, y que apela al sentimiento de culpa del occidental moderno ante el deterioro del planeta.

Pues bien, y a pesar de todo ello, lo cierto es que la analogía entre la sociedad humana y los organismos naturales es patentemente errónea a poco que se examine de cerca, por mucho que la consideración de la sociedad como un organismo haya sido la metáfora preferida del pensamiento conservador desde el siglo XVIII. El mundo natural está poblado por organismos o entes no morales, entre los cuales no existe regla autónoma alguna de conducta salvo que entendamos por tal la búsqueda instintiva de la supervivencia. El mundo de los seres humanos está en cambio constituido por seres morales que se guían (también) por consideraciones distintas de la sola supervivencia. En el mundo natural no tiene sentido plantearse si está bien o mal que una especie devore a otra; en cambio, en el mundo humano es obligado planteárselo. La humanidad no es un jardín poblado de plantas y flores, como decía Barandiarán, pues si así fuera no habría problema ninguno en cortar las flores que quisiéramos y nuestra conducta estaría guiada solo por la estética, no por la éticaHay otra diferencia fundamental, y esta es de matiz acusadamente político, entre la biodiversidad y la pluralidad lingüística: para preservar la variedad de especies animales y vegetales basta mantener su hábitat sin influencia externa. Pero para mantener la diversidad lingüística hay que intervenir sobre la población para que continúe hablando su propia lengua a pesar de que las circunstancias vitales cambian, incluso en contra de su voluntad (Peter Ladefoged, «Another View on Endangered Languages», en Language, núm. 68, 1.992, pg. 810)..

 La analogía entre la sociedad humana y los organismos naturales es patentemente errónea a poco que se examine

Biodiversidad y diversidad cultural son cuestiones profundamente diversas porque atañen a mundos distintos, y confundirlas entre sí no aclara, sino que obscurece, el razonamiento sobre el valor moral de la diversidad culturalCuando Patxi Baztarrika se anima a realizar una comparación generalizada de la diversidad lingüística con las diversidades en general, las diversidades de otros campos de la acción humana (como son el político y el económico), llega a incurrir en dislates notables. Por ejemplo, en materia económica (página 47) observa ingenuo que la diversidad de productos resulta imprescindible para la viabilidad de un proyecto comercial concreto (generalización que no tiene mucho sentido económico), sin apercibirse que el desarrollo económico mundial está organizado, precisamente, sobre la base de la constante unificación de las reglas y prácticas económicas básicas, tales como la moneda, los contratos, los mercados, las normas de medición, etc. La economía actual no podría existir si no se hubieran unificado previamente las diversidades comarcales o nacionales en materia de medidas y reglas. Patxi Baztarrika haría bien en pensar en la economía que poseería una Europa con sesenta o setenta monedas diversas y miles de unidades de medida y peso si quiere hacer la comparación correcta entre la diversidad lingüística y la económica..

Por otro lado, los defensores de la diversidad lingüística y cultural en general incurren en una particular mala comprensión de la historia de la humanidad en esta materia, construyendo así un relato justificativo de su postura que arranca de asunciones plenamente falsas. Patxi Baztarrika, de nuevo, no es una excepción: nos relata, en este sentido, cómo «la evolución de la humanidad es la historia de una merma constante de diversidad lingüística» (pg. 31). De forma que partiendo de un inicio obscuro en que se dice que existieron millares de diversas culturas y unas 20.000 lenguas, la historia habría ido reduciendo progresiva y aceleradamente esa diversidad y llevando al mundo hacia la uniformidad. La evolución conocida de la humanidad sería así un proceso unidireccional desde la diversidad hacia la uniformidad. Por lo que, si no hacemos algo, acabaremos en un mundo en que los seres humanos serán individuos uniformes troquelados por una única cultura. Así contado el proceso, es difícil resistirse a la llamada a favor de la lucha por conservar la diversidad. Un futuro de humanidad-hormiguero suena realmente horrible.

Sucede, sin embargo, que este minirrelato no es en absoluto exacto. La evolución de la humanidad ha sido en realidad un proceso un poco más complicado que eso. La humanidad ha conocido en realidad un primer movimiento desde la uniformidad primitiva de unos pocos seres a la diversidad de culturas al repartirse aquellos por el mundo y aislarse en comunidades adaptadas a su medio. Pero a partir de cierto momento histórico, más o menos con la aparición de los primeros imperios agrícolas, la diversidad comenzó a su vez a reducirse por efecto del contacto intergrupal y apareció un segundo movimiento: el que va de la diversidad simple de las comunidades primitivas a la uniformidad compleja de las sociedades modernasMás ampliamente desde el ángulo del estudio histórico en John Robert McNeill, Las redes humanas, Barcelona, 2.004, pp. 364 y ss. Este movimiento bifásico de la simplicidad a la diversidad y de esta a la complejidad pone de manifiesto que no es correcto ver la diversidad como el estadio «natural» por excelencia en la evolución humana («Dios nos creó diversos») y la homogeneización como algo poco menos que «antinatural». Desde un punto de vista más filosófico, Carlos Thiebaut (Los límites de la comunidad,  Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1.992, pg. 162) pone de relieve en el mismo sentido que «los procesos de modernización no son tanto procesos de pérdida del mundo orgánico premoderno cuanto procesos de incrementada complejización en las estructuras tanto de la identidad personal como de la identidad cultural o colectiva … [por eso] ninguna colectividad compleja –es decir, diferenciada internamente en mundos de creencias diversos y que diferencia entre esferas de valor – puede entenderse ya en términos de uno de sus subconjuntos de creencias».. Puesto que, en efecto (y esto es algo que los cantores de la excelencia de la diversidad cultural parecen no querer ver), las sociedades modernas son  mucho más uniformes entre sí que las comunidades antiguas, pero son también infinitamente más complejas en su interior. En ellas existe una plétora tal de diferencias sociales y personales entre esferas, roles y estatus que las personas individuales son muchísimo más diferentes entre sí que en las sociedades tradicionales. En las sociedades antiguas, tan diversas entre ellas, no existía casi diversidad interna. En las modernas sucede lo contrario, es decir, aunque cada vez se asemejan más entre sí globalmente generan una diversidad interna fuera de toda escala comparada con las anteriores.

No es cierto, por ello, que la globalización conduzca al empobrecimiento humano por el hecho de que las diferencias culturales se borren o atenúen«La diversidad cultural no disminuye por el hecho de que disminuyan las lenguas. En la forma popular de verlo, el mundo está convirtiéndose en más homogéneo, pero ello se debe a que la gente no ve las nuevas diferencias que aparecen» dice Abram de Swaan, «Endangered languages, sociolinguistics and linguistic sentimentalism», en European Review, octubre 2004.. Lo que sucede es que la mayor riqueza humana que permiten las sociedades complejas no se basa ya en diferencias entre grupos culturales circunscritos a un territorio, sino en diferencias intersubjetivas e intergrupales. «La cultura no es ya lo que era» decía irónico Clifford Geertz; y la diferencia tampoco podíamos añadir nosotros. Es decir, no existen ya las culturas como esferas separadas o mónadas aisladas, como las pensó la primera antropología. Lo que existen son sociedades mestizas y complejas en las que las identidades culturales se asemejan al cielo nublado: no se sabe dónde termina una nube y empieza la siguiente, pero sí sabemos que hay infinitas nubes.

Hechas las anteriores precisiones vayamos al núcleo de la cuestión, que anunciamos al principio de este apartado.

En primer lugar, aunque la asociación entre lengua y cultura parece intuitivamente estrecha y evidente por sí misma, no es tan fácil de demostrar como parece; cuando se intenta probarla, esa asociación se vuelve elusiva. La hipótesis de cuño romántico de que cada lengua representa una visión del mundo distinta y determina el marco conceptual con el que piensan sus hablantes está ampliamente desacreditada en los medios académicos. Entre lengua y cultura no existe una relación causal necesaria. Sociedades con lenguas diversas comparten prácticamente los mismos rasgos culturales básicos, mientras que otras con lengua común presentan una gran separación cultural. Y, además, las identidades existentes en la sociedad moderna se construyen sobre infinitamente más elementos que los puramente culturales, de manera que reducir la identidad a lo cultural es tanto como malcomprenderla: unos profesionales liberales, católicos y burgueses que ejercen en España y Reino Unido comparten muchos más rasgos identitarios que los que les unen a las capas más proletarias de sus sociedades respectivas, hablen la lengua que hablenNo es cierto lo que dice David Crystal, y cita aprobatoriamente Patxi Baztarrika, de que «la lengua es la expresión primaria de la identidad». Esta es una afirmación ayuna de cualquier soporte científico y que, además, de ser cierta provocaría insospechadas dificultades a la política bilingüista que defiende Baztarrika y practica la Administración vasca desde hace años. Pues si la lengua fuera expresión primaria de la identidad, obligar a las personas a cambiar de lengua, o a añadir otra lengua a su repertorio, sería tanto como modificarles su identidad. Lo cual, en la mentalidad culturalista de estos autores, sería el peor atentado que podría cometerse contra la identidad..

La construcción de la torre de Babel, Jacob Grimmer

En segundo, la diversidad cultural es un hecho moralmente neutro, carece de relevancia ética en sí misma consideradaMás ampliamente en Garzón Valdés, «La pretendida relevancia moral de la diversidad cultural», en “Calamidades”, Gedisa, Barcelona, 2.004, pp. 93 y ss.. Toda persona precisa para desarrollarse un marco cultural de integración y referencia: es decir, que «somos» cultura, esto es algo evidenteExactamente igual que todo ser humano precisa de la lengua para existir, y es imposible de concebir al ser humano sin la lengua. Pero una cosa es decir que la lengua, como sistema simbólico que permite la hominización, es necesaria para el ser del hombre, y otra muy distinta es afirmar que una concreta lengua forma parte de esa naturaleza del ser humano. Los culturalistas confunden deliberadamente el valor de la lengua con el de los idiomas, el valor de la cultura con el valor de unas concretas culturas, el valor del derecho a ser diferente con el valor de las diferencias creadas por los seres humanos. Confunden la diferencia con las baratijas que ésta genera.. Pero que la existencia de diferencias más o menos profundas entre esos marcos de referencia sea en sí mismo algo moralmente positivo es una afirmación que, por muy simpática que suene, no hay forma de justificar. ¿Por qué razón habría de ser moralmente valiosa la diferencia entre las culturas, cuando estas son hechos empíricos producidos por la necesidad histórica, unos hechos que se imponen a los nacidos dentro de ellas, cuando se trata de hechos no elegidos ni queridos sino derivados de la contingencia? Las culturas son en sí mismas hechos en bruto, y resulta ser una opinión plenamente infundada (aunque muy común) la de atribuir valor a lo que existe por el solo hecho de existir (la llamada falacia naturalista que denunció ya David Hume).

Wilhem von Humboldt«Los límites de la acción del Estado», Tecnos, 2ª ed., Madrid, 2.009, pp. 19 y ss. La recepción de sus ideas por John Stuart Mill en On liberty. (cuyas ideas influyeron mucho en las de John Stuart Mill) defendió la diversidad cultural como condición de posibilidad para la construcción de seres humanos de rica personalidad (Bildung). La diversidad cultural poseía así un valor instrumental para el ser humano moderno, puesto que era precisamente la diferencia entre culturas y civilizaciones la que creaba un ambiente rico en variedad en el que la persona podía encontrar ideas y estímulos diversos para ser más plenamente persona, para construirse más completamente. Esta idea, sin embargo, no supera la prueba de su contrastación con la realidad empírica actual: las sociedades monoculturales pueden producir seres humanos muy ricos en carácter, lo vemos de continuo, mientras que otras transidas de diferencias de esa clase reducen a sus integrantes a la pobreza humana. Y es que la personalidad no necesita forzosamente de una concreta clase de diferencia para desarrollarse, sino solo de la posibilidad y derecho efectivos a poder ser diferente. Y en el mundo actual no hace falta poseer muchas lenguas para poder encontrar materias y motivos para ser diferente.

Afirmar que la diferencia lingüística genera por sí misma riqueza humana es una afirmación que cualquier vasco de hoy puede comprobar que es positivamente falsa.  ¿Serían más ricos nuestros vecinos vascos bilingües en términos humanos solo por el hecho de hablar otro idioma? ¿Somos más pobres en términos humanos los monolingües? ¿Hay alguien de verdad dispuesto a sostener tal afirmación? ¿Le parece fundada al lector? Por otro lado, y dado que entre nosotros está en marcha una obra de ingeniería social que está convirtiendo en bilingües a generaciones de niños de procedencia cultural monolingüe (a nuestros hijos y  nietos), si el aserto fuera cierto deberíamos poder observar empíricamente una diferencia de desarrollo y riqueza humana intergeneracional: pero sería absurdo efectuar un estudio de este tipo, siendo como es evidente que la infusión de una nueva lengua no ha modificado el carácter de los seres humanos afectados. Seamos serios, la riqueza o la pobreza de los seres humanos en términos de desarrollo de la personalidad depende hoy de tal miríada de factores diversos (de los cuales la competencia y riqueza lingüística es uno, claro está) que atribuir esa importancia al plurilingüismo carece de sentido.

De lo anterior se deduce que, analizada de cerca y en detalle, no se sostiene la idea de que la diversidad lingüística es en sí misma un bien, ni menos aún que pueda llegar a justificar por sí misma la imposición de algún tipo de restricción a la libertad de los ciudadanos o constricción de conducta en forma de cargas u obligaciones.

Insisto, la de la diversidad es una idea simpática y políticamente correcta, que parece intuitivamente valiosa. Pero cuya fuerza normativa es nula, porque carece de cualquier valor moral por sí misma. Como dice Habermas, las culturas y la diversidad cultural pertenecen al ámbito de la facticidad: no se puede dotarlas de normatividad por arte de magia.

De lo cual se deduce que podemos pasar a examinar los otros títulos que Baztarrika propone como suficiente justificación para una política lingüística que restringe la libertad individual, porque el examinado no da para tanto.

4.- LA MENCIÓN (IMPROBABLE) DE LA COHESIÓN SOCIAL.

Este es otro de los títulos de justificación del bilingüismo universal que nuestro autor menciona frecuentemente: la cohesión social. Una cohesión que –según él- quedaría perjudicada o disminuida en el caso de que los vascos siguiéramos dividiéndonos en monolingües y bilingües como es nuestra situación actual. Si todos somos bilingües, la sociedad vasca resultará más cohesionadaNo queremos resultar en exceso sarcásticos, pero cualquier lector se apercibirá fácilmente de que este argumento es plenamente contradictorio con el del epígrafe anterior: allí se defendía la diversidad como una auténtica riqueza para la sociedad humana, ahora en cambio se califica la diversidad como una amenaza para la cohesión de un grupo social..

El argumento es difícil de discutir porque parte de un concepto muy borroso como es el de la cohesión social, cuyos componentes concretos y cuyos índices de medición no se precisan en absoluto. No se aportan datos acerca de la cohesión social de diversas sociedades ni de cómo se mide esta propiedad, ni de si existe algún estudio sobre la influencia de la diversidad lingüística en la mayor o menor cohesión social de un grupo humano. En realidad, la cohesión social se utiliza más como idea intuitiva y banderín de enganche que de una forma seria.

El marco más propio para este tipo de planteamientos, si buscamos un poco de seriedad, sería el que ha proporcionado el polémico artículo de Robert Putnam, «E pluribus Unum» (2.007) sobre la (presunta) influencia negativa de la diversidad cultural o étnica en el capital social y la confianza ciudadana de un grupo determinado y su conclusión de que la diversidad compromete la solidaridad entre los miembros de la sociedadPuede verse un ponderado análisis del tema en Imanol Zubero, Confianza ciudadana y capital social en sociedades multiculturales, Ikuspegi, 2.010, del que tomamos las ideas básicas recogidas en el texto. Igualmente, en Pierre Rosanvallon, La Societé des Egaux, Seuil, Paris, 2011, pp. 379 y ss.. Esta conclusión ha sido rebatida, por lo menos para los casos europeo y canadiense, por estudios demostrativos de que el capital y la confianza sociales dependen fundamentalmente de la historia de la sociedad afectada y de su grado de desigualdad económica (la estructura socioeconómica es mucho más importante que las diferencias culturales). La diversidad no es obstáculo a la solidaridad social si se vive con interacciones normalizadas entre las personas que componen los grupos diversos y no existe segregación ni desprecio grupal. Y ese es el caso de la sociedad vasca, en la que la diversidad lingüística no es vivida como un problema distanciador y el grado de interacción es prácticamente idéntico entre todos los ciudadanos sean o no bilingües.

Naturalmente que podría argüirse que el mero hecho de que el sector bilingüe reclame al monolingüe su cambio idiomático es una prueba de que esa diferencia es un factor de descohesión o un problema social. Pero eso sería tanto como hacer argumento de la cuestión, que haría en definitiva que la propia demanda de una política fuese su justificación suficiente.

Ahora bien, incluso dejando de lado estos problemas de validación empírica del argumento, su valor ético es más que dudoso. Pues no se ve bien qué tipo de valor es ése de la cohesión socialEn realidad, pero no lo desarrollamos porque nos llevaría muy lejos del objeto de este comentario, el uso de la «cohesión social» que aquí criticamos es una invocación que conecta directamente con el momento histórico que supuso la reacción del idealismo alemán contra el sistema kantiano, cuya defensa de la abstracción se consideraba fundante de la desarmonía o desunión del pueblo entendido como organismo de comunidad ética. Hegel (pero también Nietzsche) fue quien postuló, frente al individuo liberal abstracto, al individuo concreto en tanto que miembro de un colectivo particular, definido por sus usos y costumbres (hoy en día diríamos por su cultura): ese pueblo es el que proporcionaba al individuo una «forma orgánica» y el que permanecía como unidad excluyente de lo extraño. Lo que Hegel llamó «nostalgia de la totalidad» es lo que ahora reaparece como «búsqueda de la cohesión», incluso entre un pensamiento supuestamente de izquierdas (pensamiento que «ha pasado de la crítica de las cadenas de la opresión capitalista a la defensa de las cadenas de la cultura propia, de las cadenas de lo amado irreflexivamente)» ver más ampliamente en Vílem Flusser, «Von der Freiheit des Miganten. Einspruche gegen den Nationalismus», Berlin, 2.000, comentado por Alberto Carrillo Canán, A Parte Rei num. 19).. En efecto, cuando se menciona una mayor libertad, o una mayor justicia, o una mayor redistribución pública, o un mayor bienestar, como componentes de la cohesión social final, se está haciendo referencia a valores identificables y con un estatus ético definido. Pero la cohesión social por sí sola no es identificable con ningún valor, sino una resultante empírica de otros muchos, y de otras circunstancias arbitrarias no controlables. Y, precisamente por ello, la cohesión social sola no puede argüirse como fin válido para justificar una política de coacción pública o de privación de otro derecho básico a los individuos. Es posible, por poner un ejemplo estrafalario, que la cohesión social y política aumentase si todos los inmigrantes en España se convirtieran al cristianismo (en realidad es una idea bastante antigua por respecto a los propios autóctonos, desde los Reyes Católicos). Pero dudosamente ese aumento cohesivo justificaría violar el derecho a la libertad de conciencia. Lo mismo sucede con la imposición del bilingüismo: que incluso si aumentase la cohesión social de los vascos, no justificaría por sí solo el privarles de su libertad lingüísticaDe nuevo resulta justificada la analogía con el franquismo a nivel español: pues posiblemente Franco también creyó que el monolingüismo castellano de todos los españoles aumentaría la cohesión «entre todos los hombres y las tierras de España» (como gustaba de repetir), sin que ello –aun suponiendo que fuera así- añadiera ningún título de convalidación a su política. Y es que el problema del argumento cohesivo es que, según de qué comunidad de referencia estemos hablando (la vasca, la española, la europea), justifica políticas contradictorias..

5.- Y NOS QUEDAMOS CON LA LIBERTAD Y LA IGUALDAD, PERO ¿DE QUIÉN?

En el País Vasco, en eso está de acuerdo el autor, no existen dos comunidades lingüísticas, una vascohablante y otra castellanohablante, sino dos grupos distintos, los monolingües y los bilingües, todos ellos castellanohablantes en común (pg. 427). Lo que pretende la política emprendida es convertir a los monolingües en bilingües, es decir, hacer desaparecer el monolingüismo «porque éste es una realidad que debe ser superada, una realidad anticuada que no reporta beneficio alguno a nadie y a nada» (pg. 294).

«El monolingüismo no es una falta ni una culpa, es una realidad» –dice el autor- « pero tampoco es un derecho, sino una limitación personal» (ibid.). En estas frases hay un exceso de retórica que encubre una carencia de justificación: es obvio que ser monolingüe implica una cierta limitación personal y que, probablemente, ese puro hecho no aporta especial beneficio a nadie. Ser es ser limitado, esto es algo inevitable. Yo, como cualquiera, preferiría hablar seis idiomas, cierto. Igualmente, es correcto afirmar que ser monolingüe no es un derecho, sino solo una realidad personal. Pero sucede que toda esta retórica deliberadamente desenfocada lo que busca es desplazar del centro que le corresponde al problema ético y político del que tratamos: que no es el de calificar o valorar al monolingüismo sino el de justificar una política pública coactiva que quiere modificar a sus portadores.

Pongamos los vagones del razonamiento en su orden correcto: los ciudadanos no tienen por qué justificar su propia realidad lingüística o cultural limitada: es la suya porque con ella se han encontrado al nacer y al hacerse personas, y pertenece en principio a su esfera privada de opciones el cambiarla o no. Por el contrario, quien sí tiene que justificar la validez de sus razones es el poder público cuando emprende la modificación coactiva de esa realidad individual de los ciudadanos. Pues, aunque Patxi Baztarrika parezca no querer entenderlo, el gobierno no puede alegar como razón válida para una política que afecte a la libertad de los ciudadanos la de que pretende enriquecer la cultura o la personalidad de sus súbditos, quiéranlo o no. No puede decir: «son ustedes de una pobreza cultural inútil, y he decidido mejorar esa situación, que no reporta beneficio ni a ustedes, ni a nadie, ni a nada, así que he decidido enriquecerles culturalmente aún en contra de su voluntad». Este principio de actuación es el sueño de todo déspota bienintencionado, pero no es sino el gobierno paternalista de los que saben mejor que las personas afectadas lo que a estas les conviene. Y si hay algo que la democracia rechaza desde su propia raíz es el paternalismo, pues la democracia está fundada, precisamente, en la autonomía de la persona para decidir por sí misma qué es lo mejor para ella. Ningún gobierno puede intentar corregir la realidad de las personas simplemente porque le parece que es lo mejor para esas personas, incluso si lo fuera realmente, sino que tendrá que justificar su decisión en valores superiores que exijan esa intervención correctiva o coactiva. Por tanto, no es al ciudadano monolingüe al que se le pueden exigir razonesResulta de un elevado paternalismo y condescendencia vasquista que el autor «anime» al vasco monolingüe diciéndole que lo suyo no constituye «ni una falta ni una culpa». En pocos lugares de la obra como éste se trasluce con tanta claridad el sentimiento de superioridad nativista que embarga a un autóctono seguro de su identidad y de su “posesión de país” respecto a quienes son mayoritariamente descendientes de inmigrantes (véase al respecto Pedro J. Chacón, Perdí la identidad que nunca tuve, Sepha, Málaga, 2010)., sino al gobierno que quiere cambiarle. Naturalmente que el poder puede y debe modificar la realidad heredada, cuando es una realidad injusta, o derivada de una libertad insuficiente. Lo que no puede es intentar cambiarla simplemente porque es lo mejor para los afectados.

Dejemos entonces de lado este desagradable ataque de paternalismo y vayamos a argumentos más consistentes.

Patxi Baztarrika defiende que es la libertad de los ciudadanos la que exige convertir coactivamente a los monolingües en bilingües. Más en concreto, lo exige –según él- la plena libertad lingüística de todos. Desarrolla así el argumento: «El monolingüismo coarta las opciones personales y limita las de las personas bilingües circundantes, puesto que en la práctica e independientemente de la voluntad de cada cual, impide irremediablemente el ejercicio de la libertad lingüística de las personas bilingües. En efecto, el bilingüe se ve obligado a expresarse en el idioma del monolingüe, renunciando forzosamente a su derecho de optar por una u otra lengua» (pg. 293). Por lo tanto, «lo que garantiza verdaderamente la libertad lingüística es el bilingüismo» (pg. 427), puesto que «el monolingüe limita la libertad de elección de idioma del bilingüe hasta el punto de impedírsela» (pg. 69). En definitiva, es la defensa de la libertad completa del que quiere hablar en euskera la que obliga a todos los ciudadanos a conocer ese idioma, pues de otro modo aquella no podría realizarse. El bilingüismo general y perfecto es así condición de posibilidad de la efectiva libertad lingüística del vascoparlante.

Desde otro punto de vista, este mismo argumento enlaza también con la idea de igualdad, puesto que convierte en simétricamente iguales en sus derechos lingüísticos a todos los ciudadanos: solo en una sociedad de personas bilingües podrán todos hablar y ser atendidos en el idioma que prefieran, y ambas lenguas gozarán de un estatus de perfecto equilibrio y equidad.

No es sencillo tomarse en serio este argumento de que la libertad de hablar de cada uno implica la obligación de los demás de responderle en el mismo idioma. Porque, en cuanto se comienza a reflexionar sobre él, se muestra como un imposible lógico, una verdadera aporía. En efecto, si aceptásemos por un momento como principio válido y universalizable el de que la libertad lingüística de un ciudadano exige que todos los demás ciudadanos le atiendan y respondan en el idioma que prefiera utilizar, resulta que el mismo principio se contradice y revela imposible en una sociedad bilingüe, puesto que todos los ciudadanos podrían invocarlo, pero en sentido opuesto.  Bastaría con que la opción elegida por uno (castellano) fuese distinta de la de otro (euskera) para que el principio se revelase imposible de atender. Un derecho ilimitado a que todo el mundo se relacione en la lengua que prefiera es un imposible lógico, dada la esencial alteridad del lenguajeEl mismo Patxi Baztarrika parece apercibirse de ello cuando, al final de su obra, nos anuncia que en el futuro que propone para Euskadi «determinados servicios únicamente serán prestados en euskera, y otros solo en castellano», de forma que será necesario conocer y usar ambas lenguas y estará garantizado que la gente no vuelve sin querer al monolingüismo más cómodo (pg. 433). Que es lo que temen los bilingüistas actuales, que una vez lograda la capacidad de decirlo todo en dos idiomas, muchas personas no le vean utilidad. Si ello es así, en ese futuro que nos anuncia se estaría limitando la libertad de opción lingüística personal, la cual era precisamente el argumento del que había partido para reclamar la sociedad bilingüe perfecta..

Por otro lado, si intentamos universalizar este derecho a la plena libertad lingüística nos encontraremos con la evidente dificultad de que no existe razón alguna para negárselo a los ciudadanos procedentes de otros países (inmigrantes), que también podrían alegar que su libertad exige que se les atienda en su idioma. ¿O no serían ciudadanos con derechos plenos? Lo cual, dado que en el País Vasco se hablan ya –según Baztarrika- unas ciento diez lenguas distintas plantearía una demanda de libertad puramente babélica (esta vez sí, esa sería la metáfora correcta). Claro está que podría argüirse que los ciudadanos inmigrantes carecen de libertad lingüística, y que ésta solo les corresponde a los autóctonos, pero argumentar así estaría demostrando que, como decimos, esa libertad no es tal, puesto que no es universalizable.

Pero, dejando de lado esta imposibilidad lógica del mencionado principio llevado a su extremo, conviene analizar un poco más a fondo el argumento. Puesto que es cierto, aunque solo superficialmente cierto, que la libertad del hablante del euskera se ve limitada por el hecho de que otros ciudadanos no conozcan su idioma. Pero esta constatación no nos lleva por sí sola muy lejos: la realidad física y social limita constantemente nuestra libertad en cualquier ámbito de la vida. La libertad de utilizar una carretera está limitada por el uso que los demás hacen de ella y que puede atascarla. La libertad de buscar pareja está limitada por la negativa de otras personas a relacionarse con el interesado. La libertad de vender el producto fabricado está limitada por la libertad de los demás de no adquirirlo. Y así sucesivamente. Vivir en una sociedad tiene esa consecuencia inevitable, que la libertad de todos está limitada por la de los demás. Pero para exigir que esa limitación sea corregida o suprimida por medio de la acción coercitiva pública es necesario algo más que señalarla: es preciso demostrar que la limitación es en sí misma injusta porque se trata de una limitación arbitraria impuesta al sujeto y que éste no está obligado a soportar. Lo que nos devuelve al terreno de la filosofía política.

Aplicado al caso hipotizado, el del ciudadano que se siente limitado por el hecho de que muchas personas en su derredor no le entienden ni le atienden en el idioma que utiliza, lo primero que conviene examinar es si ello le causa algún daño. Y puesto que estamos hablando de un ciudadano bilingüe, que puede perfectamente comunicarse en la otra lengua que posee, el daño que experimenta no es el de la pérdida de la comunicación: puede perfectamente acceder a comunicarse solo con cambiar puntualmente de lengua. Lo que pasa es que por motivos expresivos (el valor que asigna a su otra lengua) no quiere cambiar, de forma que ese hipotético daño que sufre afecta solo a su sentimiento y no a su capacidad de comunicación. Aunque es un daño difícil de valorar objetivamente, podemos admitir a efectos de análisis que sufre un cierto dañoAunque no se aborda en el texto, habría también que analizar hasta qué punto la «limitación de su libertad» que sufre el bilingüe deriva de un hecho voluntario o arbitrario del resto de la sociedad, puesto que si la limitación deriva de circunstancias puramente empíricas nadie puede alegar que su libertad está limitada. Nadie puede pretender que la ley de la gravedad limita su libertad de volar, o que la existencia de otras personas limita su libertad de aislarse en soledad cuando pasea por la calle. Esa afirmación es una excentricidad, pues como observaba Isaiah Berlin, la mera incapacidad de conseguir un fin no es falta de libertad política, sino que para hablar de falta de libertad es preciso la intervención deliberada de otros seres humanos que impiden al sujeto la consecución de un fin. Como dijo Rousseau, «la naturaleza de las cosas no nos enoja; lo que nos enoja es la mala voluntad» («Dos conceptos de libertad», en Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1.996, pg. 192)..

Para evitar este daño sentimental, el bilingüe exige que el gobierno obligue a todos los demás ciudadanos a aprender su idioma, que les haga bilingües a todos. Ello supone un costo social elevado y, sobre todo, una intervención coactiva sobre los ciudadanos para obligarles o estimularles para que se hagan bilingües. Ahora hablamos de daños mucho más concretos y evaluables: inversión de tiempo y dinero, público y privado, limitación de la libertad de los otros, etc.Sin olvidar un importante coste adicional que, por norma general, no se menciona nunca entre nosotros: que la exigencia del bilingüismo personal cierra el mercado de trabajo vasco al resto de los españoles, y les niega por tanto las bases mínimas de la libertad de desarrollo personal. Claro está que a quien razona en los términos exclusivos y solipsistas de una comunidad nacional reducida, como hace Patxi Baztarrika, ello no le causa ningún problema: los españoles están excluidos de nuestro mercado laboral por motivos lingüísticos como lo están los alemanes o los lapones; pero para los que entienden que su comunidad de referencia es España resulta imposible de admitir esta exclusión, practicada sin otra razón que el sentimiento ofendido del vascohablante.. Este daño objetivo concreto es lo que habría que poner en un platillo para que desapareciese el daño subjetivo sentimental del vascohablante. Poca duda puede caber de que no existe adecuación ni proporción de ninguna clase entre ambos daños, por lo que malamente puede justificarse que para ahorrar al bilingüe el inconveniente de cambiar de idioma en ocasiones se obligue al resto de la sociedad a hacerse permanentemente bilingüe.

Y, lo peor del caso, es que ni siquiera con ese sacrificio desmesurado y desproporcional se garantizaría la satisfacción del bilingüe. Porque podría muy bien suceder que, por motivos perfectamente simétricos a los suyos (e igual de respetables) el castellanohablante reconvertido en bilingüe se negase a cambiar puntualmente de idioma y se mantuviera en el suyo nativo. Puesto que, no se olvide, si conceptuamos como daño para un bilingüe el verse obligado a cambiar de idioma, tal daño existiría para todos.

Lo cierto es que la idea de que la libertad de usar siempre uno de los dos idiomas que posee el bilingüe podría llegar a justificar el imponer a los monolingües la obligación de adquirir otro idioma es tan patentemente desproporcionada y excesiva que no merece dedicar más espacio a su refutación.

Por su parte, cuando nos acercamos a la idea de igualdad o equidad como justificativa de la política lingüística tropezamos con una primera confusión: ¿de la igualdad de qué o quiénes estamos hablando? Porque no es lo mismo tratar de la igualdad de las lenguas que de la igualdad de los seres humanos como seres locuaces. Las lenguas no son iguales, sino todo lo contrario, son esencialmente desiguales. Pero, en cualquier caso, son objetos inanimados a los que no puede aplicárseles la noción de igualdad en su sentido moral o jurídico. Solo a las personas puede aplicárseles ese valor.

La igualdad justifica la intervención del gobierno para corregir una situación de hecho desigual en una democracia liberal tipo cuando, y solo cuando, esa situación implica que algunos ciudadanos no disfrutan de los mismos derechos y oportunidades que los demás a la hora de acceder a las oportunidades sociales y vitales (el mercado de trabajo, la educación, los servicios públicos, etc.). Es decir, que su posición de partida en la vida está limitada o empeorada por relación a otros porque no disponen de las mismas chances. Para corregir esta situación el gobierno puede intervenir con medidas de promoción y corrección, incluida la llamada discriminación positiva. En el terreno en que ahora nos movemos, estas ideas exigen comprobar si en la sociedad vasca existe efectivamente un grupo de personas que, por motivos lingüísticos, tiene limitada su capacidad de acceso a las oportunidades vitales. Si así fuera, estaría justificada una política correctora a su favor.

Pues bien, resulta que el grupo de ciudadanos bilingües no solo no tiene limitada por serlo ninguna capacidad de acceso, sino que más bien está favorecido en esas capacidades precisamente por su bilingüismo. Si hay un grupo lingüístico desfavorecido entre nosotros, ese grupo es el de los monolingües. Este dato es tan patente que no merece más profundización.

¿Cómo entonces podría justificarse en el valor de igualdad de acceso a las chances vitales una política de favor que lo es, precisamente, hacia los que gozan de mayores chances? De ninguna manera. Enunciarlo es un puro despropósito.

La única manera de sacar provecho argumentativo de los valores de igualdad, discriminación positiva, equidad, y similares en esta materia es aplicándoselos a las lenguas, no a las personas. Solo substituyendo a los sujetos morales reales (las personas) por los sujetos ficticios (las lenguas) tiene sentido emplear aquellos conceptos. Y este es el error en que, una y otra vez, recae Patxi Baztarrika: aplicar conceptos morales a las cosas, tomarlas como sujetos morales en lugar de lo que son realmente, objetos inertes. Lo que hace es reclamar la «igualdad… de las lenguas», el «reparto equitativo… entre las lenguas», la «discriminación positiva… a favor de las lenguas», la «democracia… de las lenguas», y así sucesivamente. Pero tal forma de argumentar es recaer de nuevo en el vicio radicalmente inválido de personificar las cosas, de juzgar a las lenguas como entes orgánicos dotados no solo de vida, sino incluso de personalidad moralLa crítica a Baztarrika se extiende, claro está, a toda la vigente política lingüística que se practica en España y que ha sido avalada por el Tribunal Constitucional (a pesar de que no era la más congruente con la Constitución) porque su fundamento no es el respeto a los derechos lingüísticos personales sino el principio de que son los territorios los que tienen derecho a equilibrar el conocimiento y uso de las diversas lenguas existentes (tanto la española como las vernáculas) hasta que finalmente se arribe a una situación de igualdad de conocimiento y uso entre ellas (la llamada “normalización”). Son repetidas las decisiones del Tribunal Constitucional que legitiman como fin último de las políticas autonómicas el de reparar la injusticia del pasado y el de equilibrar el uso de las lenguas (por todas TC 23.12.1004, núm. 710). Para más amplia referencia ver  Ramón Punset, “Lenguas y Constitución”, Iustel, Madrid, 2007. Solo cuando, en algunas ocasiones, el Tribunal siente que una política autonómica concreta está poniendo en peligro el uso de la lengua española, entonces, reacciona. No lo hace por respeto a los derechos lingüísticos de las personas afectadas, sino por su voluntad de proteger a la otra lengua. Nacionalismo implícito..

¿Cómo lo decía Joshua Fishman, el lingüista tan admirado por Baztarrika? Lo decía muy exactamente: «Donde la teoría es débil, florecen las metáforas». Pues eso.

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