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El crítico en tiempos de indigencia

Escritos críticos (1953-1978)

PAUL DE MAN

Visor, Madrid

Trad. de Javier Yagüe Bosch

288 págs.

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El nombre de Paul de Man (1919-1983) evoca, llegado el caso, la figura un tanto excéntrica del pontífice norteamericano de la crítica deconstructiva «inventada» y propagada desde Europa por J. Derrida. Lo cierto es que era un belga de familia flamenca transterrado y que lo de pontífice fue un fruto otoñal que sus seguidores y sus perseguidores se encargaron de cultivar. La suya fue una de esas vidas en las que el empeño imprevisto del self-made-man y la precariedad del sueño americano gozan de un idilio breve y crepuscular, tal vez ya indiferente. De oscuro profesor de idiomas y editor fracasado, pasando por anecdótico recolector de fresas, hasta profesor emérito en Yale (casi in extremis), Paul de Man llegó a ser sin remedio el tipo de «intelectual giróvago de la Europa de postguerra»: es decir, tuvo un talento resistente que, sin hacer de la necesidad virtud, sobrevivió tratando siempre de vencer la indigencia intelectual propia y ajena. En cierto modo, el carácter tentativo y fragmentado de sus obras más conocidas, como Blindness and Insight, Allegories of Reading y The Resistance to Theory, de las que hay versión española disponibleMe refiero a las traducciones más o menos recientes de: La resistencia a la teoría, Madrid, Visor, 1990; Visión y ceguera. Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea, Puerto Rico, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1991; Alegorías de la lectura, Barcelona, Lumen, 1993. Sobre la figura y la obra de Paul de Man contamos en español con el libro de J. Derrida: Memorias para Paul de Man, Barcelona, Gedisa, 1989., algo tiene que ver con la existencia inquieta e itinerante que llevó su autor.

La reciente traducción de los Escritos, nada casual, publicada por Visor incorpora la introducción a la vida y obra de De Man realizada por Lindsay Waters para la edición original. El ensayo de biografía intelectual de Waters ofrece las claves esenciales de la obra crítica demaniana y de sus engarces en un contexto histórico postbélico donde la literatura y el pensamiento no eran sino formas, por lúcidas y auténticas que se pretendieran, de una experiencia de destrucción. El Hegel redivivo por intercesión de Kojève e Hyppolite, el Husserl de la Krisis, un Heidegger omnivorado por tirios y troyanos y el Sartre que todo lo pudo constituyen referencias sin las que la obra crítica de De Man resulta poco menos que incomprensible. No falta en la introducción, como era de esperar, el tratamiento, penoso y remordido, que Waters hace del nacionalsocialismo cultural (curiosa inculpación exculpatoria) demaniano: «El joven Paul de Man era un nacionalista cultural. En algunos de sus escritos para Le Soir y Het Vlaamsche Land adoptó una forma de esteticismo nacional que era cómplice del nacionalsocialismo. No podemos eludir este hecho desagradable y deplorable» (pág. 17). Si De Man hubiera dedicado sus días a la horticultura, «el hecho» habría sido igualmente deplorable, pero no ineludible su enjuiciamiento y ensañamiento públicos. Por lo demás, eximir de un pecado de juventud o condenar el todo por la parte de una vida son dos modalidades de esa perversión autorizada como buena conciencia intempestiva de la posteridad.

Corresponde a Paul de Man el mérito de haber creado una de las obras de teoría crítica más invocadas (por panegiristas y detractores entusiastas), menos frecuentadas y peor comprendidas de la segunda mitad del siglo XX . Los Escritos críticos de De Man, que fueron recopilados y editados tras su muerte, describen la formación –fragmentaria pero tenaz, episódica pero consecuente– de un pensamiento teórico que, estribado siempre en los límites que median entre filosofía y literatura, sigue el curso múltiple que lleva a la abolición de tales límites. Estos Escritos forman un libro de ensayos cuya unidad se sigue de su carácter póstumo, lo que no significa ponderar un dato accidental (si es que la muerte puede calificarse de semejante modo), sino considerar el hecho de que la obra adquiere «unitariamente» el sentido retrospectivo de una suerte de Bildungsbiographie. Y como todo libro póstumo donde la intención del autor yace encriptada, Escritos críticos interpela al lector con una seriedad y una ironía testamentarias que, tratándos de De Man, no hacen sino abundar en la pretensión modesta y a un tiempo exigente de toda su obra: la de una lectura atenta, sin concesión a lo consabido, vigilante.

Los textos reunidos en los Escritos, ya sean breves reseñas de libros y escritores que después han sido más o menos importantes (Sarraute, Malraux, Heidegger, Borges, Bloom, Derrida…), o ya ensayos de mayor calado sobre la literatura y la filosofía modernas, evidencian el sentido de la preocupación constante de la obra demaniana: el interés por la lectura como acto en cuyo proceso tienen lugar la clausura y la liberación de todo pensamiento crítico, reflexivo en la medida en que la interpretación y el texto interpretado insisten en reconocerse en la conciencia de la mediación impuesta por el lenguaje, en la dependencia y diferencia respecto de lo leído que cualquier lectura intenta reprimir. Lo que esta «represión» trata siempre de encubrir es la crisis que conduce la pretensión de comprender eludiendo o negando las contradicciones que la propia comprensión genera. Las lecturas cuidadosas de De Man, emparentadas con las de los new critics norteamericanos y afiliadas después a la práctica hermenéutica de la deconstrucción derrideana, no se deben a un celo filológico profesional o a un detallismo cortés para con los textos abordados, sino al requisito reflexivo que traspasa toda la producción del autor. Ese requisito, anclado en la interpretación del lenguaje y la literatura, se enfrenta a cuestiones tan abrumadoras –al menos para un crítico literario al uso– como la subjetividad y la temporalidad. Lo fácil habría sido tomar la literatura como sucedáneo representativo o «manera estética» de expresar existencialistamente la existencia. Sin embargo, De Man sigue el camino más árido: el de interpretar epistemológicamente el lenguaje literario, y con él la subjetividad y la temporalidad.

El De Man de los Escritos afina sus contagios existencialistas a través de una interpretación de la literatura moderna que tamiza críticamente sus influencias mostrándolas en el modo de un pathos histórico indisociable del «pensamiento ominoso» de postguerra. Las sombras –ya entonces en trance de ser totémicas– de Bataille, Blanchot o Leiris arrojan tácita o expresamente sobre los ensayos demanianos la temática de la separación, la muerte y la temporalidad que la lectura heideggeriana de Hegel extendió a toda tentativa de escritura y de pensamiento. Por lo demás, la Carta sobre el humanismo (1947) de Heidegger había hecho del existencialismo sartreano, de su apología humanística à la page, poco más que una repesca de un atavismo metafísico sazonado de modernidad, y poco menos que una recreación filosóficamente retrógrada. De Man, lejos pese a todo del exhibicionismo místico de Bataille y del estilo abismado y espeso de Blanchot, concibe la obra literaria como la inscripción de la conciencia escindida, la forma de la negación y abnegación interiores que fundan la experiencia temporal, y con ella la crisis y el impulso al conocimiento que ésta promueve.

A su modo, los ensayos de De Man son también un producto de la literatura y el pensamiento románticos. De ahí su interés por un «precursor» como Rousseau y su insistencia en revisitar la gran poesía romántica y consiguiente (desde Hölderlin o Keats hasta Mallarmé o Yeats). Dada esta afinidad crítica, los problemas del sujeto y de la experiencia histórica de la temporalidad, más que ofrecérsele como asuntos posibles, se le impusieron por sí solos. Se requiere, eso sí, un talento inadaptable e incómodo como el que tenía De Man para darse cuenta de que la literatura es el lenguaje crítico par excellence, es decir, la forma de conciencia más empeñada en ocultar la crisis constitutiva en la que toda conciencia termina por reconocerse. Sirva de ejemplo el ensayo «Montaigne y la trascendencia», donde De Man, so pretexto de indagar en la subjetividad cívica que sustenta la escritura burguesa y «privatista» del autor francés, destaca las consecuencias a que puede llevar la pretensión de conocimiento, y más aún la intención de conocerser uno mismo. La tentación de conocer, basada en la satisfacción de un extraño deseo, implica una intención que contradice de raíz lo que parece pretender el sujeto de conocimiento: «En todo acto de conocimiento hay una profunda grieta que conduce a un dilema insoluble: su objeto sólo puede ser conocido si deja de existir el agente que conoce (la conciencia cognitiva). Sin este sacrificio; no puede existir un conocimiento verdaderamente objetivo» (pág. 86). Por eso Montaigne recuerda que el conocimiento es una acción peligrosa, pues en ella queda amenazada la supervivencia misma del sujeto, lo que en el caso de una escritura supuestamente autobiográfica, literaria o poética conduce a un abismo si cabe más profundo: el de la interioridad donde la conciencia encuentra el correlato de la temporalidad y el devenir histórico.

De Man reacciona en textos como «La generación de la interioridad», «La tentación de la permanencia» y «El devenir y la poesía» contra la vieja e intangible idea que ve en la literatura –y sobre todo en la poesía– una custodia de verdades eternas o una forma de conciencia intemporal en el lenguaje. Antes bien, la poesía sería la forma de una «intensísima concentración mental» o de un fortalecimiento de la conciencia que busca todo lo que proporcione lucidez sobre sí misma, aun a riesgo de que esa clarividencia incluya la propia ceguera o debilidad. Para De Man la poesía no preserva ninguna verdad original ni definitiva ni se hunde en el éter nihilista de una conciencia pura, sino que manifiesta la subjetividad y la temporalidad históricas como la tensión extrema entre toda intención de plenitud (de conocimiento y autoconocimiento) y toda experiencia de inanidad o de conflicto con lo exterior. Las ideas literarias demanianas incluyen también un interés constante y relativamente velado por el carácter histórico, ideológico y político de la conciencia poética. El tratamiento que hace de la interiorización y la subjetividad reconduce, en última instancia, a la cuestión palpitante (por embalsamada que nos resulte ahora) del compromiso del escritor con la realidad, con su tiempo o, dicho mayúsculamente, con su Historia. Cuando De Man se refiere en su ensayo sobre la generación de la interioridad a la literatura política escrita en los años treinta por autores como Malraux, Jünger, Pound y Hemingway, destaca el destino irónico de unos escritores cuyo compromiso político terminó a su vez por comprometerlos, dada la fragilidad o la mala conciencia de sus convicciones, en la tarea de «arrancar esa página de sus vidas», como si hubieran tenido que renegar de una aberración momentánea. En lo que concierne al balance estético, el escritor partisano tampoco queda en muy buen lugar: «Todos estaban profundamente comprometidos en la defensa de determinados valores estéticos que habían heredado de sus antepasados simbolistas, pero al lado, por ejemplo, de Proust, James y Rilke, sus obras parecen esfumarse en la banalidad y la imitación».

Para De Man el sentido ideológico y la actividad política de la literatura no pueden consistir en los esfuerzos del escritor por tomar decisiones sobre su tiempo, o en tomar partido dentro de un tiempo histórico que respecto de la creación literaria sigue un curso acaso inaprensible y enajenador. Desde esta perspectiva, lo que se ha llamado «compromiso» bien podría ser al fin un modo de alienación literaria. Por eso los Escritos demanianos recelan de actitudes que, como las de un Sartre o un Camus, como la de él mismo en otro tiempo cuya página quiso tal vez arrancar, emplazaban a un trato del escritor con una realidad que convierte la literatura en falsa promesa, en conciencia literaria en peligro de mistificación. La adhesión demaniana cae del lado de una interioridad que contrasta de raíz con el recurso a los aspectos colectivos e históricos de la realidad para eludir los problemas de la conciencia individual propia. Esta idea aparece en una nota marginal –citada por Waters– de la tesis que De Man escribió en 1960 sobre Mallarmé. En efecto, Mallarmé fue para él un héroe poético (casi en el sentido de Carlyle que Carlyle no entendería), un escritor que se dio cuenta de que para asistir al tiempo que a uno le ha tocado en suerte es inevitable comenzar por una total interiorización, «no por indiferencia hacia la historia, sino porque la urgencia de la preocupación que uno tiene exige una lúcida comprensión de sí mismo; una vez conseguida esta comprensión, la acción se seguirá por sí sola».

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