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Las voces ancestrales del nacionalismo vasco

El bucle meláncolico. Historias de nacionalistas vascos

JON JUARISTI

Espasa Calpe, Madrid, 1997

Premio Espasa de Ensayo

392 págs.

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Jon Juaristi tenía acreditados sus méritos como historiador, estudioso de la literatura, ensayista y creador literario. Le faltaba, sin embargo, intentar fundir todas estas facetas de su personalidad intelectual en una misma obra. En esta fusión radica la originalidad fundamental de El bucle melancólico, un intento de explicar una parte de la historia del nacionalismo vasco desde la perspectiva de un hombre de ideas que ha sentido también, en algunos momentos de su vida, la inmediatez de poderosas «voces ancestrales».

El punto de partida de la mirada del autor es la identificación de unas constantes en el nacionalismo vasco que irían desde la literatura foralista inicial a los ideólogos «abertzales». La primera de esas constantes sería el ininterrumpido empeño por interpretar la historia vasca como el tránsito fatal del paraíso originario al desierto. En íntima conexión con ello, habría que subrayar también el deseo de transformar una historia harto complicada en un imaginado oasis de paz, al fin imposible por una larga sucesión de derrotas y de traiciones en las que siempre se hace visible la larga mano española. La tercera de aquellas constantes no sería otra que el peso de una melancolía siempre dispuesta a crear los agravios proporcionados a sus trágicos impulsos.

Sobre la base de este esquema pasa revista en el primer capítulo a algunos precedentes del nacionalismo sabiniano. El pintoresco personaje que fue J. A. Chaho, al que ya antes había concedido Juaristi su atención, es objeto de una divertida aproximación en la que, sin embargo, acaso puedan verse algunos rasgos en exceso caricaturescos. Igualmente sugerente son las dos breves aproximaciones a dos personajes de la cepa foralista que tan intensamente conoce el autor: Navarro Villoslada y, especialmente, Vicente de Arana. Creo que acierta plenamente Juaristi al subrayar en este tipo de literatura el peso del patriotismo dual, vasco y español, una circunstancia de la que se apercibiría prontamente un nacionalismo sabiniano obligado por ello a marcar sus distancias con los «hijos de Aitor».

El primer capítulo sobre Unamuno resulta espléndido. El interés que Juaristi ha prestado a lo largo de su vida al escritor bilbaíno se condensa en unas páginas capaces de dar cuenta de la compleja relación unamuniana con una realidad vasca cuya influencia nunca le abandonó. Algo más discutible resulta para el lector no habituado a los arcanos de la crítica literaria el capítulo dedicado a «El bardo de Hendaya». Se analiza en él una poesía unamuniana en la que no son del todo obvias las implicaciones políticas apuntadas por el crítico.

Uno de los capítulos más polémicos del libro es sin duda el dedicado a la personalidad de Sabino Arana ( «Tartarín en Vizcaya»). Cierto que hay en él crueldad e ironía, ambas cosas generosamente facilitadas por la inagotable cantera que resultan a este respecto los textos sabinianos. Siguiendo las agudas observaciones de Antonio Elorza, Juaristi pone énfasis en las influencias jesuíticas de Arana; unas influencias, por cierto, que le permiten alimentar el hallazgo literario de la presencia de los grupos de ex colegiales (del Instituto de Bilbao, de los jesuitas de Orduña, de los escolapios después) en la vida del nacionalismo vasco. Jesuitismo, integrismo, xenofobia y desprecio por la historia no le impiden ver la otra cara de un personaje de innegable carisma, que trató de aferrarse a un mundo tradicional sometido a fatal desmoronamiento. Más allá de sus muchas equivocaciones, es inevitable reconocer en Sabino Arana las singulares cualidades de un hidalgo leal a sus más íntimas convicciones. Hay en el padre del nacionalismo vasco una cierta grandeza de perdedor, de «fin de raza», que es difícil de ignorar desde la evocación de nuestro complicado fin de siglo decimonónico. Hasta su visceral y agresivo antiespañolismo podría serle disculpado si no hubiera venido acompañado de un miserable «antimaquetismo» que tan bien supo diagnosticar en el momento Miguel de Unamuno.

El capítulo dedicado a las «Neolenguas», además de otros méritos intrínsecos, tiene el interés de apuntar uno de los rasgos más insoportables del nacionalismo vasco: su intento de constituirse en guardián y depositario exclusivo de una cultura vasca que siempre ha tenido valiosos cultivadores en hombres del país que no compartían el proyecto nacionalista. En «La vieja que pasó llorando» se aproxima Juaristi a la incidencia del mito irlandés en la vida del nacionalismo vasco y a la interesante personalidad del «escribiente radical» que fue Elías Gallastegui. Este dirigente nacionalista, antecedente legítimo del «abertzalismo» de los sesenta y los setenta, manifiesta los riesgos de un nacionalismo vasco popular, siempre más amenazante, por su intransigencia e intolerancia, que el genuino nacionalismo de corte burgués. En Gallastegui se hace visible el arranque de una revisión de la teoría del maqueto. Puesto que la realidad social hace inevitable la coexistencia con el pluralismo cultural, el nacionalismo tiene que enfrentarse a la necesidad de incorporar o, cuando menos, neutralizar, a significativos sectores de la población ajenos al tronco racial vasco. El «maqueto bueno», del mismo modo que el «maqueto agradecido», son correcciones al modelo sabiniano apuntadas por Gallastegui y que andando el tiempo habrán de desarrollar ETA y el conjunto del movimiento «abertzale».

«La guerrilla imaginaria» constituye, en mi modesta opinión, el mejor de los capítulos del libro. Es espléndido el retrato de Federico Krutwig, el hombre con el don de lenguas y maneras cosmopolitas siempre bien recibido por unos nacionalismos subestatales deseosos de demostrar un universalismo capaz de saltar por encima de los límites del Estado. Todavía resulta más meritoria la semblanza de Jean Mirande, un personaje que parece escapado de las memorias de Cansinos Assens. Los penetrantes retratos de Álvarez Emparanza y Xabier Arzallus cierran esta galería de nacionalistas de postguerra. El último capítulo acusa un tono todavía más personal que el resto de la obra. Se trata ahora de aproximarse a la ETA que conoció el autor. El «grupo de los escolapios» y la personalidad de J. Echevarrieta ocupan al respecto el lugar protagonista. Finalmente, se hace eco el autor de la tragedia de Ermua. Es en este momento cuando escribe las palabras más duras, no por ello menos penetrantes, del libro, al ver a Miguel Ángel Blanco como el objeto de «la prometida represalia contra el maqueto insumiso».

El que se trate de un libro que tiene mucho de excepcional no quiere decir que sea un libro inmune a la crítica. Por lo que hace a las cuestiones realmente importantes a este respecto, me atrevería a señalar cuatro. Juaristi plantea en su introducción que es la crisis del Imperio español (de lo que queda del Imperio), el auténtico motor de los nacionalismos periféricos españoles. Hay que alejarse por tanto de las explicaciones al uso en torno a los efectos directos e indirectos del industrialismo. Es, sin duda, la coyuntura abierta por la crisis finisecular la que potencia el «cambio de bandera» de un significativo número de catalanes y vascos. Pero si las cosas se acabasen aquí, Juaristi tendría que revisar buena parte de lo que luego va a escribir en torno a la literatura foralista, Unamuno o el propio Sabino Arana. Pienso que el autor debía haber formulado su tesis de modo más prudente. Son el industrialismo y sus complejos efectos los que explican el surgimiento de los primeros nacionalistas vascos. Pero serán las consecuencias del 98 las que conviertan a un grupo minoritario y hasta marginal en el embrión de un auténtico movimiento político. Industrialismo y crisis del 98 resultan al fin factores complementarios en la vida del nacionalismo vasco.

No me parece, en segundo lugar, que Sabino Arana haya sido objeto de culto compartido por alguna generación vasca, con inclusión de la generación del autor. Juaristi, tan cuidadoso siempre en la distinción entre vascos y nacionalistas vascos, hace en este caso una concesión injustificada a la vocación hegemónica de los herederos de Sabino Arana. En tercer lugar, y alcanzadas las últimas décadas del franquismo, da la impresión de que el autor asume, cuando menos tácitamente, otra desmesura de la tradición nacionalista: el protagonismo de hecho que la primera ETA y sus aledaños habrían tenido en la oposición antifranquista vasca. Bien está que, quien lo desee, justifique y, mejor todavía, explique su pasado. Pero no es indispensable que ello pase por la más o menos explícita descalificación de una oposición democrática española que, con todas las limitaciones que son al caso, tuvo una manifestación en el País Vasco tan importante o mayor que la representada por el viejo y el nuevo nacionalismo. En cuarto y último lugar, resulta algo exagerada la visión de Unamuno como un seminacionalista vasco al que todos habríamos confundido con un nacionalista español.

El bucle melancólico, además de todo lo señalado, resulta también un alarde de buena y bien traída erudición. En este terreno, sin embargo, me atrevería a señalar tres observaciones relativas al primer capítulo. El bibliófilo navarro don José María Azcona fue un notable conocedor del carlismo, pero no creo que fuera, como dice Juaristi, un carlista; de hecho, su principal actividad política consistió en ser diputado liberal por el distrito de Tafalla. Es verdad que don Arturo Campión manifestó oscilaciones significativas en su trayectoria política, pero no da la impresión de que sus simpatías por Castelar fueran significativas. Acaso lo fueron más, siempre en su juventud, por un republicanismo federal que después sustituiría el polígrafo navarro por un fuerismo no incompatible con el federalismo. Por último, y como en ocasiones sucede con las erratas menos llamativas, ha pasado todas las numerosas lecturas previas la referencia a un «tercer» Imperio francés con relación al presidido por Napoleón III. Jon Juaristi era un bien conocido escritor y estudioso en las letras vascas en particular y en las españolas en general. Pero no es arriesgado predecir que, a partir de este libro, se ha asegurado con méritos sobrados un lugar de honor en la nómina de los grandes ensayistas de lengua castellana.

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