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Edmond Jabès o una poética del exilio

El libro de los márgenes I.Eso sigue su curso

EDMOND JABÈS

Trad. de David Villanueva Arena, Madrid

105 págs.

10,50 €

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La posición del escritor siempre es excéntrica. Su escritura crece en los márgenes. Edmond Jabès (El Cairo, 1912-París, 1991) nació en Egipto, pero en la época del nasserismo su condición de judío lo obligó a exiliarse en París. Su educación en un colegio católico francés evitó la tensión de adaptarse a otra lengua, pero no pudo extirpar el sentimiento de exclusión. Su exilio, que comienza a insinuarse durante su militancia antifascista, cuando el avance de Rommel lo fuerza a refugiarse temporalmente en la Palestina británica, se perfila muy pronto como una elección, como una resistencia tenaz a enraizarse. En 1957, se establece definitivamente en París. Su amistad con Max Jacob desempeña un papel esencial en la constitución de su identidad como escritor: «Me ayudó a ser yo mismo. Es decir, diferente». Su proximidad a la poética surrealista no desemboca en la asimilación de su estética. Sólo «la urgencia de la acción directa» logra persuadirlo de la necesidad de integrarse en un grupo, pero ese imperativo sólo se manifiesta en su posición política, que nunca se apartará del compromiso con la libertad, «un viento que sopla tan fuerte como la locura». Esa actitud justifica su perspectiva crítica hacia el sionismo, sin incluir la descalificación del Estado israelí, una necesidad histórica que ofrece al fin un hogar al pueblo judío, pero que pervierte su esencia, esa itinerancia que ha preservado su diferencia, su condición de eterno disidente en lo estético, lo político y lo ontológico. Expulsado de Egipto por Nasser, comprende sin embargo su beligerancia contra Israel. Esa ambivalencia está en el origen de una permanente referencia a Dios que convive con un ateísmo impregnado por la lectura de la Biblia y el Talmud. Su infancia en un hogar sefardita le proporciona un vasto conocimiento del pueblo del Libro y una inevitable sensibilidad hacia el Holocausto, una tragedia que trasciende el marco histórico para convertirse en una categoría cultural.

Su formación culmina con varias estancias en el Sahara. «El desierto fue para mí el lugar privilegiado de mi despersonalización». En medio de la nada, comprende la necesidad de trascender el yo. La identidad sólo es una suerte de cautiverio. Además, no se corresponde con la verdad, pues el otro también forma parte de nosotros. Auschwitz emerge de la incapacidad de asimilar la alteridad. Alejarse de uno mismo es la mejor forma de reencontrarse. El desarraigo es el único medio de reconciliarse con lo que uno es. Jabès se siente más cerca de la cultura francesa en El Cairo que en París. El sino del poeta se confunde con el del judío. Ambos se constituyen en un nomadismo interminable. Ambos no conocen otro hogar que el libro, pero el libro no es una realidad física, sino la clave del universo, que sólo puede entenderse como escritura. El mundo habla y el poeta escucha. El mundo se escribe y las palabras testimonian su verdad, una verdad muy alejada de la noción de certeza. «Mis libros –advierte Jabès– devienen ilegibles si se busca en ellos una certeza». Jabès es un escritor prolífico y escasamente traducido a nuestro idioma. En su blanco principio, El libro de las preguntas, El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha, Del desierto al libro (una entrevista realizada por Marcel Cohen), Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato y El librode los márgenes I. Eso sigue su curso, son algunos de los títulos a los que puede acceder el lector español. Esta relación no pretende ser exhaustiva. Es probable que omita alguna traducción, pero en cualquier caso es suficiente para penetrar en el universo de Jabès, un poeta que pertenece a la tradición de Kafka, Nietzsche o Cioran, autores con los que comparte la predilección por el aforismo y la tendencia a mezclar filosofía, poesía y reflexión teológica (o, por utilizar la expresión de Bataille, ateológica).

Se puede acusar a Jabès de hermetismo y redundancia, pero el análisis de los textos disuelve esta objeción. Jabès se inscribe entre los pensadores y poetas que cuestionan la pertinencia del yo, apuntando la necesidad de que «el autor se borre ante la obra». En este sentido, se aproxima a la hermenéutica de la escucha, que repudia el protagonismo del yo como matriz de la creación artística. «La identidad es un engaño. Somos aquello que devenimos». El poeta es la caja de resonancia del mundo. Sus palabras son un lenguaje sobrepuesto al lenguaje de las cosas. La metáfora del libro impugna la concepción humanista del hombre como único agente de sentido. Al interpretar el mundo como un Texto, adoptamos una disposición que nos hace más receptivos al otro, una realidad que deviene pero cuyo rostro es un absoluto moral. Es la lección de Levinas, que asimila Jabès. El otro siempre nos concierne. Su aparición demanda nuestra hospitalidad. «Acoger al otro por su sola presencia, en nombre de su propia existencia, únicamente por lo que representa. Por lo que es». Esa hospitalidad es la que infunde en la escritura una apertura esencial. Escribir es una aventura, una indeterminación que se transforma en letra muerta cuando desemboca en una conclusión. Jabès no cree en las respuestas. Cada vez que aparece una respuesta surge otra pregunta. Esa incertidumbre es inherente al gesto creador. «Donde no hay riesgo, no puede haber escritura». El riesgo no es una vivencia traumática, sino una elección enriquecedora, que impide «la unidad-identidad determinada de una vez para siempre». La angustia neutraliza la tentación de enclaustrarse en la indigencia de ese yo condenado a repetir las señas que lo definen, corroborando una y otra vez las expectativas de los otros y frustrando la posibilidad del asombro, de lo inesperado, que es la esencia del decir poético.

La experiencia del desierto no es, según Jabès, muy distinta de la expectación ante la página en blanco. En ambos casos, se produce una situación de escucha, de «extrema escucha». La ilimitada blancura o el espacio ilimitado crean las condiciones en que «la palabra, profana o sagrada, humana o divina, encuentra el silencio para hacerse vocablo». La palabra no es una elaboración del espíritu, sino la expresión del cuerpo. Jabès se aleja de cualquier tentación órficoplatónica, del desprecio ontológico hacia la materia. «El cuerpo es el camino. Todos los caminos parten del cuerpo y nos conducen a él». El erotismo es una forma de conocimiento. El placer es el espacio de encuentro con el otro, el punto de intersección entre dos realidades que se confunden en el mismo espasmo. Despreciar el erotismo es despreciar una llave esencial para la comprensión del otro. Al adentrarnos en otro cuerpo, la realidad se abre y se revela como diferencia. La tradición bíblica nunca ignoró la trascendencia del cuerpo. Sólo la influencia de las doctrinas platónicas inculcó en la teología cristiana el vituperio de lo corporal.

El elogio del exilio conduce inevitablemente al extranjero. El extranjero no es un extraviado, sino «aquel que te hace creer que estás en tu casa […]. El extranjero te permite ser tú mismo al hacer de ti un extranjero». La condición de extranjero es la esencia del judaísmo. Es el eterno paria, el que está de más. El antisemitismo o, en general, cualquier forma de racismo, expresa la perplejidad del hombre ante sí mismo. El «musulmán» (el deportado que había perdido la esperanza de sobrevivir en el sistema de campos de la dictadura nazi) es un hombre anulado, el triunfo definitivo de una política orientada a suprimir los matices. El totalitarismo es una reivindicación del hombre unidimensional, que no se desdobla ni conoce las contradicciones. Hay un fondo de ingenuidad que explica su carácter utópico, su nostalgia de lo elemental y sencillo. El odio al extranjero es, según Jabès, una expresión de odio hacia uno mismo, de intolerancia ante la complejidad de nuestros afectos. Por eso es bueno experimentar el exilio, vivirse como extranjero, descubrir la necesidad del reconocimiento, la trascendencia de la fraternidad, que es «aceptación de uno mismo por los otros».
 

El libro de los márgenes I. Eso sigue su curso es una obra que cumple con la exigencia de despersonalización aprendida en el desierto. Jabès se anula a sí mismo, mezclando su voz con las de Blanchot, Derrida, Bataille, Levinas o Roger Caillois. Si el universo es un Libro, no hay una escritura personal, sino fragmentos a la deriva que se encuentran y se separan. Aunque no se modifiquen los signos, los textos nunca son los mismos. Cambian con cada lectura. Son como olas que arrastran «sangre y esperma» (pág. 41). El tiempo no transcurre, se escribe. Las palabras no inventan las cosas, pero el ser, entendido como una trama de sentido, no existiría sin su concurso. El poeta es un ojo que infunde vida en lo inerte y trasciende lo percibido, reconociendo correspondencias y oposiciones, identidades y diferencias. Hay en los textos de Jabès un planteamiento fenomenológico que se esfuerza en captar la esencia de la piedra, de la duna, de la huella en la arena. «Mundo de la escritura donde se levanta y se acuesta el mundo» (págs. 34-35). Las cosas se oscurecen e iluminan con las palabras, que merodean a su alrededor, procurando esclarecer su verdad. Ni el conocimiento ni la expresión engendran lo real, pero sin un ojo que lo perciba el mundo se apaga. La palabra y el ser se necesitan mutuamente. Dios necesita al hombre, que es su testigo. Es lo inefable, pero también es el Verbo. Platón desconfía de la escritura, pero su escepticismo no renuncia a escribirse. No hay nada fuera de la escritura. No hay más allá, pues el universo es un libro y cuando no transitamos por sus páginas, «habitamos su ausencia» (pág. 42), esa escritura invisible, borrada o tachada, al margen de la cual no hay antes ni después. Incluso la muerte, el no-ser «encuentra su apogeo donde todo aún queda por decir» (pág. 43), en la inminencia de una escritura extinta, pero a punto de reiniciar su vuelo. El mundo se realiza en el lenguaje, pero el lenguaje es silencio y expresión, plenitud y vacío.

Jabès habla de éxtasis místico, utilizando el concepto lacaniano de goce, donde el placer está contaminado por el sufrimiento. Lo numinoso siempre está asociado al temor. El judío percibe el aspecto terrible de la divinidad, su cólera inextinguible. Jabès cita a Blanchot para recordar el dolor inherente al conocimiento. Es «como si se nos prestara el conocimiento para conocer lo que no podemos soportar conocer». La conciencia desciende del pecado. Es el horrible tributo que pagó el hombre por desoír el mandato divino, por acercarse al árbol de la ciencia y comer sus frutos. El conocimiento produce placer, pero es un placer agónico, fatal, no muy alejado de la pasión de esas heroínas de Mme. Staël, conscientes de que su vida está condicionada por el ser amado. «Su defección –escribe Jean Starobinski–, qué digo, su sola distracción condenaría a la nada al ser que se hubiese confiado a él. En el extremo de la abnegación se anuncian por tanto el sacrificio y la muerte consentida, pero se sospecha que ésta es el arma última del deseo posesivo, de la avidez captadora» (págs. 100-101). Dios es el amado, el objeto de la experiencia mística. Nos da el ser, pero su existencia está subordinada al testimonio del hombre que le ofrenda sus palabras.

José Ángel Valente tradujo algunos textos de Jabès y escribió unas breves y esclarecedoras páginas sobre su obra, que ubicaban el espacio de la poesía en el límite de lo posible. El poeta pretende decir lo imposible. Por eso su escritura es teofanía, revelación de lo sagrado. Esa tensión hacia lo infinito convivió en Jabès con la reflexión sobre el lugar del hombre. Su elogio del exilio es un manifiesto contra la intolerancia. Auschwitz nos vació de esperanza, pero su recuerdo no deja de alimentar una escritura que fluye hacia el otro, ofreciéndole su hospitalidad. En un tiempo en que regresan los fundamentalismos, conviene releer a un poeta que hizo del desarraigo su única patria.

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