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La paz durante la guerra fría

Alberta tiene un amante

BIRGIT VANDERBEKE

Creizet Emecé, Barcelona

Trad. de Mireia Calvet

151 págs.

1.700 ptas.

Tiempos de paz

BIRGIT VANDERBEKE

Creizet Emecé, Barcelona

Trad. de Mireia Calvet

159 págs.

1.700 ptas.

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Birgit Vanderbeke, nacida en 1956, en Dahme, territorio de la ex República Democrática Alemana, es una de las mejores escritoras surgidas en los últimos años en Europa y, en concreto, junto a la rumana Herta Müller, la checa Libuse Moniková, la austriaca Elfriede Jelinek, la turca Emine Sevgi Ozdamar o la jovencísima autora suiza Zoë Jenny, representa una de las voces más interesantes aparecidas dentro del campo de la literatura alemana actual, y muy en concreto de la literatura escrita por mujeres. La especial característica de Birgit Vanderbeke hasta el momento ha sido la de dinamitar a conciencia, casi siempre utilizando la voz testimonial de los niños, la estructura familiar de extracción pequeñoburguesa. A ello, en su caso, tenemos que añadir la incesante presencia de aspectos concretos de la vida política y civil de la posguerra alemana, que van adornando como telón de fondo el desmoronamiento de esos cimientos domésticos. Un ambiente lleno de temores reales o fantasmales que se acentúa al ser los protagonistas unos auténticos parias dentro de la comunidad «oficial» en la que viven. Es decir: alemanes del Este, alemanes de segunda, implantados por necesidad en Occidente, no por fervor ideológico ni por defensa de las virtudes «aliadas». Unas generaciones en las que aún colea, y muy fuerte, el drama de la división en zonas de influencia, por parte de las grandes superpotencias, y, por otro lado, el monstruo retrospectivo y vergonzoso del nazismo, que condiciona e hipoteca todo gesto y movimiento.

Birgit Vanderbeke se revelaría en 1990 con un devastador e impactante libro, Mejillones para cenar, que ganaría el prestigioso premio Ingeborg Bachmann. En él ofrecía, condensado y fulminante, lo que ya sería conocido, entre sus numerosos seguidores de todas las lenguas a las que iba siendo traducida, como «el estilo Vanderbeke». Es decir: ironía punzante y demoledora; aniquiladoras bombas de relojería dejadas caer aquí y allá a lo largo de la narración; confusión y desconcierto como única base de aproximación a los hechos por parte de los testigos de la Historia; neurosis incontroladas e insostenibles que destrozan como la carcoma todo lo que les rodea y, por fin, una incapacidad, una imposibilidad casi radical de los seres humanos para convivir pacíficamente entre sí, sin guerras solapadas o declaradas, y sin una voluntad de imponerse y de vencer en todo momento a los demás.

Apoyándose en los ojos de los niños, agudizados por la observación en retaguardia de las más triviales y repetidas rutinas diarias, la corrosiva ametralladora verbal de Vanderbeke describe, ayudada por imágenes entre esperpénticas y del realismo más ácido y desencantado, un escenario bélico instalado dentro del mundo íntimo. La ambigüedad de un discurso infantil y perplejo en primera persona es el mecanismo que esta autora ha utilizado en varias de sus novelas para dar la palabra a ingenuidades perversamente ausentes de toda conciencia, pero, a la vez, férrea y sumisamente iniciadas en la práctica del deber cotidiano y de la sobrevivencia. Entre las cuatro paredes cerradas del mundo doméstico, el protagonista es el autoritarismo más intransigente y aterrorizante (venga de donde venga) encaminado a perpetuarse en la vida en común y encaminado también a anular por completo la personalidad de los individuos que viven bajo su yugo. En esa lucha feroz por la hegemonía del hogar, sólo los niños permanecerán unidos, como una familia aparte de la familia oficial. La infancia será el único reducto en el que puedan conservarse y sacarse tenazmente adelante intereses y metas comunes de autodefensa e identificación con los iguales. Dentro de ese sistema de clases instintivas e internas, por un lado estarán las explotadas, sometidas y castigadas víctimas civiles (los niños) sin voz ni voto en unos procesos bélicos manejados por una clase dirigente (los adultos). Por otro lado, estará esa misma clase dirigentes y autocrática, que dicta guerras y promueve conflictos, y que está regida por una estricta disciplina de normas y prohibiciones para mantenerse en el poder.

Estos dos libros de Birgit Vanderbeke, que han tenido como protagonista al núcleo familiar, planteaban de una forma distinta y desdoblada la figura del culpable y corruptor del equilibrio armónico. En el primero, Mejillones para cenar, el tirano del hogar al que se esperaba, y encausaba, en una eterna cena con mejillones a la que nunca llegaría, era el padre. En Tiempos de paz, en cambio, la tiranía que hacía irrespirable e inhabitable el ambiente, que atemorizaba a unos y a otros, era la de la madre. En este caso se trataba de una madre neurótica que con su victimismo y sus constantes amenazas de «llevarse todo por delante» se convertía en una potencial Medea parricida que también enseñaba las garras de la locura al final de Mejillones para cenar («envenenarlos a todos y después paz»).

Polvorín bélico siempre latente, Tiempos de paz, la estupenda novela de Birgit Vanderbeke ambientada en la época de la guerra fría, tiene por protagonistas dos focos de peligros soterrados y en constante e histérica ebullición. Uno es la familia y otro el país donde se vive. Estamos a comienzos de los años sesenta, época de la niñez de la escritora. En 1963 la familia Vanderbeke se trasladó a vivir a la RFA, desde la República Democrática Alemana. Europa gozaba entonces de la fragilidad neurótica de una paz, a todas horas y momentos condicionada por una especie de guerra larvada y mental, la guerra fría. Una situación que se hacía particularmente sensible en la Alemania Occidental y, en especial, en el seno de una familia que acababa de huir del Este. En Tiempos de paz la familia será el alarmante señuelo de la Historia, el polvorín con la mecha siempre a punto de ser encendida. En esta novela, una pareja con dos hijas y un niño algo más pequeño dirime sin cesar sus desavenencias ante los ojos perplejos de los niños que de nuevo serán los encargados de narrar el drama. Sometidos por la tiranía de una madre histérica y chantajista que utiliza sin cesar a sus hijos para atraerlos a su trinchera apocalíptica, la extorsión sentimental culminará el día en que los introduzca en el coche e intente tirarse al río con ellos dentro. Una Medea fallida por la reacción de una de sus hijas que impedirá el desastre. Las escaramuzas y el hostigamiento doméstico no cesarán por ello. Al contrario, irán en ascenso («cada vez escaseaban más las treguas», dirán los niños) al tiempo que, paralelamente, en la calle, se vive en pleno fantasma de la guerra fría. «Pasados veinte años desde la dichosa guerra mundial de los nazis», los niños siguen jugando y viviendo entre restos, retazos de conversaciones indescifrables («todo el mundo hablaba de la guerra sin cesar, pero lo hacía de una manera que no se entendía nada») y búnkers ocultos dejados por las SS. El Este y el Oeste no es ninguna frontera imaginaria y ellos lo sabrán más que nadie. Como dirán las niñas: «No sabíamos cuál era la diferencia entre el Este y el Oeste, pero sabíamos que era abismal». Ambas se pasarán toda la novela a la espera de que llegue un divorcio inminente entre su padre y su madre, y a la espera también de que «alguien (rusos, yanquis o chinos) apriete el botón».

Preparadas y educadas ya para todo, tanto para la tercera guerra mundial («porque los milagros no existen y la historia de la humanidad no iba a perdonarnos nuestra dosis mínima de guerra») como para afrontar la otra guerra definitiva, la de casa, la del divorcio entre sus padres, éste, increíblemente, nunca llegará. Al final, estas niñas ya casi crecidas tendrán que asumir un futuro de progreso, de promesas de bienestar, una nueva casa, una habitación independiente para cada una y, sobre todo, un nuevo y desconocido espacio en el que nada se ha solucionado pero en el que todo quedará de nuevo en suspenso. Ni guerra ni paz, sino todo lo contrario: una continua vida frustrada y una continua amenaza de que algo, la bomba atómica, un divorcio siempre pospuesto o el asesinato en Memphis de un líder negro, puede acabar sucediendo.

En Alberta tiene un amante, la última novela de esta autora traducida a nuestro idioma, el protagonista será pura y llanamente el amor. Un amor entre hombre y mujer que no logra triunfar jamás, que se estrella, que hace insoportable la vida del otro y la vida propia y del que, sin embargo, misteriosa e hipnóticamente, no se puede prescindir. Un «ni contigo ni sin ti» que nada razona y que «como una plaga de langosta» arrasa con todo. Desde el principio, el lector está avisado: Alberta y Nadan están abocados a la infelicidad y su batalla jamás permitirá la más mínima tregua, a no ser que esté uno lejos del otro. Para este mismo lector, a la defensiva ante los estragos del amor en novelas pasionales de nuestros días, ya sean de Danielle Steele o Laura Esquivel, este principio entre Cumbresborrascosas y À bout de souffle puede ser todo un presagio temible. Pero como siempre sucede con esta escritora experta en narrar los desastres más insalvables e imposibles de reconducir de la existencia, todo un caudal de ácido humor, de amarga y lacerante decepción en las relaciones diarias, de búsquedas de la felicidad disonantes, va irrumpiendo sin concesión alguna a la blandura en el relato. Al mismo tiempo, y paralelamente, se iniciará un juego del escondite literario que consigue sembrar el desconcierto en el lector de, aparentemente, «una sola historia»: la que está relatando una escritora que vive en el campo, en alguna parte del sur de Francia, y cuya historia privada empieza a tener demasiadas «coincidencias» con la historia de Alberta que está plasmando por escrito. Esta historia cuenta el desarrollo en el tiempo de esa «plaga de langosta», de ese amor destructor y carnívoro, de «voracidad desmesurada», en que se convierte una primera relación de juventud que, por su parte, nunca convertirá en cónyuges, ni siquiera en novios cariñosos, «de los que pasaban el día besándose sin orden ni concierto», a sus componentes. Su amor, el amor de Alberta y Nadan, se basa principalmente en todo eso en lo que, parece ser, nunca se tiene que basar algo: una falta total de comunicación, largos silencios insostenibles, diferencias irreconciliables, obstinaciones sin salida alguna negociada y rechazos irracionales por cualquier cosa ínfima y superficial que caracterice al contrario. Enemigos siempre potenciales, aun así, los dos saben que tienen que vivir «esa desgracia» y que «no pueden hacer nada». «El amor en la cabeza es más sencillo que el amor en la vida», dirá la protagonista. Virtuosa del erotismo, de las sugerencias literarias cargadas de sentido sin necesidad de hacerse demasiado explícitas, Vanderbeke consigue mantener y expresar esa tensión y desesperación de una relación irrealizable, sin escribir a lo largo de su novela una sola página que sea físicamente reconocible como sexual. Un aborto simbolizará la crisis final y última, ese fracaso absoluto al que está abocada la imposible relación de Alberta y Nadan, pero hasta ese momento el lector duda de que realmente hubiera habido un auténtico instante de tregua, de paz dentro de su guerra infinita: un real e inequívoco momento de amor, a lo largo de su atribulada historia.

Atrapados en una red puramente imaginaria y ficticia que inventa al otro a su manera, el amor, para Vanderbeke, vuelve incongruentes e irreconocibles a los que lo sufren: «A una persona adulta siempre le está saliendo al paso una cosa tan humillante como es el amor», dirá al final de su historia la narradora de Alberta tiene un amante.

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