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Arte moderno del Kunstmuseum Basel

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Bebedora de absenta (1901)La exposición principal de las que aquí se reseñan toma su título de Barnett Newman, de cuya serie Fuego blanco (White Fire) el Kunstmuseum de Basilea posee White Fire II, de 1960. Este lienzo de casi dos metros y medio bien podría ser considerado entre los que llenaron de justificación el diagnóstico establecido en la década de 1980 por Jean-François Lyotard sobre el repunte de la poética romántica de lo sublime en la cultura artística por entonces viva. Pero el rótulo se presta a titular una exposición con muchos otros componentes, una muy rica miscelánea que da cabida a una selección de obras maestras del siglo XX procedentes de las colecciones del Kunstmuseum de Basilea, cuyo alcance se evoca mediante la metáfora del fuego incoloro como imagen del conocimiento artístico moderno. Son ni más ni menos que ciento cuatro obras las contenidas en ese crisol de místico nombre. Estas, unidas a las diez de Picasso que reúne la muestra 10 Picassos del Kunstmuseum Basel en el Museo del Prado, y a otras sesenta y dos pinturas que pueden verse en la exposición Coleccionismo y Modernidad. Dos casos de estudio: Colecciones Im Obersteg y Rudolf Staechelin, abierta, al igual que Fuego blanco, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, conforman un préstamo temporal verdaderamente espectacular.

Una parte muy considerable de las colecciones de arte moderno de Basilea se halla, así pues, hasta septiembre en Madrid. El Kunstmuseum está edificando en este momento una ampliación y ha iniciado las obras de rehabilitación de su edificio principal, que habrá de quedar asimismo conectado con el nuevo. El cierre temporal del museo suizo, que no volverá a abrir al público hasta abril de 2016, ha permitido este traslado tan significativo de piezas, que durante un largo período de tiempo pueden ser disfrutadas en nuestro entorno. Se trata, además, de un museo de larga tradición, pero inmerso en un esfuerzo de consolidar su alcance internacional y hacer del nombre Kunstmuseum Basel una marca tan reconocida como la de Art Basel, la principal feria de arte del mundo, que, como es bien sabido, se celebra anualmente en su ciudad, y que cuenta también con sucursales en Miami y Hong Kong.

La de los museos es desde hace décadas una cultura de la movilidad. La modificación frecuente de las museografías y la enérgica programación de exposiciones temporales lo ponen elocuentemente de manifiesto. Dentro de esa dinámica, reforzada en la actualidad con muchas otras iniciativas de igual intención en la inmensa mayoría de los museos, la reubicación temporal de colecciones permanentes en un museo diferente del de origen es un ejercicio menos frecuentado, pero que reviste asimismo un particular interés. El Museo Reina Sofía lo ha hecho varias veces. Ocurrió sonoramente cuando, en 2008, acogió una muestra integrada por cuatro centenares de piezas procedentes del Musée National Picasso. Más recientemente, la colección Patricia Phelps de Cisneros se presentó también en el Reina Sofía como préstamo temporal, pero, además de ofrecerla con una museografía muy acabada y exquisita, se integró como una parte más de las colecciones estables del museo durante un largo período de tiempo. Ahora vuelve a erigirse en, digamos, museo provisional o semipermanente al acoger las dos selecciones del Kunstmuseum de Basilea que han dado lugar a sendas exposiciones. Los espacios del Reina Sofía ofrecen la ocasión de reinterpretar en una disposición distinta una parte importante del patrimonio artístico del Kunstmuseum. Porque, en efecto, con muestras de esta naturaleza no se trasplanta un museo, sino que, por la elección, la reubicación y la reordenación de piezas en otros interiores y en contextos museológicos distintos, de las exposiciones se deriva uno nuevo. En 2004, por ejemplo, la Neue Nationalgalerie de Berlín acogió durante siete meses una selección de obras procedentes del MoMA neoyorquino. La comunicación entre los espacios de Mies van der Rohe y las piezas del MoMA que en ellos se dispusieron creó un museo tan efímero como inolvidable. Obviamente, traslados de esta envergadura suponen un reto de importancia no menor, que no se satisface sin riesgo, pero que puede traducirse en logros museográficos memorables.

La mujer en azul (1912)Fuego blanco. La colección moderna del Kunstmuseum Basel, la estrella de las tres exposiciones inauguradas al unísono, se reparte en aproximadamente quince salas en el espacio de muestras temporales de la planta 1, la mejor baza, en cuanto a arquitectura se refiere, del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. En la distribución de los espacios sólo se han hecho a la sazón intervenciones discretas sobre la arquitectura original, por lo que el museo ha optado por exponer las piezas en la arquitectura sin ambages que le es natural, si bien con alguna de sus paredes divisorias estableciendo una cesura fuerte en el itinerario de los visitantes, que se percibe con énfasis cuando se llega al lugar en que se muestran trabajos de arte minimalista. El recorrido arranca con la pequeña sala de inicio, en la que cuelgan la vista del Niessen pintada por Ferdinand Hodler y un muy atípico cuadro de Arnold Böcklin, el único del siglo XIX, cuya presencia se defiende, como la de Hodler, por tratarse de un autor nacido en Suiza. Pero inmediatamente después estamos entre cuadros del cubismo de Braque, Picasso, Juan Gris y Lèger. De este último, La mujer en azul, de 1912, ocupa el testero de la sala, en la que también puede verse Jarra y violín, pintado por Picasso en 1909, extraordinariamente acompañado por otras piezas y proseguida del espacio que alberga obras de Léger, Le Corbusier y Ozenfant. Entre ese conjunto y la sala reservada, mucho después, para los artífices del minimal se despliega una suerte de historia del arte del siglo XX, haciendo coincidir los grupos de obras con alusiones aproximadas a fenómenos de esa historia, como el constructivismo internacional, el pop, el expresionismo o el surrealismo. Y la exposición se rubrica finalmente con otra impronta específicamente suiza, pendant del inicio, un grupo de fotografías de Peter Fischli y David Weiss de 1990-2003. Hay que decir que a ese recorrido principal se suman anexos, que ocupan espacios colindantes, donde se presentan trabajos más contemporáneos, como la proyección de vídeos de Pierre Huyghe y Steve McQueen. Esa circunstancia crea explícitamente la sensación de que la modernidad más reciente, sólo representada de forma puntual, se incorpora al campo de la exposición desde los márgenes, como si el presente se asomara a ella, y no al revés.

Sin duda hay también una voluntad de dar tintes suizos a un muestrario de vanguardias que no se centra en autores originarios del país alpino, pero que se esfuerza en marcar su referencialidad. Los acentos se hallan repartidos, bien al principio y al final, como ya se ha apuntado, bien con obras del período suizo de Ernst Ludwig Kirchner, bien por la exposición de trabajos de Dieter Roth y Jean Tinguely, etc. Pero la coloración suiza de la muestra se hace inevitablemente obvia por ejercer de muestrario del coleccionismo suizo que la sustenta . El Kunstmuseum ha sido beneficiario de donaciones muy poderosas de coleccionistas. Es, por ejemplo, depositario de una parte del legado que pertenece a la Fundación Alberto Giacometti. Destaca, asimismo, como receptor de colecciones menos cuantiosas, como las de Richard Doetsch-Benziger, Werner Schenk y otras. El grueso de su impresionante colección cubista procede de la residencia de Raoul La Roche, oriundo de Basilea. El Kunstmuseum recibió asimismo en donación una parte muy importante de las obras que pertenecieron a Marguerite Arp-Hagenbach, coleccionista suiza y segunda mujer de Hans Arp. De modo que las salas protagonizadas por la obra de Arp y del constructivismo sirven de acto reflejo de las colecciones de Marguerite Arp-Hagenbach, del mismo modo que las salas del entorno cubista llevan el marchamo del benefactor La Roche. El gusto privado se hace notar reiteradamente como guía del relato moderno que establece la muestra. Se pone, eso sí, de manifiesto más en unas salas que en otras. Pero, mientras que aquí ese componente no se explicita del todo, en la exposición que el Museo Reina Sofía acoge en la cuarta planta, la ya mencionada Coleccionismo y Modernidad, el papel del Kunstmuseum de Basilea como depositario del coleccionismo privado constituye el tema fundamental. El experimento museográfico que realiza esta exposición, más abigarrada, responde a otros propósitos.

Rudolf Staechelin (1881-1946) y Karl Im Obersteg (1883-1969) fueron notables coleccionistas de Basilea que dieron nombre a sendas fundaciones, y en el Kunstmuseum se encuentra depositada una parte considerable de las obras que atesoraron. La exposición que resulta de presentar lo principal de sus posesiones artísticas podría tenerse por un compendio de la moderna tradición pictórica expresionista, entendida en sentido lato, en la que caben Van Gogh, Soutine, Rouault y Nolde, lo mismo que Javlenski y Chagall. En realidad, deriva de la suma de dos colecciones muy distintas, que se distribuyen en cuatro espacios. En el primero, dominado por obras de Hodler, están mezcladas, en el segundo cuelgan únicamente cuadros pertenecientes a Staechelin, y en los dos últimos sólo de Im Obersteg, incluso exclusivamente con obras de Javlenski en la última sala. Además de ese juego de despiece y síntesis entre colecciones, la exposición viene determinada por un ensayo museográfico consistente en establecer un orden de presentación basado en cuanto se sabe, por la documentación fotográfica que se conserva, acerca de la disposición que en diversos momentos tuvieron los cuadros en las residencias de sus propietarios. Los severísimos espacios hospitalarios que acogen esa exposición se parecen verdaderamente poco a los ambientes en que vivieron cotidianamente las prósperas familias Staechelin e Im Obersteg. Pero con la presente  propuesta museográfica experimentamos, sin duda, interesantes disfunciones, pues la apelación a lo que primó en el uso privado de esas pinturas desmerece del relato que puede construirse al reubicarlas en el interior de un museo público. Lo más afortunado de la expografía que se ensaya se halla en la sala tercera, presidida por el cuadro de Picasso de 1901, La bebedora de absenta, que se acompaña de una plétora de obras formidables, como un paisaje fluvial de Rouault de 1939, el Bodegón con violín de Soutine y un grupo de retratos de Chagall pintados en 1914. En una disposición menos feliz pueden verse en la segunda sala piezas tan imprescindibles como El jardín de Daubigny que Vincent van Gogh pintara en julio de 1890.

Para el adecuado entendimiento de las virtudes de la muestra, esta se complementa con una sala de interpretación, en la que se reproducen fotografías de algunas habitaciones de los domicilios de Im Obersteg y Staechelin junto a diversos documentos. En contra de todo pronóstico, cuelgan allí dos obras magníficas a modo de accesorios, un paisaje de Auvers pintado por Pissarro y un Desnudo tumbado de Picasso, obra de 1934, al lado de vitrinas con copias de documentos. Esa dilapidación de medios rubrica, quizá para malograrla, una exposición valiosa.

En ambas muestras, el Centro Nacional de Arte Museo Reina Sofía se presenta como museo que interpreta otro museo y dispone a su vez vías de reflexión no contempladas con anterioridad. Dos constelaciones que apuntan en sentidos diferentes resultan de la museografía decidida para lo que recogen una y otra exposición. A su vez, los espacios del museo madrileño se ponen a prueba al albergar las obras, para demostrar su mayor o menor adecuación a la misión que les exigen los contenidos. Son varios los conjuntos que cabría señalar, especialmente en la exposición Fuego blanco, como logros museográficos muy reveladores y que nunca habrían podido darse de igual modo en los espacios del Kunstmuseum Basel. Es imposible no destacar las virtudes de la sala que se centra en el arte constructivista, con piezas como Composición núm. 1 con rojo y negro, de Piet Mondrian, y otras de Georges Vantongerloo, Theo van Doesburg, Nikolaus Pevsner, Josef Albers, László Moholy-Nagy y Max Bill. Pero los interiores del Reina Sofía se revelan particularmente aptos en la muy eficaz presentación del arte minimal y conceptual, cuando acogen la significativa selección de piezas de Donald Judd, Robert Ryman y On Kawara que pueden verse en esta muestra.

Mientras que el Museo Reina Sofía aprovecha la acogida de secciones de la colección del Kunstmuseum para configurar interpretaciones nuevas de este, el Museo del Prado se ha valido de su exposición 10 Picassos del Kunstmuseum Basel para reinterpretarse a sí mismo. Por ello ha colocado los diez cuadros que expone del pintor malagueño en su galería principal, levantando tabiques dispuestos en el eje central de la galería, donde cuelgan obras tan extraordinarias como Los dos hermanos (1906), Panes y frutero con fruta sobre una mesa (invierno de 1908-1909) y Arlequín sentado o El pintor Jacinto Salvadó (1923).

Arlequín sentado o El pintor Jacinto Salvadó (1923)Este excepcional conjunto de obras convive con los grandes lienzos de las escuelas veneciana, italiana y flamenca que cubren los muros de la galería central del Museo del Prado. Esa vecindad, puramente azarosa, sirve a la celebración intemporal de la maestría pictórica. En ocasiones, las obras en vecindad se desdicen ciertamente hasta rozar lo grotesco, como ocurre cuando vemos el cuadro Mujer con sombrero sentada en un sillón (1941) al lado de la Inmaculada Concepción de Rubens. Pero el experimento cumple perfectamente la función de dar a Picasso la majestuosa acogida que merece a su magisterio en la gran pinacoteca. Estimo, con todo, innecesario ese cuarto oscuro que se ha habilitado a un lado de la galería para proyectar la película El misterio Picasso, que Henri-Georges Clouzot rodó en 1956, pues no pasa de ser un añadido ocurrente en esta muestra, con escasa relación con ella. ¿O es ya tiempo de visitar el Museo del Prado para disfrutar de películas magníficas?

Aparece en esta exposición como asunto implícito otra vez el de la naturaleza del coleccionismo del Kunstmuseum. Pues dos cuadros fundamentales, Los dos hermanos y Arlequín sentado, pertenecieron a la colección de Rudolf Staechelin y fueron cedidos en depósito a su muerte al Kunstmuseum. En 1967 fueron puestos a la venta por la Fundación Staechelin, poco después de que el museo hubiera tenido que deshacerse de otro de sus cuadros en depósito, La berceuse, de Vincent van Gogh, porque sus propietarios habían obligado a que se vendiera. El asunto se resolvió con un notorio debate público y la celebración de un plebiscito por el que la ciudadanía del cantón de Basilea decidió aportar el dinero para la compra de ambos cuadros de Picasso para el Kunstmuseum, que pasaron a ser propiedad de todos. Pablo Picasso mostró su reconocimiento por esta inédita expresión democrática para adquisición de obras de arte moderno obsequiando a Basilea con otras cuatro obras. Tres de ellas se incluyen también en esta exposición del Museo del Prado, aunque no el estudio de 1907 para Las señoritas de Avignon, que completó el regalo. Esta combinación de circunstancias, reforzada por el hecho de que otras de las obras de Picasso expuestas proceden de la generosa donación de Raoul La Roche, hacen de ese conjunto de diez pinturas el signo de una proclama de altruismo, que refuerzan el sentido social del museo en cuanto institución cultural.

La llegada de obras de Picasso a las colecciones del Kunstmuseum Basel empezó precisamente con la cesión en depósito de Staechelin y las donaciones de La Roche hacia mediados del siglo pasado. Con el tiempo ha atesorado una de las mejores colecciones del mundo en lo que a obras del artista malagueño se refiere. El inicio del coleccionismo de arte moderno en se había producido en realidad a finales de la década de 1930. El arte moderno, reducido con anterioridad a algunas piezas de Hodler, Munch y Maillol, irrumpió en 1939 en sus colecciones con una adquisición bastante masiva. Al Kunstmuseum Basel le corresponde el dudoso mérito de haber sido comprador, como otras instituciones y personas de Suiza, de una parte sustancial de las obras saldadas por las autoridades nacionalsocialistas tras la operación de lo que tildaron de «Arte degenerado», que vació los museos alemanes de obras artísticas de vanguardia. Con la mediación de algunos marchantes, como Karl Buchholz, las obras de Franz Marc, André Derain, Paul Klee y tantos otros, incautadas a los museos, fueron vendidas directamente desde los almacenes que se habilitaron en Berlín, o en las subastas que se celebraron en Suiza. Los lotes de entonces fueron comienzo de colecciones de arte moderno en lugares que anteriroemente no se habían interesado por él. El Kunstmuseum Basel se hizo con pinturas tan destacadas como El destino de los animales, de Franz Marc. Una de aquellas obras incorporadas a su colección con un crédito especial del gobierno de Basilea en 1939, el Ecce Homo de Lovis Corinth, preside una de las salas de la exposición Fuego blanco, la que con piezas de Munch, Beckmann, Kirchner, Schlemmer y Nolde se concentra en el expresionismo. De ese modo, otra memoria del coleccionismo también se activa implícitamente en esta escenificación del Kunstmuseum basiliense que puede verse en Madrid.

En su conjunto las tres exposiciones aportan una versión poliédrica del patrimonio artístico de su prestador, tan sugestiva para el visitante y para los museos que las hospedan, como para el propio Kunstmuseum, que se reinterpreta en un contexto cultural y social muy diferente del suyo. La vida de las obras de arte como elementos móviles, susceptibles de cambiar según sus formas de combinarse y sus ubicaciones, es traída a colación con la complejidad que han sabido hacer valer estas tres exposiciones. Como complemento de tal demostración de fuerza del coleccionismo como aglutinante de los materiales artísticos, se añadirá en el mes de julio la exposición de otra obra que perteneció a Rudolf Staechelin y que estuvo en depósito en el Kunstmuseum Basel. Se trata del lienzo Nafea faa ipoipo (¿Cuándo te casarás?), de Paul Gauguin, pintado en 1892, que fue vendido el pasado mes de febrero por una cantidad que ronda los trescientos millones de dólares. Antes de viajar a Catar, donde se encuentran sus nuevos propietarios, pasará por Madrid. En la actualidad se expone en la Fundación Beyeler, muy cerca de Basilea, cuyo Kunstmuseum abandonó. El Museo Reina Sofía se reserva ser huésped del último acto de convivencia de esa obra con otras de arte moderno del museo que la hizo suya durante mucho tiempo. Quizá sea ese el verdadero tema de las exposiciones aquí glosadas: el coleccionismo en tránsito.

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Ficha técnica

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