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Borges sugirió que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Apliquemos la suposición por un momento también a otras áreas del saber humano –la mitología, la religión, la teología, el pensamiento poético– y recorramos una serie de diapositivas a lo largo de un antiguo hilo.

Una primera escena: un hombre, sentado en calvero, toca música con una lira. Del bosque circundante comienzan a salir los animales: ciervos, zorros, leones, lobos, leopardos, osos, cabras, toros, ratones, serpientes, garzas, ruiseñores. Van en silencio, pues su ser es, de pronto, puro oír. «Y entonces les hiciste nacer un templo en el oído», dice Rilke en el primero de los Sonetos a Orfeo. Según una tradición, los árboles se inclinan para mejor escuchar, las piedras cercanas al canto de Orfeo se ablandan, es decir, se vuelven vivas, laten como corazones. Mediante la música, Orfeo descubre que todo está vivo. Antes, sin embargo, ha debido atravesar el Infierno.

Hay relieves muy antiguos que muestran a Shiva como señor de los animales. Está sentado en posición de yoga y seres de todas las especies lo rodean. Hay imágenes parecidas de Dionisos y del dios protector de los animales del mundo céltico. Cuernos de ciervo o de toro en la cabeza. El centro de un conjunto de animales. A menudo, la figura es itifálica.

En la imaginación del mundo iranio preislámico, cada hombre es un ser de luz cuya misión es transfigurar la Tierra y todo lo que esta contiene. Lo creado grita a Ahura Mazda suplicando descanso. Nuestra alma proyecta su incandescencia sobre los seres y los reconoce, es decir, les hace formar parte de ella. En nuestra Gloria y Destino, nuestro Yo celeste o cuerpo de resurrección se forma a partir de la Tierra percibida por nuestro Ángel, es decir, nuestra imaginación. Cada uno salva todo lo que puede del mundo, para convertirse a sí mismo en el paraíso tras la muerte.

Noé construye un arca para salvar los seres de un mundo condenado a desaparecer y, con ellos, comenzar un mundo nuevo. Existen numerosas interpretaciones simbólicas de esa historia. El arca sería el alma humana (o la imaginación humana, entendida como una facultad esencial) y los animales, las representaciones simbólicas de las facultades del hombre.

Plotino habla de la tierra viviente del mundo espiritual, la cual «no está desierta, sino más poblada que la nuestra, pues en ella están todos los animales que aquí abajo llamamos terrestres, y todas las plantas que poseen vida». Orígenes propugnaba no sólo que las almas eran preexistentes a la creación del mundo, sino que también negaba la eternidad del infierno y anunciaba la apocatástasis final, es decir, la completa reconciliación de todas las singularidades del hombre, de justos y pecadores en la unión con Dios. En esa reconciliación última se elevaban también hasta la gloria, por intercesión del alma humana, todos los seres de la creación, que no son sino aspectos de la divinidad, así como el mismo Diablo, otro aspecto de Dios. La doctrina de la apocatástasis ha sido firmemente condenada por la Iglesia católica. (La obra de Orígenes fue destruida casi en su totalidad tras el segundo Concilio de Constantinopla. Por cierto, ¿cuándo pedirá perdón la Iglesia por Orígenes, por Safo, por tantos libros quemados?)

Dice Pablo: «La espera ansiosa de la creación anhela la revelación de los hijos de Dios; pues la creación quedó sometida al fracaso, no por su gusto, sino a causa del que la sometió, con esperanza de ser también ella misma liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad esplendorosa de los hijos de Dios» (Romanos 8, 19-23). Los seres del mundo se dividen en dos partes, una parte terrenal, corruptible, y una parte celeste, eterna. El alma del hombre (o Dios) extrae la parte celeste y la lleva hasta la gloria.

Juan Escoto Erígena escribe que «gracias a la encarnación del Hijo de Dios, se salvaron todas las criaturas del cielo y de la tierra», y continúa diciendo que cuando el hombre resurja en su cuerpo de gloria, todos los animales y todas las criaturas terrestres resurgirán «con él y en él». El hombre como arca de la creación.

En el trabajo alquímico, los metales, las sustancias minerales sufren, mueren, renacen. Según Mircea Eliade, ahí radica la gran innovación de los alquimistas: «Proyectaron sobre la materia la función iniciática del sufrimiento. Gracias a las operaciones alquímicas, asimiladas a las “torturas”, la “muerte” y la “resurrección” del iniciado, la sustancia es transmutada, esto es, adquiere una modalidad de ser trascendental: se convierte en “oro” […]. Así pues, la transmutación alquímica equivale a la perfección de la materia; en términos cristianos, a su redención».

El místico persa Mir Damad escucha el «inmenso clamor oculto» de todo lo existente, que se lamenta de su indigencia metafísica. Francesco Zambon, en El alfabeto simbólico de los animales, cita a Mircea Eliade, el cual habla de un chamán guaraní que escucha el lamento de la Tierra: «Estoy agotada, gemía la Tierra. Estoy saciada de los cadáveres que he devorado. Déjame descansar, Padre. Las aguas también imploraban al Creador que les concediera descanso, y a los árboles y toda la naturaleza».

En los apocalipsis de William Blake (por ejemplo, en Los cuatro Zoas), los animales más humildes, como los insectos y las ratas, danzan en torno a la vendimia universal, se despojan de sus vestiduras terrenales para descubrir sus verdaderas formas humanas (esto es, celestes, según la imaginación de Blake) y participan con un papel importante en la disolución y renacimiento del fin de los tiempos, que se produce, en realidad, en el interior de un solo hombre. Para Blake, el arca de Noé es una media luna.

Leemos en la novena de las Elegías de Duino de Rilke:

«Y estas cosas que viven de su propio
declinar comprenden que tú las celebras; perecederas,
nos confían su salvación, a nosotros, los más perecederos.
Quieren que las transformemos en lo invisible de nuestro corazón,
en, oh infinitamente, en nosotros, seamos a la postre lo que fuéremos.

Oh, tierra, ¿no es eso lo que tú quieres: resucitar
invisible en nosotros? ¿No es ese tu sueño,
hacerte una vez invisible? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Qué es, sino transformación, tu imperioso mensaje?»

Y más tarde, en su famosa carta a Witold Hulewicz, su traductor polaco, de 1925: «Nuestra tarea es imprimir en nosotros esta tierra transitoria y caduca, y hacerlo de un modo tan profundo, tan doloroso y apasionado, que su esencia vuelva a resucitar en nosotros “invisiblemente”. Somos las abejas de lo invisible. Libamos desesperadamente la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo Invisible».

ARK, del estadounidense Ronald Johnson, un enorme y maravilloso poema sobre la imaginación humana y el planeta Tierra, gira en torno a la figura de Orfeo y proyecta progresivamente la imagen de una inmensa astronave destinada a salvar, junto con la humanidad, el mundo animal, vegetal y mineral: «¡Llamémoslo Arden / y vivamos en él!».

Algo en todo esto resuena intensamente en nosotros. Profundizar en el mundo, en la vida, salvar algo importante, algo que nos llama una y otra vez sin que hagamos caso. Se trata de una metáfora esencial de la labor poética, claro, pero también de la condición humana en general. Independientemente de la belleza de estas vanas fantasías, yo me quedo con tres aspectos fundamentales:

El amor por la naturaleza y por todos los seres individuales.

La celebración de lo creado.

El cuerpo como la base de toda experiencia.

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